CAPÍTULO VII

 

Charles Williams no cesó de dibujar.

Durante toda la mañana.

Con firme trazo.

Directamente.

Ya no planificaba la hoja para encuadrar las viñetas. Estas aparecían libres. Alargadas. Cortas. Entremezcladas... Encuadradas. Bidimensionales, longitudinales, en profundidad, abundancia de primeros planos y del general sobre el medio.

Williams arrojó el pincel.

Contempló el rostro dibujado.

Un rostro femenino. Con los ojos desorbitados. Las facciones desencajadas. Rotas en alucinante mueca de terror.

El mismo terror que viera reflejado en Diana Palmer.

Charles Williams empezó a reír hasta culminar en desaforada carcajada.

Imaginaba a Burt Aldrich, pero aquellos dibujos podían ser superados. Era necesario un mayor clímax de horror. Y por supuesto no serían para la Aldrich Publishing Co.

Realizaría una verdadera obra maestra.

Una antología del horror y sexo hasta ahora no alcanzada. El más espeluznante cómic jamás dibujado. Algo que causaría pavor al más morboso de los lectores.

Sí.

Aún podía hacerlo mejor.

Tenía que hacerlo mejor.

Aquello era sólo el principio.

Charles Williams fue hacia el mueble-biblioteca. La satánica expresión de su rostro desapareció. Sus facciones adquirieron una placentera sonrisa. Empezó a seleccionar varios comic-books.

Acarició sus portadas.

Una a una.

Lejanos recuerdos acudieron a su mente.

Extendió los comic-books.

El primitivo Tarzán de Hogarth, Buck Rogers, Flash Gordon, Jungle Jim, Prince Valiant, Dick Tracy, Secret-Agent X-9, Mandrake the Magician...

Mandrake.

Charles Williams pasó lentamente las hojas del comic-book.

Mandrake, el mago. Con su frac, sombrero de copa y amplia capa sobre los hombros. Sus fantásticos trucos de ilusionismo. Su poder hipnótico... Y junto a Mandrake, el corpulento y forzudo negro Lothar. También estaba allí Narda. La princesa Narda. La novia eterna de Mandrake.

Narda y sus rubios cabellos.

Narda.

Narda...

Charles Williams se tumbó en el lecho.

Se despojó de los lentes. Sus diminutos ojos de miope quedaron fijos en un indefinido punto del techo.

Quedó dormido.

Con una extraña mueca en el rostro.

Despertó cuatro horas más tarde. Con un hambre atroz. No había probado alimento desde el día anterior. Procedió a una rápida ducha, afeitado y elección de vestimenta.

Sonrió al pasar junio a la mesa de dibujo.

Allí quedaba lo realizado durante la mañana.

Su alucinante cómic de terror.

Williams abandonó la vivienda.

Minutos más tarde, al volante del Mustang, circulaba por las calles de Los Angeles. Por la zona de Sunset Boulevard, alejándose de Hollywood y penetrando en Barrio Guest.

El intenso y desorganizado tráfico de la ciudad no alteró los nervios de Williams.

Se adentró por Lamet Street. Ya en Barrio Guest. Una zona muy diferente a las lujosas Beverly Hills. Los habitantes de Barrio Guest eran en su mayoría portorriqueños, españoles, italianos... Agrupados en casas de gris fachada y húmedas paredes.

Estacionó en Lamet Street.

En un Steak House consumió un lujoso filete con guarnición y una jarra de cerveza.

Almuerzo y cena a un tiempo.

Al abandonar el local no se introdujo en el Ford, sino que caminó por la calzada. Tres manzanas más abajo divisó la librería de lance. En la vidriera del escaparate se amontonaban infinidad de libros, revistas y todo tipo de publicaciones.

Penetró en la tienda.

Un característico olor a papel viejo le envolvió.

Era aquélla una extraña atmósfera.

Un individuo calvo y grueso salió de entre las estanterías.

—¡Señor Williams!... Es un placer verle de nuevo por aquí.

—Hola, Norton. ¿Tienes algo para mí?

—Pues.... sí, es posible que encuentre algo. He ido apartando algunos ejemplares que creo pueden interesarle.

El tal Norton, pese a su voluminosa Figura, deambuló ágil por entre las estanterías plagadas de libros.

Depositó sobre el mostrador un voluminoso paquete.

—Adquirí el lote hace unas semanas... Ya no se encuentra con facilidad género antiguo, señor Williams. Acaparado por coleccionistas o destruido por considerarlo sin valor alguno.

—Gente ignorante. Despreciar un buen cómic es de poca inteligencia.

—Cierto, cierto...

La hipócrita sonrisa de Norton ocultaba su verdadero sentir. Consideraba a Williams como un chiflado. Un capricho so capaz de pagar mil dólares por un comic book antiguo.

Charles Williams inspeccionó el paquete.

Ejemplares de National Periodicals,. Action Comics, Detective Comics, Sensation Comics... Todos ellos, aunque con varios años de existencia, de nulo interés para un coleccionista avanzado como Charles Williams. Tampoco eran héroes favoritos. Ninguno procedente de la Daily Strip de la King Features Syndicate Inc. (Daily Strip: «tira diaria» Serie de tres o cuatro viñetas que aparecen diariamente en los periódicos).

—Nada, Norton.

El librero mantuvo con esfuerzo su falsa sonrisa.

—Lo lamento, señor Williams.

—¿Conservas la lista que te entregué?

—¿Cómo?... Ah, sí, por supuesto... y su número de teléfono. No se preocupe. Si consigo algo de la lista le llamaré de inmediato.

—Gracias, Norton.

Charles Williams abandonó la librería.

Le faltaban algunos comic-books que deseaba adquirir a cualquier precio. Su lista de búsqueda la había proporcionado a todos los comerciantes especializados en comic antiguo y a clubs de coleccionistas.

Llegó junto al Mustang.

Un folleto de propaganda había sido colocado en el limpiaparabrisas.

Williams lo arrancó.

Se disponía a arrojarlo al suelo, pero interrumpió el iniciado ademán. Un nombre había quedado fijo en su retina.

Se anunciaba el club Luck Smile. Especializado en strip-tease y con la modalidad de bailes por tickets. Se reseñaban las principales atracciones. Un malabarista, una pareja de cómicos, bailarina sexy... y strip-tease a cargo de Narda, la diosa de fuego.

Ese fue el nombre grabado en Williams.

Narda.

Narda...

Luck Smile era un tugurio.

Como la mayoría de los existentes en Barrio Guest.

Los clientes tampoco eran de lo más selecto. Individuos que adquirían unos boletos de baile y les sacaban el máximo jugo. A la noche, con el pase de atracciones, se aumentaba la tarifa con un pago adicional de entrada al local. De ahí que la concurrencia fuera reducida.

Muy lógico.

El show no merecía un centavo.

El malabarista estrelló uno de los objetos contra la pista. La pareja de cómicos daban verdadera lástima. La bailarina sexy se movía con la gracia de un elefante reumático. Y en cuanto a Narda...

La orquesta, por llamar de alguna forma a cuatro aburridos individuos, interpretaba una sensual música.

Un foco iluminó la pista.

Sonaron unos discretos aplausos. Sin duda procedentes de empleados del local.

Apareció Narda.

La diosa de fuego.

Frisaba en los treinta años de edad. De largos cabellos rubios. Rostro marcadamente sensual, incrementado por sus ojos y labios que rebosaban lascivia. Cuerpo de acentuadas curvas presionadas por ceñido vestido que no tardó en caer a los pies de la mujer.

Narda quedó con un sujetador y slip de encaje negro transparente con finísimos bordados en rojo.

Siguió torpemente la música, procediendo a despojarse de la prenda superior. Sus opulentos senos mantuvieron una cierta firmeza. Los acarició con deliberada lentitud, deslizando la yema de los dedos por .la ancha aureola de los pezones para luego centrarse en los salientes puntos. El despojarse de! slip, ya sin hacer maldito caso a la música, fue toda una lección de procacidad y movimientos obscenos que el distinguido público acogió con frases que harían enrojecer a un descargador del muelle.

Narda los recibió con una sonrisa.

Cuando el slip quedó enroscado en uno de sus tobillos se eclipsó el foco.

Al volver a iluminarse, Narda aparecía con una roja capa sobre los hombros.

Los aplausos fueron generales.

Todos estaban deseando que terminara el show para hacer nuevamente uso de los tickets de baile.

La clientela fue hacia el mostrador donde las chicas del Luck Smile esperaban con aburrido semblante.

Sólo Charles Williams siguió inmóvil en la mesa.

Allí permaneció hasta que vio aparecer a Narda procedente de los camerinos.

Luciendo un audaz vestido que dejaba muy poco para la imaginación.

Charles Williams se incorporó acudiendo al mostrador.

Narda había tomado asiento en uno de los taburetes. Las piernas cruzadas. Mostrando con generosidad los muslos enfundados en medias de blonda.

—¿Puedo invitarla a bailar?

Los ojos de la mujer se centraron en Williams. Le contempló como si fuera una cucaracha.

—No.

—Tengo los correspondientes boletos.

—Ya me lo supongo, encanto; pero ocurre que yo me cotizo más alto. Eso de ticket por pieza de baile es para las demás chicas.

—No importa. Tampoco yo tengo muchas ganas de bailar.

La mujer volvió a posar su mirada en Williams.

Ahora más detenidamente.

Los lentes de Charles Williams destacaban en la penumbra del local. También su vestimenta, su pulcritud, le hacía diferente.

Y Narda se percató de ello.

Sonrió pasando lentamente la lengua por los carnosos labios.

—¿Qué te parece si tomamos unas copas de champaña en uno de los reservados?

—¿Un reservado? —Murmuró Williams—. Prefiero un lugar más tranquilo. Tu casa... o un hotel.

—Los reservados del Luck Smile son muy... confortables, querido. En ellos se pueden hacer muchas cosas.

—Quiero pasar toda la noche contigo.

Narda acusó la sorpresa.

Volvió a sonreír.

—Tengo que permanecer aquí un par de horas más, amor. El jefe no me permite salir antes. Tengo que alternar con algunos clientes y...

—Mil dólares.

La mujer bizqueó.

—¿Cómo?

—Te daré mil dólares, pero nos iremos ahora mismo.

—Un bromista, ¿eh?

—Puedo pagarte por adelantado si quieres.

La mujer retuvo el brazo de Williams que introducía la diestra en el bolsillo interior de la chaqueta.

—No... no enseñes el dinero —Narda dirigió rápida mirada a izquierda y derecha—. Espera fuera. Diré al jefe que me encuentro mal. ¿Tienes coche?

—Estacionado a unas veinte yardas del club. Un Ford Mustang.

—Okay, encanto. Diez minutos. El tiempo de cambiarme de vestido.

Charles Williams abandonó el local.

Ocho fueron los minutos de espera.

Narda apareció sonriente. Había sustituido su modelo de noche por un vestido también de audaz diseño.

—Aquí estoy, amor. ¡La noche es nuestra! ¿Cuál es tu nombre?

—Charles. Tú eres Narda, ¿verdad?

—Ahá.

Apenas acomodados en el interior del Mustang. Narda se volcó sobre Charles Williams.

Con los labios entreabiertos buscó la boca de Williams. Le besó con marcada lujuria. La mano derecha de Narda tampoco permaneció inactiva.

—¿Qué te parece el anticipo? —Susurró la mujer con provocativa voz—, ¿Quiere que... siga?

Charles Williams se compuso los lentes desnivelados por el fogoso beso.

—No, aquí no...

—En mi casa no acostumbro a llevar visitas. Iremos al Boyle Hotel.

—¿Qué tal es9

—¿El Boyle Hotel?

—Sí.

—Desde luego no es el Statler Hilton, pero tampoco es un basurero. No creo que necesitemos una suite, ¿verdad?

—Me gusta la comodidad, Narda. Puedo permitirme el lujo de pagarla. Una habitación con mueble-bar, aire acondicionado, baño confortable... y de máxima discreción.

—Eres un tipo grande. Charles. Dado que disponemos de toda la noche, sé del lugar ideal. El Wilder Motel. En la comarcal de David Hill. Cabañas con baño privado, bar, televisor...

—¿Te conocen?

—Seguro. No habrá problemas.

—No me gustaría tener que firmar en el libro de registro, Narda. Soy hombre casado y...

La mujer rió en divertida carcajada.

—Tranquilo, amor. Déjalo todo de mi parte.

Por la autopista Los Angeles-Pasadena. La comarcal de Davis Hill. En !a desviación un cartel anunciaba el Wilder Motel a un par de millas. El terreno era irregular. Pródigo en rocas salpicadas de arbustos.

Divisaron el luminoso del Wilder Motel.

Único foco de luz en la reinante oscuridad de la noche.

El Wilder Motel estaba formado por cabañas que configuraban un amplio semicírculo. Disponía de parking, aunque algunos vehículos se estacionaban frente a la misma cabaña.

La oficina de recepción se emplazaba a la entrada.

—Espera aquí, Charles. Ni tan siquiera será necesario que bajes del auto.

Williams extrajo un fajo de billetes.

Tendió a la mujer veinticinco dólares.

—Abona la estancia y dale una buena propina al conserje, Que nos proporcione una cabaña tranquila y apartada.

Narda atrapó los billetes.

Descendió del Mustang caminando hacia recepción.

Charles Williams apagó los faros del vehículo. Incluso los pilotos de posición. Empequeñeció los ojos dirigiendo una mirada por la explanada. En algunas cabañas, muy pocas, asomaban resquicios de luz.

Narda salió de la caseta.

En el dedo índice de su diestra giraba una llave con la correspondiente placa numerada.

Se acomodó en el Mustang.

—La número dieciocho, Charles —sonrió la mujer—. La del final. Vamos a estar solitos. Sin vecinos. Logan las ocupa correlativamente. Nos correspondía la número doce, pero le convencí con los veinticinco dólares.

—Aparcaré frente a la cabaña.

—Como quieras.

Williams puso en marcha el auto.

Sin encender luz alguna.

Por el espejo retrovisor divisó borrosamente a un individuo que les observaba desde el ventanal de la oficina de recepción.

Llegaron frente a la cabaña señalizada con el número dieciocho.

Narda descendió en primer lugar. De espaldas a Williams llevó su diestra al escote del vestido para sacar unos billetes que introdujo veloz en el bolso. Por supuesto no había dado los veinticinco dólares al recepcionista. Quince fueron más que suficiente.

Abrió la puerta de la cabaña.

Parpadeó al ver entrar a Charles Williams con un maletín.

—¿Qué llevas ahí?... ¿El cepillo de dientes?

Narda rió su propia ocurrencia.

Cerró la puerta con llave.

La estancia contaba con amplia cama con dos mesas de noche, armario a juego, un boudoir, dos butacas y un carro-bar plagado de botellas y vasos.

Narda abrió la puerta que comunicaba con el contiguo cuarto de baño.

—¿Qué te parece, Charles? ¡Azulejos color rosa!

Williams había depositado el maletín sobre la mesa de noche.

—¿Quieres beber algo?

—Yo lo serviré, amor. ¿Cuál es tu bebida preferida?

—Brandy.

—Perfecto...

Narda rebuscó entre las botellas. Tomó una copa que llenó casi hasta el borde.

Bebió ella.

Sin ofrecer a Williams.

Un pequeño sorbo.

Dejó la copa sobre la mesa de noche para poder abrazar a Williams. Le besó en la boca.

—¿Te gusta?...

Williams percibió el sabor del brandy confundido con la lascivia del beso.

Narda le quitó la chaqueta.

Cuando Williams se disponía a aflojar el nudo de la corbata fue interrumpido por la mujer.

—Déjame a mí, amor..., no tengas prisa..., déjame a mí...

Narda volvió a humedecer sus labios en el brandy.

Se arrodilló a los pies de Charles Williams.