EL PASADO

Ponferrada, 25 de enero de 2013

Dediqué mi tiempo libre a buscar cualquier peligro que pudiera acechar al Bierzo, pero no obtuve resultados porque, o todo me parecían amenazas, o todo aparentaba ser normal. Estaba muy nerviosa y estresada porque los parciales del segundo trimestre estaban a la vuelta de la esquina y quería mejorar mis últimos resultados. Horus debió percibir mi estado de ánimo porque puso una pelota sobre mis piernas y luego me miró como invitándome a jugar con él.

—Horus, ojalá Tristán pudiera ayudarnos.

Entonces sucedió: ya no estábamos en el estudio, nos hallábamos en una consulta médica que parecía salida de un museo. Mi corazón empezó a latir con fuerza cuando Horus ladró a una puerta que se abría. Esperaba una escena de terror, pero nada más lejos. Se trataba de un matrimonio joven con un niño.

—¡Gracias a Dios! ¡Lo has conseguido! Ana, no te asustes, soy tu tatarabuelo Tristán.

Me pellizque un brazo para ver si sentía algo; no podía creer que todo lo que estaba viendo fuera real.

—¿Has visto Tristán? Es como me la describiste. Ha heredado tus ojos grises y su naricilla está pintada de pecas. ¡Qué mona! —Mi tatarabuela Marta, que no debía tener más de treinta años, me abrazo—. Este es nuestro hijo Fremont, tu bisabuelo.

—Un niño —susurré.

—¡Eh! Tengo casi siete años.

Es surrealista conocer a tus tatarabuelos tan jóvenes y a tu bisabuelo tan pequeño. Me quedé en estado de shock y no fui capaz de decir nada.

—Será mejor que te sientes, estás muy pálida —sugirió Tristán—. Sé que estás sorprendida. Yo tardé muchos años en descubrir el poder de la estrella. Estudiaba Medicina en Nueva York cuando, un día, me sentí tan cansado, estresado y desesperado, que estuve a punto de tirar la toalla y mandarlo todo a freír puñetas. Desee que los días fueran más largos y se cumplió. Gracias al tiempo que me regaló ese maravilloso objeto, pude compaginar estudios, trabajo y familia.

Entonces, de estar impresionada pasé a estar furiosa.

—Si podías viajar en el tiempo, ¿por qué no me has entregado esta estrella tú mismo? ¡Me habrías ahorrado muchas molestias explicándome cómo funciona! No te imaginas el miedo que he tenido que pasar. ¡Ni te lo imaginas!

—Te aseguro que si tu abuelo Albert y tu madre hubieran tenido la mente más abierta no hubiera sido tan complicado. Nunca han querido saber nada de la Orden del Prisma y he tenido que actuar a sus espaldas.

—¡Eso no es excusa! Podrías haber esperado a que estuviera sola. Nadie se habría enterado.

—Responde con sinceridad, ¿qué hubieras pensado si un hombre joven te dice que es tu tatarabuelo? ¡No te precipites! ¡Piensa bien la respuesta!

—Vamos, no discutáis —dijo Marta.

—¡No lo sé!

—Pues yo sí lo sé, no me hubieras creído porque en tu casa jamás te han hablado de mí. Te habrías asustado y todo habría sido inútil.

— En eso te doy la razón, la orden, tú y Fremont sois temas prohibidos.

—Mamá, ¿por qué soy un tema prohibido? ¿Acaso hice algo malo? —preguntó Fremont.

—Cuando supe que eras tú la que había heredado mi don le pedí a Samuel que esperara a que crecieras un poco para entregarte el libro.

—Samuel apenas tuvo tiempo de explicarme nada. Murió el mismo día que lo conocí y te aseguro que no fue un encuentro nada agradable. ¡No sé qué tengo que hacer ni qué tengo que buscar!

—Te iré dejando mensajes ocultos en distintos lugares del Bierzo. Estoy buscando unos objetos que pueden ayudaros. Los esconderé con cuidado para que los encuentres en tu tiempo.

—Pero ¿por qué no me das esos objetos ahora?

—Porque aún no los he encontrado, aunque sé que los voy a encontrar, pero si te los doy ahora, nunca los encontraré —contestó Tristán.

Se quedó un instante pensando si lo que acababa de decir tenía sentido.

—¡Qué lío! ¿Cuándo podré verte de nuevo? ¡Tienes que ayudarme!

—Podrás verme mientras yo esté vivo en el pasado. Debes reunir a la orden lo antes posible. Cuando viajé a tu tiempo presentí que algo terrible estaba a punto de pasar.

—¡No es tan fácil! ¡Solo he localizado a dos y fue de casualidad! Además, mis padres no tienen ni idea de lo que me está pasando. ¡Estoy sola!

—¡Ya has conseguido asustarla! —exclamó Marta—. Vamos a tranquilizarnos un poco. De nada sirven los reproches ni continuar enfadado porque las cosas no hayan resultado de la manera que uno esperaba. Lo más importante es que a partir de hoy puedes contar con nosotros. ¿Quieres un poco de tarta de chocolate? Te aseguro que es la tarta de galletas más rica del mundo.

Mi tatarabuela no esperó mi respuesta y me sirvió un pedazo grande en un plato de porcelana.

—Yo también quiero un trozo —reclamó Fremont.

—La abuela y mamá la hacen igual que tú. Muchas gracias, Marta.

—No sabes lo mucho que me alegra saber que mi tarta ha tenido tanto éxito. Las recetas son un legado muy importante dentro de las familias porque nos facilitan los pasos a seguir para afrontar la vida de forma sencilla y placentera —aseguró mirando cómo la comía—. Además, son cómplices de nuestras tertulias, secretos y proyectos porque las solemos disfrutar acompañados de los seres más queridos. ¿Sabías que las decisiones importantes siempre giran en torno a la mesa de la cocina?

—¡Pero Marta! Ahora no hay tiempo para peroratas filosóficas sobre las recetas —exclamó Tristán desesperado—. Tenemos que hacer lo mismo que hicimos o lo mismo que íbamos a hacer, según se mire. ¡Podríamos cambiar el futuro!

—Nunca te he visto tan nervioso, ¡si a ti te encantan los niños!

—Y estoy muy contento de que Ana esté aquí, pero no puede quedarse más tiempo. Dejaré momentos vacíos en la consulta, sobre las once, para que pueda venir a vernos de hoy en adelante. Marta, imagina que yo, por estar aquí charlando, dejo de atender un paciente que se supone que ya he atendido y muriera por ello, ¡ya estaría cambiando el futuro!

—¡Tal vez tengas razón! —exclamó Marta—. Aunque prefiero no pensar en esos temas, me dan dolor de cabeza.

—¿Qué día es hoy? —pregunté.

Mi bisabuelo Fremont, que había permanecido callado, observando con atención lo que llevaba puesto y escuchando todo lo que decía, rompió su silencio.

—1 de diciembre de 1909, queda muy poco para 1910 —respondió mirándome desafiante—. ¿Por qué soy un tema prohibido?

—¡No eres un tema prohibido! —exclamé enmarañando su pelo—. Lo he dicho sin querer. Tristán, ¿y si cuando venga estás atendiendo a alguien en la consulta?

—Tranquila, eso no va a pasar. Mi verdadera consulta es este maletín y la casa de los pacientes. El que más la usa es Fremont que siempre está accidentado. Ahora, debes desear volver al momento y al lugar en el que te encontrabas antes de venir a vernos.

Regresé a mi tiempo; aunque, con las prisas, me llevé el plato con el pedazo de tarta que estaba comiendo.

Mis padres entraron en el estudio y me pillaron in fraganti acariciando a Horus.

—Bueno amigo, por fin puedes salir de la clandestinidad —dijo mi padre.

—¿Lo sabíais?

—Desde el día que puso una pata en esta casa —contestó mi madre.

—Irene has ganado la cena. No lo entiendo, tantos años juntos y no se me ha pegado ni una pizca de tu sexto sentido.

—Pues vete preparando la tarjeta porque te vas a enterar.

—¿De qué apuesta estáis hablando?

—Yo aposté que terminaríais confesando y tu madre que lo intentaríais mantener en secreto. Es evidente que he perdido.

—¡Genial! ¡Tanto esfuerzo para nada! Entonces, ¿no estáis enfadados?

—¿Enfadados? No —contestó mi padre.

—¿Pero? —pregunté mosqueada.

—Pero… que Horus deje de ser un «sin papeles» no os va a salir gratis. Hay que inscribirle en el censo canino municipal y pagar la tasa anual por tenencia de un perro. Eso sin contar con el microchip, el veterinario, las vacunas, los productos de higiene y de alimentación…

—¡No es justo! ¡Estamos pelados, nos lo hemos gastado todo en pienso!

—Entonces tendréis que realizar algunas tareas domésticas para ganar esa cantidad.

—¡Eso es explotación infantil!

—¿Qué pasa? —Lucas se unió a la conversación.

—Que te lo explique tu hermana, ya llegamos tarde a la cena —dijo mi madre.

—Lucas, seremos pobres el resto de nuestra vida.

Fabero, 3 de febrero de 2013

Nos levantamos muy temprano para ir a Fabero. Mi padre y yo llevábamos un ritmo tan diferente que tuve la sensación de no pertenecer a la misma familia. Él se movía rápido, como si solo le quedara esa mañana para organizar el resto de su vida y, para colmo, lo hacía sonriendo y tarareando Don´t worry be happy. En cambio, yo lo hacía todo con mucha lentitud, como si estuviera guardando un voto de silencio que, desde luego, ni él ni nadie se atrevían a romper para no tener que aguantarme.

—¡Vaya pedazo de bolsa! —La mochila era enorme—. ¿Cuántos días nos vamos?

—¡Muy graciosilla! Llevo lo necesario. ¿Ya estás lista? —Metió el botiquín de primeros auxilios y luego me miró desesperado—. ¡Ana, espabila! ¿Puedo saber qué estás pensando?

—Imaginaba una versión masculina del bolso de Hermione Granger. Ya sabes, el personaje de Harry Potter que interpretó Emma Watson.

—Ahora mismo, no caigo.

—¡Déjalo! Es imposible que lo entiendas porque no has leído ningún libro y siempre te duermes cuando ponemos una de las películas.

—Al menos explícame qué tiene de especial ese bolso.

—Es muy pequeño… parecido al que llevó mamá la pasada Noche Vieja y en el que, a duras penas, consiguió meter un pintalabios, las llaves y el móvil. Con el bolso del que te hablo no hubiera tenido ningún problema porque, gracias a un «encantamiento de extensión indetectable», se podría guardar en él hasta una tienda de campaña sin que se notase.

—Señorita fantástica, déjame enseñarte algo. —Me llevó a su biblioteca—. Tu cerebro es igual de mágico que el bolso del que estás hablando. ¿Ves todos estos libros? Cabrían todos en esta cabecita y sin magia de por medio. Hagamos un trato: si tú lees entero uno, el que tú elijas, prometo ponerme al día sobre hechizos y encantamientos.

—Vale, lo pensaré —dije mirando al que tenía el canto más fino.

Ya estaba amaneciendo cuando salimos de Ponferrada. Varios bancos de niebla difuminaban la silueta y los colores del paisaje. Pensaba que éramos los únicos que habíamos madrugado tanto hasta que vimos un grupo de cazadores con sus perros frente a un bar de carretera.

—No sé cómo voy a distinguir las rocas que están intercaladas con el carbón. ¡Deben estar tiznadas de negro!

—¿Quién te ha dicho que vayan a estar ennegrecidas? La antracita apenas mancha al ser manipulada.

—Si no sé reconocer las que están, ¿cómo voy a localizar justo la que no debe estar?

—Por descarte —afirmó mi padre—. Por ejemplo, dentro de las rocas sedimentarias están las areniscas, similares al turrón de almendra blando porque son de grano fino, y los conglomerados que, al estar formados por bloques de roca de distinto tamaño, son como el turrón de almendra duro. Dentro de las metamórficas está…

—La pizarra, que es un bloque compacto de láminas negras, y el esquisto que, al deshacerse con facilidad, recuerda a un polvorón…Te escuché cuando se lo explicabas a Alba.

—¡Alba tiene cuatro años! ¡Piensa!

—¡Échame una mano!

—Ni hablar.

—¡Tiro la toalla!

—Pues ya la estás recogiendo, al menos para secarte, porque esta pista vas a sudarla.

En el Bierzo no existe el horizonte. Amanece con esfuerzo cuando el sol termina de escalar las montañas del este, los Montes de León. Desde la ventanilla, pude ver cómo los primeros rayos se abrían paso para resaltar las distintas tonalidades verdosas de las colinas que, en la cuenca de Fabero, muestran sus corazones de antracita, corazones de un gris oscuro, casi negro, similar al acero brillante. Ya más alto, sus rayos se reflejan en las chispeantes aguas del rio Cúa y en las de sus arroyos que, en ciertos tramos, se ocultan al atravesar varios bosques de robles, hayedos, castaños, encinas… Después, el sol se pone a trabajar y, como si fuera director de fotografía, encuadra e ilumina la escena para revelar el pasado de las minas subterráneas que, aunque llevan tiempo cerradas, nos recuerdan a los hombres que trabajaron en ellas. Generaciones y generaciones de mineros que pasaron largas jornadas en las frías, húmedas, oscuras y profundas galerías; renunciando a la luz natural, al aire puro y temerosos de que el grisú, gas traicionero e inflamable, saliera de su escondite para cobrarse sus vidas. Visitar Pozo Julia, un pozo vertical de los años cincuenta y pionero en la mecanización de la minería, fue como hacer un viaje en el tiempo, pero sin estrella.

Las nuevas minas son a cielo abierto. El oficio del minero ha sido reemplazado por dos damas agresivas e inflexibles: una muy explosiva, la dinamita, y la otra muy pesada, la maquinaria. Ellas se encargan de escavar ese terreno que rodea al mineral, el estéril, para apilarlo en escombreras apartadas donde esperaba paciente a que el filón se agote para regresar a su origen. Entretanto, el paisaje se transforma y cobra una imagen futurista, casi lunar, llena de montículos negros, caminos grises, socavones, desmontes y cráteres.

Llegamos a Otero de los Naraguantes con la vaga esperanza de que las letras que faltaban en el pergamino se correspondieran con la hipótesis de mi padre. Bajamos del coche y empezó a preguntar por la mina. Mientras, esperé al lado de un pequeño molino rehabilitado.

—Hija, nos vamos, nadie conoce la mina de Virolo —dijo desanimado.

—¿La mina de Virolo? —preguntó un vecino que nos había escuchado—. Conozco las minas de esta zona como la palma de mi mano: Alicia, La Jarina, Marrón, Anita, Lauro, Maurín, Río, La Pedrera…le puedo asegurar que esa mina no existe.

—Juan, creo que se refiere a una mina anterior —terció Pedro, otro vecino que se unió a la conversación—, tal vez de finales del siglo XIX o principios del siglo XX.

—Pedro, ¡aquello eran simples buracos! —exclamó Juan.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Agujeros —tradujo mi padre.

—Así que los llamas simples buracos. Juan, en el suelo que pisas se extrae carbón desde mediados del siglo XIX. Cuando éramos niños, inconscientes del peligro, solíamos colarnos en las bocaminas y merodear por los chamizos. La mayoría se sellaron, pero todavía quedan algunas abiertas y ocultas tras espesos matorrales. Mis abuelos comentaban que Virolo, con los buracos de los que hablas, consiguió hacer mucho dinero con métodos de extracción y transporte muy rudimentarios. Pero he de decirte que Antracitas de Fabero salió adelante gracias a él.

—¡No digas tonterías! —exclamó Juan.

—Es cierto. Los comienzos de esa empresa no fueron fáciles. De hecho, el empresario estuvo a punto de cerrar porque el carbón no aparecía y debía dos meses a los obreros. Fue Virolo quien le prestó el dinero necesario para pagar los sueldos y le alentó a seguir buscando. A los pocos días, el carbón apareció a raudales cambiando su suerte y nuestra forma de vida—explicó Pedro.

—A lo mejor no se trata de la mina de Virolo, tal vez la letra uve se corresponda con otro nombre. —Le mostré el pergamino a Pedro.

—¡Claro! —exclamó Pedro sonriente—. No es una uve es el número romano cinco. Debió tallarlo algún chiquillo de principios de siglo para matar el tiempo. ¡Está en uno de los cortines!

—¿Qué son los cortines? —pregunté.

—Antiguas murallas circulares de piedra que protegen los colmenares de abejas del ataque de los osos —explicó Juan.

—¿Está lejos? —preguntó mi padre.

—En absoluto, está en la ruta del robledal —explicó Juan—. Tienen que ir hasta Lillo del Bierzo, cruzar al arroyo Rioseco y a media hora, andando entre robles, chopos y espinos, lo encontrarán. No tiene pérdida posible.

—Gracias por su ayuda. —Mi padre les estrechó la mano—. Han sido muy amables.

Cuando llegamos, Horus salió del coche disparado y empezó a husmear en las raíces de un árbol hueco. En su base, había una pumita roja.

—Ahora debes buscar dentro.

—¡Ni hablar! ¡No pienso meter la mano ahí! ¿No ves que hay telarañas?

—¡Serás remilgada! —Él lo hizo por mí—. Noto algo metálico.

Se trataba de una lata antigua que ponía: «Chocolates Hershey´s, 1905». Estábamos fascinados con el hallazgo y sentíamos curiosidad por saber qué contenía.

—Papá, no puedo abrirla.

La tapa parecía soldada a la base. Intentamos engrasarla con aceite, pero no sirvió de nada. Al final, tuvo que pasar una navaja por toda la ranura de la tapa y hacer palanca en ella para poder abrirla. Contenía una bolsita de piel con un cordón del que colgaba una estrella negra, un pergamino y una carta.

—Tengo que felicitar al profesor que ha organizado este juego. —Observó fascinado la caja de bombones antigua y la estrella negra.

—Pero papá, el colegio no tiene nada que ver. —Intenté sincerarme con él. Y me oyó, pero no pareció escucharme.

—¡Vamos! ¿No tienes curiosidad por saber dónde se encuentra la siguiente pista?

—Sí, pero debo hacerlo en privado.

—De acuerdo. Esta vez, protege esos papeles de las tijeras de tu hermana. Ya hemos tenido mucha suerte localizando esta.

—Descuida, lo haré —contesté confusa.

Regresamos a casa pronto porque teníamos comida familiar.

Mi abuela Sara, como la mayoría de las veces que no tomaba postre, preparaba el café y, mientras esperaba, recogía la cocina para poder disfrutar de una sobremesa tranquila y relajada. Mis hermanos y yo, que queríamos escaquearnos de la tertulia, en cuanto la sentimos cacharrear, nos ofrecimos a ayudarla.

—Iré vaciando el lavavajillas. —Mi abuela se quedó paralizada—. Pero ¿qué hace este plato de porcelana aquí? Solo utilizo esta vajilla en Navidad y jamás ha salido de mi casa. —Inspeccionó el plato desde todos los puntos de vista posibles—. No hay duda, tiene el sello rojo. ¡Pudo haberse estropeado! ¡Esta porcelana hay que lavarla siempre a mano! —exclamó enojada.

—Pues abuela, quiero que sepas que en Navidad los que sentimos tener que lavar a mano la vajilla somos nosotros. ¡Son simples platos! Deberíamos ser primero las personas y luego las vajillas. Además, ¿cómo estás tan segura de que es tuyo? —preguntó Nadia.

—Os lo acabo de decir, ¡tiene el mismo sello! —contestó más alterada aún—. Esta vajilla la compraron tus tatarabuelos en Nueva York. La compañía Bawo & Dotter estableció una fábrica en Limoges, Francia, llamada Elite Works. Fíjate bien, ¿qué pone?

—Elite Works —contestó Nadia—. ¿Y?

—Qué sea rojo significa que fue fabricada entre 1900 y 1914. ¡Es muy antigua!

—A mí me parece recién comprado. En cambio, la que pones en Navidad es bastante vieja —insistió Nadia—. Abuela, ¿y si es de los chinos?

—¡No digas tonterías Nadia! —exclamó mi abuela Sara—. ¿Cómo va a ser de los chinos?

—No es tan raro: ellos lo copian todo y es evidente que ese plato es nuevo.

—Pues a mí me parece más bonita la de los chinos porque está más blanca —aseguró Alba.

—Bobadas. Voy a preguntarle a vuestra madre, seguro que tiene una explicación.

Yo escuchaba petrificada la conversación, sabía que se trataba del plato con el pedazo de tarta que me había dado mi tatarabuela y no se me ocurría nada que fuera creíble. Al poco, oí como mi madre le explicaba a mi abuela que no sabía de dónde había salido y entraron en la cocina.

—Ana, el otro día estabas comiendo un trozo de tarta y juraría que era en este plato, ¿de dónde lo sacaste? —preguntó casi en tono acusador.

—Del congelador. Iba a hacerme un helado, pero la tarta me apeteció más. —Tragué saliva y no pude evitar sonrojarme al mentir.

—¿Del congelador? —preguntó mi madre incrédula.

—¡Qué familia! Bueno Irene, me lo llevo. No sé cómo pudo saltar este plato de mi casa a tu congelador.

—Yo tampoco, pero lo averiguaré —aseguró mi madre con maneras detectivescas y apuntando, cual Sherlock Holmes, su lupa hacia mí.

Terminé de recoger lo más deprisa que pude, me despedí de mis abuelos, cogí la caja y salí con Horus a dar una vuelta. No quería leer la carta delante de nadie.

Fuera, el viento y el frío eran insoportables para ir al parque. Así que decidí refugiarme en casa de María. Se había marchado una semana a Burdeos y me encargó que le regara las plantas. La casa estaba helada. Había una gran chimenea de leña en el salón, pero supuse que contaría con un método más rápido para calentarse; tal vez una estufa, un brasero o un radiador eléctrico. Mientras buscaba, me fijé en cómo estaba decorada. Se notaba la impronta de su personalidad tanto en sus muebles lacados en blanco, como en las telas tostadas. La mayoría eran de algodón, pero también había un sillón orejero de terciopelo y varios cojines de lino bordados con las iniciales de sus nombres. La mayoría de sus libros estaban en francés. Todo parecía aliarse para transmitir calma y armonía, excepto el suelo que, al ser de madera rústica, se quejaba en algunas zonas cuando lo pisabas.

Sobre la mesa de la cocina, había una caja de latón grande con una nota:

 

 

«Ana, come las galletas que necesites. Si deseas quedarte un rato, encontrarás una estufa para calentarte en el armario de la entrada. Un abrazo, María».

 

 

Coloqué la estufa cerca del sillón de terciopelo y la encendí. Horus se acomodó a mi lado sobre una alfombra mullida. Cubrí las piernas con una manta y mordisqueando una galleta, comencé a leer la carta.

 

8 de febrero de 1910

Querida Ana:

Desconozco a qué jugáis en tu tiempo. El juego de la oca, no es tan sencillo e infantil como aparenta. Se trata de la vida misma, una aventura llena de obstáculos que debemos superar, pero en la que también es importante tener suerte.

 

«¡Qué tontería! ¡Todo el mundo ha jugado a la oca!», pensé. Nunca hubiera imaginado que se tratara de un juego tan profundo, solo en lo mucho que me fastidiaba caer en algunas de sus casillas.

 

En la Edad Media, los peregrinos no disponían de mapas ni de guías para moverse entre reinos o atravesar las tierras de multitud de señores feudales. Eso sin contar que, entre territorios, lo normal es que se hablen distintas lenguas, se tengan costumbres y leyes de lo más dispares y se practiquen religiones diferentes. Para orientarse se fiaban de las indicaciones y del consejo de los pobladores del camino. Imagino que te estarás preguntando cómo, pero antes, debo explicarte algo.

 

La verdad es que estaba leyendo sin preguntarme nada, pero que mi tatarabuelo pensara que sí, me hizo sentir importante y presté más atención.

 

No sé si sabes que, los celtas consideraban a la oca un animal sagrado porque dominaba los tres elementos: tierra, mar y aire, ya que puede andar, nadar y volar. Pero como carecía del elemento fuego o sol, surcaba el cielo en su busca y, siguiendo movimientos migratorios estacionales muy fiables, lo encontraba al final de su viaje, en un lugar llamado «campo de las estrellas». Ya con los cuatro elementos se convertía en símbolo de sabiduría y perfección. Desde antiguo, los pueblos celtas, imitándolas, recorrían el mismo trayecto para renovarse por dentro. Como esta ruta está señalizada con runas de pata de oca se la conocía como el «camino de las ocas». Si era de día, era el camino que recomendaban a los peregrinos para que no se perdieran; pero, si era de noche, tenían que orientarse siguiendo la Vía Láctea, que los celtas llamaban «el arcoíris del dios Lug». Una ruta estelar que llega hasta Finisterre.

Cuando se descubrió la tumba del Apóstol Santiago en el Campo de las Estrellas, hoy llamado Compostela, multitud de peregrinos llegaron de todo el mundo a través de las rutas más variopintas hasta que, a mediados del siglo XII, El Códice Calixtino popularizó la Vía Finisterre, ya que informaba sobre las obras de arte, los nombres de los pueblos, las costumbres locales de las gentes, los buenos y los malos ríos… y esto contribuyó a que pasara a ser la más utilizada.

Pero el Camino presentaba dos inconvenientes: …

 

Me sorprendió saber que el Camino de Santiago se había asentado sobre una ruta celta, pero también me estaba impacientando porque tenía una estrella en la mano y aún no me había explicado nada sobre ella. Ya estaba oscureciendo y me asomé a la ventana. La calle estaba desierta. Encendí la luz y terminé de leer la carta lo más deprisa que pude.

 

… Por un lado, los símbolos paganos estaban tan arraigados entre la gente que, órdenes religiosas como el Císter, Cluny y el Temple, tuvieron que adoptarlos o transformarlos para darles sentido cristiano. Para ello, contaron con la ayuda de constructores, canteros, carpinteros, escultores y pintores que, además de contribuir al florecimiento del arte románico, utilizaron esos mismos símbolos como marcas para gravar sus obras. Uno de los gremios más importantes fue el de Los Pata de Oca o Patucos. Un constructor solo podía ascender de albañil a arquitecto si peregrinaba hasta Finisterre, porque solo después de haber tallado el granito adquiría la sabiduría necesaria para convertirse en Maestro constructor.

Por otro lado, algunos tramos del Camino seguían bajo dominación musulmana y la Orden del Temple se encargó de velar por la seguridad. A los templarios se les relaciona con el juego de la Oca, no con fines lúdicos porque ellos tenían prohibido jugar a los dados y al ajedrez, lo usaron para señalar los lugares seguros y conflictivos del Camino en un lenguaje de signos que fuera comprendido por todos, ya que casi nadie sabía leer y escribir, fácil de memorizar y reproducir porque hubiera sido muy incómodo viajar con un tablero debajo del brazo.

Cada una de las sesenta y tres casillas, dispuestas en una espiral, guarda relación con una etapa del Camino de Santiago. Las ocas señalaban los lugares seguros o asentamientos templarios donde los peregrinos conseguían descansar y avanzar sin peligro y el resto indicaban lugares iniciáticos y puntos que debían evitar como la posada, la cárcel, el laberinto, el pozo o la muerte.

La estrella negra fue encontrada en el castillo de Sarracín de Vega de Valcarce, uno de los lugares mágicos del Juego de la Oca, porque en esta localidad berciana coinciden dos casillas: la etapa veintiséis del camino de ida, donde los dados simbolizan la suerte, y la etapa cincuenta y ocho del camino de vuelta, la calavera, que simboliza la muerte y la resurrección. Quería explicarte esto para que comprendieras lo que voy a contarte ahora.

 

Siempre me extrañó que la imagen de María Magdalena que hay en Vega de Valcarce tuviera una calavera a sus pies.

 

Durante la guerra de la Independencia, ante el empuje de los franceses, el mando supremo de las fuerzas británicas, lord Wellington, ordenó la retirada. Cumpliendo órdenes, el general Moore y su hueste emprendieron la huida hacia La Coruña para poder reembarcar. El crudo invierno, la falta de logística y la orografía hicieron que, en enero de 1809, cuando llegaron a Vega de Valcarce, dejaran a sus heridos y enfermos, mataran los caballos y prescindieran de los cañones y fusiles porque habían perdido la esperanza de llegar vivos al Muelle del Hierro. Algunos supervivientes aseguraron que el tramo de Villafranca a Lugo había sido un infierno.

Exhausto y con síntomas de congelación en los pies, un soldado británico decidió abandonar la subida al monte O Cebreiro y refugiarse en el tronco hueco de un viejo castaño. Dentro, encontró un pequeño caldero de hierro con tres patas. Así que sacó los dos trozos de pedernal que llevaba en el bolsillo y, a base de chasquidos y después de muchos intentos, logró prender una mecha en la hojarasca que había colocado dentro. Sin perder ni un segundo, continuó añadiendo ramas pequeñas y fragmentos de la madera del castaño hasta conseguir que la fogata fuera estable y duradera. Se sintió bien y se durmió. Ya avanzada la noche, escuchó las voces de dos franceses que se dirigían al lugar donde se encontraba. Nunca entendió cómo pudieron dar con él, ya que el castaño estaba alejado del camino y el fuego hacía tiempo que se había apagado. Aunque intentó defenderse, fue herido de gravedad. Tras trece días, debatiéndose entre la vida y la muerte, recuperó la consciencia en un hospital de campaña inglés.

Un hombre mayor fue a visitarlo y se presentó: «Soy Dago, el herrero. El caldero que encontraste en el interior del castaño está imantado y es muy especial. Suele localizar a tus enemigos, lo que es una ventaja porque podrías huir, pero también el enemigo puede sentirse atraído por él, lo que es una desventaja porque no podrás escapar. Has sido muy afortunado porque varios enemigos se sintieron atraídos a la vez: los franceses y una manada de lobos. Los franceses estaban a punto de matarte cuando los lobos… no voy a entrar en detalles escabrosos. Así que, me he tomado la molestia de fundirlo y forjar con él piezas más pequeñas para minimizar su poder. Te regalo esta estrella negra de tres puntas, que simbolizan las tres patas en las que estaba asentado el caldero, para que nunca olvides por qué estás vivo».

El inglés estaba tan perplejo con lo que acababa de escuchar que fue incapaz de decir nada. Ya recuperado, buscó al anciano para darle las gracias, no solo en Herrerías, también en los pueblos colindantes, pero nadie lo conocía. Pasó el resto de su vida haciendo el Camino de Santiago con la esperanza de encontrarlo. Ya mayor, escondió la estrella en el castillo de Sarracín de Vega de Valcarce y regresó a su país.

Si te fijas, en una cara se distinguen los dados y en la otra la calavera. Ambas, aunque solo se pueden ver con lupa, tienen la pata de una oca. Debes entregársela lo antes posible a un miembro de la orden porque funciona como un imán: puede orientaros al enemigo, pero también el enemigo puede sentirse atraído y localizaros a vosotros.

Siempre tendré unos minutos para ti a las once en la consulta.

Un fuerte abrazo,

Tristán.

 

Después de regar las plantas, coloqué todo en su sitio y cerré bien la puerta. Algo inquietó a Horus porque se quedó quieto rechinando los dientes y en posición de ataque. Un sudor frío empapó mi nuca cuando vi la figura de aquel hombre en el atajo. No había nadie en quien refugiarse. Quise correr, pero Horus, empeñado en defenderme y en hincarle el diente a aquel sujeto, no hacía más que frenarme en la huida Por alguna razón, las fuerzas y el aire me faltaban a medida que él acortaba la distancia. Víctima del pánico, al ver que estaba a punto de alcanzarme, tropecé y caí al suelo pensando en Tristán.