Relato 7
Espejismo
Tumbado en el suelo y elevado sobre diez pisos contempla el cielo oscuro y lleno de estrellas desde la azotea del edificio.
Ojalá pudiera saltar sobre todas y cada una de ellas.
Solo las contempla, mira a su lado, no hay nadie, nunca lo ha habido, nadie sería capaz de soñar tanto y con tanta fuerza como él, y en eso está solo, como siempre lo ha estado, no espera más y ya ha perdido la fe y la esperanza, así que solo respira la noche, la inhala y deja que se pasee por sus pulmones, todas esas estrellas pasando a través de él, siente que debería desaparecer, formar parte de ellas, volar y convertir sus pies y sus manos en polvo. Ya no hay nada para él en la realidad, en el mundo, en la tierra, solo un montón de caras con sonrisas huecas, ya nadie sueña, ya nadie vuela y él quiere volar, quiere soñar y en la soledad de su imaginación contempla la luna y se ve paseándose en ella, tal vez incluso pensando sobre ella. Todo es relativo, la vida, la muerte y el número uno es un número demasiado solitario como para tenerlo en cuenta. Un paseo por el borde del infinito, se levanta y juega a que puede saltar, juega a que tal vez no caiga, aunque quiera caer.
Se despertó un Septiembre, y cuando lo hizo vio, al mirar a través de la ventana que el caos reinaba en las calles, ardía el mundo, nadie sabía porque, océanos de sangre fluyendo por parques, escuelas y ayuntamientos. No vio a ningún ser querido, no tenía ninguno, así que de algún modo, no sintió nada al ver la muerte pasear por las avenidas vestida con sus mejores galas, y la muerte reía borracha, echando almas y almas a su saca, cabían todas las que pudiera agarrar y aún más. Lo primero que hizo al comprobar que se había quedado solo, y solo era una palabra que conocía muy bien, en un mundo en que siempre lo había estado, fue comprobar los suministros de que disponía, lo siguiente que hizo fue beber un gran vaso de leche fresca, puso la televisión y fue pasando canales en busca de algo de entretenimiento, algo que no encontró, todos los canales habían dejado de emitir, tan solo una con una carta de ajuste y un enorme cartel de “Estado de Emergencia, póngase en contacto con el teléfono....”. No lo hizo, no llamó al teléfono de la esperanza, ni siquiera hizo el amago de descolgarlo para comprobar si tenía línea. Luego lo intentó con la radio, fue en busca de música como si se tratara de un tesoro oculto, y tal y como lo había pasado antes, no encontró nada, excepto alguna señal cortada por interferencias que llamaba a los vivos a viajar hacia el Norte, allí –decía la voz- estarían a salvo. Vivos, otro concepto que tampoco conocía demasiado bien, no recordaba haberse sentido vivo desde...
Huele… huele como fresas silvestres... recuerdo sus ojos... recuerdo.... tenía el pelo rizado le llegaba a los hombros y solía reír en la oscuridad, ella era... ella era…
Era un duende, una ilusión, hacía tanto tiempo de eso, que bien podría ser un falso recuerdo, uno inventado, estaba seguro de eso. También estaba seguro –¡lo otro era falso! ¡falso!- de no haberse sentido vivo jamás, y esa era la razón y nada más que esa, que ahora, que los muertos gobernaban las calles, se sentía, en más de un modo, a gusto. La palabra confortable se acomodó a su trasero mientras tirado en el sofá del salón leía una poesía de Pablo Neruda. Las palabras del poeta distrajeron su atención de los gritos que ocurrían por todo el edificio.
No pudo evitar soltar un par de carcajadas mientras leía los veinte poemas de amor y una canción desesperada.
“Aquí, te amo.”
Amor, ¿pero qué era eso? ¿Quién querría sentirlo?
Los gritos traspasaban las paredes de su piso mientras leía y la palabra, “convertíos”, vino a su cabeza sin carta de presentación. Convertíos y dejadme en paz, gritó golpeando la pared con el palo de una escoba. Convertíos, desgraciados, vosotros con vuestras idílicas y placenteras vidas, llenas de vino y rosas, vuestras perfectas caras, vuestras adorables vidas llenas de diversión y emoción, vuestro imposible amor, vosotros, sed devorados por vuestros vecinos y amigos, sí, amigos, aquellos que por fin, se han desvelado como lo que son, egoístas buscadores de carne, y encontrarán la vuestra, y os arrancarán vuestra garganta para beber de vuestra sangre. Morid y convertíos, y cuando volváis de la muerte, cuando no seáis más que un ser sin alma rondando por los callejones de la desesperación, entonces venid a pedirme sal, o patatas, o un par de huevos y yo diré NO. Los muertos no cocinan, ni molestan, solo vagan, así que vagad y dejadme en paz con mi soledad.
Así pasaron los días mientras, encerrado, iba dando cuenta de las latas de conserva que había almacenado durante años, a sabiendas de que algún día, su reclusión se limitaría a una sola habitación. Algún día la civilización se pudriría, toda esa felicidad –que él no poseía, y que creía haber poseído en tan solo una ocasión (¡no!, ¡mentira!, ¡no ocurrió!, fue falso, ¡ella jamás existió!)- se juntó con el miedo, con el odio y con la cobardía, y la balanza se inclinó hasta que el concepto de la felicidad dejó de existir y la humanidad descarriló. Así que leía sus libros, observaba a los muertos vivientes caminar por las calles, comía, volvía a leer y pensaba en viejas canciones que silbaba. Y silbando se encontró con un eco inesperado.
Oyó algo, estaba seguro, y los muertos no silban, aunque nunca es demasiado tarde para aprender, pero de esos cerebros mohosos lo dudaba. Al rato volvió a oírlo, el silbido, imitando al suyo, provenía del piso contiguo. Pensó de quién podría ser, de su mente no surgió gran cosa, sabía que en la puerta de al lado había vivido gente, pero no recordaba quienes eran, jamás había perdido el tiempo en averiguarlo, y si alguna vez se habían cruzado en las escaleras o en una reunión de vecinos, bueno.... probablemente los había borrado rápidamente de su memoria. Rostros grises que no aportarían nada a su vida y ahora, tal vez una de esas caras, cuyos rasgos no recordaba se hallaba vivo también y silbando, una nariz, una boca, unos ojos, con vida y tuvo la amarga sensación de la curiosidad acechándole hora tras hora hasta que por fin, cedió (¡cobarde! ¡A los vivos no les importas, solo a los muertos!). Acercó la oreja derecha a la pared en busca de esos sonidos y e hizo la pregunta. Le costó, hacía días que no pronunciaba palabras en voz alta y aquella voz que hiló no era alta, caminó desde su garganta arrastrándose y con lentitud, como un caracol dejando babas a su alrededor.
“¿Hola?”
Un momento de silencio, una pausa y un ápice de desesperación.
Y vino como surgido de una caverna un hola flojo y a punto de perderse en la ida y vuelta a través de sus oídos.
Se aclaró la voz, y cuando fue a repetir su “Hola” más claro, más consistente, más lleno de vida, se detuvo y pensó en la palabra en cuestión. Vida, decepción, rechazo. No hay nada para ti ahí al lado, se dijo, romper la rutina de tu no-vida te costará todo, lo sabes, es mejor que nada cambie, y si nada cambia, nada duele, porque no sientes nada. Y sentir, es un error. Todo parecía claro para él, en la lista de pros y contras todo eran contras. Y si dijo “Hola” nuevamente, es porque sus labios, su boca por completo, le desafiaron, y por ello se maldijo a sí mismo.
El nuevo “Hola” fue arrojado por la pista, despegó y aterrizó al otro lado de la pared. El vuelo fue corto y placentero y ese “Hola” saltó de las escaleras y se dispuso a buscar a aquella, sí, aquella que le recibiría.
Y en cuanto eso ocurrió, una palabra vino a acorralarle.
“Ayúdame”
¡NO!, pensó.
“Ayúdame”, repitió la voz.
Ni hablar, se dijo. Por qué debería, su no-mundo era perfecto, y su no-vida era apacible, romper eso, quebrarlo, tirar ese vaso de cristal al suelo sería toda una tentación para clavarse un pedazo en la planta de los pies, la sangre manaría de él, una sangre espesa que no podría recuperar. Sangre que ellos olerían, los de ahí fuera, los nuevos dueños del mundo, pero…. pensándolo bien, él ya era uno de ellos.
Al calzarse los zapatos, y hacía tanto que no los sentía en sus pies, tuvo una extraña sensación de seguridad, casi tanto como vivir entre muertos. Se aproximó a la puerta principal del piso, miró a través de la mirilla. Los nuevos propietarios del edificio habían cambiado la decoración y el color rojo era el predominante en paredes y suelo, había un hombre tirado al fondo del pasillo, junto a las escaleras, parecía faltarle medio cuerpo.
Salir al exterior, pero qué necesidad… qué…
Pensó que tal vez tendría comida, empezaba a escasearle. Sí, se convenció a sí mismo que era una razón poderosa y abrió la puerta.
Sus zapatos chapotearon en la sangre y miró hacia abajo curioso, luego dio un par de pasos y se quedó mirando la puerta del piso vecino, su nariz casi rozaba la nariz de la madera de la puerta. La cuestión era si golpear la puerta o llamar al timbre, ¿qué era lo más apropiado? Varias veces antes de tomar la decisión desvió la mirada hacia los restos descuartizados del cuerpo que se hallaba al final del pasillo. No se oía nada, solo había silencio, paz y tranquilidad, sonaba tan bien, ¿por qué cambiar eso?
Golpeó ligeramente la puerta con los nudillos.
Esperó.
Esperó. Sin respuesta. Lo mejor era volverse.
Una vez más, hazlo una vez más, apenas te queda comida, por no hablar de libros por leer, no hay tele, no hay radio, y sí, ya estás muerto, aunque camines, entonces, ¿qué importa?
El pensamiento de que no volverían a emitir su programa favorito de los domingos por la noche le causó una grave desazón, y justo fue eso lo que le impulsó a volver a golpear la puerta.
Obtuvo como respuesta una voz, suave y con un ligero acento que le hizo dibujar una sonrisa (muy a regañadientes).
“¿Es seguro?”
La respuesta que dio no fue tal vez, lo que se esperaba aquella desconocida, fue la clase de respuesta que se había dicho a sí mismo día tras día.
“Todo el mundo está muerto, no hay nada que temer.”
Su voz, seca y quebrada irrumpió en los oídos de aquella que aguardaba en la otra parte de la puerta.
Por fin la puerta se abrió, poco a poco.
Vio a la mujer como quien ve a un ser venido de otro planeta, hacía tanto tiempo que no tenía contacto con otro ser vivo, que sintió que no sabía exactamente qué decir, o qué hacer, ¿debía ofrecerle su mano?, ¿debía soltar un cordial hola?, o quizás debería ir directo al grano y señalar si tenía comida. Tenía el pelo rojo y alborotado, parecía peinar alguna cana y su nariz, llena de pecas, era afilada como una espada, era de corta estatura, no debía de medir más de metro sesenta, vestía con una camiseta a rayas negras y blancas y su cara algo rechoncha parecía forzada a sonreír, aunque no lo hacía, no en aquel momento y tal vez desde hacía mucho, o al menos eso creía él. Ella no era como él, podía sentirlo, esa bombilla apagada una vez brilló con mucha fuerza.
Le invitó a entrar y para su sorpresa, lo que encontró en el salón de aquel lugar, justo a la derecha del mueble donde se hallaba un pequeño televisor y al lado de la ventana que la iluminaba –o debía hacerlo- cuando entraban los rayos del sol, fue un mueble estantería repleto de libros. Daniel Defoe, Alejandro Dumas, Julio Verne y Pablo Neruda descansaban allí. Robinson Crusoe, El Conde de Montecristo, Viaje al Centro de la Tierra, Las Uvas y el Viento, y muchas más. Y conocía aquellas obras porque él mismo tenía muchas de ellas. Y en esa posada de historias y de cuentistas habían más, muchos más, Edison Marshall, Poe, Shelley, Cervantes, Chejov, Burroughs, todos formando una piña, resguardados. Las primeras palabras que surgieron de su boca fueron “no puede ser”, las segundas fueron “¿son tuyos?” y las terceras, y no dejaron de sorprenderle que salieran de él fueron “¿cómo te llamas?”.
Se llamaba Marie, eso fue lo que oyó, y ese nombre cayó balanceándose entre sus cejas, como una pluma. Siguió sorprendiéndose a sí mismo al invitarla a entrar en su casa, al ofrecerle el jugo de una lata de melocotón en conserva para beber y unas pocas anchoas para comer (¡Pero si te quedan pocas! ¿Qué estás haciendo?). Después de comer, hablaron, pero no del mundo que había llegado a su fin, sino de historias, de cuentos, de relatos, de personajes que existen y existirán puesto que son inmortales, compartieron gustos porque eran prácticamente los mismos y aunque esa alma había estado mucho más viva de lo que la suya había estado jamás, se descubrió pensando que en un mundo de muerte y podredumbre había conseguido lo que jamás había obtenido cuando la vida reinaba en el aire. Conectar.
Los días pasaron y pronto, comenzó a engendrarse algo, que hacía mucho que había desaparecido de su rostro. Un buen día al mirarse al espejo se sorprendió al ver como sus labios estaban... estaban dibujando algo parecido a... ¿qué era eso? Le sonaba pero hacía tanto tiempo que no estaba por completo seguro de si era... ¿acaso no era una sonrisa? Sí, sonreía. Marie, era un nombre tan perfecto, era armonioso, podía ser cantando tantas veces sin resultar pesado, y allí estaba frente a él, no podía creer que existiera alguien tan parecido, tan.... ella había surgido al frotar una lámpara maravillosa, saltó el genio y su único deseo fue, “Quiero conocer a mi alma gemela”. Apareció, y compartieron tantas cosas en esa habitación solitaria mientras el mundo se iba al garete. Su sonrisa y esa especie de optimismo inalcanzable era lo único que insuflaba vida en él. Había esperanza, porque ella estaba ahí y se había fijado en él. No importaba que en las calles los muertos se comieran a los vivos. Ellos vivían apartados de todo el horror.
Apartados de la muerte.
Pero la muerte, al igual que la vida, siempre encuentra un camino, y ese camino a veces llega sin que el cartero nos llame al timbre, sin que nos entregue un aviso de devolución por impago. La muerte es segura, es efectiva, es amoral, pero sobretodo es paciente.
No comía, había perdido totalmente el apetito, se quedaba mirando por la ventana observando a los monstruos retorcerse en las aceras, hipnotizada. Y aunque habían juntado sus despensas, y las raciones escasearan, él le ofrecía su parte y ella, sistemáticamente rechazaba la suya y la de él. En su delgadez la vio deteriorarse paulatinamente mientras, su voz se había ido apagando hasta no servir de nada, y sus ojos solo miraban algo que, ya habían visto cientos de veces, ese algo se arrastraba con agonía por las calles y parecía no morir (¿otra vez?) nunca. Parecía reconocer a algunas de esas personas y en las pocas veces que habló y cada vez eran más escasas, le señaló que conocía a éste o a aquel, a lo que él asentía, interesado por un lado (¿pues no le resultaban familiares esas caras también a él?) e intentando complacerla con su atención por el otro.
La sintió desvanecerse, como un sueño, como un fantasma, como un espíritu. Al despertarse, mirarla frente al espejo y situarse tras ella, vio a través de ella y su reflejo, no el de ella, sí el de él, surgía, burlón y poseedor de la verdad, la auténtica verdad. Marie estaba desapareciendo y no podía hacer nada, se disolvía por momentos y mientras comían ambos en la pequeña mesa redonda de madera, él frente a ella, cubiertos con cubiertos, platos con platos, por momentos al intentar mirarla a los ojos miraba a un espejismo, pues en eso se había convertido, ¿o lo había sido siempre?, y delante de él, tanto el vaso, como el plato, como la servilleta de ella, dejaban de existir por segundos, pasaban a otro plano y luego volvían al suyo. La sonrisa de Marie, antes viva, antes cautivadora, incluso familiar, ahora solo era un débil esbozo en un trozo de papel, y a ese mismo destino fue a parar la suya.
Pronto, el espejismo de nombre Marie, dejó de existir y se vio solo una vez más. Atado a una realidad, que ya no le parecía tan atractiva y tan segura, la muerte era muerte. La vida era vida. Había conocido la diferencia entre ambas, y él saberlo, el tenerlo y haberlo perdido, es más de lo que podía soportar.
El camino a la azotea del edificio resultó singularmente despejado, no le hubiera importado lo más mínimo toparse con alguno de esos seres que se arrastraban por las sombras con un apetito sin fin, pero el hecho de ser comido, ya no resultaba atractivo (¿si es que se lo había parecido alguna vez?), prefería despedirse del mundo de una forma mucho más poética, saltando al vacío, y no es que poner fin a su vida tuviera nada de lírico, pero, ¿acaso quedaba algo para él?, ¿lo había tenido alguna vez? Sí, una vez, ¿o fueron dos?, ¿fue real en algún momento?, ¿lo fue? Tan real como lo era en su cabeza, tan real como Dulcinea, tan real como Marie.
Desde lo alto de la azotea vio a los muertos arremolinarse bajo él, parecían esperarle, con los brazos abiertos y las bocas desencajadas. Un montón de carne podrida le aguardaba en la calle, ellos sí le ansiaban, los muertos le querían como nadie más le había querido. Qué recibimiento, se sintió honrado en cierta medida, al menos después de la caída, alguien daría cuenta de sus pedazos. Sería deseado, aunque de una forma un tanto aberrante, o quizás se convertiría en uno de ellos, y si fuera así, ¿realmente estaría tan mal? Todos ellos tenían algo en común, eran un club de fácil acceso, solo tenías que estar muerto. Bien, se dijo, pues entremos, pongamos un fin a esto y que sea a la vez un principio. Se sentía muerto por dentro, era hora de sentirse muerto también por fuera.
Levantó un pie y respiró hondo como si lo que bajo le aguardara fuera mar y oscuridad, se equivocaba en lo primero desde luego. Y cuando se hizo a la idea de dar el segundo oyó una voz.
Una voz, otra vez.
Dirigió la vista al norte, y en la azotea de un edificio cercano vio a alguien con una pancarta. En esa pancarta, escrito con trazos gruesos y toscos de pintura verde rezaba: “AYUDA”
Deshizo el paso en el aire al ver el cartel, se sintió disgustado en un primer momento y curioso en el siguiente.
Volvió a elevar la mirada y vio que aquella persona agitaba los brazos bruscamente, parecía una mujer, sostenía algo que no alcanzaba a ver bien, ¿qué era aquello?, ¿un osito de peluche?.
Miró el reloj de su muñeca, eran las cinco de la tarde. Bueno, se dijo, no hay prisa.