CAPITULO III

 

Kerwin Wallace quedó momentáneamente sin habla.

Incapaz de reaccionar.

Limitándose a contemplar a Verna.

Allí estaba.

Sobre él.

Sonriente.

Con la negligé abierta. Los senos duros y punzantes oscilando a corta distancia del rostro de Wallace.

—Tienes un desagradable sentido del humor, Verna. Y muy poco oportuno.

La muchacha se removió para colocarse a horcajadas sobre el estómago de Wallace.

—¿Eso crees?

Verna continuaba sonriendo.

Una sonrisa hasta entonces desconocida para Wallace.

—Ya basta de bromas, Verna.

—No es una broma, querido. Apuesto que no te has fijado en mis uñas. Míralas.

Verna mostró la palma de su mano derecha.

La hizo girar.

No eran unas uñas excesivamente largas, pero sí parecían fuertes. Pintadas en rojo.

—Va a resultar sencillo, Kerwin. Sólo tengo que hundir el pulgar y el índice en...

—¡Ya basta!

Wallace quiso apartar violentamente a la muchacha.

Sí.

Esa fue su intención, sin embargo sus brazos siguieron inmóviles sobre el lecho. Como si fueran de plomo.

Lo intentó de nuevo.

Sin resultado.

Quiso alzar las caderas, levantar la cabeza, mover las piernas...

Nada.

Su cuerpo estaba paralizado.

—¿Qué te ocurre, amor?

Wallace catalogó ahora la sonrisa de la mujer.

Una sonrisa demoníaca y cruel.

—Oye, Verna..., ¿qué significa esto? —el rostro de Wallace comenzó a perlarse de sudor. La cicatriz acentuó su tono verdoso—. No puedo moverme...

—¿De veras? Tal vez te sentó mal el champán.

—El champán... me... me has envenenado...

Verna rió en desaforada carcajada.

—Tienes que disculparme, querido. Soy enemiga del matrimonio. Prefiero la viudez. Me he quedado viuda siete u ocho veces. Ya no recuerdo. ¿Cuál es el ojo de cristal, Kerwin? ¿Este?

La mujer unió la acción a la palabra.

Con escalofriante indiferencia introdujo el pulgar y el índice de su diestra en el ojo izquierdo de Wallace.

Lo arrancó de cuajo.

—Demasiado fácil —rió Verna, haciéndolo bailar entre sus manos—, ¡Este es el de cristal!

Lo arrojó al suelo.

El ruido de la esfera de cristal al rebotar contra el suelo y pared pareció enloquecer a Wallace.

—Verna... ¡Verna!... ¡No!

Ni tan siquiera pudo mover la cabeza para esquivar los dedos de Verna que como dos siniestras tenazas se aproximaron lentamente hacia su ojo derecho.

El alarido de Wallace fue espeluznante.

Desgarrador.

Confundido con la carcajada de Verna.

El dedo pulgar se hundió casi por completo. Con ayuda fice escarbó con monstruoso sadismo. Desgarró el nervio óptico y los músculos del ojo.

—Ya lo tengo, Kerwin.., si..., creo que ya está... ¡Ah, Gran Satán!... Cómo se escurre... Viscoso, sanguinolento, resbaladizo...

Verna aferró en su puño derecho el globo ocular.

Arrancado de su cavidad orbitaria.

La sangre dibujó surcos hasta llegar al codo de la mujer y gotear sobre el rostro de Wallace.

Abrió la mano.

—Míralo, Kerwin. Es como... ¿Has oído? —Verna rió, estridente—. Olvidaba que ya no puedes ver...

Wallace seguía aullando.

Con las facciones desencajadas.

Con aquellas dos sanguinolentas oquedades en su rostro.

Verna abandonó el lecho.

Depositó cuidadosamente el arrancado ojo en el interior de una de las copas de champán.

Fue entonces cuando se abrió la puerta de la habitación.

Con leve chirriar.

Kerwin Wallace, aunque atormentado por lacerante dolor, pareció percatarse de ello.

—¿Quién está ahí?... ¡Ayuda, por favor!... ¡Ayudadme!

Wallace, de poder ver a sus visitantes, hubiera ahorrado las demandas de auxilio.

Primero entraron tres mujeres. Las tres jóvenes. De extraordinaria belleza. Cubiertas por larga y blanca túnica.

Tras ellas, contrastando con aquella nívea vestimenta, apareció una enlutada mujer. De edad imposible de determinar.

Podía tener setenta... o cien años. Rostro enjuto. La reseca y acartonada piel materialmente pegada a los huesos. Nariz ganchuda. Ojos saltones...

Como la clásica bruja de los cuentos de hadas.

Solo que la señora McRoots era algo más que una bruja.

 

* * *

 

El negro vestido carecía del menor adorno o ribete.

De poco hubiera servido.

Karla McRoots seguiría con su aspecto de bruja.

Las huesudas manos de la mujer sí lucían sortijas y anillos de extraño diseño. Un medallón colgaba de su cuello. Una pieza de incalculable valor. El escudo de los McRoots. La calavera en oro. Las tres rosas representadas por brillantes.

—¿Quién está ahí? —Volvió a interrogar Wallace, desesperado—, ¡Ayuda!

Karla McRoots hizo chasquear los dedos de su diestra.

—Preséntame a tu marido, Verna.

La muchacha sonrió con leve inclinación de cabeza.

—Por supuesto, señora McRoots. Su nombre es Kerwin Wallace. Kerwin..., quiero presentarte a la señora McRoots, propietaria del castillo. También están aquí mis compañeras Kathrin Mann, Gladys Rafer y Sharon Hyams. Las cuatro somos discípulas de la señora McRoots.

—¡Por el amor de Dios! —Gritó Wallace—, ¿Qué significa esto? ¿Qué pretenden?

Karla McRoots arrugó instintivamente la nariz.

—Habla demasiado, ¿verdad, Verna?

—Me temo que sí, señora McRoots.

—Resulta molesto. Cortadle la lengua.

La orden, dada con espeluznante indiferencia, fue igualmente obedecida.

—Ayúdame, Gladys.

—Sí, Verna.

Gladys Rafer era una encantadora muchacha de grandes ojos azules y sedoso cabello rubio como el fuego.

Verna retornó del contiguo cuarto de baño con unas pequeñas pinzas.

Su compañera Gladys había cogido la daga con empuñadura de oro.

—¡No!... ¡No!... ¡No pueden hacer eso!... ¿Por qué?...

Fue un error.

Wallace no debió gritar.

Aquello facilitó la labor de Verna.

Introdujo las pinzas en la boca de Wallace. Hizo palanca obligándole a abrir aún más la boca Al tercer intento logró atenazar la lengua de Kerwin Wallace. Tiró con fuerza.

Y la dulce y encantadora Gladys hizo el resto.

De un certero tajo.

Infrahumanos sonidos guturales brotaron de Wallace. Roncos gemidos acompañados de estertores originados al tragar la abundante sangre que manaba de la herida.

Sharon Hyams era morena. De larga melena que caía majestuosa sobre sus hombros. Ojos color ágata. Su rostro acusaba gran sensualidad. Delatada en el brillo de sus lascivos ojos en los gordezuelos labios. Su cuerpo, aunque oculto por la larga túnica, se adivinaba opulentamente formado.

—¿Cuál va a ser el procedimiento, señora McRoots?

—Lo estoy pensando, Sharon. Me temo que el señor Wallace va a ser destinado al crematorio.

Las cuatro muchachas no ocultaron una mueca de disgusto.

—¿Por qué no la fosa? —Inquirió Kathrin Mann—. Se terminaría antes.

Karla sonrió mostrando una perfecta y sorprendente dentadura.

Fijó sus saltones ojos en Kathrin.

Kathrin, aun contando veinticuatro años de edad, era la mayor del grupo. Su belleza no destacaba tanto, como la de sus compañeras. Incluso tenía un cierto aspecto intelectual.

—No me gusta ser contrariada, Kathrin.

—Yo no...

Verna intervino en defensa de su atemorizada compañera.

—Kathrin sólo hizo una sugerencia, señora McRoots. Utilizar el horno lleva consigo descuartizar el cuerpo de Wallace. El crematorio es pequeño.

—Sí, pero también borra todo rastro. Los dos últimos fueron a la fosa, ¿no es cierto? Demasiada comida para las ratas. Si hay que trocear a Wallace, se le trocea. Hacerlo aquí mismo. Vosotras dos traer la bañera. Tú, Kathrin, baja a por las herramientas.

Kerwin Wallace hubiera deseado tener también amputadas las orejas.

El escuchar aquello le hizo enloquecer de terror.

El no poder moverse, el no poder gritar y dar suelta a su espanto, atormentaba aún más su mente.

Verna y Gladys llegaron arrastrando la bañera dotada de ruedas.

También retornó Kathrin.

Con cuatro sierras eléctricas.

La vieja señora McRoots tomó asiento en una de las aristocráticas butacas. Entrelazó los dedos de las manos. Dispuesta a presenciar la función.

Las cuatro muchachas cercaron el lecho donde yacía el aterrorizado Wallace.

Kathrin cogió el cuchillo.

Lo alzó dispuesta a hundirlo en el pecho de Wallace.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió la anciana, secamente.

—Matarle.

Karla McRoots sonrió.

Chasqueó la lengua.

En sus saltones ojos reflejaba toda la maldad del Averno.

—No. Empezar a descuartizarle. Ya irá muriendo poco a poco. Así es más divertido.