VISITA SORPRESA

Ponferrada, 10 de marzo de 1910

—¡Hola preciosa! —Tristán se fijó en mi frente—. ¿Qué te ha pasado?

—¡Me persiguen!

—¡Estás temblando! ¿De quién huías?

—Había un hombre muy extraño en el atajo, cerca de la casa de Samuel y María, hasta Horus lo notó… Casi consigue…

—Vamos tranquilízate, respira hondo y mírame a los ojos. Con tantas lágrimas no distingo la pupila del cristalino. Veo que han seguido al acecho todos estos años, confiaba en que abandonarían al disolverse la orden.

—¿Qué les pasa a mis ojos?

—Están negros porque has localizado a un siniestro. ¿Llevas la magnetita contigo?

—Sí, todavía no he podido dársela a ningún miembro de la orden. ¿Qué quieren de mí? ¿Quiénes son?

—Sirven a empresarios sin escrúpulos. Han notado tu presencia y tratan de evitar que te conviertas en un obstáculo. Tú y yo somos muy vulnerables a ellos. Debes extremar las precauciones… ¿Qué miras con tanto interés?

—Tus guantes de goma, ¿los has traído de mi época?

—¡No somos prehistóricos! Estos guantes son de 1889 y fueron fabricados por amor.

—Vamos, no soy tan pequeña, sé que pretendes animarme y distraerme.

—¡Es la verdad! William Stewart Halsted, un médico estadounidense al que tuve el honor de conocer, estaba enamorado de su ayudante Carolina Hampton, con la que llegó a casarse.

—¡Me he perdido! ¿Qué tiene que ver su relación con los guantes?

—¡Todo! Ella sufría de dermatitis en las manos por la manipulación de antisépticos y William le encargó a la empresa Goodyear, fabricante de neumáticos y artículos de caucho, unos guantes de goma finos para proteger su piel, pero que le permitieran realizar su trabajo.

—¡Sorprendente!

—Me alegra ver que tus ojos recuperan ese gris claro tan bonito.

—¿Qué tiene Ponferrada para atraer a los siniestros en dos épocas diferentes?

—Ana, aún no sé qué va a pasar en la mía.

—Mi padre me contó lo que pasó. Si quieres te…

—¡Ni se te ocurra decirme nada, podríamos cambiar el futuro! Vamos, te enseñaré cómo es Ponferrada y así lo entenderás mejor.

—¿Hablas en serio? ¡Eso es fantástico!

—Sí, pero tu ropa, ¿qué clase de ropa llevas? —Él se reía—. Llamaré a Marta a ver si puede hacer algo con tu aspecto.

—¿Qué le pasa a mi ropa? Solo llevo unas deportivas, un vaquero, un plumífero. ¡Vale! ¡No me mires así! Me quitaré estas prendas del futuro que tanta gracia te hacen.

Mi tatarabuela Marta me llevó a su habitación. Me puso una camiseta interior, unas bombachas, unas enaguas, calcetines largos de lana que me llegaban hasta la rodilla y que luego sujetó con unas ligas. Me vistió con una camisa blanca, un vestido azul marino que hilvanó para que el bajo me quedara a la altura adecuada a la época. Antes de ponerme el abrigo, me peinó con dos trenzas que partían pegadas a los dos lados de la cabeza y que caían sueltas en la nuca adornadas con un lazo.

—¡Santo cielo, menos mal que no puede verme nadie conocido! ¡Sería mi ruina! ¿Cómo os podéis mover así?

—¡Qué exagerada eres! ¡Estás preciosa! Quítate el vestido que con la máquina de coser estará listo en un momento —dijo Marta.

Era la máquina de coser Singer que tenían mis abuelos adornando una esquina del salón. Marta se encaprichó de ella en Nueva York en 1905. Mientras cosía, le expliqué el lío que se había montado con el plato de porcelana.

Cuando terminé de vestirme, mi tatarabuelo me estaba esperando montado en una calesa de dos ruedas con capota y asiento de dos plazas. Al vehículo estaba aparejado un caballo asturcón llamado Templario.

A nadie le extrañaba mi presencia porque pensaban que era una de las niñas de la Casa Cuna, un centro de beneficencia llevado por las Hermanas de la Caridad.

Resultaba chocante la Ponferrada esquelética y vacía que estaba viendo. La casa de Tristán, situada en el casco o núcleo de la villa, estaba muy cerca del barrio de San Andrés, donde solía atender a los heridos y enfermos del Hospital de la Reina, un centro fundado en 1498 por la reina Isabel para ofrecer asistencia a los peregrinos.

Seguimos por una calle que nos conducía al castillo de los Templarios, que no lucía tan majestuoso como en la actualidad. Justo enfrente, la iglesia de San Andrés y, más arriba, la Casa de los Escudos que en ese momento estaba habitada por, creo que mi tatarabuelo me dijo, la familia de Adelino Pérez. Yo le comenté que en mi época albergaba el Museo de la Radio. Me sorprendió que el arbusto trepador que la adornaba, la glicinia, fuera tan pequeño: parecía recién plantado.

Con buen ritmo llegamos a la basílica de la Encina, cuyo campanario se puede ver desde cualquier rincón de Ponferrada, pero me pareció más alto a principios de siglo XX, tal vez porque las casas eran más bajas. Cuando llegamos a la calle del Reloj, sentí que el tiempo no había pasado.

—Tristán, ¿no crees que le falta vida a la ciudad? Yo la encuentro triste y abandonada. Apenas hay gente paseando por la calle.

—Sentí lo mismo cuando regresamos de Nueva York hace un año, pero Marta echaba tanto de menos su familia y su tierra… En fin, después de vivir en una ciudad en continuo crecimiento, moderna, en la que fuimos testigos de la inauguración del metro en 1904 y, en 1905, de cómo se terminó el primer rascacielos, la torre del New York Times, casi caigo en una depresión.

—No sabía que esa torre había sido el primer rascacielos.

—Esa torre, querida niña, daría inicio a una nueva era. Ya en 1906, de la asta de la bandera bajó una esfera de cristal iluminada con bombillas eléctricas.

—¡Siguen haciéndolo! Marca el inicio del nuevo año. Lo vi en la televisión y sale en algunas de las películas que he visto.

—¿Qué es la televisión?

—¿No viste nada en tus viajes al futuro? No sé cómo explicártelo, tal vez con el telégrafo, porque en tu época aún no se ha inventado la radio, ¿verdad?

—¡Claro que se ha inventado! El año pasado, en 1909, le dieron el Premio Nobel a Marconi y a Braun por el desarrollo de la comunicación inalámbrica. Fue un premio algo controvertido porque Tesla los llevó a los tribunales alegando que su patente era anterior. Según eso, también Julio Cervera tendría que haber reclamado el premio porque transmitió la voz humana de Alicante a Ibiza en 1902, once años antes que Marconi, aunque cuatro años después de Tesla.

—No lo entiendo. Entonces, ¿qué hizo Marconi?

—Inventar la telegrafía sin hilos, pero para transmitir señales, no sonidos.

—Pues en los libros seguimos estudiando que Marconi inventó la radio. Lo comprobaré…

—No te vayas por las ramas y explícame qué es la televisión.

—Lo intentaré. Imagina una cámara de fotos que capta el movimiento, la luz, el sonido y que tiene el poder de mandar esas imágenes al resto del mundo en el mismo instante en que se están produciendo los hechos. Para recibirlas debemos tener un aparato, casi siempre rectangular, que además de ser capaz de captar las imágenes, también debe reproducirlas en el mismo momento en que las recibe.

—Me resulta difícil de creer.

—En Nochevieja, cuando cae de esa torre la bola de cristal, aunque no esté en Nueva York, puedo verlo desde mi casa a la vez que está sucediendo. Es parecido a la película que viste en París de los hermanos Lumière.

—¡Eso es fantástico! Ya no necesitáis viajar para ver otros lugares.

—Créeme, nada sustituye al placer de viajar. Vas a tener que dar un paseo por Ponferrada en 2013. Claro que tu ropa ¿qué clase de ropa llevas? —pregunté riéndome y devolviéndole la pelota.

—¿Cómo? Si solo llevo… Eres muy graciosilla, ¿lo sabías?

—Bueno, continúa, ¿a qué se debe el deterioro de Ponferrada?

—La mayoría de los jóvenes tuvieron que emigrar porque la filoxera, un insecto parásito, arruinó los viñedos del Bierzo.

—¿Por eso te marchaste tú también?

—En mi caso, ya había decidido ir a Nueva York después de hacer el Camino de Santiago. Enamorarme de Marta solo lo retrasó un poco. Pero ¡qué agradable imprevisto! Aún recuerdo el primer día que la vi…

—¡Tristán! ¿Quién se va ahora por las ramas? ¿No se hizo nada para paliar la crisis?

—Claro que se hizo, pero las escasas ayudas que se recibieron no llegaron a los viñedos. Fueron a parar a industriales y conocidos prestamistas que, en ese momento, estaban más preocupados por su compañía de servicio eléctrico.

—¿No les pidieron cuentas de ese dinero?

—Sí, el Delegado de Hacienda solicitó los justificantes de las inversiones, pero nadie se los entregó. Así que hubo que devolver el dinero y ya no se recibieron más ayudas. En 1908, hace dos años, el rey Alfonso XIII nos concedió el título de ciudad. Queda tanto por hacer…

Tristán paró la calesa en frente de un cobertizo con dos ventanas muy pequeñas. Estaba situado en el Campo de la Cruz que, en aquel momento, contaba con espacio destinado para ferias y eras para trillar, delimitado por dos líneas de casas de jornaleros.

—Ya hemos llegado. Quiero que conozcas a una persona muy especial, tiene siete años y se llama Chalupa. Normalmente rechaza a los extraños y no habla.

Me coloqué instintivamente detrás de Tristán. La luz que había dentro, me dejó boquiabierta. Estaba lleno de aparatos extraños y un montón de papeles con bocetos de máquinas hechos con prisa. Era un niño de tez morena que hacía resaltar, aún más, sus preciosos ojos verdes. Estaba como ausente, concentrado en alguno de sus inventos. En cuanto me vio, se paró en seco, vino hacia mí y me abrazó. No supe reaccionar porque no me lo esperaba.

—Tus ojos tienen un brillo especial —dijo Chalupa—. Eres preciosa.

—¡Esto sí que es bueno! ¿Por qué nunca has hablado conmigo? —Tristán estaba indignado—. ¡Pensaba que eras mudo!

—No tenía nada importante que decir.

—¡Pues sí que le has causado buena impresión! —exclamó Tristán—. ¡Claro! Tus ojos se han tornado violetas. Tal vez, el miembro de la orden que aún no he localizado…

—¿Todavía no has completado la tuya? ¡Vaya ánimos me das!

—El que está desalentado soy yo. Casi puedo asegurar que no podré hacerlo hasta que Chalupa recupere la memoria o algún miembro de su familia aparezca. En fin, está claro que está desubicado en el tiempo porque solo a ti te brillan los ojos.

Nos despedimos del pequeño genio, que volvía a estar embelesado en uno de sus inventos, pero creo que no nos escuchó.

—¿Qué le pasó?

—Lo encontré sin sentido y deshidratado con un gran golpe en la cabeza. Pensé que no sobreviviría. Cuando se recuperó físicamente, no hablaba y se pasaba el día sentado en un rincón como ausente. Un día decidí traerlo a este cobertizo para que me ayudara a reorganizarlo. Le llamaron la atención una carpeta con papeles en blanco y unos lápices. Empezó a dibujar día y noche y desde entonces vive aquí.

—Tristán, ¿y toda esa luz? ¡Es fascinante!

—Ni idea, no sé de dónde puede obtenerla. Cuando vivíamos en Nueva York ya se rumoreaba de algunos inventos de Tesla relacionados con la energía.

—Papá me habló de él. ¿Qué vamos a hacer? Tiene que estar conmigo en el futuro, pero es evidente que no aparenta tener más de cien años.

—No te preocupes por eso, ya conseguiré una documentación adecuada para tu tiempo. Más adelante, cuando localices a los otros miembros de la orden, lo arreglaré todo. Espero que tengas más suerte que yo. ¿Tienes algún tipo de apoyo en tu familia?

—Mi padre es el único que me habló de la orden y me está ayudando a encontrar los objetos, pero piensa que es un juego. Pero no te preocupes, yo no tengo que trabajar en una mina para poder comer.

—¿Quién te ha contado tantas cosas de mí?

—María.

—Ese matrimonio siempre gozó de buena salud. Es increíble que Samuel haya conseguido vivir tantos años y que María siga con vida. En fin, todo sería más sencillo si mi nieto Albert no fuera tan cabezota. —Tristán me miró fijamente—. ¿Sabes que estás realmente guapa vestida y peinada así? Hasta has conseguido que hable Chalupa.

—Gracias, pero prefiero mi look urbano del futuro.

Decidimos que regresara al instante en que salí de mi casa para evitar al siniestro. Sería como tener dos vivencias diferentes del mismo periodo de tiempo.

Las Médulas, 9 de marzo de 2013

Mis padres se casaron un nueve de marzo y lo celebramos con una bandeja de pasteles pequeños; de esos que se comen de un bocado. Aun así, mi padre tenía la manía y la pericia de partirlos en tantas partes como comensales hubiera en la mesa. Con él no iba la famosa frase de Forest Gump: «La vida es como una caja de bombones, nunca sabes el que te va a tocar.» porque, valiéndose de un cuchillo de plata que se había apropiado de la cubertería de mi abuelo Albert y que tenía siempre afilado como un bisturí, los partía en láminas y los probaba todos. No me sorprende que nos haya contagiado esa costumbre suya con el tiempo.

Después de comer, le dije que tenía que ir a las Médulas a buscar la siguiente pista. Él pensó que sería mejor empezar a buscar en el Mirador de Orellán.

—Podríamos ir mañana —propuse—, va a hacer buen día.

—No es mala idea —contestó mi madre—. Hace tiempo que no vamos.

***

Para mi padre el coche era su Aula Magna. Solía utilizarlo para impartir lecciones magistrales porque sabía que, una vez en marcha, no podríamos escaquearnos. Y así fue: arrancó el coche y nos explicó con todo lujo de detalles que las Médulas habían sido una explotación romana de oro a cielo abierto.

Ya había estado allí, pero hasta ese día no comprendí la magnitud del paisaje que estaba contemplando. Esas elevaciones de arenas rojizas resistieron, adoptando caprichosas formas, al sistema Ruina montium que utilizaron los romanos para arrancarles el oro de las entrañas. Cerré los ojos intentando imaginar cómo un grupo canalizaba y embalsaba el agua de los riachuelos de montaña en la parte superior de la explotación, mientras otro tenía la dura labor de horadar una cuidadosa red de galerías muy pendientes dentro de la montaña renunciando durante días a la luz del sol. Casi pude sentir y escuchar la fuerza del agua, que había estado tanto tiempo cautiva, bajando libre, introduciéndose en las galerías y deshaciendo la montaña, para luego arrastrar las tierras auríferas hasta los lavaderos.

—¿Cuánto oro sacaron? —preguntó Lucas.

—Alrededor de mil quinientas toneladas —contestó mi padre.

Para llegar al Mirador de Orellán, tuvimos que recorrer varias galerías protegidos con cascos que mi padre y mi hermano amortizaron con creces, hasta yo tuve que agacharme en algunos tramos. Apoyados en la barandilla, disfrutamos de una de las mejores panorámicas del entorno.

—Papá, ¿cuántas personas trabajaron aquí? ¡Esto es enorme! —preguntó Lucas.

—Plinio el Viejo habló de sesenta mil obreros, aunque estudios recientes reducen esa cifra a veinte mil. Otro día iremos a las minas de oro de la Leitosa.

—¡Cuántas minas de oro! —exclamó Nadia—.  ¿Por qué no somos ricos?

—Nos dejaron la calderilla. —Mi padre estaba absorto—. Ana, déjame ver el mapa, Horus no olfatea ningún rastro… ¡Claro! La estrella no está sobre las Médulas, está justo encima del pueblo homónimo. Nos va a retrasar la hora de comer, pero no podemos irnos sin echar un vistazo.

Dejamos el coche en el aparcamiento y nos dirigimos a la entrada del pueblo. A la derecha está el Aula Arqueológica, donde se puede contemplar una gran maqueta de la explotación aurífera, pero seguimos caminando. El desánimo se estaba apoderando de nosotros cuando, de pronto, Horus salió corriendo hacia una pequeña iglesia y empezó a husmear en uno de sus muros. Encontramos una piedra con la estrella de Elven tallada y, al retirarla, descubrimos un paquete cubierto con una tela. Esta vez se trataba de una caja de hojalata de «Chocolates Matías López, Madrid». Desde luego, ya no tenía ninguna duda: mi tatarabuelo era un adicto al chocolate.

—¡Ábrelo! —gritó Alba—. A lo mejor hay bombones dentro. ¡Tengo hambre!

Tuvimos que ir al coche a buscar la navaja para hacer palanca en la tapa. Dentro había una bolsa de fieltro y un sobre.

—¿Qué clase de juego es este? —preguntó mi madre enfadada—. Sin Horus nunca hubieras encontrado esta pista. Me pregunto cuándo ha estado este perro aquí y con quién.

—Irene, es solo un juego —dijo mi padre.

—¿Un juego? ¿Cómo se supone que hubiera venido a buscar esta caja sin nosotros? Lo lógico es que hubieran escondido las pistas en Ponferrada y lo sensato es que hubieran formado equipos. Hablaré con el colegio, no me hace ninguna gracia que expongan a nuestra hija a peligros innecesarios.

—Tampoco tendría gracia si lo ponen fácil —aseguró Nadia para echarme un cable.

—Nadia, ¡chitón! No me apetece oír ningún alegato en este momento. No es lo único que tu hermana tiene que explicarnos. Vamos a ver si nos dan de comer en el hotel que había a la entrada, que ya va siendo hora —añadió muy seria.

***

Al llegar a casa, estaba cansada para cartas y pergaminos, así que me senté en el salón con mis padres que estaban viendo las noticias. Casi todos los días se escuchaba lo mismo: paro, desahucios, recortes, bajadas salariales, corrupción, subidas de impuestos, niños en el umbral de la pobreza, subidas en la factura de la luz… Las únicas alegres eran las de deportes porque hasta las del tiempo asustaban con tanta ciclogénesis explosiva. ¿Sería el ambiente cargado al que se refería Tristán? Me levanté con la intención de leer la carta, pero mi madre me interceptó.

—Ana, tenemos que hablar. Por favor, acompáñame a la cocina.

—Como quieras.

—¿De dónde sacaste el plato de postre? Tu abuela Sara asegura que, desde la época de tus tatarabuelos, la vajilla no había estado completa. Quiero que me digas la verdad.

—¿La verdad? No me vas a creer…

—Te he hecho una pregunta, que crea o no en tu respuesta es otra fase de la conversación.

—Me lo dio la tatarabuela Marta con un pedazo de su famosa tarta de galletas.

El silencio se adueñó de la cocina. Mi madre se quedó tan callada y quieta que parecía que estuviese en trance buscando una explicación lógica a lo que acababa de escuchar. Tal vez, intentaba colocarme en la lista de alguna alteración mental de las que solía tratar en su consulta.

—¡No me mires así! No puedo demostrarlo y aunque pudiera, sería inútil porque para ti solo existe la verdad que puedes ver, pero hay otra realidad que no estás dispuesta a aceptar. ¿Piensas que me he inventado algo así para llamar tu atención?

—No lo sé, son demasiados cambios en pocos meses. Actúas como si llevaras el peso del mundo sobre los hombros, tus notas han bajado, has dejado la música, ya no pintas… y cuando te pregunto por un estúpido plato tu respuesta supera cualquier ficción. ¿Qué se supone que tengo que pensar? ¿Qué te pasa? No puedo ayudarte si no eres sincera conmigo. ¿Qué me estás ocultando?

—¡Qué me estás ocultando tú! ¿Por qué no asumes que soy diferente?

Me tumbé encima de la cama. Horus debió notar que estaba triste porque vino a hacerme compañía. Aunque tenía miedo de encontrarme de nuevo al siniestro, cogí la caja y me fui a hablar con María.

***

—¿No pudiste venir a regarme las plantas?

—Lo siento, fue una misión imposible. —No quería preocuparla contándole que, al seguir el consejo de Tristán de volver a un instante anterior para evitar al siniestro, nada de lo que hice la primera vez sucedió realmente—. ¿Se han secado?

—Sobrevivirán. ¿Qué traes ahí?

—Una carta, una pulsera y un mapa. Son pistas que Tristán escondió en el pasado para que las pudiera encontrar ahora —respondí—. María, ¿Horus está vacunado?

—¡Claro que lo está! Tienes que perdonarme, olvidé darte su cartilla. Solo falta por pagar la tasa municipal de este año, unos treinta euros. Voy a buscar sus papeles y el dinero.

—¡Qué alivio! ¡Nos has librado del castigo!

***

Empecé a leer la carta donde describía el poder de la pulsera que me había dejado, pero me costaba creer que fuera capaz de hacer algo como lo que Tristán aseguraba.

 

15 de junio de 1911

Querida Ana:

Este objeto está ligado al monasterio de Santa María de Carracedo que, como otras edificaciones antiguas, fue testigo de la historia.

En el año 990, el rey Bermudo II, rey de León y de Galicia, donó un solar a los monjes benedictinos para que construyeran el cenobio de san Salvador. Lo hizo con dos finalidades: que sirviera de refugio a los monjes que huían de Almanzor y, como adoraba el Bierzo, dispuso en su testamento ser enterrado en él.

 

—María, ¿quién fue Almanzor? ¿Por qué los monjes lo temían?

—¡Qué raro! ¿Habla tu carta del Caudillo Cordobés? Fue un militar y político andalusí que hizo de la guerra santa su forma de vida. Destruyó muchas ciudades emblemáticas de los reinos cristianos, entre ellas León y Santiago de Compostela, además de arrasar con todos los monasterios que encontraba a su paso.

—¡Caray, ahora entiendo que los monjes huyeran de él!

—Fíjate cómo sería que, cuando destruyó Santiago de Compostela, obligó a los cautivos cristianos a trasladar a hombros las campanas de la catedral y las puertas de la ciudad hasta Córdoba

—¡Vaya tortura! —continué leyendo.

 

Ese mismo año, Elvira vio una xana cepillando su larga melena en el lago de Carucedo la noche de San Juan. Se acercó para verla mejor, pero desapareció. A la mañana siguiente, se dirigió a la orilla para explorar la zona y encontrar alguna prueba que demostrase que su visión no había sido un espejismo. Se alegró al hallar unos largos filamentos dorados y brillantes sobre la hierba. Los recogió con cuidado porque parecían frágiles y regresó a su casa. Estuvo varios días pensando qué hacer con ellos hasta que se le ocurrió cortarlos y trenzarlos para hacerse una pulsera.

 

—María, ¿crees en las xanas?

—¿Por qué lo preguntas?

—Pareces gallega, ¡yo pregunté primero!

—Tienes razón. Vamos a ver, no creo en los cuentos y leyendas que se han escrito sobre ellas, pero sí en su existencia. ¿Qué tipo de carta es esa que mezcla a Almanzor con las xanas?

—No los mezcla, habla de hechos que sucedieron a la vez. Luego te lo explico.

 

Años después, el marido de Elvira no regresó a casa para la cena. Preocupada, salió a buscarlo con la ayuda de varios vecinos del pueblo quienes, con teas encendidas, rastrearon las praderas y los caminos por los que solía ir con su rebaño. Cuando por fin dieron con él, estaba malherido y defendiendo con su cayado las ovejas del ataque de cuatro lobos. Elvira, al ver que uno de ellos arremetía contra él, se armó de valor y se interpuso gritando: «¡Fuera, malditos!, ¡no le hagáis daño!». En un instante, los lobos quedaron inmovilizados en el suelo. Todos se preguntaron qué fuerza extraña pudo hacer algo así, menos ella que, en ese preciso momento, supo la respuesta: la pulsera de las xanas era mágica.

 

—¿Por qué quieres saber si creo en las xanas?

—En la carta, Tristán parece convencido de su existencia. Asegura que esta pulsera es mágica y que fue confeccionada con los cabellos de oro de una xana.

—Desde luego, la pulsera parece de oro.

 

En el año 997, el Diario del monasterio recoge que Elvira donó una pulsera para que les protegiera de Almanzor. El caso es que la guardaron junto a otros objetos sin darle importancia. Días después, el cenobio fue arrasado. Un monje que sobrevivió al ataque encontró la pulsera entre las cenizas y decidió esconderla en lugar seguro envuelta en un lienzo blanco en el que escribió: «Immobilitat hostem».

El monasterio prosperó hasta convertirse en abadía y, en 1203, su congregación abandonó los hábitos negros benedictinos y adoptó los hábitos blancos cistercienses. También cambió su nombre de San Salvador por el de Santa María de Carracedo.

A principios del siglo XIX, mientras se realizaban las obras de ampliación, Juan, un joven albañil, encontró la pulsera en el refectorio y decidió entregársela a su novia como regalo de boda. Poco después, al comenzar la Guerra de la Independencia, las obras se pararon y tuvo que irse a trabajar lejos. Una noche, varios franceses intentaron asaltar su casa y violentar a su mujer. Ella, indefensa y asustada, gritó suplicando ayuda a sus vecinos, pero cuando llegaron a socorrerla encontraron a sus agresores reducidos en el suelo. Juan, al enterarse, supuso que la pulsera era mágica y decidió preguntarle al párroco el significado de las palabras escritas en el lienzo. La respuesta: «inmoviliza al enemigo» confirmó su sospecha. Ese pequeño objeto protegió a su familia y así fue legándose de generación en generación hasta que la filoxera dañó los viñedos del Bierzo y un descendiente suyo tuvo que malvenderla para pagar unos pasajes a América.

Si de verdad puede inmovilizar al enemigo, os podrá ser de gran ayuda.

Un abrazo y mucho ánimo,

Tristán.

 

—Esta mañana hice unas rosquillas de anís, ¿te apetece una?

—Si por favor, ¡me encantan!

Mientras comía, abrí el pergamino. Suspiré al ver que tenía una estrella de Elven dibujada en la zona norte del Bierzo, lejos de Ponferrada. Aún no había hecho las paces con mi madre y ya tenía otro motivo para que se volviera a enfadar.

—A Tristán le encantaba este juego; ya cuando éramos pequeños escondía cosas para que las encontráramos. ¿Seguro que te gustan las rosquillas? Te has quedado ensimismada mordisqueando esa. ¿Qué estás pensando?

—Tristán me está complicando mucho la vida, siempre necesito la ayuda de un adulto. Fíjate, esta vez debo ir a la Sierra de los Ancares leoneses.

—El paisaje es precioso. ¿Qué tiene de malo necesitar ayuda? ¿Qué significa ese suspiro?

—He discutido con mi madre. Es demasiado realista para mí… ya no nos llevamos bien.

—Dale tiempo. Deberías contarle la verdad

—¡No puedo! ¡No me creería!

—Ahí tienes la respuesta, tu madre está molesta porque siente que le estás ocultando algo importante. ¿Acaso se equivoca?

—¡Tengo derecho a mi privacidad!

—Ella no pretende saber todas tus cosas, solo quiere saber qué te pasa.

—María, no la conoces, ¡es psicóloga! Siempre analiza todo lo que dices hasta que te encasilla en algún tipo de problema para darle una solución. ¡Me pone nerviosa!

—¿De verdad piensas que es psicóloga todo el tiempo? Entonces, ¿qué soy yo para ti, otra psicóloga? Nuestra relación se basa en la confianza y en poder hablar de los acontecimientos de la vida con normalidad, yo a eso lo llamo amistad. ¿Has intentado hablar con ella igual que lo haces conmigo?

—Contigo es diferente.

—Te equivocas, cuando Samuel me explicó que tenía un don, me llevó un tiempo aceptarlo.

—¿Cómo te lo dijo?

—Sin rodeos.

—No tengo nada claro que funcione con mi madre.

—Ana, las madres no tienen por qué ser perfectas… Creo que habéis llegado a uno de esos momentos cruciales que hay en toda relación, que exigen un cambio. Deberíais dejar de lado vuestros roles de madre e hija y sentaros a hablar de mujer a mujer.

—María, necesito que seas sincera, ¿crees que soy rara? —pregunté llorando.

—Mi niña, si con rara te refieres a extravagante, rotundamente no; pero si con rara te refieres a ser poco común o única, sí, lo eres. Pero es un adjetivo muy pobre para definirte. Yo diría que eres un ser maravilloso, mágico y excepcional. Tu cerebro debe parecer una lluvia de estrellas cuando estas imaginando todas esas cosas que creas. Tus ojos son capaces de captar y reflejar la energía de otras personas y, todos estos meses, has iluminado mi corazón con tu cálida amistad. Quiérete tal como eres, quiérete más que a nada en este mundo y no desperdicies tu talento.

Me abrazó hasta que las lágrimas se secaron…

Si hubiera sabido que ya no volvería a verla, me habría quedado más tiempo. Murió esa noche mientras dormía y todavía no he conseguido llenar el vacío que dejó su ausencia. Fue un ejemplo de vida para mí: por su manera sencilla de ver las cosas; por disfrutar de cada momento como si fuera el último; por escuchar mis miedos y mis enfados quitándoles importancia a golpe de galletas y rosquillas. Me transmitió paz, dulzura y me hizo reír. Nos separaron noventa y seis años, pero nos unió una gran amistad. Con su muerte fue la primera vez que lloré a un ser querido.

Lo había dejado todo dispuesto para ser enterrada al lado de su marido. Fui la única que no se extrañó al leer en su lápida la edad que tenían al morir: Samuel con ciento doce años y María con ciento ocho. Mi madre se quedó muy pensativa cuando vio la estrella de Elven y la frase «Veritas liberat nobis» en la lápida, pero no comentó nada y me abrazó fuerte como intentando arrancar de mí el dolor que sentía.

Esa misma noche, durante la cena, Álvaro me mandó un wasap: «El lunes voy a esquiar. ¿Podemos vernos antes? Necesito hablar contigo».

—Mamá, ¿cuándo nos vamos a la playa? —pregunté.

—El miércoles. ¿Quieres hacer el favor de apagar el móvil? Estamos cenando.

—No tardo nada, enseguida lo desconecto. —Contesté lo más rápido que pude: «El domingo a las cinco en la casa de las flores».

A la semana de su muerte, nos llamó su abogado para informarnos de su testamento. Me había dejado su casa del atajo y a Chalupa la de Burdeos.