UNA NOCHE ACIAGA

Ponferrada, 6 de julio

Estábamos contando anécdotas de nuestras vidas, reclinados sobre tumbonas, colchonetas y toallas que habíamos distribuido formando un círculo. Sin embargo, por muy amenas que fueran, los silencios y los bostezos empezaban a ser más numerosos que las risas y las palabras. Hasta Horus se había refugiado en su esquina preferida. Faltaba muy poco para que fueran las dos de la madrugada.

—Estoy desconcertada, os digo que este objeto está mal —comentó Karen—. Lleva horas avisando de algo que va a pasar en el Bierzo, pero es la primera vez que escucho con claridad el lugar exacto. ¿Alguien sabe dónde está Elven? —preguntó Karen.

—«La stelo de la sep minoj de oro»—exclamó Chalupa.

—¿A qué te refieres? —solicitó Diego.

—A la estrella de las siete minas de oro. ¡Se trata de todo el Bierzo!

—¡Aún tenemos tiempo de reacción! ¿Qué podemos hacer para impedirlo? —preguntó Diego.

—No sé si el nubeiro será capaz de proteger una extensión tan grande —afirmó Edgar.

—¡Mirad! —exclamé asustada.

Horus gruñó y adoptó una posición defensiva. Apenas un instante después, cuatro siniestros saltaron el muro del jardín.

—¡Sandy, la pulsera de las xanas! ¡Rápido! —gritó Fígaro

Sandy, muerta de miedo, estaba bloqueada sin saber qué hacer. Dos de los siniestros acorralaron a Diego y a Karen, pero Álvaro acudió en su ayuda lanzándoles varios cantos rodados de los que decoraban el jardín. Los otros dos vinieron directamente hacia mí. Entonces, Chalupa y Edgar se enfrentaron a uno de ellos y Horus se encargó del otro. El labrador mordía la mano del siniestro con tanta fuerza que este no conseguía liberarse de las fauces del perro por mucho que lo vapuleaba; al final, lo alzó por los aires y lo estrelló contra la pared.

—¡Ana, vete! —gritó Chalupa impotente al ver que el siniestro me alcanzaba sin remedio.

No me dio tiempo porque se arrojó sobre mí tirándome al suelo y, en la caída, me golpeé la frente. Me arrastré como pude intentando escapar, pero él me sujetó fuerte del brazo.

—¡Sandy, reacciona! —gritó Fígaro.

La sangre que caía de la brecha no me dejó ver lo que pasó a continuación, pero pude escuchar cómo ella, superando sus miedos, pidió ayuda a las xanas. En segundos, los siniestros quedaron inmovilizados en el suelo.

—Hay que cortar la hemorragia. ¿Dónde está el botiquín? —preguntó Álvaro sacando su alma de médico.

—Buscaré en el baño —dijo Sandy.

Pensé que se refería a curar la hemorragia de Horus que tenía el pelo blanco empapado de sangre. Cuando escuché cómo gemía, me senté junto a él apoyando su cabeza en mis piernas.

—Tranquilo, te pondrás bien. —Lloraba mientras él me miraba con sus ojazos marrones abandonándose a mis caricias—. Eres un campeón, me has salvado. —Él movió una de sus orejas como si tratara de escucharme, pero sus ojos se cerraban. —Presentía el desenlace—. ¿Qué le pasa? ¡No se mueve!

Diego se sentó a mi lado para apoyarme en un momento tan duro; sabía que estaba a punto de desmoronarme.

—¡Ayudadme! —exclamé desesperada—. El veterinario vive a tan solo unas manzanas de aquí. Por favor Álvaro, ¡sálvale!

—Ya no podemos hacer nada. —Álvaro comprobó que había muerto.

—¡No! ¡Horus, no me dejes! ¡Quédate a mi lado! —Me abracé a él y lloré su muerte. Estaba tan triste que me ahogaba. Fue la segunda vez que perdí a un ser querido.

Sentía frío y apenas tenía fuerzas para levantarme. Diego me llevó en brazos y me colocó en una de las hamacas del jardín. El sueño se fue apoderando de mí hasta que alguien presionó mi frente ocasionándome un profundo dolor.

—Solo será un momento. Chalupa encontró este kit de suturas mariposa en la mochila de tu padre. Espero que consigan mantener unidos los bordes de la brecha. ¡Ana! ¡Háblame, no te duermas! —exclamó Álvaro.

Aunque apenas me di cuenta, en ese mismo instante el suelo empezó a temblar... Sintiendo las continuas sacudidas pensé: «¡Qué desastre Tristán, qué fracaso!».

—Está muy débil, tenemos que alejarla de los siniestros —dijo Chalupa—. Ayudadme a arrastrarlos al otro extremo del jardín, pesan demasiado.

—¿Cuánto tiempo pueden durar las ataduras de las xanas? —preguntó Sandy—. Me gustaría inmovilizarlos con una cuerda visible… por si acaso.

—La cinta americana será más rápida. Estos seres dejan sin fuerzas a cualquiera —afirmó Fígaro.

—En el garaje hay de todo, iré a buscarla —dijo Chalupa.

Mientras, otro temblor de tierra hizo caer a Sandy encima de uno de ellos. Se levantó espantada después de observar sus ojos a tan corta distancia y fue incapaz de volver a acercarse a ellos. Chalupa, Edgar y Fígaro se encargaron de atarlos.

—¡Tenemos que hacer algo! —exclamó Edgar nervioso—. ¡El suelo no para de temblar!

—Hay que hacer una queimada y recitar el conjuro —propuso Chalupa—. He visto que el padre de Ana guarda aguardiente y un recipiente de barro en el garaje. También necesitaremos azúcar, la mondadura de un limón y unos granos de café.

—¿Qué conjuro? —preguntó Karen—. ¿De qué estás hablando?

—Se trata del «Conjuro de Elven», una llamada de auxilio que encontré en un libro—respondió Chalupa—. No garantizo que vaya a funcionar.

—No hay tiempo para garantías, ¿alguien tiene una idea mejor? —preguntó Diego.

Todos guardamos silencio.

—Entonces manos a la obra.

Utilizamos los mismos ingredientes, pero la queimada que hizo mi padre en la Herrería de Compludo fue la guinda a un día festivo, aquella estaba resultando atribulada y mirábamos desconfiados ondear el fuego azul que desprendía, con la ínfima esperanza de que lograra detener al Fulmo Magneta.

—Chalupa, debes ser tú quien lo lea —dijo Edgar.

—¿Yo? No estoy de acuerdo, ¡yo inventé esa dichosa máquina!

—No es culpa tuya —aseguró Karen dándole el papel—. Insisto.

De repente, se fue la luz de nuestro barrio.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Sandy—. Y para colmo, mi móvil se ha quedado sin batería.

Resultó ser la tónica general, así que Chalupa, trastabillando por toda la casa, tuvo que ir al garaje y, a tientas y a ciegas, localizar las linternas que solíamos utilizar para ir a los túneles. Con una encendida, buscó varios farolillos de camping para iluminar el porche. Sin perder un segundo más, comenzó a leer el conjuro. Al principio lento y sin ritmo porque las lágrimas le impedían ver el texto.

 

«A…los mágicos que

 

Estaba tan abatido que me levanté de la hamaca y me situé a su lado acariciando su brazo para darle mi apoyo. Noté en sus ojos verdes, humedecidos por las lágrimas, lo mucho que agradeció ese gesto en mí. Empezó a leer de nuevo, pero esa vez, su voz sonó firme cuando invocaba a todos los seres que aparecían en él:

 

«A los mágicos, que en tiempos pasados fuimos como hermanos,

salid de las cuevas, cumplid la promesa y venid a ayudarnos.

 

A todos los trasgos, enanos traviesos de agujero en mano,

dejad vuestros juegos, son tiempos terribles, ordenad el caos.

 

Temida tormenta deja que el nubeiro traiga aquí sus rayos

y, si el mal acecha, protege esta tierra con tu negro manto.

 

Espada quemada hecha del madero que mató a la sierpe,

reduce al cruel a un cuerpo insensible y a un alma consciente.

 

Caballo estratega, gana esta partida como san Genadio,

galopa sin tregua, espía al contrario y cuéntanos sus pasos.

 

Xanas, salamandras y ondinas de fuentes, de ríos y lagos,

que con vuestras redes de cabellos de oro queden enredados.

 

Estrella de hierro que atraes y repeles ¡tráeme al enemigo!

Si pierdo la vida, mi último deseo es que muera conmigo».

 

Cuando Chalupa terminó de leer el conjuro, el silencio se adueñó de la ciudad porque los temblores provocados por el Fulmo Magneta habían cesado. Eso, unido a que los siniestros habían desaparecido del jardín, hizo que saliéramos de casa con la ingenua esperanza de ver Ponferrada intacta y a salvo, pero la imagen que nos encontramos fue muy diferente. La ciudad estaba desolada con sus calles desmanteladas e intransitables. Caminamos durante dos horas bajo la luz de la luna llena cruzándonos con numerosas personas que vagaban descalzas y en pijama preguntándose qué había pasado. Otras, que estaban heridas, habían decidido sentarse y esperar que alguien las ayudara. Todos los rostros demandaban una explicación y una minoría, consciente de haber perdido algún ser querido, lloraba su muerte con lágrimas calladas.

Averiguamos que las principales vías de acceso a la ciudad estaban cortadas y que uno de los puentes había sido destruido. La rabia, la tristeza y la angustia se fueron mezclando a cada paso formando un cóctel de desprecio a Darkness. Un hombre que había sido tan cobarde como para atacarnos cuando más indefensos estábamos y tan cruel como para dejarnos incomunicados en toda la extensión de la palabra, no podíamos ni pedir ni recibir auxilio. Se necesitaban voluntarios para restablecer todo tipo de servicios. Ponferrada no tenía tiempo para llorar sus pérdidas, ni tampoco para pedir justicia, ahora urgía sacar fuerzas para salir adelante y luchar por los vivos.

Regresamos a casa y esperamos a que amaneciera. Después de ver tanta desolación, la pérdida de Horus pasó a un segundo plano.

—Chalupa, tenemos que acceder a los túneles de nuevo —dije.

—¿Qué túneles? —preguntó Fígaro.

—Los túneles de los mágicos —contesté.

—De existir, cosa que dudo, ¿cómo iban a ayudarnos? El daño ya está hecho: ¡ninguna magia puede reparar este desastre! —exclamó Karen.

—Tal vez tengas razón —dije descorazonada.

—¿Dónde vas? —preguntó Karen—. No deberías moverte.

—Tenemos mucho que hacer y vamos a estar ocupados. No quiero dejar a Horus tirado de cualquier manera. Me gustaría enterrarle.

Cogí una pala del garaje y me dirigí al jardín. Entre todos cavamos un hoyo en el lugar donde solía tumbarse para descansar de nuestros juegos. Cuando fue lo bastante profundo, lo envolvimos en su manta y lo metimos dentro. El dolor me dominaba al ver cómo la tierra cubría el rastro de su existencia. Después escribí una frase con un rotulador permanente en una baldosa que Chalupa encontró en el garaje: «Horus, fiel amigo, te echaremos de menos».

—Lo siento Ana —dijo Karen—, no quería desanimarte, solo intentaba evitar que te hicieras demasiadas ilusiones. Ten en cuenta que, si es cierto que los mágicos viven bajo tierra, es probable que…

—¿Hayan muerto? ¿Crees que no lo he pensado?

Apenas podía ver por el ojo izquierdo y la cabeza me estallaba. Álvaro me trajo un analgésico y un antiinflamatorio y quiso que reposara un rato. Me eché en el sofá del salón y todos se sentaron alrededor para darme conversación e impedir que me durmiera.

—¿Dónde estarán los siniestros? —preguntó Sandy.

—Ni idea. Te aseguro que lo único que me importa es que no sigan en el jardín —dijo Fígaro.

—¿Quiénes son los mágicos? —preguntó Sandy.

—Personajes mitológicos al igual que los trasgos, los nubeiros y las xanas —contesté—. Hay muchas leyendas sobre ellos, pero en todas los describen como seres especiales que vivían bajo tierra donde construyeron una amplia red de túneles de oro debajo del Bierzo.

—¿Qué esperáis que hagan por nosotros? —preguntó Sandy.

—Nos prometieron su ayuda y nos dejaron esta llave para abrir la puerta que conduce a ellos —contestó Chalupa.

—Vamos a ver, mi pulsera de las xanas atrapa a los siniestros, ¿qué poderes tienen los mágicos? —quiso saber Sandy.

—¿Poderes? No son magos, los mágicos fueron alquimistas y grandes científicos —afirmó Chalupa.

—¿Los químicos antiguos? —exclamó Sandy.

—No solo eran químicos. Date cuenta que la alquimia fue una disciplina filosófica que combinaba varias materias como: la metalurgia, la física, la medicina, la astrología, el arte y el espiritualismo —comentó Chalupa—, entre otras cosas.

—Lo sé. Sin embargo, no me negarás que fueron más conocidos por su capacidad de convertir cualquier mineral en oro—aseguró Sandy—. Proceso nada fácil porque para poder transmutar necesitaban la piedra filosofal: si esta era blanca, convertían el mineral en plata y si era roja, en oro.

—Sandy, me sorprendes, ¿cómo sabes todo eso? —preguntó Fígaro.

—¡Amigo mío! California gold rush.

—¿Qué tiene que ver la fiebre del oro de California con lo que estamos hablando?

—Nada y todo. Como sabéis el barrio chino de San Francisco, Chinatown, es el más antiguo de América del Norte y la comunidad china más grande fuera de Asia. Cuando varias culturas conviven terminan por conocerse. Existe una antigua creencia, presente en su mitología que dice: «Entre dos o más personas que están destinadas a encontrarse existe un hilo rojo que viene con ellas desde su nacimiento, sin importar el tiempo, el lugar o las circunstancias. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper».

—A nosotros nos ha pasado —aseguró Karen—. Nuestro hilo rojo se ha estirado mucho en el tiempo, pero es evidente que, de alguna manera, todos estábamos destinados a encontrarnos en Ponferrada. Pero ¿a qué hilo rojo te refieres?

—Del hilo que me ha llevado a saber tanto de alquimia. El padre Junípero Serra, un fraile franciscano español, forma parte de ese hilo rojo.

—Mira que es difícil estar en el Salón Nacional de las Estatuas del Capitolio. Cada Estado propone dos personajes ilustres y este franciscano que los indios llamaban El Viejo está en el pasillo principal. ¿Qué hizo para estar ligado a ti por un hilo rojo? —preguntó Diego.

—Él dirigió la fundación de nueve misiones en la Alta California, entre ellas, la de San Francisco de Asís, hoy conocida como Misión Dolores. El caso es que pegada a la misión empezó a crecer una pequeña villa llamada Hierba Buena que estaba formada por balleneros, comerciantes, aventureros y piratas. No voy a entrar en detalles históricos, pero el destino quiso que México se independizara de España en 1822 y que, en 1846, California pasara a formar parte de Estados Unidos. Un año después Hierba Buena cambió de nombre por el de San Francisco.

—Pues sí que te remontas atrás en tu hilo rojo —aseguró Fígaro.

—Un poco, pero es importante para entender la historia. A mediados del siglo XIX, se descubrió oro y San Francisco se colapsó: pasó de mil a veinticinco mil habitantes. Los inmigrantes, conocidos como Fortyniners, llegaron procedentes de todo el mundo: unos en barco desde Cabo de Hornos y otros atravesando el país en caravanas.

—Perdonad que interrumpa el relato, pero cómo extraían el oro —preguntó Chalupa.

—Al principio encontraban las pepitas en las arenas del río listas para ser recolectadas y cuando se agotaron, construyeron canales para desviar los ríos y poder excavar en su lecho.

—¿Y en la montaña? —preguntó Chalupa de nuevo.

—La mina hidráulica y la tradicional.

—¿Mina hidráulica?

—Disparaban chorros de agua de presión para desprender los fragmentos del metal y así arrastrarlos a la base de las montañas donde era fácil recogerlo. La tradicional, para el que no lo sepa consiste en: excavar, dinamitar la roca, sacarla a la superficie, triturarla y separar el oro de la tierra; bien con agua, bien con arsénico o mercurio.

—¿Cuánto oro se extrajo? —preguntó Chalupa.

—En total lo desconozco, pero creo que durante los primeros cinco años llegaron a extraer doce millones de onzas de oro…alrededor de cuatrocientas toneladas.

—Interesante —dijo Karen—, pero continúa con el hilo rojo que nos tienes intrigados.

—Un ingeniero de minas asturiano Nel Airun, se sintió atraído por la fiebre del oro y vino a trabajar a San Francisco en 1850. He aquí parte del hilo rojo: su nieto conoció a mis tatarabuelos en 1920.

—¿Qué tiene que ver eso con que tú sepas hablar de alquimia? —preguntó Fígaro.

—Mucho, ¿sabéis donde se conocieron? —preguntó Sandy—. En la Misión Dolores, la sencilla iglesia de estilo colonial situada en el corazón de San Francisco que fundó el padre Junípero Serra y que, durante más de dos siglos, sobrevivió a todos los terremotos e incendios, incluido el gran seísmo de 1906, convirtiéndose en el edificio más antiguo de la ciudad.

—¡Qué complicada eres! Perdona, pero no termino de verlo —insistió Fígaro.

—Yo tampoco —contesté esbozando una sonrisa.

—Chicos, si la Misión Dolores no hubiera sobrevivido al terremoto, mis tatarabuelos no hubieran visitado esa iglesia y no habrían conocido al nieto de ese ingeniero, Edwin Airun, que se encontraba en ese momento dentro de ella. Por otro lado, Edwin Airun no estaría allí si su abuelo no hubiera ido a trabajar a San Francisco en 1850.

—No lo pillo —dijo Fígaro.

—Edwin oyó a mis tatarabuelos hablar en español y se presentó. Ambas familias entablaron una fuerte amistad que se consolidó con el matrimonio de mis padres: mi padre se llama Oscar y es el biznieto de Carlos Verda, antiguo miembro de la orden y mi madre se llama Betty y es la biznieta de Edwin Airun que era nieto del asturiano aventurero Nel Airun.

—¡Qué historia! —exclamé riéndome—. Sandy, eso no es un hilo, es un ovillo gigante.

—Me alegra que estas madejas de acontecimientos os hayan hecho sonreír.

—¡Sandy, aún no me has contestado! ¿Por qué sabes tanto sobre alquimia? —insistió Fígaro.

—Mi madre es química y una friki de la alquimia y, aunque yo me inclino más por el diseño, reconozco que me complace escucharla cuando habla de esos temas. Gracias a ella sé que para convertir cualquier metal en oro se necesita la piedra filosofal y para obtener ésta, se debe tomar como base pirita de hierro.

—Pues de pirita de hierro vamos sobrados en el Bierzo—comentó Edgar.

—¿Estáis dando por hecho que las siete vetas de oro del Bierzo son fruto de la alquimia?, ¿lo creéis en serio? —preguntó Karen.

—Tampoco es tan descabellado, la estrella de Elven es de todo menos natural —aseguró Chalupa.

—Esperaba de ti una visión más científica —dijo Karen.

—¿Qué tiene de malo mi forma de ver las cosas? Científicos de la talla de Issac Newton dedicaron más tiempo y escritos al estudio de la alquimia que a la óptica y a la física —dijo Chalupa.

—Tiene razón. Un Premio Nobel de Química Glenn T. Seaborg transmutó plomo en oro de una manera muy sencilla: solo le quitó tres protones a un átomo de plomo y ¡magia!, lo convirtió en oro —exclamó Sandy.

—¿Así de fácil? Entonces ese físico se hizo de oro literalmente —afirmó Fígaro.

—Siento desilusionarte. Si se hizo rico, tuvo que ser por otros cauces, porque el oro resultante solo duró unos segundos y la cantidad obtenida fue microscópica —explicó Sandy—. No conozco a nadie que se haya hecho rico con la alquimia.

—Para mí, es un saber arcano vinculado a conocimientos mágicos de la medicina herbal y de la brujería —afirmó Karen.

—Una visión un poco limitada —afirmó Diego—. La mayoría de los alquimistas murieron en la más absoluta pobreza y eso es porque en realidad nunca ambicionaron el oro.

—¿Entonces que perseguían? —pregunté.

—Anuska, su búsqueda era espiritual. Solo pretendían evolucionar hasta alcanzar un nivel de conocimiento superior —dijo Diego—. Aunque, más adelante, este tipo de prácticas fueron censuradas o prohibidas.

—En eso tengo que darte la razón. Roger Bacon, un franciscano de Oxford, buscó la piedra filosofal y el elixir de la vida, pero a finales del siglo XIII la legislación de los franciscanos cambió y prohibió escribir, leer e incluso poseer este tipo de libros —comentó Karen

—¿Y Paracelso? —preguntó Álvaro—. Gracias a él la medicina siguió un camino más científico. Aunque fue tachado de mago por utilizar todo tipo de compuestos químicos y minerales. Al final, se hizo famoso por transmutar plomo en oro.

—¡Increíble! ¡Qué coincidencia! Cuando era pequeño, mi abuelo Giacomo me contaba que, según Paracelso, los cuatro elementos pertenecían a criaturas fantásticas que existían antes del mundo —dijo Fígaro—. Así pues: la Tierra pertenecería a los gnomos, el Agua a las ondinas, el Aire a los espíritus del viento y el Fuego a las salamandras, las hadas.

—Fígaro, eso que acabas de decir tiene cierta semejanza con nuestros objetos: el nubeiro está claro que lo debemos asociar con el Aire; la espada quemada y la estrella de hierro, que ha sido forjada en una herrería, con el Fuego; la pulsera de las xanas está confeccionada con los cabellos encontrados en la orilla del lago de Carucedo, podríamos relacionarla con el Agua, ¿no os parece? En cuanto al puka y al trasgo serían elementales de Tierra —aseguré.

—Los has relacionado bien, pero los elementales son seres, no objetos con poderes fuera de lo normal —exclamó Sandy—. Para convocar a los elementales hay que seguir una serie de pasos…

—Ya Sandy —dije interrumpiéndola—. Pero tal vez estos objetos sean como los accesos directos que creamos en el ordenador para encontrar o llegar a algo de manera más rápida…

—¡Parad el carro! —exclamó Karen—. Vamos a centrarnos en nuestro problema que nos estamos yendo por las ramas. Acabáis de afirmar que los mágicos son seres imaginarios, personajes de cuento.

—No exactamente. Acabamos de afirmar que son seres fantásticos y protagonistas de numerosas leyendas, pero también hemos dicho que podrían ser alquimistas y grandes científicos. Que yo sepa, que formen parte de esas historias no significa que no existan —afirmó Chalupa.

—La verdad, tengo que reconocer que nuestros objetos tienen poderes difíciles de creer —aseguró Karen.

—¿Por qué llamáis a la estrella de siete puntas la estrella de Elven? —preguntó Sandy.

—En mi familia siempre la han llamado estrella de Elven o estrella de las hadas. De hecho, hasta el conjuro se llama «Conjuro de Elven».

—Lo digo porque la estrella de siete puntas también representa al Vitriol, una estrella muy relacionada con la alquimia —dijo Sandy

—¿Vitriol? —pregunté.

—La palabra «Vitriol» se forma con las iniciales de esta frase: «Visita Interiora Terrae Rectificando Invenies Occultum Lapidem»; que significa: «Visita el interior de nuestra tierra que rectificando encontrarás la piedra oculta» —explicó Sandy.

—Todo ese oro tiene que ser producto de la alquimia ya que la mayoría de los estudios geológicos hablan de cantidades tan pequeñas que no sería rentable su extracción. Ahora bien, me sigue sorprendiendo que con tanta leyenda de cuevas, túneles y pasadizos nadie se haya aventurado a buscar ese oro con anterioridad —afirmó Álvaro.

—Álvaro, mi tatarabuelo Tristán escribió y cito textualmente «Los libros de ficción son el lugar perfecto para guardar un secreto. Los lectores sueñan con sus palabras sin sospechar que narran otra realidad».

—Volviendo al tema inicial, Ana y yo atravesamos un camino dorado en el que existe una cerradura que se abre con esta llave mágica —aseguró Chalupa.

—¿Conseguisteis abrirla? —preguntó Karen.

—No, pero puede probar su existencia.

—Chalupa, espero que no te ofendas si te digo lo que estoy pensando —dijo Sandy.

—Adelante.

—¿Eres un mágico?

—¡Qué graciosa! Soy mucho más alto que los gnomos de Paracelso, ¿no crees?

—Chalupa, lo que piensa Sandy en realidad lo pensamos todos: ¡no es tan extraño! —exclamé—. Esos túneles te resultaron familiares nada más entrar y si no llega a ser por esa canción infantil que recordaste, jamás nos hubiéramos orientado.

—Está bien, reconozco que he pensado en ello. —Chalupa se quedó pensativo.

—¡Increíble! —exclamó Sandy—. Entonces, eres el personaje de un cuento con poderes sobrenaturales… Aunque te aseguro que más bien tienes aspecto de ser uno de esos héroes de Marvel.

—¡Es cierto! ¿Cuántos años dices que tienes? —preguntó Karen riéndose.

Estaba escuchando a Sandy y a Karen perpleja, mi forma de mirar a Chalupa era más sencilla: me parecía guapo y sentía unos inexplicables nervios en el estómago cuando estaba cerca, pero no lo miraba con la misma picardía que lo hacían ellas. En cualquier caso, a Chalupa también le incomodaron sus comentarios.

—Quince —contestó Chalupa—. Ahora llega la parte difícil, no sé si tengo que daros las gracias u ofenderme. Siento que me estáis tomando el pelo, ¿quiénes son los héroes de Marvel?

—No te enfades, te acaban de echar un piropo —aseguró Diego.

—Necesitas ponerte al día en otras facetas del siglo XX —afirmó Edgar—. Son personajes de comic que además protagonizan numerosas películas: El Capitán América, Iron Man, Thor…

—Conozco al dios nórdico Thor. —Todos nos reímos—. ¡Vale, no me miréis así! Me pondré al día—aseguró Chalupa mosqueado.

En el fondo su desconfianza nos conmovió. Es curioso que después de haber sufrido el ataque de varios siniestros, de haber visto Ponferrada desolada y de haber fracasado en nuestra misión todo lo que hicimos fue contar anécdotas graciosas. Imagino que necesitábamos compensar la cruel y lamentable realidad que nos esperaba fuera.

Mientras los escuchaba, me fui sumergiendo en un sueño mustio e inquieto en el que Horus se acercaba a mí como solía hacer cuando me notaba triste. Me alegró ver de nuevo el brillo de sus ojos marrones y casi pude sentir la suavidad de su pelo blanco, pero todo se tornó en angustia recordando su último aliento.

Nueva York, 5 de Julio

Cinco minutos antes de comenzar los tornados en el Bierzo, Marcus llamó a Darkness para decirle que el plan marchaba según lo previsto. «Por fin buenas noticias: la orden está defendiéndose de los siniestros. Esta vez la suerte está de mi lado», pensó. Su voz sonó optimista cuando ordenó a su equipo que iniciara la cuenta atrás. Había llegado el momento tan esperado.

Comenzó con el Fulmo Magneta I. Aunque al poco tiempo, debido a un fallo en el montaje, tuvo que seguir con el Fulmo Magneta II. Entre las dos máquinas lograron extraer oro de Ponferrada y a lo largo de las siete betas, pero algo las averió.

—Sr. Darkness, la máquina ha sufrido algún tipo de sabotaje. La avería es incalificable, cualquier explicación que quiera darle resultará inverosímil —aseguró Peter, el ingeniero que tenía encargado del Fulmo Magneta II.

Como no era la primera vez que lo escuchaba no se alarmó y mantuvo la calma mientras su ingeniero se justificaba.

—Tendremos que construirlo de nuevo.

—Organice varios grupos, aún quedan por explotar el treinta por ciento de las betas y quiero que esté listo cuanto antes. —Estaba tan contento con el resultado que, mirando una fotografía, le dedicó el éxito de la operación a su abuelo.

—¿Desea alguna cosa más? —preguntó Peter extrañado por el largo silencio.

—Comiencen enseguida con las labores de limpieza.

—¿Y el oro?

—Del oro extraído se encargará Shark.

Estaba feliz, ahora su mayor objetivo era hacerse con la poderosa estrella de la que le habló su abuelo. Sospechaba que la tenía Chalupa porque era el único que había saltado un siglo en el tiempo. Aun así, decidió registrar a todos los miembros de la orden para hacerse con ella lo antes posible.

Cuando colgó estuvo saboreando el éxito un rato y luego marcó el teléfono de Shoreham, donde ya habían comenzado a desmontar el Fulmo Magneta I. No podían dejar ni rastro de su estancia en ese lugar y, aunque tenía de plazo hasta el nueve de julio, no quería demorar más la mudanza y ordenó que se hiciera esa misma noche. Pronto, la zona se llenaría de todo tipo de voluntarios ilusionados por construir el Centro de Ciencia Wardenclyffe. Así que se dispusieron varios camiones para trasladarlo todo a Nevada. Después se reunió con su departamento de finanzas para informarse de cuándo y con qué medidas de seguridad se enviaría el oro extraído al Grupo T. Anaka, principal refinador de lingotes de oro en Japón, que eliminaría las impurezas del metal. Su familia llevaba trabajando con esta legendaria compañía desde que se fundó en 1885. Más adelante, en 1978 fue la primera en fabricar lingotes de oro London Good Delivery cuyo sello, que significa «buena entrega», acredita la barra de oro para que sea aceptada en cualquier parte del planeta por usuarios, industriales, agentes de bolsa y bancos centrales. Quedó muy satisfecho con el proceso que se iba a seguir y decidió dar el día por terminado.

Ya en casa, se sirvió una copa y se puso cómodo para ver las noticias. Las principales cadenas de televisión del mundo estaban dando cobertura a lo ocurrido en el Bierzo. Las imágenes aéreas que ofrecían en directo desde Ponferrada, eran desoladoras, pero a él le resultaron fascinantes. Le parecieron ridículas las primeras hipótesis que se barajaban para explicar las causas de tales fenómenos y patéticos los nombres que les daban los medios: «Tornados extraterrestres del Bierzo», «Holocausto del septagrama» … Apagó el televisor y se sirvió otro whisky para brindar por su abuelo. Y fue entonces, cuando reparó en que ya no existía nadie con quien pudiera compartir sus más profundas emociones y consciente, por primera vez, de que estaba solo, muy solo, y tuvo miedo; él, Jacob Darkness, tenía miedo. Por eso, decidió recuperar la custodia de Jack.

En el momento en que se disponía a acostarse, sonó su móvil. Era Marcus, su informante del Bierzo, al que secretamente apodaba el Paliza. Estuvo a punto de no cogérselo ya que le había prohibido volver a contactar con él, pero la curiosidad le pudo y quiso saber si tenía algo inteligente que decir.

—¿Dónde está Nebulo?

—Señor Darkness, los cuatro siniestros que atacaron a la orden han desaparecido.

—¡Búsquelos! ¡No me llame hasta que los encuentre!

Esta noticia lo inquietó: los siniestros no eran seres que abundaran. Todavía podía contar con trece: sus cuatro guardaespaldas; los tres que permanecían recluidos en la cárcel de Salamanca; el que vigilaba Shoreham, y los tres que vigilaban las instalaciones de Nevada. Uno de ellos se ocupaba de la crianza de un siniestro de tres años y de un bebé de meses, ambos abandonados por sus padres.