CAPITULO II

 

—¡Santo Dios!...

La exclamación de Wallace fue acompañada de una mueca de estupor.

—¿Ocurre algo, Kerwin?

Wallace demoró unos instantes la respuesta.

El tiempo en que el castillo desapareció de su vista por tomar el auto una de las curvas del tortuoso camino.

Había surgido inesperadamente. En lo alto. Recortándose fantasmal. Con sus cuatro torretas desafiando al cielo. Bañado por la nívea claridad de la luna.

—El... el castillo...

Verna sonrió.

—Sí. Ya estamos llegando. Ahora volverá a aparecer a nuestra vista. Este terreno pertenece también a la señora McRoots. Y el camino conduce exclusivamente al castillo. De ahí su deplorable estado. La comarcal de Hulee Hill está mejor cuidada.

—No me sorprende que nadie acuda por aquí. Y menos en la noche. Es un castillo... lúgubre.

—Te sorprendió el verlo aparecer de súbito, Kerwin. Eso fue. ¡Míralo ahora!

Sí.

De nuevo era visible.

Recortado en la oscuridad de la noche.

En lo alto de la colina. Cercado de árboles que se agitaban azotados por el viento.

El contemplarlo por segunda vez no cambió la opinión de Wallace.

Le seguía pareciendo tenebroso.

Forzó una sonrisa.

—Creo que pocos matrimonios deciden pasar su noche de bodas en un solitario castillo emplazado en la cima de una montaña.

—Será una noche de bodas inolvidable, Kerwin.

La insinuante voz de la mujer devolvió el optimismo a Wallace.

El pedregoso sendero se ensanchaba al terminar de bordear la montaña enfilando recto hacia el castillo.

Los faros del «Chevette» iluminaron la entrada.

—Al menos no hay puente levadizo ni foso con cocodrilos —bromeó Wallace—, ¿Dónde dejo el auto?

—Ahí mismo. No hay miedo que lo roben.

Kerwin Wallace descendió del vehículo.

No desconectó los faros.

—Casi hace frío. Sopla un viento endiablado que... ¡Verna!... ¡Hay alguien en el castillo! ¡Allí hay luz!

Wallace señaló hacia una de las torretas.

La luz que asomó fugaz por las saeteras de la torreta se eclipsó antes de que Verna descendiera del auto.

—¿Dónde?

—Se... se ha desvanecido...

La mujer rió en cantarina carcajada.

—Sería el fantasma que se retira a sus aposentos.

—No estoy bromeando, Verna. He visto luz allá arriba. En la torreta de la izquierda. Junto al matacán.

—Si tratas de asustarme no vas a conseguirlo, Kerwin. Y si hablas en serio, has sufrido una alucinación.

—Te juro que...

—Habrá sido un reflejo o imaginaciones tuyas. Yo sólo voy a subir el neceser. ¿Y tú?

Wallace continuaba con la mirada fija en la torreta.

Sacudió la cabeza.

Sí.

Tal vez fuera imaginación.

—La maleta pequeña.

Verna estaba manipulando en el bolso de mano. Extrajo una llave que introdujo en la cerradura de la puerta. Esta era la única pieza que rompía el anacronismo del edificio. Una puerta metálica de doble hoja dotada de eficaz cerradura de seguridad.

—Verna...

—¿Sí?

Wallace estaba inmóvil junto al auto.

En su diestra una de las maletas.

—Fíjate en aquel árbol... No mueve ni una sola de sus hojas. Y sin embargo todos los demás...

—Oh, Kerwin, por favor... Basta ya. Apaga los faros y entremos de una vez.

Wallace obedeció.

Con lentitud.

Para poder seguir contemplando el árbol. Era el más cercano al castillo. Tenía una extraña forma. Sus raíces sobresalían de tal manera que parecían tentáculos de un pulpo. En cuanto a las ramas, dos de ellas se extendían como dos brazos abiertos. Aquellas dos gruesas ramas estaban marchitas y ajadas. El resto de los vástagos plagados de hojas que permanecían en una impresionante inmovilidad. Contrastando con los árboles vecinos dominados por el viento. Al ser zarandeados producían un extraño sonido. Similar al lastimero aullido de un perro herido.

Wallace desconectó los faros.

Portando la maleta acudió junto a Verna que esperaba bajo el umbral de entrada.

—Aun a riesgo de que me tomes por un chiquillo asustado preferiría dar media vuelta y pernoctar en el primer lugar civilizado que encontremos.

La mujer ahogó un suspiro.

—¿No se te ha ocurrido pensar que esa supuesta inmovilidad obedece a que el árbol está protegido? Se encuentra al amparo de la fachada del castillo.

—Otros están en iguales circunstancias y...

—¡Mira, Kerwin!... En ese patio solíamos hacer gimnasia y jugar. Aquello del fondo eran las aulas, a la izquierda los dormitorios, allá el comedor...

La blanquecina luz de la luna permitía distinguir toda la explanada con relativa claridad.

—Este castillo debe tener siglos...

—No lo creas. Fue construido por el primer McRoots que llegó a los EE.UU. Allá por el año 1820. Leonard McRoots fue uno de los ingleses que participaron en el asedio a Baltimore. Terminó por establecerse aquí. La señora McRoots nos contaba con frecuencia la historia de sus antepasados. Desde sus orígenes en la vieja Inglaterra. Una historia muy interesante.

Verna tomó un candelabro situado sobre una repisa de piedra emplazada junto a la entrada. Cedió el neceser a Wallace para poder aplicar la llama del encendedor a los tres cirios.

—Sígueme, Kerwin.

Sin duda el castillo había sido acondicionado con el paso del tiempo, pero sin perder su arcaica configuración. Un espacioso hall daba acceso al comedor, biblioteca y salón.

Una escalera de piedra, de anchos y longitudinales peldaños, conducía a los aposentos.

—Hay una escalera de servido en el lado opuesto. Esto, aun sin ser un castillo de noble feudal, es inmenso. A la luz del día podrás comprobar toda su grandiosidad.

Recorrieron un largo pasillo.

Sus pisadas sobre la fría piedra se extendían en fantasmal eco por todos los rincones de la mansión.

Kerwin Wallace contemplaba admirado los cuadros, esculturas, espejos, armaduras y demás objetos de arte que adornaban el corredor.

—¿Qué es esto, Verna?

La mujer se detuvo ladeando la cabeza.

Wallace estaba frente a una de las puertas. Sobre la gruesa hoja de madera artísticamente trabajada destacaba un emblema.

—Es el escudo de los McRoots.

—Ignoraba que la señora McRoots descendiera de la nobleza —rió Wallace—. El escudo es... siniestro. Sí. Esa es la palabra adecuada. Siniestro.

El emblema era circular. Fondo rojo con ribetes negros circundándolo. Representaba una calavera y tres flores. Tres rosas negras. Dos de ellas brotando de las vacías cuencas de la calavera. La tercera pendía de los dientes.

El corredor tenía forma cuadrangular, aunque falto de uno de los lados.

Verna se detuvo junto a una de las puertas.

Hizo girar el pomo.

La habitación era espaciosa. Pródiga en cuadros, jarrones, objetos de arte y cortinajes. Destacaba 1a cama de dosel. Adornada con sedosas cortinas.

La muchacha iluminó dos candelabros más allí depositados.

—Hay luz eléctrica, pero está desconectada.

Wallace no salía de su asombro.

—Es... es increíble. Me parece estar viviendo en el pasado. Y todos estos objetos..., las porcelanas, las figuras, los cuadros... Si en verdad son auténticos valen una fortuna.

—La señora McRoots no aceptaría jamás una vulgar imitación. Voy al baño.

—¿Baño?

Verna hizo correr una cortina que ocultaba una puerta.

—La señora McRoots se resistió a ello, pero tuvo que ceder para proporcionar la merecida atención a los invitados.

Por supuesto un baño clásico y sin concesiones modernistas. Estaré lista en cinco minutos.

La joven desapareció con el neceser.

Kerwin Wallace dudó donde colocar la maleta. Todos los muebles le parecían piezas de arte. Se decidió por una de las butacas. Extrajo un pijama color crema y unas chancletas.

Procedió a desvestirse.

Terminaba de abotonarse la chaqueta del pijama cuando tuvo la extraña sensación de que era observado.

Ladeó la cabeza.

Casi dio un salto al descubrir aquellos ojos fijos en él. Unos ojos diminutos, penetrantes, inquisitivos... Correspondían a los del individuo de uno de los cuadros. El rostro de un hombre de unos cincuenta años de edad. De blanquecinas facciones donde destacaban aquellos ojos que parecían tener vida. Que parecían seguir los movimientos de Wallace.

Kerwin Wallace buscó nerviosamente la cajetilla de tabaco.

Encendió el cigarrillo utilizando el candelabro situado sobre la mesa de noche.

Fue al sentarse al borde del lecho cuando descubrió el envoltorio. Con un ancho lazo rojo.

—¡Eh, Verna!... ¡Aquí tienes el regalo de la señora McRoots!

—¡Puedes abrirlo, querido! —gritó la muchacha desde el interior del baño.

Wallace no se hizo de rogar.

Un estuche de piel forrado en terciopelo. Contenía una daga inglesa de larga y punzante hoja. La empuñadura parecía de oro. Rematada con el escudo de los McRoots.

Wallace contempló el puñal como hipnotizado.

Ni tan siquiera se percató de la proximidad de Verna.

La muchacha portaba una botella de champán y dos copas de fino cristal tallado.

—¿Te gusta, Kerwin?

Wallace asintió sin levantar la mirada del puñal.

—Parece de oro...

—Es oro, Kerwin. No lo dudes —Verna dejó la bandeja sobre la mesa de noche. Sirvió las dos copas de champán—. Ya te comenté que la señora McRoots era muy generosa.

—Pero esto debe valer...

Kerwin Wallace, al posar su mirada en la muchacha, enmudeció.

Verna lucía una sucinta negligé. Muy corta. Transparente. Bajo la prenda destacaba el negro encaje del slip. Los senos aparecían desnudos. Turbadoramente marcados bajo la negligé.

—¿Champán, Kerwin?

Wallace iba de sorpresa en sorpresa.

—¿De... de dónde lo has sacado?

—Estaba en el cuarto de baño. En una nevera portátil. Está delicioso, Kerwin. Ya he saboreado una copa, pero tomaré otra contigo. ¡Por nosotros, amor!

Wallace vació su copa.

Sin apartar la mirada de la joven.

—¿Sabes una cosa, Verna? Tú eres lo más valioso de todo cuanto hay en este fabuloso castillo. Tu belleza lo eclipsa todo.

Kerwin Wallace dejó la copa para abarcar con sus brazos la cintura de la muchacha. La atrajo contra sí hundiendo su rostro en el vientre femenino. Percibió el calor de aquel cuerpo a través de la sedosa tela de la negligé.

Verna se dejó caer en el lecho.

Sobre el sedoso edredón.

Unieron sus labios.

En ardiente beso.

Las manos de Wallace se deslizaron por la espalda de su joven esposa hasta llegar a la pronunciada curva de las nalgas que aferró estrujándolas una y otra vez. Alzó la negligé. Su diestra se introdujo bajo el slip. La piel de Verna era aún más suave que el sedoso encaje.

Verna se removió inquieta.

Empujando las caderas contra Wallace.

Un leve movimiento ascendente situó los erectos senos al alcance de los labios de Wallace.

El intercambio de caricias se hizo más audaz y apremiante. —Verna, Verna...

Wallace llevó sus manos a los hombros de la muchacha con intención de separarse e invertir la posición.

—Un momento, Kerwin... Tengo un pequeño deseo...

—Dímelo... —jadeó Wallace, quemado por el aliento de la mujer.

Enfrentaron sus miradas.

Enfebrecidos.

—Es un capricho, Kerwin. Quiero sacarte el ojo.

Wallace parpadeó.

Estupefacto.

Reaccionó con cierta ira.

—¿Qué ocurre? ¿Nunca has visto un ojo de cristal?

—¿Ojo de cristal? —Sonrió Verna—. Oh, no... yo quiero sacarte el otro, Kerwin. El bueno.