TRISTÁN

Ponferrada, 1 de noviembre de 2012

El Día de Todos los Santos subimos al cementerio a visitar la tumba de nuestros tatarabuelos y bisabuelos maternos. Cuando llegamos, el jarrón estaba tan lleno de flores que solo pudimos colocar parte de las nuestras. Fue entonces cuando vi la estrella de siete puntas en una esquina de la lápida.

—Mamá, ¿qué significa ese símbolo? —pregunté.

—¡Qué raro! Miguel, ¿qué hace aquí la estrella de Elven? ¿La habías visto antes?

—No, pero ya sabes lo despistado que soy.

—¿Qué significa? —insistí.

—Es un signo celta, más conocido como la estrella de las hadas. Está relacionado con los siete metales de la alquimia, los siete días de la semana, los siete planetas —contestó mi padre sintetizando lo más posible.

—Papá, todo el mundo sabe que hay ocho planetas.

—Ahora sí, pero hubo un tiempo en que solo conocían los que podían ver a simple vista: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. A partir de la Edad Media, se incluyeron erróneamente el Sol y la Luna, haciendo un total de siete planetas. Los demás, Urano y Neptuno, se descubrieron más tarde y, como bien sabes, Plutón dejó de ser considerado un planeta en 2006.

—¿No os parece extraño que tenga un signo celta en su lápida?

—En realidad lo extraño es que tu madre y yo no lo hayamos visto hasta ahora, porque en lo referente al símbolo, representa a una orden que tu tatarabuelo formó a principios del siglo XX. Se llamaba la Orden del Prisma.

—¿Por qué nunca nos habéis hablado de ella? —pregunté fascinada.

—¡Miguel, parece mentira! —Mi madre bajó de la escalera tan alterada que casi se cae—. Ana, vete a jugar con tus hermanas—añadió sin dar pie a más preguntas.

—¡Vaya forma de echarme!

Hacía un día estupendo y eso invitaba a dar un paseo por el cementerio. Me sorprendían los comentarios que escuchaba: «Aquí está el padre de fulanito…»; «A menganito nadie le ha puesto flores…»: de alguna manera se medía el valor de los muertos por la cantidad de personas que asistían al funeral y el valor de los vivos por lo cuidadas que estuvieran las tumbas de sus familiares. Recuerdo que pensé: «Cuando sea mayor, dejaré por escrito mi deseo de ser incinerada, así mis seres queridos podrán llorarme en cualquier parte del mundo».

Llegamos a una tumba que todavía no tenía lápida. Una señora mayor y un labrador blanco parecían llorar a la misma persona. Alba, que era loca por los perros, empezó a acariciarlo.

—¿Por qué está triste? ¿Cómo se llama? ¿Cuántos añitos tiene?

—Se llama Horus y tiene dos años. —La anciana parecía abrumada por la velocidad y la cantidad de preguntas que hacía Alba. Luego, se secó las lágrimas, se puso las gafas y nos miró fijamente—. Vosotras sois las niñas que vio mi marido poco antes de morir.

—¿El señor de los ojos extraños? —preguntó Nadia.

—Sintió mucho haberos asustado. Tú debes de ser Ana Leuchten.

—Sí —contesté con timidez.

—De no ser por la tormenta, te hubiera entregado el libro personalmente. Quería avisarte de algo extraordinario que te iba a suceder, pero te marchaste tan deprisa…

—Desconocía que el libro fuera para mí. —Me quede confusa y hecha un mar de dudas—. ¿Cómo pudo saber que iba a pasar por el atajo?

—Os había visto otras veces. Ana, él estaba muy débil…, pero sacó fuerzas para escribirte una carta explicándote el don y…

—¿Qué don? —pregunté, pero mis padres nos llamaron en ese momento.

—Debes cuidar de Horus—. Está adiestrado para ayudarte a encontrar unos objetos.

—¿Qué objetos? —Mis padres insistieron—. Lo siento, no puedo seguir hablando con usted.

—Tienes que leer la carta —dijo la anciana al ver que ya me iba—. Vivo en la casita que tiene flores rosas, donde encontraste el libro.

***

Me había ofrecido voluntaria para recoger el encargo de buñuelos y huesos de santo en una pastelería de la zona baja de la ciudad. Se suponía que luego me llevarían mis abuelos en su coche, pero ya se habían marchado. Así que accedí a la zona más elevada, donde se encontraban el casco antiguo y mi casa, cruzando el río Sil por el puente García Ojeda. La bandeja no debía pesar más de dos kilos, pero cansaba tener que llevarla con tanto cuidado. Paré en mitad del puente, la posé en el suelo y, como si hubiera estado levantando pesas, sacudí los brazos para relajarlos un poco. Apoyada en la barandilla observé a las personas que caminaban por el paseo del río, la vegetación de ribera que parecía salir del propio cauce, el monte Pajariel y, por último, reparé en el castillo de los Templarios que se eleva majestuoso justo donde termina el puente. Cogí la bandeja de nuevo y continué caminando. En el césped de la ladera del castillo, destacaban unas flores rojas y blancas plantadas y agrupadas estratégicamente para formar la letra tau. De pronto, fui consciente de la maraña de entresijos que tenía que resolver: el pergamino, el don, los objetos, los ojos de Samuel y un perro. Comí un par de buñuelos pensando que calmarían esos inexplicables nervios que se habían concentrado en mi estómago, pero no dio resultado.

Cuando llegué a casa, Horus estaba merodeando cerca de la verja. Me preguntaba si había seguido mi rastro o fue su dueña, la anciana del cementerio, la que lo había dejado allí. Pero él, ajeno a mis cavilaciones, pareció alegrarse y vino hacia mí moviendo la cola. Luego, apoyó las patas delanteras en el suelo y mantuvo levantadas las traseras como invitándome a jugar. La expresión de su rostro, las orejas enhiestas y su boca jadeante me resultaron tan graciosas que no pude evitar acariciarlo antes de entrar.

—¿Por qué no nos llamaste? —Mi abuela Sara me beso y luego limpió la canela de la comisura de mis labios.

—Lo hice, pero teníais el móvil apagado.

—Pero ¡si está sin batería! —exclamó mi abuelo Albert—. Nunca entenderé estos chismes.

Durante la comida, aprovechando un hueco entre conversaciones, quise averiguar lo que mi madre censuró en el cementerio.

—¿Desde cuándo la lápida de los tatarabuelos tiene la estrella de Elven?

—Apareció al poco de nacer tú. Intentamos borrarla, pero fuimos incapaces —contestó mi abuelo.

—¿Intentamos? ¡Vaya cara! ¡No te incluyas! Sabes muy bien que fui yo la que probé con todos los disolventes del mercado. —Mi abuela lo reprendió por querer llevarse parte del mérito—. Normalmente está oculto entre las flores, tal vez por eso no lo habéis visto hasta ahora.

—¿Qué hacía el tatarabuelo en una orden secreta? —pregunté.

—Ana, «El secreto mejor guardado es aquel que no se cuenta». —Mi abuelo adoptó un gesto serio y preocupado—. Fue secreta y así debe continuar.

Las evasivas de mi abuelo y de mi madre aumentaron mi curiosidad. Estaba claro que no podía contar con ellos. Miré por la ventana y vi a Horus tumbado con la cabeza apoyada sobre las patas delanteras. La anciana me dijo que me ayudaría a encontrar unos objetos y que debía quedarme con él. No tenía ni idea de perros, pero no le hizo ascos a un trozo de jamón que mi madre guardaba para los guisos.

—¡Es precioso! —exclamó Lucas—. ¿De quién es?

—Nuestro.

—¡No cuentes conmigo! Paso de estar castigado el resto de mi vida.

Cambió de opinión en cuando supo lo que me estaba pasando. Después, decidimos que el sótano, dedicado a almacenar todos los porsiacasos y cachivaches de la familia, era el lugar más idóneo para esconderlo.

Mis hermanas estaban jugando con él cuando, de súbito, levantó la cola, puso sus orejas rectas y me miró con atención, como si tuviera la certeza de que algo iba a suceder. Y sucedió.

—¿Por qué me miráis así?

—Ana, tus ojos brillan. —Nadia estaba sorprendida.

Me dirigí al espejo más cercano, pero ya habían vuelto a la normalidad.

—Lucas, tengo que leer cuanto antes esa carta, pero no quiero ir sola, ¿me acompañas?

—Iremos mañana.

Florencia, 1 de noviembre

Fígaro era alto, moreno, de ojos negros, mirada distraída y bastante reservado, lo que le confería un halo de misterio. Pero él no se daba cuenta de la atracción que ejercía en el sexo opuesto porque, quitando algún roce de fin de semana, siempre estaba estudiando. Eligió un grado llamado: El desarrollo económico, la cooperación internacional y el manejo médico-social de los conflictos. En parte, influenciado por las historias de la Segunda Guerra Mundial que había escuchado en su casa.

El Día de Todos los Santos solían dar «un paseo de hombres» con destino al Ponte Vecchio. En ese ínterin, su abuelo Giacomo siempre contaba la misma historia y escucharla formaba parte del ritual.

—Querido nieto, quiero que sepas que el 4 de agosto de 1944 el ejército alemán destruyó todos los puentes de Florencia para frenar el avance de las fuerzas aliadas…

—Todos menos este —dijo Fígaro.

—El Ponte Vecchio se salvó porque al Führer debió parecerle hermoso. Aun así, volaron las casas de ambos lados para obstaculizar su acceso. Y así fue como murió mi padre, sepultado. ¡Pobre hombre! Tuvo que pasar por aquí en ese preciso instante. —Giacomo, más que recordar, parecía revivir aquel trágico momento de su infancia.

Fígaro ya conocía el final, pero no quería que su abuelo se privara de contarlo.

—¿Qué hiciste?

—Llorar e intentar retirar las piedras que lo cubrían, pero fue inútil: eran demasiado pesadas para un niño de cinco años… tanto esfuerzo me dejó exhausto. —Giacomo se abrió paso entre los turistas y la gente que se concentraba en torno a las joyerías—. Hoy el puente está impracticable, parece mentira que el término «bancarrota» se originara aquí…

—Desde luego, no parece irles nada mal, pero a los comerciantes de antes si no podían pagar sus deudas, le rompían la mesa y finito —aseguró Flavio—. Ahora, ¡es imposible levantar cabeza! Entre las costas del juicio…

—Hijo, no sigas. Tu realismo se carga el romanticismo y la finalidad de este paseo —aseguró Giacomo—, que es colocar nuestros candados como señal de amor.

—Lo sé papá, cada año tienen que quitarlos para velar por la seguridad de la estructura, de ahí nuestra costumbre, casi obligada, de volverlos a poner, ¿no es así? —preguntó Flavio con retintín—. Pues, como nos pillen, vas a ser tú quien pague la romántica multa.

—No seas aguafiestas y pon el tuyo —contestó Giacomo.

Siempre colocaban sus candados en el mismo lugar. Fígaro sostuvo el bastón de su abuelo para que pudiera colocar los suyos con comodidad: el primero en sustitución del que pusieron sus abuelos españoles al llegar a Florencia; el segundo, rememoraba el de sus padres, y el tercero, en honor a su bella ragazza porque, a pesar de los años, seguía viendo en su mujer a la joven de la que se enamoró. Durante unos segundos, miraron con cierta picardía a Fígaro, esperando que colocara el suyo.

—¡Solo tengo veintiún años: ya habrá tiempo para novias!

—¡No creas que te va a sobrar tanto tiempo! —exclamó Flavio dándole unas palmaditas en la espalda—. Vamos a tomar unas birras.

—Papá, si el abuelo es el romántico y tú el realista, por lógica, a mí me toca ser el modernista.

—¡Muy gracioso! ¿Vas a pedirme algo?

—Hay un curso de español avanzado en León.

—¿Qué tiene que ver eso con el modernismo?

—La casa Botines de León y el Palacio Episcopal de Astorga son obras de Gaudí, su máximo exponente. Además, así podré conocer la ciudad natal de los tatarabuelos.

—No hacía falta adornar tanto ese curso. A priori, parece un buen plan.

—¡No tan bueno! —exclamó Giacomo—. Tu tatarabuelo David formó parte de una orden y comentaba que allí había gente muy peligrosa, ¡una verdadera mafia!

—¡Ya empezamos! ¿Cómo puedes afirmar algo así y quedarte tan pancho? Ponferrada no llegaba a los tres mil habitantes cuando se fue tu abuelo, como mucho habría dos o tres pillastres. Por otro lado, ¡no creo que hubiera más mafia que en Italia! —exclamó Flavio.

—¿Una orden? ¡Es la primera vez que habláis de ella!

—No me gusta que te llene la cabeza de entelequias.

—Ya no soy un niño. ¿Por qué censuras al abuelo? ¿Qué problema hay?

—Este tema me exaspera. —Flavio se levantó de un brinco—. Voy a buscar a las chicas para que vean que hemos puesto los candados.

—¡Qué cabezota es! ¡Parece mentira que sea hijo mío! —exclamó Giacomo—. Necesito contártelo antes de que vuelva porque siempre termino discutiendo con él. Todo empezó en 1909, cuando Tristán Leuchten regresó de Nueva York. Él tenía una especie de don o poder que hacía que sus ojos cambiaran de color con determinadas personas. Con tu tatarabuelo David se tornaban rojizos.

—¿En serio?

—La verdad es que yo nunca me he creído esa parte, porque mi abuelo era muy mayor y yo demasiado pequeño… puede que quisiera aportar algo de fantasía al relato. Sin embargo, él aseguraba que con ese don encontró a los miembros de la orden.

—Sigue siendo infumable. Ahórrate los detalles y cuéntame qué hicieron.

—Proteger a un niño que, con solo seis años, inventó algo que podía perjudicar los intereses de empresarios relacionados con la energía y las materias primas de entonces. Se llamaba Chalupa.

—¿Lo consiguieron?

—No lo sé. La orden se disolvió y algunos de sus miembros emigraron a otros países con parte de esos inventos, entre ellos tu tatarabuelo David.

—¿Aún conservas esos papeles?

—A eso iba. No puedo contar con tu padre porque ya has visto cómo se pone. ¿Te quedarías con ellos?

—Dalo por hecho abuelo.

—Fígaro, ya sé que esta historia parece fantástica…

—Bueno, si la analizamos literalmente, lo es. Pero algo tuvo que pasar para que el tatarabuelo se tomara tantas molestias. ¿Quién sabe? Tal vez encuentre la respuesta en Ponferrada.

Ponferrada, 2 de noviembre de 2012

Después de comprar el pienso adecuado para la raza y edad de Horus, llegamos a la casa de las flores. La puerta tenía un llamador de forja antiguo. Nos armamos de valor y golpeamos con él tres veces.

La mujer que nos abrió la puerta estaba diferente, parecía más joven que la que había conocido el día anterior en el cementerio. Claro que, entonces, tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Se alegró de verme tan pronto y después de presentarnos nos condujo a la sala de estar. Para romper el hielo, nos preguntó por Horus.

—Tendrá que adaptarse a vivir en la clandestinidad —contesté—. Al menos, hasta que averigüe qué me pasa. Ayer, cuando estaba hablando con mis hermanos, mis ojos brillaron igual que los de su marido, ¿podría explicarme por qué?

—Así me gusta, sin rodeos, directa a la cuestión. Pues te voy a contestar de la misma manera: sin duda lo has heredado de tu tatarabuelo Tristán.

—¡Genial, me ha tocado la lotería! Mi abuelo Albert no quiere que haga preguntas sobre el tema, pero hace poco averigüé que Tristán formó parte de una orden. ¿Por qué es un secreto? Necesito que me hable de él.

—Ana, no sé si seré la persona más indicada para hacerlo.

María se sorprendió al saber que nuestros conocimientos de la familia se reducían a una receta pastelera. Al principio, se mostró reticente, pero terminó claudicando.

—Vuestro tatarabuelo nació en Alta Silesia en 1880. Apenas recordaba a sus padres porque se quedó huérfano con cinco años, pero siempre hablaba de fray Anselmo, un monje franciscano que lo adoptó y acogió en su monasterio. Creo que estaba situado en el monte de Santa Ana, en Polonia.

—¡En un monasterio! ¿Cómo pudo soportar el ritmo de los monjes? —preguntó Lucas.

—Fue muy feliz entre aquellos muros de piedra.

—Si fue tan feliz, ¿por qué se marchó? —preguntó Lucas.

—¡No fue su decisión! —exclamó María—. Una tarde, al oficiar las vísperas, sus ojos brillaron. Los monjes se asustaron tanto que, esa misma noche, llenaron una maleta con sus cosas y le invitaron a irse. Solo se despidieron de él fray Anselmo, que le entregó el libro con la tau roja, y un joven novicio llamado Arkadiusz, que le dio comida para el camino. Cuando Tristán encontró la estrella dentro del libro se extrañó de semejante regalo, pero se la puso y ya nunca se separó de ella. Tenía solo doce años.

—La misma edad que cumplía yo cuando encontré el libro. ¿Qué hizo tan joven solo por el mundo? —pregunté apenada—. Tuvo que ser muy duro para él.

—Lo fue —aseguró María—. Trabajó en varias explotaciones mineras. Al principio, engrasaba las vagonetas y, meses más tarde, empezó a faenar dentro hasta que un compañero vio ese fulgor en sus ojos y se asustó. Se corrió la voz entre los mineros y ya nadie quiso bajar a su lado. El capataz tuvo que despedirlo.

—¿En qué trabajó después? —preguntó Lucas.

—Se ganó la vida haciendo de todo, pero nunca se quedó mucho tiempo en el mismo sitio Sus inquietudes lo impulsaron a viajar más que una cuchara. —Me hizo mucha gracia esa expresión—. Con catorce años se fue a París porque quería ver la Torre Eiffel que, entonces, era la más alta del mundo. Siempre estaba hablando de la belleza de esa ciudad, pero lo que más le había impresionado fue la primera película de los hermanos Lumière El regador regado.

—¿De qué iba la película?

—De un pillo que decide gastarle una broma a un jardinero. Podéis verla en internet, dura menos de un minuto. Después de vivir dos años en París, hizo el Camino de Santiago, del que tanto había oído hablar cuando vivía con los franciscanos. Cruzó a España por Roncesvalles y así es cómo llegó a Ponferrada.

—¿Por qué se quedó aquí? —preguntó Lucas extrañado.

—¡Por amor! Se enamoró de vuestra tatarabuela, se casaron y se fueron a vivir a Nueva York. Quiso averiguar el origen de su don y se licenció en Medicina por la Universidad de Columbia. Pero Marta añoraba su tierra y deseaba que Fremont conociera a su familia, así que, en el verano de 1909, regresaron a Ponferrada.

—¿Cómo era? —pregunté.

—Veo que vuestra familia tampoco conserva fotografías de él. ¡Qué lástima! Era un hombre muy atractivo, alto, rubio y de constitución atlética. A los niños nos caía muy bien porque siempre nos contaba cuentos e historias de otros lugares. Él fue la razón por la que Samuel y yo viajamos tanto. Su acento, una mezcla de alemán, inglés y francés aportaban a su español un aire muy chistoso. Tenía buen carácter, pero le molestaba que le llamaran El Polaco.

—¿Por qué? Acabas de decir que pasó su niñez en Polonia, debería sentirse más polaco que alemán.

—No era un disgusto patriótico. Con tanto viaje, se podría decir que era un ciudadano del mundo. Se enfadaba por rabia de perder la única certeza que le quedaba. Daros cuenta que el nació en Alta Silesia, una zona fronteriza que formó parte de la unificación del Imperio Alemán impulsada por Bismarck en 1871 y que después de la Primera Guerra Mundial pasó a Polonia.

—Entiendo. ¿Cuándo formó la orden? —pregunté.

—Al poco de regresar, las materias primas que importábamos de Gran Bretaña empezaron a escasear y el carbón del Bierzo se convirtió en el candidato número uno para abastecer España. Varios empresarios invirtieron su dinero en ello, pero los inventos de un joven genio llamado Chalupa pusieron en peligro sus inversiones y la orden tuvo que protegerlo.

—¿Su marido formó parte de la orden?

—No, pero colaboró en lo que pudo.

—Entonces, ¿qué hizo con su don? —preguntó Lucas.

—Nada. Su don era diferente porque solo se manifestó en contadas ocasiones. Ya estaba dormido cuando marchamos a Francia, poco antes de que empezara la Guerra Civil. Y permaneció latente hasta que algo lo reactivó poco antes de conocer a tu hermana.

—¡Lástima! —exclamó Lucas—. Pudo haber parado esa guerra.

—Jovencito, la orden nunca se ha dedicado a solucionar conflictos bélicos. ¿Cómo iba a intervenir? ¿A quién hubiera defendido? ¿Contra quién hubiera luchado?

Me sentí aliviada al saber que mi don no servía para solucionar ninguna contienda, pero Lucas mostró cierta decepción.

—Ojalá nunca tengáis que vivir una; solo dejan muerte y destrucción. Ahora bien, teniendo en cuenta que solo sirven para salvaguardar los intereses de unos pocos y que las causas nunca las justifican, existe una diferencia entre ellas.

—¿Cuál? —preguntó Lucas.

—Si la guerra es entre naciones, aunque se pierda, al menos se tiene el orgullo de haber luchado al lado de un compatriota por una misma causa. En cambio, una guerra civil enfrenta a los hermanos de una misma familia, a las familias de un mismo pueblo, a los pueblos de una misma nación. El dolor y el odio que generan dan lugar a otro tipo de conflictos que se libran en la conciencia y en el corazón de los que participan en ella.

María se levantó.

—No preguntes más, la estás alterando. —Lucas no me hizo caso.

—¿Qué tipo de conflictos resolvía la orden?

—Siempre ha defendido la ciencia. Ana, tengo que darte la carta. —Abría y cerraba cajones tratando de encontrarla—. ¡Aquí está! No llegó a terminarla porque murió mientras la escribía, pero espero que estas líneas resuelvan algunas de tus dudas.

—Muchas gracias. —Cogí la carta con recelo—. ¿Cómo es posible que Samuel viviera ciento doce años?

—Gozaba de una salud excepcional.

—¡Ya lo creo! —exclamó Lucas—. ¿Cuántos años tiene usted?

—¡No pienso decírtelo! Un caballero nunca debe preguntar su edad a una dama—añadió guiñándole un ojo—. Venid a verme siempre que queráis.

***

Una vez en casa, mientras mis hermanos daban de comer a Horus, subí a mi cuarto y la abrí. Su letra quebrada me recordó un electrocardiograma.

 

28 de septiembre

Ana:

Apenas me quedan fuerzas para explicarte por qué eres tan especial. Captas la energía que irradian otras personas y la devuelves reflejándola a través de tus ojos. Tristán pasó toda su vida intentando dar una explicación científica a este hecho, pero no lo consiguió. Gracias a él, podrás localizar a los siete miembros de la orden. Te preguntarás cómo; pues bien, en el caso de tener uno delante, ese brillo no cesará mientras esté a tu lado. Con cada uno, tus ojos reflejarán uno de los siete colores en los que se descompone la luz al pasar por un prisma de cristal, de ahí su nombre: la Orden del Prisma.

Algo va a pasar en el Bierzo y debes localizarlos cuanto antes. Tristán quiso que te entregara la estrella de cristal. Es una puerta a…

 

Notaba como mi corazón se aceleraba. Y empezaba a sudar. Enfadada, rompí ese papel en tantos pedazos como me fue posible porque no resolvía mis dudas, las multiplicaba. Esa explicación ñoña de la Orden del Prisma, amenazaba con destruir la seguridad que había ganado al interactuar con la vida y que aprendí sin querer. Me refiero a esos fenómenos que se repiten y son constantes en el tiempo: el día y la noche, las estaciones, la vida y la muerte… Verdades y axiomas que nos ayudan a entender los cambios. Esa carta había puesto patas arriba el mundo que conocía, no por lo que Samuel había escrito en ella, sino por lo que no contaba: ¿cómo pudo Tristán saber que yo iba a existir?

Ponferrada, 18 de diciembre de 2012

A Alba le entregaron el collage al finalizar el primer trimestre. Tuve que deshacer cada bolita y planchar los fragmentos de papel resultantes para que quedaran bien estirados. Por último, los distribuí sobre la mesa y los fui uniendo como pude porque ningún pedazo encajaba a la perfección. Lo conseguí, pero quedaron varios huecos vacíos.

Se trataba de un mapa de la comarca del Bierzo que tenía una estrella de siete puntas dibujada al norte de Ponferrada, cerca de Fabero. Faltaba un fragmento de papel y solo pude descifrar unas letras «…in... de V…». Justo debajo había una frase: «Busca una roca que no deba estar allí».

Estudie los diferentes tipos de roca de la zona para descartarlos, pero necesitaba que alguien me ayudara a reconocerlos in situ y me llevara.

—Papá, mira este mapa. Como ves faltan varios trozos. He consultado tus libros…

—Así que has sido tú la que los ha cambiado de sitio. Me alegra que te interesen. —Mi padre examinó el pergamino con atención—. Tal vez se trate del nombre de una mina. ¿Qué esperas encontrar?

—Puede que un objeto, una nueva pista, otro mapa, un tesoro templario…

Él se levantó del sillón y se dirigió a la sección Bierzo de la biblioteca. Concentrado y absorto, repitió el mismo proceso con varios libros: lo cogía, lo ojeaba, negaba con la cabeza y lo colocaba de nuevo en su sitio.

—¡Ya te tengo! —exclamó contento—. Esta información puede ser útil.

Los trabajos y los hombres. —Leí en voz alta—. ¿De qué trata ese libro?

—Describe la cultura popular de Fabero a principios del siglo XX y cómo la progresiva mecanización de las minas fue transformando la sociedad. Tal vez se trate de la «V» de Virolo, uno de los pioneros en la extracción del carbón. Por lo visto, lo arrancaba en Otero de Naraguantes y lo trasportaba en carros tirados por bueyes hasta Toral de los Vados donde lo vendía.

—¿Podrías acercarme?

—Ana, solo es una hipótesis, esa «V» podría formar parte de cualquier palabra, la probabilidad de acertar es ínfima. Además, de seguir existiendo, no sabemos dónde pudo estar localizada.

—Pues, como dice una amiga mía: «algo es mejor que nada». Lo que tengo claro es que no se trata de la V de Vendetta.

—Ya estamos con las películas.

—Tal vez en Otero lo sepan. ¿Podrías acercarme?

—De acuerdo, pero insisto, no te hagas demasiadas ilusiones. ¿Algo más?

—Sí, ¿por qué el abuelo y mamá se enfadan tanto cuando les pregunto por la Orden del Prisma? ¿Por qué no se puede hablar de lo que hizo el tatarabuelo con naturalidad? ¿Qué pasó?

—Ana, tu abuelo cree que alguien continúa al acecho y que es mejor que no sepáis nada.

—Papá, tú siempre dices que los secretos no sirven para nada.

—Es cierto, defiendo que hay que conocer el peligro para poder enfrentarse a él. Ahora bien, vivo más tranquilo desde que decidí no discutir más de este tema con tu abuelo.

—¿Qué peligro nos amenaza?

—¿Ahora? —preguntó mi padre extrañado—. ¡Espero que ninguno!

—Entonces, ¿qué problema hay?

—Es una historia muy larga y tú siempre quieres respuestas rápidas.

—Tendré paciencia.

Mi padre subió una de sus cejas y sonrió. Sabía que la paciencia no era la mayor de mis virtudes.

—A principios del siglo XX, varios inventos pudieron cambiar la economía tal y como la conocemos hoy. El 1902, los periódicos New York Times, New York Herald y Daily Mail publicaron una breve nota sobre Clemente Figuera, un ingeniero español que había inventado un generador capaz de extraer energía de la atmósfera, sin emplear combustible, acción mecánica o reacción química alguna. Cuando Nicola Tesla leyó esa noticia, escribió una carta a Robert Underwood Johnson, editor del Century Magazine, en la que afirmaba que hacía mucho tiempo que había llegado a esa misma conclusión. Esta carta aún existe y se conserva en la Universidad de Columbia.

—¿Qué hizo Tesla?

—Entre un millón de cosas, construyó Wardenclyffe, una torre de alta tensión capaz de transportar la energía sin cable y de manera gratuita. El problema surgió cuando Morgan, el banquero que financiaba el proyecto, dejó de hacerlo.

—¿Por qué lo hizo?

—Su banco había invertido en minas de cobre y no le interesaba una energía sin cables. Por otro lado, el sector energético era, y sigue siendo, un monopolio al que no le agradaban los cambios y, mucho menos, si no le van a reportar ningún beneficio. Date cuenta que si la energía es libre y gratuita: ¡adiós al contador de la luz! ¡Se terminó el negocio!

—Entiendo. ¿Qué pasó después?

—Su torre fue destruida.

—¡Caray! ¿Así por las buenas? ¡Qué injusticia!

—Tesla fue un genio y un inventor extraordinario, pero nunca se preocupó de la parte financiera, carecía de visión para los negocios, las inversiones. Así que, en los albores de los cuarenta, murió solo, pobre y sin ningún tipo de reconocimiento por sus aportaciones a la ciencia.

—Vamos, lo marginaron por no seguir la corriente…

—Algo así. —Él sonrió con mi comentario—. En fin, a lo que iba: durante la Primera Guerra Mundial, dejaron de llegar a España materias primas procedentes de Gran Bretaña y el precio del carbón subió considerablemente. Eso propició que, en 1918, seis grandes capitalistas del sector eléctrico, siderúrgico y bancario, la mayoría vascos, unieran sus fortunas para crear la MSP, la Minero Siderúrgica de Ponferrada. Una empresa con capital suficiente para desarrollar una vía férrea, entre Villablino y Ponferrada, vital para enlazar las cuencas carboníferas del Bierzo con la red nacional de ferrocarriles.

—¡Claro! El ferrocarril sustituyó a los carros tirados por bueyes.

—Dicho así, parece que fueron los bueyes los que salieron ganando. El ferrocarril comunicó muchos pueblos y contribuyó al desarrollo de otros sectores económicos. Al principio, el proyecto pretendía ser más ambicioso y llevar a cabo el sueño de Julio Lazúrtegui de crear en el Bierzo unos Altos Hornos como los de Vizcaya, pero al final, a pesar de los yacimientos de hierro y de la abundancia de madera, no se llevó a la práctica.

—¿Qué tiene que ver todo esto con la Orden del Prisma?

—Chalupa, un niño berciano de seis años, dibujaba máquinas tan avanzadas para su tiempo que asustaban. La gente de entonces comentaba que su cobertizo reflejaba una luz tan potente que iluminaba una gran extensión de terreno alrededor del mismo, lo que no era muy normal en aquellos tiempos.

—¿Cómo producía esa luz?

—Nadie lo sabe. El joven genio se convirtió en una amenaza económica, no solo para esos inversores, sino para otros muchos. Fue entonces cuando la orden tuvo que protegerlo. Date cuenta que, al igual que sus coetáneos más mayores, descubrió una forma de obtener energía libre, limpia y gratuita.

—¿Cómo sabes todo esto, si es tan secreto?

—Tu bisabuelo Fremont nunca pudo hablar de estos temas con tu abuelo, pero se llevaba muy bien con tu abuela y ella me lo ha contado a mí

—¿Por qué la abuela es tan normal y el abuelo tan cabezota?

—Ana, no debes juzgar a las personas por las decisiones que tomaron en el pasado. Seguro que tu abuelo analizó todas las variables y optó por la que consideró más correcta. Él nunca creyó que un niño pequeño fuera capaz de inventar algo tan avanzado y, como fuera de las familias que formaron la orden, estos hechos cayeron en el olvido, eligió no comentarlos.

—¿Y qué pasó con Chalupa? ¿Qué fue de sus inventos?

—Lo desconozco, desapareció en 1918 y nunca más se supo de él. En cuanto a los inventos, la mayoría se los repartieron incompletos entre los miembros de la orden. Según tu abuela, para mayor seguridad, algunos decidieron emigrar a países diferentes. Pero no pudieron evitar que le robaran alguno.

—Entonces, fracasaron porque todos esos inventos que pudieron cambiar el mundo nunca vieron la luz…, pero ¿quién iba a amenazarnos después de un siglo?

—Alguien que sospeche que aún los conservamos.