CAPITULO VI

 

Wendell Unger se mostraba satisfecho.

Las medidas adoptadas por el Venus Club eran dignas de una película policíaca; pero aquello le agradaba.

Todas las precauciones eran pocas.

Wendell Unger gozaba de intachable reputación. Tanto en la Neeley Company como en su propio hogar. Todo Cincinnati conocía las virtudes y moral de Unger. El se había cuidado de mantenerla. Su cara oculta no la sospechaba ni el más íntimo colaborador o amigo.

Sí.

Wendell Unger estaba complacido.

Chicago, San Francisco, Los Angeles... En ninguna ciudad había encontrado tan riguroso control. Ni tan siquiera en los refinados y discretos servicios de... azafatas en Nueva York.

A su llegada al Friendship International Airport de Baltimore acudió a la caja de seguridad ya solicitada desde Cincinnati. Allí encontró el sobre del Venus Club. Tal como había indicado. Toda su correspondencia de aquel apartado.

Memorizó el plan del Venus Club destruyendo seguidamente la carta.

Dudó con la fotografía.

Un primer plano de un rostro femenino.

Dulce, angelical...

Wendell Unger lo contempló largamente. Sin ocultar el lascivo brillo que asomó a sus ojos.

Sobre la fotografía un nombre.

Gladys.

Unger rompió también la fotografía. Era su norma. Ningún indicio. Nada comprometedor en los bolsillos.

Acudió al hotel Lord Baltimore donde ya tenía plaza reservada. Tras cambiarse de ropa una visita de cumplido a la Locke Gallery para conocer las últimas novedades de cara a la exposición del día siguiente.

Almuerzo con otros colegas.

Despedida hasta el día siguiente y...

Empezaba su aventura en Baltimore.

«Visita al Ritt Museum. Hora: cinco p.m.»

Wendell Unger odiaba los museos, pero reconocía que era un buen lugar para una cita.

Los museos siempre estaban desiertos.

Llegó a la hora convenida en la carta. Abonó la carrera del taxi deteniéndose unos minutos en la calzada de Allen Street. Como si dudara en entrar al Ritt Museum. No era así. Unicamente se limitó a inquisitivas miradas.

Penetró en el edificio.

«Salón Azul.»

Eso fue lo indicado por el Venus Club en la carta.

Y allí estaba la muchacha.

Gladys.

Wendell Unger quedó con la boca entreabierta.

La fotografía enviada sólo mostró su rostro.

Lo más interesante era ahora devorado por la lujuriosa mirada de Unger.

Gladys estaba frente a uno de los cuadros del Salón Azul. Lucía un juvenil vestido muy favorecedor.

Su mirada sé encontró con la de Unger. Aunque estaban solos en la sala, no pronunciaron palabra alguna.

Gladys dejó el folleto sobre la mesa abandonando el salón.

Wendell Unger acudió de inmediato. Entre las hojas del programa del Ritt Museum estaba la nota. Muy breve.

 

«Lewis Avenue. Mustang rojo. Le espero.»

 

Unger encendió un cigarro.

Haciendo caso omiso a la prohibición indicada en todas las salas del museo. Inconscientemente lo arrojó apenas dadas un par de chupadas.

Abandonó el Ritt Museum.

La Lewis Avenue era uno de los cruces con Allen Street.

Divisó el Ford «Mustang» color rojo.

Gladys al volante.

Wendell Unger se introdujo en el vehículo.

El «Mustang» inició de inmediato la marcha.

—Bien venido a Baltimore, señor Unger —le sonrió Gladys, sin desviar la mirada del parabrisas.

Wendell Unger no contestó.

Había introducido su diestra en el bolsillo interior de la chaqueta para sacar un extraño objeto circular. Semejante a una brújula, aunque de más complicado mecanismo.

Después de observarlo unos segundos, rió cascadamente.

—Llámame Wendell, pequeña. ¿Sabes qué es esto? Un detector de micrófonos ocultos. También descubre cámaras. Es un artículo no comercializado. Me costó mucho dinero conseguirlo.

—¿Acaso temías que...?

—Hay gente muy mala, pequeña. No sería el primer caso de chantaje. Grabación de una conversación íntima, filmar una escena de cama...

—La primera norma del Venus Club es la de asegurar total discreción al cliente.

—He estado anteriormente en Baltimore, pero jamás oí hablar del Venus Club. Si quedo complacido no lo olvidaré para mis próximas visitas.

Gladys ladeó fugazmente la cabeza.

Dirigiendo a Unger una intensa mirada.

—Quedarás satisfecho del... servicio.

Unger sintió reseca la garganta.

Pese a su dilatada experiencia amorosa, aquella muchacha le excitaba con una sola mirada de sus azules ojos.

—¿Qué edad tienes, nena?

—Dieciocho años.

Unger hizo una mueca.

El ya había cumplido los setenta y dos. Su rostro plagado de arrugas que en vano se esforzaba por disimular. Manos sarmentosas. Pelo postizo. Al igual que la dentadura.

Pero Wendell Unger estaba forrado de dólares.

Y eso, pese a su decadente senectud, le permitía disfrutar de jovencitas como Gladys. Someterlas a sus caprichos. Doblegarlas a los más depravados actos.

Sí.

Con dinero se podían conseguir grandes cosas.

—¿Dónde vamos? Nos estamos alejando del centro...

—Al castillo. ¿No estás de acuerdo? Se te indicaba en la carta.

—Sí, lo recuerdo. El castillo de los McRoots. Un motel, ¿no?

—¿Un motel? ¡Oh, no!... Jamás nos hubiéramos atrevido a sugerirlo. Eso queda para otros clientes. Tú solicitabas, sin reparar en gastos, el máximo servicio. En todos los órdenes. Vamos a un verdadero castillo. Deshabitado, por supuesto. Tú y yo solos. Sin la posible indiscreción o sorpresas que suele surgir en los hoteles.

—Se indicaba un precio tope de mil dólares. No pienso soltar un centavo más.

El «Mustang», hábilmente conducido por Gladys, se alejaba del Leakin Park.

La muchacha frenó hasta detener el vehículo.

—Un momento, Wendell... No es costumbre del Venus Club presionar al cliente. Podemos ir a un hotel. Utilizamos el castillo en especiales ocasiones. Sólo con clientes de categoría. Puedo sugerir algunos hoteles de confianza. Te ahorrarás unos doscientos dólares.

Unger posó su diestra sobre la rodilla izquierda de la joven.

Sonrió maliciosamente.

—Nunca he celebrado una orgía en un castillo. Promete ser divertido, ¿verdad?

Wendell Unger introdujo su mano bajo la falda. Acarició el muslo femenino enfundado en finos pantys. Percibió el calor de la piel a través del nylon. Sus dedos tropezaron con el encaje del slip.

Gladys se ladeó.

Aprisionando entre sus muslos la mano de Unger.

Se volcó sobre él besándole en la boca. Con los labios entreabiertos. Ardientes. Devoradores. Lascivos...

Un sensual beso de inmediato compartido por Unger.

Se separaron al oír un claxon.

Gladys alisó la falda tomando de nuevo el volante.

Sonrió al ver como Wendell Unger, con el rostro congestionado, llevaba su diestra a los labios. Olfateando la yema de los dedos.

—Sí, Wendell... Será una velada divertida... Muy divertida...

 

* * *

 

—¿A qué esperas?

Wendell Unger forzó una sonrisa.

—Estaba... estaba mirando ese árbol.

—Sí. Tiene una forma extraña, ¿verdad? Esas dos ramas extendidas, las raíces asomando... Como un gigante que fuera a abrazarnos.

Unger denegó con un mecánico movimiento de cabeza.

Su mirada fija en el árbol cercano a la muralla del castillo.

—No es su forma lo que me sorprende, Gladys. Fíjate... No sopla la menor brisa. Las hojas de los árboles en reposo. Inmóviles. Todas... a excepción de las de ese árbol. Míralo... es como si unas manos invisibles lo zarandearan.

—Muy curioso. ¿Entramos o prefieres la botánica?

Unger rió nerviosamente.

—Me ha llamado la atención... Es extraño... También el castillo me parece algo...

—¿Siniestro?

—Sí. Esa es la palabra.

—Las habitaciones son muy confortables, Wendell. En cuanto al árbol..., de seguro hay una explicación. Tal vez aguas subterráneas, una corriente de aire... ¡Yo qué sé!

Entraron en el castillo.

Gladys tomó el candelabro.

—Maldita sea..., ¿no hay luz eléctrica?

—Sólo en las habitaciones. Hay que subir una escalera donde no llega la claridad exterior.

—Reconozco que la idea del castillo es de lo más discreta, pero no pasaré la noche aquí.

La muchacha no hizo comentario alguno.

Comenzaron a subir la escalera.

El sensual movimiento de caderas de Gladys era todo un espectáculo, pero Unger no le prestó atención.

Sus ojos contemplaban los cuadros, armaduras, objetos de arte...

—¿De quién es el castillo?

—De la señora McRoots. Es la única descendiente de los McRoots de Inglaterra.

—¿Cómo diablos lo alquila al Venus Club? Aquí hay objetos de gran valor.

Gladys se detuvo frente a una de las puertas del corredor.

—La señora McRoots es también la directora del Venus Club.

—¡Una aristócrata metida a alcahueta! —Rió Unger, con sarcasmo—. Tiene gracia.

Gladys también sonrió.

Una sonrisa que, de ser vista por Unger, le hubiera hecho palidecer.

—¿Qué te parece, Wendell?

El estupefacto Unger no daba crédito a sus ojos.

Maravillado por las riquezas allí encerradas. Un aposento digno de un emperador. Cuadros, artísticos espejos, porcelanas, figuras, candelabros, cortinajes...

—Es inaudito... Apuesto que esa tal señora McRoots ignora lo que aquí esconde.

Gladys había cerrado la puerta. Después de accionar el interruptor de la luz sopló sobre los tres cirios del candelabro.

Wendell Unger estaba junto a la cama de dosel.

Deslizó su diestra por el dibujo bordado sobre el sedoso edredón.

—¿Es un escudo?

—Ahá. El de los McRoots. ¿Quieres beber algo? Creo que tenemos whisky, brandy y champán.

—No... ahora no —respondió Wendell Unger, absorto—. Este cuadro parece un Hogarth...

Gladys se colgó ágilmente de una de las columnas de la cama de dosel para saltar sobre el lecho.

Riendo a carcajadas.

—¡Eh, Wendell!... ¡Estoy aquí! ¿Te has olvidado de mí?

La muchacha se dejó caer.

La mullida cama la hizo rebotar levemente. Quedó con las piernas al descubierto. La falda del vestido replegada en su totalidad.

Y Wendell Unger se olvidó de todos los objetos de arte que proliferaban por la estancia.

Bueno..., no de todos...

Gladys podía considerarse como una auténtica obra de arte. Con su perfil de belleza griega. Su escultura! cuerpo de diosa pagana. Sus cabellos de fuego. Sus ojos azules...

—Pequeña,.., pequeña...

La voz de Unger gutural.

Ronca.

Quebrada por la pasión.

Gladys se despojó del vestido con pasmosa facilidad y rapidez. Quedó con un reducido sujetador, minúsculo slip y los pantys de nylon.

Apoyando la espalda sobre el lecho alzó las caderas para deslizar los finos pantys.

—Déjame a mí, pequeña —jadeó Unger, desprendiéndose de la chaqueta y aflojando el nudo de la corbata—. Yo seguiré..., déjame...

Las medias habían quedado a mitad del muslo.

Wendell Unger las fue bajando.

Lentamente.

Sus manos se cerraron en torno a los tobillos femeninos. Iniciaron el ascenso. Acariciando la suave piel. Salvando el tenue saliente de las torneadas rodillas para adentrarse en el turbador recorrido de los largos y esbeltos muslos.

Los rugosos dedos de Unger se introdujeron bajo el elástico del slip.

La muchacha alzó de nuevo las caderas para que Unger se apoderara de la reducida prenda.

Estrujó entre sus manos el negro encaje.

Sedoso.

Cálido.

Dotado de embriagador e íntimo aroma.

Con el sujetador fue menos delicado.

Le arrancó la pieza de un tirón.

Ya totalmente dominado por el deseo y la lujuria.

Se abalanzó sobre la muchacha. Sus temblorosas manos aprisionaron los breves y duros senos. Con saña. Hundiendo las uñas en la turgente carne femenina.

El gemido de la joven enardeció aún más a Unger.

Aproximó su rostro al de Gladys.

Un hilillo de baba resbaló por la comisura de sus labios instantes antes de besar a la muchacha.

Wendell Unger se incorporó bruscamente.

Enfebrecido por la pasión.

Con torpes y nerviosos movimientos comenzó a desabotonar la camisa tras desprenderse de la corbata.

Gladys también se levantó del lecho.

Sonriendo.

Sensual.

—Ahora te ayudaré yo, Wendell.

—Eres una deliciosa...

Unger se interrumpió agrandando los ojos.

Quedó con la boca entreabierta.

Parpadeó.

—¿Qué... qué es eso?

Wendell Unger señalaba un objeto brillante que asomaba bajo la almohada del lecho.

Gladys lo cogió.

Rió en sonora carcajada.

—La señora McRoots hizo bien en dejarlo bajo la almohada. Me hubiera olvidado de él por completo. Es una de las joyas de la familia. Me ordenó que te lo ofreciera en venta, por si es de tu interés. La señora McRoots sabe que te dedicas a la compra-venta de joyas.

Wendell Unger le había arrebatado el brazalete de brillantes, zafiros y rubíes. En magistral diseño.

—Es... es fabuloso... Una pieza única. ¿Cuánto quiere por él?

—Cincuenta mil dólares.

Unger bizqueó.

La mueca de su rostro fue mal interpretada por Gladys.

—¿Te parece mucho? La señora McRoots me advirtió que no aceptaría menos de los cuarenta mil dólares.

Las manos de Unger temblaron al acariciar la joya.

Más excitadas que cuando recorrían el cuerpo de Gladys.

También el brillo de codicia en sus ojos era superior al despertado por la lujuria.

Por aquella joya, aun sin valorar el artístico trabajo y antigüedad, se podía pagar hasta medio millón de dólares.

—Quiero comprarla, Gladys. Ahora mismo. ¿Dónde puedo encontrar a la señora McRoots? ¿Tiene más joyas en venta?

La muchacha hizo un mohín de disgusto.

—Oye, Wendell..., ¿qué hay de lo nuestro? Lo hemos dejado en el momento más interesante.

—¡Al diablo con eso! No te preocupes por tu porcentaje. Pagaré los mil dólares, pero ahora me interesa hablar con la señora McRoots.

—Si te interesa saber si quiere vender más joyas, la respuesta es afirmativa.

—¿Dónde está? ¡Necesito hablar con ella!

—La señora McRoots me advirtió que no realizaría venta alguna sin recibir el pago en efectivo.

Unger asintió con impaciencia.

—En la caja de seguridad del aeropuerto tengo doscientos cincuenta mil dólares en efectivo y cheques tan seguros como...

—Sólo dinero en efectivo —interrumpió la muchacha—. Me lo recalcó con mucha insistencia, Wendell. Es desconfiada, ¿sabes? Es una vieja anticuada que recela de los pagarés, cheques y demás. ¿Un cuarto de millón? Te aconsejo que lo saques todo de esa caja fuerte. La señora McRoots tiene un cofre lleno de joyas. Aderezos, broches, brazaletes, sortijas, pendientes, collares...

El nerviosismo de Unger iba en aumento.

La codicia ya le dominaba por completo.

—Te daré una buena comisión, Gladys. Si todo sale bien seré generoso. ¿Dónde puedo localizar a la señora McRoots?

—Espera aquí. Bajo a telefonear al despacho.

La muchacha se envolvió con una de las sábanas del lecho antes de abandonar la estancia.

Retornó a los pocos minutos.

Wendell Unger desvió su ambiciosa mirada del brazalete.

—¿Y bien?

Gladys sonrió.

—Te invita a cenar, Wendell. Aquí. En el castillo. Dentro de tres horas. Tenemos tiempo de ir y volver al aeropuerto.

—¿Aquí? Creí que el castillo no lo habitaba...

—La señora McRoots tiene una pequeña casa en Hulee Hill. Muy cerca de aquí. El citarte en el castillo es sin duda para ofrecerte alguna otra cosa más que pueda interesarte. Aquí hay cosas muy valiosas.

—Me acompañarás, ¿verdad? Soy muy mal conductor y no conozco bien la zona.

—Por supuesto, querido. Tu tarifa es de servicios completos.

—Lamento haber interrumpido...

—No te preocupes —Gladys procedió a vestirse—. Estoy acostumbrada a todo. Si confías en mí, puedo incluso ir sola al aeropuerto y retirar el dinero de esa caja de seguridad. Tú me esperas aquí y...

—Sería una buena idea, pero imposible. La caja de seguridad únicamente se abre posando la palma de mi mano derecha sobre una placa ya programada. Date prisa. ¿Estaremos de regreso en tres horas?

—Seguro. Tan solo ocho millas nos separan del Friendship International Airport. La señora McRoots comprendería además cualquier demora.

Wendell Unger contempló por enésima vez el brazalete.

Ignoraba que iba a realizar un pésimo negocio.

Doscientos cincuenta mil dólares por morir era un precio muy alto.