CAPITULO VIII

 

Los platos combinados mejor olvidarlos. El beefsteak podía salir crudo o requemado. Los sándwiches deleznables. Para comer mal, el Pessoa era único.

El local tampoco resultaba gran cosa. Un mostrador con taburetes, salón-comedor al fondo y sala de té en el piso superior. Decoración tirando a vulgar.

Frankie Baldwin era cliente fije.

—Janet...

—¿Sí?

—Te felicito. Hoy el beefsteak estaba deliciosamente crudo, los trocitos de jamón tostados y los guisantes parecían perdigones. Eres un encanto. El hombre que se case contigo tiene asegurado el cielo.

—Voy a ruborizarme, Frankie.

Baldwin sonrió.

No.

Janet no se ruborizaba con facilidad.

Janet.

Lo único bueno del Pessoa. El más exquisito de los manjares. El más bello decorado. Contemplando aquella belleza se olvidaba uno de los nauseabundos platos combinados, de los resecos sándwiches y del lamentable beefsteak.

Janet había cumplido los veintiocho años de edad. Su rostro era un canto a la sensualidad. Cuerpo compacto. Macizos senos. Prietas caderas...

—¿Café, Frankie?

¡Ah, el café del Pessoa!...

Deliciosa agua coloreada con penetrante aroma a trapo mojado.

—No me siento con fuerzas para ello, Janet. Tomaré un brandy.

La mujer se aupó para alcanzar una botella de la estantería.

Lucía un vestido negro satinado. Muy cortito. Abotonado por delante. Se protegía con un níveo delantal de anchos tirantes anudados al cuello. Hasta alcanzar la botella mantuvo la falda muy por arriba de su nivel normal. Mostrando parte de los muslos enfundados en oscuras medias.

Sirvió la copa de brandy.

Baldwin consultó el digital de su reloj de pulsera.

—Prepara la cuenta, Janet. De un momento a otro pasará Brad Hopkins a buscarme.

Janet tomó papel y lápiz.

—Entremeses, el beefsteak, dos jarras de cerveza... Dame quince dólares.

La mujer no había realizado apunte alguno. El lápiz sólo lo utilizó para mordisquearlo.

—¿Quince?... ¿No te has equivocado?

Janet se acodó en el mostrador. Deslizó el lápiz por los carnosos labios. Dirigiendo a Baldwin una sensual mirada.

—Puede que sea más, pero no importa. Hoy me siento generosa.

Frankie Baldwin sonrió.

Depositó los quince dólares.

—Sigue así y pronto ahorrarás para el «Rolls Royce».

—No seas tacaño, Frankie —recriminó la mujer, guardando el dinero en la caja—. Para compensarte pondré tu canción preferida en la máquina, ¿de acuerdo? Eso te hará amena la espera.

Janet abandonó el mostrador.

El local estaba desierto. La hora del almuerzo ya había quedado atrás, aunque para rezagados como Baldwin las Steak House no cerraban sus puertas.

La máquina tragaperras estaba en uno de los rincones.

—¡Eh, Frankie!... ¿Tienes una moneda de veinticinco centavos?

—Me lo estaba imaginando —sonrió Baldwin, avanzando hacia la mujer.

Janet tecleó en la máquina después de introducir la moneda.

Sonó la música.

—¿Qué infiernos es eso? Mi canción favorita...

—Lo lamento, amor. Ya no queda ningún tema de Mary Poppins —rió Janet, divertida—. Estos son los Village People. Un sexteto que canta muy bien.

Baldwin había llevado un cigarrillo a los labios.

Buscaba el encendedor, cuando Janet le arrebató el cigarrillo arrojándolo al suelo.

Se miraron a los ojos.

Janet se apoyó en la máquina tragaperras. Los tirantes del delantal, como siempre, desplazados por los prominentes senos que tensaban al máximo la tela del vestido.

Frankie Baldwin colocó las manos bajo las axilas de la mujer.

Besó los labios que ya le esperaban entreabiertos y húmedos. Sus lenguas iniciaron lujuriosa batalla.

Las manos de Baldwin abandonaron el cálido refugio pasando a los exuberantes senos femeninos que amasó una y otra vez. Sin interrumpir los volcánicos besos.

Janet también hizo actuar su mano derecha.

El tintinear de la puerta de entrada les obligó a separarse con brusquedad.

Maldijeron al unísono.

Llevándose Janet el premio a la palabra más soez.

—Siempre tan oportuno, Brad —masculló Baldwin, avanzando hacia el mostrador.

Brad Hopkins, detective también al servicio de la Matthews Company Investigation, sorprendió a Janet alisando el vestido y abotonando algunos de los cierres superiores. Desvió la mirada hacia Baldwin.

—Y vosotros siempre en lo mismo. Un día se te cortará la digestión, Frankie. Debes cuidarte.

—¡Adiós, Janet! —Se despidió Baldwin, empujando a su compañero—. En marcha, Brad. Si fueras más puntual no interrumpirías escenas escabrosas.

—No es culpa mía, sino del jefe. Ya no tenemos que ir a Washington.

Abandonaron el local.

Brad Hopkins abrió la portezuela de «Buick».

—¿Qué quieres decir, Brad?

—Asunto concluido. Samuel Lawistsch ha retirado la orden.

—Pero... Ya teníamos demostrado el desfalco de su empresa y descubierto al culpable.

—Correcto, Frankie. Sólo que Lawistsch y el culpable han llegado a un acuerdo. La

Matthews Company Investigation queda fuera. El jefe les pasará la factura y solucionado.

—Hatajo de bastardos...

Se acomodaron en el interior del vehículo.

—No te quejes, Frankie. El jefe, al cancelarse el caso, nos ha concedido tres días de permiso. ¿Dónde quieres que te lleve?

—Maldita sea... De saber esto hubiera continuado con Janet.

Hopkins rió a carcajadas.

—Cualquier día de estos os sorprenderán sobre una de las mesas. ¿Imaginas la cara del jefe al enterarse de que uno de sus mejores detectives ha sido detenido por escándalo público, atentados a la moral y...

—Un momento, Brad. Fuiste tú quien me recomendaste el Pessoa.

—¿De veras? Bueno..., es posible. Está cerca de la Matthews Company Investigation y sirve unos magníficos platos combinados.

Rieron a dúo.

El «Buick» enfiló hacia Mulberry Street. Bordeando el Edgar Allan Poe Home.

—¿A casa, Frankie?

Baldwin encendió un cigarrillo para acto seguido echar una rápida mirada al reloj.

—Tengo mi auto en el parking subterráneo del edificio, pero no es necesario que me lleves hasta allí.

—Es un corto desvío. Yo también voy a casa. Buena sorpresa se llevará Dorothy. Esta mañana me despedí de ella prometiendo telefonearla desde Washington, y ahora me presento con tres días de permiso.

Baldwin exhaló una bocanada de humo.

Sonrió burlón.

—Recuerdo a un amigo que también se presentó inesperadamente en casa para dar una sorpresa a su mujer. El sorprendido fue él, a! verla correteando desnuda con el cartero.

—Sigues odiando el matrimonio, ¿eh?

—Seguro.

—No te falta razón.

Baldwin desvió la mirada hacia su compañero.

Borró la irónica sonrisa de su rostro.

—¿Qué quieres decir? ¿Acaso no eres feliz con Dorothy? Es una chica maravillosa que...

—Oh, sí. Lo soy, Frankie. Llevamos ya casi un año de matrimonio y todavía no nos hemos tirado los platos a la cabeza. Mi comentario fue debido a Marc Goldsmith.

—¿Goldsmith?... ¿Qué ocurre con él?

Brad Hopkins frenó ante un stop de la longitudinal Mulberry Street.

Aprovechó para encender un cigarrillo.

—Tú llegaste a entablar cierta amistad con Marc, ¿verdad?

—Me ocupé de su caso. Marc Goldsmith se mostró muy agradecido porque demostramos la negligencia de la Carver Steel. Le conseguimos una indemnización de medio millón de dólares.

—Lástima de trabajo.

—¿Por qué?

Hopkins reanudó la marcha del vehículo.

Chasqueó la lengua mientras movía la cabeza de un lado a otro.

—No todos son afortunados en el matrimonio. Recuerdo que me comentaste la boda de Marc, ¿Cuándo fue?

—Pues... Hace unos doce o quince días. Yo estaba en... Catorce días. Sí. Fue el ocho. Lo recuerdo por la llegada de Sandra con el dossier del caso Salkow. Al día siguiente era la boda de Marc.

—Catorce días. Todo un récord.

—¿No me irás a decir que ya se han divorciado?

—No. Algo peor. Su esposa ha retirado todo el dinero del Banco. La cuenta corriente de Marc Goldsmith ha quedado reducida a ochenta y cuatro dólares con cincuenta centavos.

 

* * *

 

El 2.017 de la Bergen Avenue. Un edificio colmena. Uno más en la populosa zona del Kidder Park.

Hopkins había estacionado en doble fila.

—No sé que más puedo decirte, Frankie. Fue una conversación que capté al azar cuando entré en el despacho del jefe. Ya sabes que el banquero Reeve es muy amigo de Matthews. Apuesto que fue el jefe quien aconsejó a Marc Goldsmith que ingresara el dinero en el Banco de Reeve.

—Seguro.

—Pues ahora Genne Reeve estaba lamentándolo con el jefe. La cuenta de Goldsmith había quedado reducida a ochenta y cuatro dólares con cincuenta centavos. En tan solo tres días. Anteayer un cheque, ayer otro y hoy un tercero que dejó el saldo en esos míseros dólares. Goldsmith había invertido algo de la indemnización en la compra del apartamento, un par de autos, acciones..., poca cosa. En esos tres cheques se retiraron cerca de los cuatrocientos mil dólares. Tres cheques firmados por la esposa de Goldsmith. Le otorgó autorización hace ocho días.

—Cinco después de la boda.

—Sí. Se presentaron en el Banco. Radiantes de felicidad. Los recibió el mismísimo Reeve que, al ser informado de la reciente boda, les dedicó su cordial felicitación. No le hizo mucha gracia lo de autorizar la firma a la flamante señora Goldsmith. Llevó a Marc a un despacho contiguo y trató de convencerle. No fue posible. Marc estaba decidido.

—Al ver retiradas tan importantes cantidades debió comunicarse con Goldsmith.

—Lo intentó. Telefoneó cuando el primer cheque, el segundo determinó que Genne Reeve se trasladara personalmente al domicilio de Goldsmith. No estaba allí. No hay rastro de él. Tal vez siga en plena luna de miel.

Frankie Baldwin quedó en silencio.

La expresión de su rostro inquietó a Hopkins.

—¿Qué te ocurre, muchacho?

—Nada. Sólo sorprendido del grado de estupidez que puede alcanzar el ser humano.

—Marc es un tipo inteligente. Resulta extraño que...

—No, Brad. Todo lo contrario —interrumpió Baldwin, abriendo la portezuela del auto—. Los listos son más fáciles de engatusar. ¡Recuerdos a Dorothy!

—¿Quieres cenar con nosotros?

Frankie Baldwin, ya fuera del «Buick» sonrió.

—Se agradece, Brad; pero el ambiente familiar me deprime.

Hopkins correspondió a la sonrisa de su compañero para seguidamente alejarse por la Bergen Avenue.

Frankie Baldwin permaneció unos instantes en la calzada.

Su mente no acababa de asimilar lo ocurrido con la fortuna de Goldsmith. Tenía que haber una explicación.

Baldwin no acudió a su apartamento, sino que encaminó sus pasos al parking del edificio.

Poco más tarde conducía su aerodinámico «Corvette» por las calles de Baltimore.

Dispuesto a localizar a Marc Goldsmith.

Vano empeño.

Marc Goldsmith jamás sería encontrado.