EL TORNADO

Ponferrada, 28 de junio de 2013

—Abuelo, ¿dónde fueron tomadas estas fotografías?

—Aquí mismo. Este barrio ha cambiado mucho, ¿verdad? Lo único que conserva es su nombre, Barrio de los Judíos.

—¿Por alguna razón?

Guapín, pensaba que la cosa estaba equilibrada, pero veo que ya eres más belga que berciano. ¿Es que tu madre nunca te habla de Ponferrada?

—No mucho, pero tienes todo el verano para ponerme al día.

—¿Al día dices? —dijo Manuel sonriendo—. Este barrio lleva llamándose así más de medio milenio, pero es a partir del siglo XII cuando se asientan mayor número de aljamas en el Bierzo. Como ves, más que al día tengo que ponerte «al siglo».

—¡No bromees! ¿Por qué se asentaron aquí?

—Por su importancia económica, los judíos tendían a situarse cerca de las grandes vías de comunicación de la época. No se asentaban en las zonas montañosas y apartadas porque no había negocio. De hecho, las aljamas de Bembibre, Ponferrada, Cacabelos, Villafranca del Bierzo y Vega de Valcárcel estaban en pleno Camino de Santiago.

—¿A qué se dedicaban?

—A casi todo: compraventas de casas y propiedades rústicas, arrendamientos… muchos cultivan la tierra; otros poseían molinos. En grandes núcleos urbanos abundaban los prestamistas, usureros y recaudadores de impuestos. La de Ponferrada fue la sede administrativa y fiscal de las demás juderías del Bierzo.

—¿Vivían todos los judíos concentrados en este barrio como si fuera un gueto?

—Al principio no. De hecho, Ponferrada debió ser el único sitio donde vivieron mezclados con los cristianos. Como decís ahora: «hubo buen rollo». Hasta que los Reyes Católicos comisionaron al Corregidor Juan de Torres para que hiciera cumplir la ley y los separara de la población cristiana. Fue entonces cuando fueron segregados y confinados a este barrio hasta que en 1492 se promulgó el Edicto de Granada. Un decreto que los Reyes Católicos encargaron al inquisidor general Tomás de Torquemada en el que se expulsaba a los judíos de la Corona de Castilla y de la Corona de Aragón… En fin, una generación ya extinta, aún recordaba los restos de la antigua sinagoga a este lado del río Sil, pero se demolieron y, el siglo pasado, en ese solar, Manuel Rodríguez fundó las bodegas La Bóveda.

—¿Qué pasó con los judíos bercianos?

—Una minoría aceptó el bautismo y pudo quedarse, el resto tuvo que marcharse: unos por ser acusados de los delitos de usura y corrupción y otros por mantenerse fieles a la Ley mosaica. Estos últimos pudieron disponer de sus bienes muebles e inmuebles, a excepción del oro, la plata y los caballos. Así que, en realidad, se marcharon ligeros de equipaje para poder llegar a los puertos de La Coruña, de Ferrol o atravesar la frontera portuguesa.

—El mundo estuvo y está loco —aseguró Edgar.

—La que se va a volver loca soy yo, si no salimos a dar un paseo —dijo Maite, la abuela de Edgar.

Caminaron un trayecto corto y cruzaron la calle dejando el puente de Cubelos a su derecha. Este puente debía su nombre al mesón Casa Cubelos, que fue testigo de la historia cotidiana de la ciudad durante ciento treinta años y famoso por su manera de preparar el pulpo. Subieron al casco antiguo en el ascensor panorámico, una bendición de quince metros de altura que salva el desnivel que existe entre las dos zonas de la ciudad. Sus paneles acristalados que dejan ver la estructura de acero le dan una estética moderna y elegante.

Maite estaba pletórica agarrando a su nieto del brazo como si se lo fueran a robar. Cada vez que se cruzaba con alguien, que sucedía a cada paso, lo exhibía y hablaba de él como si no estuviera delante. Claro que eso era mejor que la temida pregunta: «Edgar, ¿te acuerdas de fulanito?». Entonces, tenía que improvisar su mejor sonrisa para ganar tiempo mientras intentaba recordar al desconocido que tenía delante porque si no lo hacía, su abuela insistiría en que lo tenía que conocer porque era hermano, padre, primo, vecino…o novio de alguien y, además, le daba datos de las relaciones sentimentales de todos ellos, lo que estudiaron, lugar de residencia, su edad y fecha de cumpleaños y si les fue bien o mal en sus negocios… Edgar, ya con el cerebro saturado de información y antes de que sufriera un daño irreparable, claudicaba soltando un mágico, pero falso: «¡Ah! ¡Claro! ¡Ahora caigo!».

—¿Qué te ha parecido Albacete? —preguntó Maite.

—Una ciudad muy cómoda, nuestra casa queda a cinco minutos de la zona universitaria.

—¿Ya os han regalado una navaja? —preguntó su abuelo.

—¡Manuel, pero si acaban de llegar!

—Solo quería decirle que, el día que lo hagan, deberá pagar algo, aunque solo sea un céntimo de euro, para que no se corte la amistad.

—Lo tendré en cuenta. El pasado fin de semana estuve en «la Zona».

—¿«La Zona»? —preguntó Maite.

—Donde está la marcha. ¡Deberíais ver qué ambiente! Varias calles del centro están repletas de bares, restaurantes, pubs… La caña con tapa no está mal de precio… ¡Mis amigos de Bruselas van a alucinar!

—¡Van a flipar! La última vez que fuimos a veros, me cobraron seis euros por una cerveza en la Grand Place y, de tapa, me pusieron un dedal de porcelana con un cacahuete dentro: ¡no hay derecho, casi muero de inanición! —exclamó Manuel.

—Ya te dije que se adaptaría pronto —comentó Maite—. Y eso que aún no ha llegado septiembre.

—¿Qué pasa en septiembre?

—¡La Feria de Albacete! —exclamó Maite—. ¿No te han hablado de ella tus nuevos amigos?

—Sí, pero pensé que estaban exagerando. Además, no creo que podamos disfrutar mucho porque el plan Bolonia no ha tenido en cuenta las fiestas españolas.

—Querido nieto, esa feria es sagrada; no creo que den ninguna clase magistral esos días. Hasta puede que os pongan unas confortables almohadas sobre los pupitres —aseguró Maite mientras Edgar se reía.

—Abuelo, mamá me contó que mi tatarabuelo Juan había formado parte de una orden.

—Sí, la Orden del Prisma. Te hablaré sobre ella mientras tomamos algo.

Se sentaron en la terraza de una heladería de la plaza de la Encina, pero cuando su abuelo iba a hablarle de la orden, unos amigos asturianos que hacía tiempo que no veían, acapararon toda su atención. Edgar se levantó a dar una vuelta por la zona del castillo y los dejó charlando de sus cosas. Horus corrió hacia él y cuando lo estaba acariciando llegué yo.

—¡Vaya! Tus ojos son de un añil fantástico. ¿Por qué te brillan así?

—Tú consigues que adopten este color. Me llamo Ana y tú debes ser el tataranieto de Juan Índigo. No sabes lo mucho que me alegra haberte encontrado. Tu nombre es…

—Edgar —contestó sorprendido.

—Te noto acento francés, ¿de dónde eres?

—De Bruselas.

—Edgar eres miembro de la nueva Orden del Prisma.

—No sé nada sobre ella. Tienes que explicarme…

—¡Horus, espera! Perdona, tengo que seguirlo. Estamos buscando una pista en el Castillo de los Templarios, ¿me acompañas?

Horus se paró a los pies de la Torre del Homenaje Viejo. En una de las piedras de su base estaba grabada la estrella de Elven. Edgar me ayudó a retirarla y en el hueco, había una caja de hojalata de una empresa gallega de galletas; «La Peninsular», de 1913. Contenía un objeto y una carta que decidí leer más tarde. Cuando estábamos colocando la piedra en su sitio, alguien me aupó por detrás.

—¡Hola preciosa! ¡Cómo has cambiado! —exclamó Diego.

A pesar de la diferencia de edad, habíamos entablado una bonita amistad por las redes sociales.

—¡No me tomes el pelo! —exclamé—. Me alegro mucho de verte.

—Quiero que conozcas a una persona, pero se ha quedado enfrascada en la Torre Moclín disfrutando de las vistas que ofrece de Ponferrada.

—Diego te presento a Edgar, otro miembro de la orden.

—Alguien me quiere explicar de qué va todo esto de la orden. ¡Me tenéis en ascuas!

—Diego, explícaselo tú. Enseguida vuelvo.

Una pareja que acababa de entrar en el castillo llamó mi atención y ellos, al verme vinieron directos hacia mí. Eran Sandy y Fígaro. Nos fuimos presentando unos a otros y conectamos al instante. De pronto, sentimos un gran temblor de tierra que nos dejó paralizados. Menos a Karen que bajó de la torre Moclín muy asustada: había visto un tornado artificial producido por algún tipo de máquina o arma secreta. Edgar empezó a correr hacia el lugar que señaló Karen porque sus abuelos estaban en esa dirección. Mientras lo seguíamos, les conté que en el Campo de Santiago y en el Castro de Chano había pasado lo mismo. Cuando llegamos a la plaza de la Encina, Edgar abrazaba a sus abuelos. Salvo algún murmullo furtivo, era tal el silencio que imperaba que se hacía insoportable. La gente estaba confusa mirando el agujero y preguntándose qué o quién pudo causarlo.

—Es increíble —susurró Diego—, parece obra de un descorazonador de manzanas gigante.

El silencio fue roto por una mujer desesperada que buscaba a su marido y a su hijo. Karen se acercó a ella para tranquilizarla hasta que llegaran los equipos locales de emergencia. Enseguida se escucharon las sirenas de los bomberos, de la policía y las de varias ambulancias.

—Lo siento Ana, mis abuelos están muy asustados y quiero acompañarlos a casa. Si necesitas cualquier cosa, llámame a este número; mi móvil no funciona. —Edgar me apuntó el teléfono en una servilleta.

—¿Conoces la casa de las flores rosas del atajo?

—¿Te refieres a la de los Centenarios? Sé dónde está; Samuel y María fueron amigos de mis abuelos.

—Nos reuniremos allí a las cinco.

—Vete tranquila, yo me ocupo de acompañar a los demás. A las cinco estaremos allí.

—Gracias Diego. —Sujeté fuerte la correa de Horus—. Siento irme así, pero mis padres tienen que estar muy preocupados.

Estaba satisfecha por haber completado la Orden del Prisma, pero también preocupada por lo que acabábamos de presenciar. Aceleré el paso porque, desde que agredieron a mi abuelo Albert, tenía miedo; cualquier esquina, portal o callejón me imponía respeto. De repente, Horus se paró en posición de ataque y me alertó del peligro: un escalofrío recorrió mi espalda hasta la nuca. Al principio, pensé que me estaba sugestionando, pero cuando vi a los tres siniestros, se me heló la sangre. Esta vez no esperé ni un segundo, miré la hora pensando en Tristán. Todo sucedió tan deprisa que la correa de Horus se soltó de mi mano y se quedó solo.

***

En la consulta no había nadie, pero en la cocina estaba Fremont. Me quedé sorprendida porque cuando lo conocí tenía siete años y ahora parecía tener dos o tres años más que yo.

—Fremont, ¿qué año es?

—¡Qué susto me has dado! —exclamó dando un respingo—. Querrás preguntar: ¿qué hora es? —añadió riéndose, pero al verme tan asustada contestó—. 19 de octubre de 1918. ¿De qué me suena tu cara?

—¿No te acuerdas de mí? Soy Ana, tu biznieta.

—Vagamente, pero me han hablado mucho de ti. Me gusta tu ropa. ¿Qué llevas en la mano? —preguntó refiriéndose a mi móvil.

—Un trozo de chatarra. —Dudaba que lo entendiera—. ¿Dónde están tus padres?

—Trabajando, hay una epidemia de gripe y apenas los veo, pero tienen que estar a punto de llegar. ¿Te apetece una galleta?

—Bueno, tienen muy buena pinta. ¿Dónde está Chalupa?

—¿Dónde va a estar? En el cobertizo, inventando cosas muy parecidas a esa chatarra que llevas en la mano. Me ha dicho que algún día podremos hablar y vernos a través de eso. La mayoría de la gente piensa que está loco, pero muchos de sus inventos han funcionado. A esta hora siempre le llevo la merienda, ¿me acompañas?

—Antes debo cambiarme de ropa, si la gente me viera así vestida…

—¡Mujer! Llevar ese tipo de pantalones no es muy apropiado para una señorita, pero a mí no me resulta raro porque mi padre tiene unos muy parecidos. Los usaba para trabajar en Nueva York y poder pagar los estudios de Medicina. Dice que se llaman waist overals que significa mono a la cintura; pero yo los llamo Levi´s Strauss 501 porque es lo que pone la etiqueta.

—¡No me fastidies! Él se rio de mis pantalones la última vez que nos vimos y ahora me entero de que tiene unos de marca para trabajar… ¡Pues quiero que sepas que estos pantalones llegarán a ser lo más!

—Hablas de una manera muy rara y divertida, ¿lo sabías? Termina la frase, no me dejes así. ¿Lo más qué?

—¡La frase es así! —Me extrañó, pero se lo explique—. Si unas galletas están buenísimas se dice que son lo más y si alguien te cae muy bien se dice que es lo más.

—Pues es la primera vez que escucho esa expresión. Lo más, lo más, me gusta como suena. ¿Nos vamos?

—No estoy segura de hacer lo correcto. Tu padre se puede enfadar conmigo.

—Eso es que no lo conoces bien, mi padre no suele enfadarse con nadie. Siempre dice que cuando se toma una decisión pueden pasar dos cosas: que salga bien, entonces todos contentos, o que salga mal, en cuyo caso lamentarse es una pérdida de tiempo. Como ves su manera de ver la vida invita a tomar decisiones.

—Pues el mío dice que siempre debemos pensar en lo peor que puede pasar y, si se tiene mucho que perder, no debemos tomarla.

—Solo vamos a llevarle la merienda a Chalupa, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué no se la coma? —preguntó Fremont riéndose.

—No lo sé, que haya gente siniestra merodeando, que contraiga la gripe de la que me has hablado…

—Creemos que los siniestros ya se han marchado. Eso sí, después de robar parte de los inventos de Chalupa. Desde aquel día, sus diseños se dividen y distribuyen entre los miembros de la orden para evitar que se los roben completos.

—¿Sabe tu padre para quién trabajan?

—Sospecha de un empresario neoyorkino, pero no tiene pruebas.

—¿Qué inventos le robaron?

—Tenían que ver con una máquina que permite extraer las materias primas. Oye, haces demasiadas preguntas, ¿te vienes o no?

—Voy, pero necesito el abrigo azul que guarda tu madre en el arcón de su habitación. Llevo ropa de verano.

Me esperaba ver un niño, pero Chalupa, al igual que Fremont, se había convertido en un adolescente de quince años. El me miró extrañado mientras se acercaba a saludarme.

—Estás preciosa, pero ¿por qué no cambias? —preguntó.

—Gracias. Perdona si soy demasiado directa, ¿qué inventos…?

—¡Sh! Yo pregunté primero.

—Por mí solo han pasado unos meses, en cambio vosotros sois ocho años mayores que la primera vez que nos vimos. Puedo viajar en el tiempo.

—¿En serio? Ahora entiendo por qué me preguntaste qué año era —dijo Fremont—. ¿De qué año vienes?

—De 2013 —contesté, pero me molestó ver que Chalupa siguiera inmerso en uno de sus proyectos—. Necesito una respuesta. Alguien está agujereando la comarca y esta vez ha sido en la plaza de la Encina.

—El invento se llama Fulmo Magneta. Lo diseñé poco después de visitar las Médulas.

—¿Para qué sirve?

—Pare extraer el oro.

—¿En el Bierzo? ¡Pero si todo el mundo sabe que no queda oro! —exclamé incrédula—. Hay lugares en el mundo con grandes yacimientos: Yanacocha en la cordillera de los Andes peruanos, Grasber en Indonesia, Goldstrike y Cortez en Nevada, Valriver en Sudáfrica… y te podría seguir enumerando minas. ¿Por qué no agujerean allí?

—¿Cómo sabes tanto de minas de oro?

—Casualidad. Hace poco tuve que investigar los tipos de roca y me llamó la atención una noticia sobre los diez yacimientos de oro más productivos del mundo.

—No conozco esas minas, pero en el Bierzo tiene que haber oro porque alguien parece muy interesado en extraerlo.

—¿Cómo podemos parar el Fulmo Magneta?

—Hay que localizar el lugar donde lo tienen instalado, pero es prácticamente imposible porque una vez que el oro llega a la atmósfera puede tomar cualquier dirección.

—¿Sabes quién te los robó?

—No. El mismo día me robaron varios inventos y en dos momentos diferentes lo que me lleva a pensar que fueron varios ladrones.

—¿En qué consistían los otros inventos?

—La mayoría tenían que ver con distintas formas de obtener energía de manera ilimitada y precisamente por eso me los debieron de robar. No puedo darte nombres, hay demasiados sospechosos.

—Pues es mejor tener muchos sospechosos que ninguno. Hay víctimas y va a costar mucho reparar el daño. Tu invento está destrozándolo todo.

—No estaba terminado.

—¿Qué quieres decir?

—Que han debido cometer algún error de programación porque el Fulmo Magneta no debería ocasionar ningún daño ni humano ni medioambiental.

—Chalupa, ya solo faltas tú para que la orden esté completa

—Lo sé. Tristán me lo ha explicado todo.

—¡Qué suerte! A mí me encantaría viajar al futuro —dijo Fremont.

—Haré de cicerone tuyo más adelante.

—¡Genial! —exclamó ilusionado—. Esperaré impaciente.

***

Mi madre se abrazó a mí como si no me hubiera visto en años.

—Horus vino solo y pensamos que habías sido uno de los desaparecidos de la plaza. Ese fenómeno extraño también se ha ensañado con la calle del Agua de Villafranca del Bierzo.

—¿Hay víctimas? —pregunté.

—Es pronto para saberlo, pero tiene que haberlas porque es una de las calles más transitadas. Lo malo de este fenómeno es que no deja víctimas identificables, solo se puede hablar de desaparecidos.

—Irene, ven rápido, el avance informativo es para poner los pelos de punta—, ¡Qué barbaridad! —exclamó mi padre.

Las autoridades y los servicios de emergencia no daban abasto. Numerosos testigos hablaban de tornados que aparecían y desaparecían en cuestión de segundos. No solo mostraban los agujeros de Villafranca del Bierzo, también el de la plaza de la Encina, Castro de Chano… Le mandé un mensaje a Álvaro citándole a las cinco en la casa del atajo y, aprovechando que mi madre se había ido a la cocina, hablé con mi padre.

—Papá, esos tornados los produce una potente máquina llamada Fulmo Magneta que inventó Chalupa para extraer oro del subsuelo.

—Todo el mundo sabe que ya no hay oro en el Bierzo —dijo mi padre incrédulo.

—Pues tiene que haberlo y, por lo visto, a gran profundidad.

—Eso es imposible. Es cierto que todavía quedan yacimientos vivos que siguen suministrando pepitas de oro con regularidad.

—¿De qué yacimientos hablas?

—Están localizados en un arco que parte de Omaña y el alto Órbigo, baja por los Montes de León y sigue por el Bierzo hasta llegar a la Cabrera.

—Ya papá, pero esos sitios no han sufrido ningún daño. Tiene que haber alguna veta detectada con métodos más modernos. No creo que alguien esté agujereando el Bierzo solo para conseguir una o dos pepitas de oro.

El tema siguió monopolizando la comida. Cuando terminamos de recoger, mi madre se sentó a mi lado y quiso que le contara la conversación que mantuvimos mi abuelo Albert y yo. Se sorprendió al saber que habíamos hablado de los temas tabú de la familia: la Orden del Prisma, Tristán y Fremont. Después, se quedó muy callada y pensativa.

—Mamá, ¿alguna vez te ha pasado algo que no puedas explicar? ¿Algo extraño?

—Una vez, cuando tenía trece años vi a mi bisabuelo Tristán. Él ya había fallecido, pero me pareció tan real…

—Pues yo lo he visto muchas veces y no solo a él, también he conocido al bisabuelo Fremont y a la tatarabuela Marta; son muy simpáticos.

—¿Ves espíritus? ¿Tienes el sexto sentido o algo así?

—Tranquila mamá, no tengo esa clase de don que tiene Cole en El sexto sentido, ni tú tampoco. Viste a Tristán con vida porque él viajó en el tiempo con la esperanza de encontrar un descendiente que hubiera heredado sus ojos. Pensé que papá te había hablado de ello…

—Lo ha intentado varias veces, pero no he tenido tiempo de escucharle. ¿Qué don?

—El abuelo te lo explicará mejor. Además, desde el día del ataque está muy bajo de moral.

—¿Has heredado tú ese misterioso don?

—Sí, pero no me hagas más preguntas, tengo que hacer algo muy importante y no puede esperar. ¡Ah! ¿Puedo invitar a un amigo a dormir?

—¿Un amigo? —preguntó sorprendida—. Claro, dormirá con Lucas, pero ¿quién es? ¿Lo saben sus padres?

—Ahora no tengo tiempo de contártelo, es una historia muy larga. ¡Pregúntale a papá! —Nerviosa, cerré la puerta de mi habitación.

—¿Qué te pasa? ¡Hoy no tienes tiempo para nada! ¡Al menos me dirás su nombre! —gritó mi madre desde el otro lado para que pudiera oírla.

—¡Chalupa! —contesté.

—¿Como el Mago Chalupa?

—¡No mamá! ¿Cómo va a tratarse de ese Chalupa?

—Hija, el único que conozco con ese nombre solo existe en el Bierzo y es el Mago Chalupa, el embajador plenipotenciario de los Reyes Magos. Este personaje lo inventó e interpretó Ignacio Linares para comentar las cartas que los niños enviaban a Radio Juventud de Ponferrada, mientras la locutora Yolanda Ordás, que también era su mujer, las leía.

—¡Qué pesada! ¡Es otro Chalupa! —Pensé que el antenombre de Mago le iba como anillo al dedo.

Releí la carta de Tristán para asegurarme del momento exacto al que tenía que viajar: «veinte de octubre de 1918 sobre las doce en la consulta». Cuando llegué, estaban todos juntos para despedirlo. A mis tatarabuelos los noté tristes y preocupados, pero mientras que el desasosiego de Marta estaba relacionado con sí Chalupa se adaptaría a la comida de mi tiempo, a Tristán le inquietaba el peligro que íbamos a correr. Fremont, en cambio, no estaba nada afligido, pero sí obsesionado con que regresáramos pronto para poder viajar al futuro.

***

Me dio ternura ver cómo Chalupa miraba todas esas cosas que a nosotros nos parecen normales y cotidianas, pero el tiempo me enseñaría lo equivocada que estaba: a él no le sorprendían esos avances.

Asalté el armario de mi hermano para adaptar su look al siglo XXI y cogí una camiseta básica negra y un vaquero. Después, como calzaba un número más que Lucas, tuve que dejarle unos deportivos de mi padre. Peinarlo a la moda fue fácil porque tenía las capas superiores largas y lisas. No sabía en qué raza encasillar a Chalupa; pensaba que era negro, pero su piel bronceada y el verde claro de sus ojos, no eran corrientes en alguien de raza negra. Tal vez, pertenecía a una variante sin encasillar.

—Me gusta mucho cómo me has peinado. —No podía apartar la vista del espejo.

—Te sienta muy bien. —Fuera de la raza que fuera, era realmente guapo—. ¿Bajamos? Tengo que presentarte a mi familia antes de reunirnos con la orden. ¿Por qué me miras así? —pregunté nerviosa tratando de esquivar su mirada

—Gracias. —Besó mi mejilla—. Necesito beber agua.

—Yo también—aseguré sorprendida por su reacción.

Entramos en la cocina y me costó arrancarlo de allí. Quedó contrariado al ver el frigo, el horno, la tostadora, la cafetera, el lavaplatos, la televisión.

—Por lo que veo han ganado —dijo decepcionado.

—¿A qué te refieres?

—A las eléctricas, todo lo que tenéis en vuestra época depende de ellas.

—Tienes razón, el día que se va la luz apenas se puede hacer nada.

—¡Cuántos cables y enchufes! ¡Qué pena! —exclamó Chalupa.

—¿Qué es una pena? —Mi padre se unió a la conversación—. Perdona, no pude evitar escucharte, soy Miguel —añadió estrechándole la mano.

—Tristán me habló de usted. Gracias por acogerme en su casa.

—Por favor tutéame.

—¿Habló mamá contigo? —pregunté.

—Sí. Se lo ha tomado bastante mejor de lo que esperaba. Esta vez, la fuerza ha estado de mi lado. ¿Cuántos años tienes muchachote?

—Quince.

Mientras ellos charlaban, subí a mi cuarto y saqué todos los objetos que había encontrado para llevarlos a la reunión. Luego leí la última carta; la que había encontrado en el castillo de los Templarios.

 

Ponferrada, 15 de noviembre de 1918

Querida Ana:

El Campo de las Danzas es uno de esos lugares donde confluyen fuerzas telúricas. Allí, nuestros ancestros celebraban danzas, rituales y aquelarres para calmar a los dioses, prepararse para la guerra, estimular la potencia viril y propiciar la fertilidad de las mujeres.

Un paciente de Ozuela me dijo que cuando un silfo toca la gaita, alguna persona o cosa se transforma en otra diferente. Jamás había oído hablar de ellos y quise saber más.

Según Paracelso, son elementales del aire, hermanos de las hadas y familiares de los geniecillos de las tormentas, los nubeiros. Existen desde que la Tierra es Tierra y dominan el pensamiento, la imaginación y la memoria de los hombres. Son seres etéreos, pero cuando las gotas de rocío o de niebla impregnan su esencia, aparece su forma humana de bellas facciones. No hablan, se comunican tocando diferentes instrumentos de viento.

Un silfo, que habitaba en La Aquiana, se fijó en Awel, una joven que siguiendo una costumbre ancestral había subido a danzar con un grupo de mujeres que deseaban ser madres. Pero Awel no bailó, se sentó en un montículo en silencio con la mirada perdida. Intrigado, quiso saber de sus anhelos y se acercó. Al leer su pensamiento advirtió una profunda tristeza causada por un amor imposible.

Aunque le fastidiaba cambiar la tranquilidad de La Aquiana por el bullicio del valle, en aquel momento poblado de astures, romanos y castreños que laboraban en la construcción de las canalizaciones que conduciría el agua hasta las Médulas, decidió seguir el carro tirado por bueyes que las llevaba de vuelta a casa. Se paró en Lukkái, que significa Lucía, un castro situado al borde de un pequeño acantilado pizarroso donde confluyen varios arroyos. Y espiando a la joven, averiguó que, cuando todos dormían, solía subir hasta la cascada Llama de Foyos para reunirse con Brón, un mágico del que estaba enamorada.

El agua de la cascada rompía algo más que el silencio cuando se precipitaba sobre el escalón pizarroso de quince metros de altura. Por eso, aquella noche, no se dieron cuenta de que cuatro soldados romanos se acercaban para divertirse un rato: golpearon a Brón e intentaron forzar a Awel… El silfo, testigo de los hechos, entró en cólera y solicitó al nubeiro, más preciso, que convocara una tormenta sobre los agresores. Los romanos, asustados por el fenómeno atmosférico que les atacaba y perseguía con rayos y centellas, trataron de esconderse en el bosque, pero no les sirvió de nada porque el silfo tocó una melodía y los convirtió en robles.

A Awel, que permanecía temblorosa abrazada al joven, se le rompió el corazón cuando él, separándola de sí y sin rodeos, le explicó que no se volverían a ver y, dándole un beso, desapareció. El silfo, conmovido por las lágrimas de la joven, le regaló el don de la intuición antes de regresar a La Aquiana. Fue entonces cuando ella supo que Brón había sido castigado por poner en peligro su mundo.

Meses después, unos romanos investigaban el Agujero de las Chovas, una sima vertical muy profunda que formaron las aguas subterráneas al disolver la caliza de las rocas. Sintió que debía proteger ese lugar e hizo lo posible para llamar su atención. Los soldados corrieron tras ella y lograron alcanzarla en la espesura del bosque. Ya estaba resignada a su destino, cuando una melodía la salvó de nuevo convirtiéndolos en robles y otra la citó en la cascada al anochecer. Subió con la esperanza de ver a Brón, pero lo único que encontró fue una flor geométrica y fluorescente, cuyos pétalos escondían una llave dorada. Era el premio por haber arriesgado su vida. Ella se la entregó al más anciano de la gens y le explicó que si algún día los hombres necesitaran la ayuda de los mágicos abriría la entrada a Elven. A la mañana siguiente, Awel desapareció y el Agujero de las Chovas, que entonces tenía una bella entrada similar a una estrella de siete puntas, fue sellado cobrando el aspecto accidentado que tiene en la actualidad.

Ya no quedan restos del castro Lukkái. Ya nadie recuerda la llave. Ya nadie cree en los mágicos porque tuvieron que ocultarse en numerosos pasadizos subterráneos por el Bierzo para proteger su oro de la avaricia de los hombres. Solo espero que mantengan el tratado de amistad. Debes inspeccionar la cueva de los Ancares, tengo la intuición de que es una entrada a Elven.

Un abrazo de tu tatarabuelo,

Tristán.

 

Me entretuve mirando la llave dorada y salimos con el tiempo justo para ir a la reunión. Horus empezó a ladrar alertándonos del peligro. Fuera, tres siniestros sujetaban a mis hermanas y, mientras mi padre llamaba a la policía, decidí poner a prueba la pulsera pidiéndole ayuda a las xanas. Funcionó, los siniestros quedaron repentinamente inmóviles en el suelo. No podía respirar y estuve a punto de caer desplomada al suelo, pero Chalupa me alejó de ellos. Solo nos relajamos cuando llegó la policía.

Uno de los agentes se extrañó al no ver ninguna cuerda que los mantuviera inmóviles. Desconcertado, se limitó a cumplir con su deber: los esposó y les leyó sus derechos. Pero enseguida tuvieron que pedir refuerzos porque se sintieron mareados.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó mi padre confuso.

—Con la pulsera de las xanas.

—Lo he visto, pero me cuesta creer que sea mágica.

—A mí también. Papá, ¿qué harás si vuelven?

—Tardarán en salir de la cárcel, no debéis preocuparos por ellos ahora. ¿A qué estáis esperando? ¡Llegaréis tarde a la reunión!

***

A Chalupa todo le llamaba la atención: el asfalto, las tiendas, los bares, las farolas, los semáforos… Le faltaban ojos.

—¡Cuidado! —exclamé sujetándolo del brazo—. ¿Es que quieres que te atropelle un coche? Solo hay preferencia para cruzar en los pasos de peatones…

—¡Qué susto! Me preguntaba para qué servirían esas rayas blancas pintadas en el suelo. Tienes que explicarme las cosas con calma. Acabo de llegar a este siglo y me cuesta creer que estemos en la misma ciudad. ¡Sabes muy bien que Ponferrada no es así en 1918!

—Tienes razón, perdona.

No se podía acceder a la plaza de la Encina, pero Chalupa vio lo suficiente para saber los fallos que habían cometido terminando su invento. Luego nos dirigimos a la casa del atajo.