CAPITULO IX

 

Filadelfia, Nueva York y Niágara.

Cinco días intensamente vividos.

De total felicidad para Marc Goldsmith. Disfrutaba de la luna de miel más maravillosa que pudo soñar.

—No has debido hacerlo, Marc.

—¿El qué?

Sharon hizo un mohín de disgusto.

—Demasiado sabes que me refiero a lo del Banco. Al entregarte mis ahorros no fue intención de compartir tu cuenta corriente. Sé que cuatro mil dólares no es gran cosa, pero es mi aportación a nuestro hogar. El director del Banco no parecía muy conforme con autorizar mi firma.

Marc Goldsmith detuvo el auto ante el semáforo de Popplar Street. Paralelamente al Leakin Park.

—Genne Reeve se extralimitó en sus funciones. No le solicité consejo.

—Es lógico, Marc. Llevamos sólo cinco días casados y...

—Cinco días de felicidad, Sharon —interrumpió Goldsmith—, Olvida lo del Banco. No tiene importancia. Lo mío es tuyo.

La muchacha movió la cabeza riendo en cantarina carcajada.

—No me atrevería a firmar ninguno de esos talones, Marc. Mensualmente me entregas la cantidad que consideres adecuada y yo me administraré

Goldsmith contempló encandilado a la joven.

Le gustó desde el primer momento. Desde aquella primera cita concertada por la Clover Agency. Ya no lo dudó más. Sharon era la mujer de su vida. Alegre, sencilla, hogareña... El bálsamo para borrar todo el pesimismo y amargura que atormentaba a Goldsmith.

¿Por qué esperar más?

La solicitó en matrimonio.

Sopesando todos los riesgos y anhelante por conocer la respuesta de Sharon.

Ella aceptó radiante de felicidad.

La angustia de Goldsmith se centró entonces en la noche de bodas. ¿Cómo sería la reacción de Sharon ante la visión de sus piernas ortopédicas? ¿Repugnancia? ¿Horror?...

Marc Goldsmith sonreía ahora recordando aquella primera noche en el Savoy Hotel de Filadelfia.

Ni una sola mueca.

Ni un parpadear.

Ni el menor comentario...

Fue una noche de amor y pasión.

El temor y angustia de Goldsmith desapareció vencido por el jovial y contagioso optimismo de la muchacha.

Y su belleza...

Marc Goldsmith aún no daba crédito a su suerte. Se había casado con la más escultural de las mujeres. Enloquecía al contemplar el desnudo cuerpo de Sharon. Aquellos exuberantes senos duros y de rosados pezones. La suave curva de su vientre, la esbeltez de sus muslos...

Todo en ella era perfecto.

—¿Enfadado? —Inquirió Sharon, mimosa—. Si quieres no vamos a casa de la señora McRoots. Reconozco que fue una tontería mía interrumpir la luna de miel para...

—No estoy enfadado, cariño. Todo lo contrario. Estaba rememorando estos maravillosos días de felicidad. En cuanto a la señora McRoots, si prometiste visitarla, hay que cumplir. Según tú fue muy buena contigo, ¿no?

—Cierto. Fui su dama de compañía durante muchos años. Me despedí para casarme contigo.

—Apuesto que me odia por eso —rió Goldsmith—. ¿Has dicho la comarcal de Hulee Hill?

—Sí, Marc. Ya te indicaré la desviación.

Goldsmith, sin apartar las manos del volante, consultó el reloj de pulsera.

—¿Seguro que cuenta con nosotros para el almuerzo?

—Por supuesto. Me lo recalcó varias veces. Como habíamos proyectado sólo tres o cuatro días de luna de miel, yo concerté el de hoy para visitarla.

—Estaremos un mes, Sharon. O más. Miami, Las Vegas, Los Angeles... También Europa. Italia, Francia, España...

La muchacha se apretujó contra Goldsmith.

Sonriente.

—Ahora eres tú el que rebosa optimismo. Sólo tienes dos semanas de permiso en tu empresa, ¿lo has olvidado? Y para esos fantásticos viajes dudo que nos alcancen nuestros mutuos ahorros. ¡Por mucho que tú tengas reunido!

Goldsmith sonrió.

Aún no había confesado a Sharon la indemnización recibida y que, por el momento, no tenía trabajo alguno.

—Tú me has devuelto el optimismo, Sharon. Te tengo reservadas muchas y agradables sorpresas.

—Yo también, Marc, yo también...

 

* * *

 

Karla McRoots realizó una leve inclinación de cabeza. —Gracias por sus cumplidos, Goldsmith. Y celebro que haya decidido demorar unas horas su salida. Puede considerarse en su casa.

—Es usted muy amable, señora McRoots.

—Ven conmigo, Marc —Sharon se colgó del brazo de Goldsmith—. Te enseñaré la que fue mi habitación.

Abandonaron el salón.

Marc Goldsmith no pudo ver la fría y diabólica sonrisa que le dirigía la enlutada anciana.

—Sharon...

—¿Sí, Marc?

—No... no me encuentro muy bien. De ahí que haya aceptado el prolongar unas horas la visita. Creo que me hará bien descansar un poco.

—Tal vez el calor...

—¿Calor? Las paredes de este castillo son frías como una tumba. Me sorprende que hayas pasado aquí años. Tu alegre carácter contrasta con toda esta frialdad y tristeza. Creo que me sentó mal la bebida. El vino, aunque exquisito, me pareció algo espeso; pero no te preocupes por mí. De seguro es un pasajero malestar. Dentro de una hora como nuevo.

—Me quedaré contigo —dijo Sharon, abriendo una de las puertas del ancho corredor.

—No, no es necesario. Puedes regresar con la señora McRoots si lo prefieres. Esa tal Verna debe ser la nueva dama de compañía, ¿verdad?

—Sí. Dama de compañía, cocinera, doncella... De todo un poco.

—También es muy bonita, pero no tanto como tú.

—Anda, acuéstate.

Sharon le ayudó a despojarse de la chaqueta.

Marc Goldsmith no se dignó a admirar la majestuosidad de la estancia. Le dolía terriblemente la cabeza. Se dejó caer sobre la cama.

La muchacha le quitó los zapatos.

—Gracias, Sharon... Vete ya... Dentro de una hora estaré en condiciones de marchar.

Sharon no pareció oírle.

Estaba manipulando en el cinturón del pantalón.

—No, Sharon... no me...

Goldsmith no pudo rechazar a la muchacha Los brazos le pesaban como si fueran de plomo. Apenas podía moverlos.

Sharon le estaba tirando del pantalón.

—Déjalo, Sharon..., prefiero que...

La sonrisa de Sharon le hizo enmudecer.

Aquella satánica sonrisa y el no menos siniestro brillo de sus ojos.

—Quiero enseñar tus piernas a mis amigas, Marc. Será divertido.

Goldsmith parpadeó.

Perplejo.

—¿Tus amigas?... No comprendo...

Se abrió la puerta.

Verna, Gladys y Kathrin.

Cada una de ellas portaba una sierra eléctrica en la mano derecha.

—Ya conoces a Verna, querido —sonrió Sharon—. Quiero presentarte a Gladys y Kathrin.

Gladys se aproximó conteniendo la risa.

—A ver...

—¿Qué os parece, chicas? —Sharon cogió las piernas ortopédicas de Goldsmith por los tobillos. Las alzó para seguidamente dejarlas caer—. ¡Adelantos de la ciencia! Son de fabricación alemana. Silicona y no sé qué cosas más.

Kathrin chasqueó la lengua.

—No me convencen. Demasiado perfectas. Resultaban mejor las clásicas piernas ortopédicas duras y tiesas.

—¡Desenróscalas, Sharon! —Palmoteo Gladys, dando pequeños saltos—. ¡Desenróscalas!

—¡Desenroscar!... ¡Ni que estuvieran atornilladas! Son piernas mecánicas, aunque quirúrgicamente cosidas. Encajadas al hueso, cosidas a la carne y a la piel. Con perfecto mecanismo para doblar las rodillas. Goldsmith gastó un buen puñado de dólares en ello.

—¿Te las quitas para hacer el amor, Marc?

Goldsmith, estupefacto por todo aquello, fue incapaz de articular palabra.

Sharon respondió por él.

—No, queridas. No se las quita. Es muy púdico.

Las cuatro muchachas rieron en desaforadas carcajadas.

—Sharon..., ¿qué significa todo esto? —Balbuceó Goldsmith—. ¿Por qué esta cruel burla?

—¿Cómo se quitan, Sharon? —Insistió Gladys, acariciando las piernas artificiales de Goldsmith—. Tal vez tirando de los tobillos...

—¡Yo lo haré! —exclamó Verna.

—¡Y yo!

Verna y Gladys aferraron cada una de las ortopédicas piernas.

Tiraron con fuerza. Una y otra vez. Ajenas a los desgarradores gritos de Goldsmith.

Ayudadas por Sharon y Kathrin.

Rieron satánicamente a! quedar con los ortopédicos miembros entre sus manos.

Marc Goldsmith se agitaba en el lecho aullando de dolor. Podía mover levemente los brazos y la cabeza, pero era incapaz de incorporarse. También movía los muñones de sus amputadas piernas. Seccionadas un palmo por encima de la rodilla.

Karla hizo su aparición.

Dirigió una despectiva mirada a Goldsmith.

—Es repulsivo. Me recuerda al clásico hombre-tronco que se exhibía en los circos de antaño.

—¿Hombre-tronco?

—Sí, Gladys. Los circos de principio de siglo mostraban seres deformes como principal atracción. Verdaderos monstruos de la Naturaleza. El hombre-tronco era de lo más espeluznante. Sin brazos ni piernas. Se arrastraba por la pista como un gusano nauseabundo.

—Goldsmith tiene brazos.

Karla sonrió con demoníaco sadismo.

—Cierto. Todavía los tiene

Fue como una señal para que Gladys y Verna se apoderaran de las sierras eléctricas. Sharon y Kathrin fueron en busca de la bañera.

El más alucinante de los horrores empezaba para el infortunado Marc Goldsmith.