XVI
Aquel año, como los anteriores, el señor prefecto Worms-Clavelin asistió a las cacerías de Valcombe, invitado por el señor Dellion, dueño de una metalúrgica y diputado provincial, cuyas fiestas cinegéticas fueron las más famosas de la región.
El señor prefecto se divertía mucho en Valcombe; le enorgullecía codearse allí con algunas personas de la sociedad aristocrática, especialmente los Gromances y los Terremondres, y era un goce muy grande para él matar faisanes. Paseaba por el bosque radiante de satisfacción. Disparaba separando las piernas, alzaba los hombros y arqueaba la espalda, inclinando la cabeza y guiñando los ojos, como los tiradores que frecuentan el Bois-Colombes, gente ordinaria, sus primeros compañeros de caza. Tenía costumbre de proclamar indiscreta y ruidosamente las piezas que había matado; y atribuyéndose algunas veces las que sus vecinos derribaron, alentaba contra sí antipatías y odios, que luego desvanecían su afectuoso trato y la seguridad completa de que no tuvo propósito de molestar a nadie. Armonizaba convenientemente la importancia de su elevada posición política y la sencillez bulliciosa de un invitado que sólo piensa en divertirse y agradar. Pronunciaba los títulos de las personas que podían ostentarlos como nombres de intimidad amistosa, y conociendo (por ser pública y notoria en todo el departamento) la propensión de la señora de Gromance a distracciones amorosas, cada vez que se cruzaba con el marido, sin que razón aparente lo justificara, solía dar unas palmaditas afectuosas en la espalda tirante de aquel hombre ceremonioso. Creíase bienquisto entre los congregados habituales de Valcombe, y no erraba del todo al suponerlo. Mientras no disparaba, con desplantes inoportunos y con destempladas gallardías, fogonazos o impertinencias al rostro de las gentes, era tenido por muy tratable, y hasta se le suponía un tacto especial.
Aquella temporada lo acogieron mejor que nunca los rentistas, agradecidos a sus opiniones contrarias al impuesto sobre la renta, que había calificado —en una frase feliz— de inquisitorial. Recibió en Valcombe los plácemes de todos ellos. La señora Dellion le sonreía, suavizando en su honor el acerado azul de sus ojos y la dureza de su frente, que ceñía una corona de cabellos grises.
Al salir de su habitación, ya vestido para la comida, vio deslizarse por el oscuro pasillo, con rumores de sedas y de joyas, la inquieta figura de la señora de Gromance, cuyo descotado pecho parecía más desnudo en la tenue penumbra crepuscular. Alcanzóla de un salto, y, cogiéndola por el talle, le dio un beso en la nuca. Ella se desligó rápidamente, y él dijo, a manera de reproche:
—¿No podré contarme entre los favorecidos, condesa?
Quedóse muy extrañado al recibir un cachete.
Encontró en el vestíbulo a Noemí, la cual, muy decorosamente vestida con traje de tul negro y viso de raso negro, estiraba sus guantes en torno de sus brazos. Worms-Clavelin hizo un gesto cariñoso. Era buen marido, y le inspiraba su mujer, además de mucho afecto, bastante admiración.
Ella lo merecía. Sólo una sutileza incomparable como la suya pudiera conseguir que la sociedad antisemita de Valcombe transigiese y aceptara sin reparo su origen semítico. No solamente consiguió que la recibiesen; pudo lograr que la estimasen, y, lo que resulta más difícil aún, aparecía como una de tantas entre aquellas mujeres distinguidas por su linaje y por su nacimiento.
En aquel salón provinciano y frío, Noemí afectaba una cortedad modesta y una placidez sencilla, que podrían decir poco en favor de su ingenio, pero que acreditaban su recato, su dulzura y su bondad. En presencia de la señora Dellion y de sus amigas, limitábase a oír y admirar en silencio. Y cuando un hombre a quien pudiera suponérsele algún talento y hábitos de sociedad se dirigía particularmente a ella, Noemí, exagerando su placidez y su modestia, con los ojos bajos, tímida, y segura de que nadie más pudiera oírla, soltaba, de pronto, un atrevimiento inconcebible, y el caballero se relamía juzgándolo un favor único, tanto más agradable y sabroso por ofrecérselo unos labios tan prudentes y un alma tan pulcra. Era el encanto de los galanteadores maduros. Inmóvil, prudente, sin esgrimir siquiera el abanico, sólo con una suave oscilación de los párpados o un gesto imperceptible de la boca, les insinuaba ideas que los enorgullecían. Sedujo así al propio señor Mauricet, muy práctico en semejantes lides, el cual decía a Noemí:
—No ha sido nunca una mujer bonita ni hermosa: pero ha sido siempre… una mujer.
En la mesa colocaron al señor Worms-Clavelin entre la señora de la casa y la señora del senador Laprat-Teulet, una figurita melancólica y pálida, cuyas facciones borrosas parecían estar cubiertas por un velo. Desde muchacha la empaparon de religión. Casada con un hombre hábil que la eligió por su dote, se obstinaba en una pegajosa piedad; mientras el marido intervenía en todos los negocios anticlericales y laicos, entregábase la mujer a constantes prácticas religiosas; y profundamente apasionada por su esposo, cuando se presentó en el Senado un suplicatorio para procesar a Laprat-Teulet y algún otro senador, ella puso dos velas en la parroquia de San Exuperio a los pies de la imagen de San Antonio para conseguir de tan poderoso bienaventurado que por su intervención se denegara semejante solicitud, como aconteció. Discípulo de Gambetta, el señor Laprat-Teulet guardaba papeles abrumadores, y enviadas en hora oportuna reproducciones fotográficas de los mismos al ministro de Justicia, surtieron el efecto deseado. La señora Laprat-Teulet, segura de la intervención divina, para eternizar su agradecimiento hizo poner en la capilla del santo, como exvoto, una lápida con la siguiente inscripción, redactada por el padre Laprune, párroco de San Exuperio:
A SAN ANTONIO, POR UNA GRACIA INMERECIDA, EN SEÑAL DE AGRADECIMIENTO.
UNA ESPOSA CRISTIANA.
Desde aquello, el señor Laprat-Teulet comenzó a encumbrarse. Había dado serias garantías a los conservadores, que proyectaban utilizar sus profundos conocimientos económicos en la lucha contra el socialismo. Su influencia política fue grande, a condición de no excederse demasiado y de que su nombre no figurara entre los representantes del Poder. Y, con sus manos de cera, la señora Laprat-Teulet bordaba, entretanto, sabanillas de altar.
—Señora —la dijo el prefecto al principio de la comida—, ¿prosperan su fundaciones? La generala Cartier de Chalmot es la única señora que preside tantas obras benéficas como usted.
No le respondió. Recordando entonces que la ilustre beata era sorda, el prefecto se dirigió hacia su izquierda.
—Tenga usted la bondad, señora, de instruirme algo en la obra de San Antonio. La señora Laprat-Teulet me hizo pensar en ello. Mi mujer dice que se trata de una devoción reciente que tiene muchos entusiastas.
—La señora Worms-Clavelin está en lo cierto. Somos todas muy entusiastas de San Antonio.
Oyóse al señor Mauricet, el cual, respondió a una frase del señor Dellion perdida en el bullicio, decía:
—Me lisonjea usted mucho, señor mío. El Pozo del Rey, de antiguo muy descuidado, no es comparable con Valcombe. Allí es difícil encontrar alguna caza. Sin embargo, un cazador furtivo, llamado Rivoire, una perla entre los cazadores, que honra al Pozo del Rey con sus visitas nocturnas, mata muchos faisanes. ¿Y sabe usted qué maravillosa herramienta usa? Es un arma digna de un museo. Tengo que agradecer a Rivoire que me haya permitido en una ocasión examinar despacio su escopetucho. Imagínese un…
—Me han asegurado, señora —dijo el prefecto—, que los devotos dirigen al santo sus peticiones por escrito, en pliego cerrado, y que se paga solamente al recibir el objeto que se pide.
—No se burle usted —repuso la señora Dellion—, San Antonio hace muchas mercedes.
—… un cañón roñoso —proseguía el señor Mauricet—, un cañón de fusil antiguo, cortado y sujeto a una especie de charnela …
—Creí —replicó el prefecto— que San Antonio tenía una sola especialidad: la rebusca de objetos perdidos.
—Por esta razón le dirigen tantas peticiones —dijo la señora Dellion: y añadió suspirando—: ¿Quién sobre la Tierra no ha perdido algún bien estimado? El sosiego del corazón, la paz de la conciencia, un afecto de la infancia, un cariño de familia… El amor de un esposo el santo lo devuelve.
—O su compañero —añadió Worms-Clavelin, desatado ya por los vinos, y cuya inocente ignorancia no distinguía entre San Antonio de Padua y San Antonio ermitaño.
—Pero —preguntaba el señor de Terremondre— Rivoire ¿no es el cazador oficial de la Prefectura?
—Padece usted una confusión —dijo el prefecto—. Reviste a Rivoire una dignidad más respetable todavía: es cazador oficial del arzobispado. Surte de caza la mesa de monseñor.
—Y a veces nos honra también ofreciendo su valioso concurso a los pobres magistrados —insinuó el señor Peloux, presidente de la Audiencia.
El señor de la casa dijo a la señora Cartier de Chalmot:
—A mi Gustavo le toca ya el servicio militar este año. Me complacería mucho que lo destinasen a las órdenes del general Cartier de Chalmot.
—No pida usted semejante cosa —respondió la generala—. Mi esposo es enemigo de tolerancias y avaro de licencias; quiere que los hijos de familias ilustres den ejemplo de trabajo a los humildes. Ha inculcado sus ideas a todos los coroneles.
—… Ese cañón de fusil —proseguía el señor Mauricet— no corresponde a ningún calibre catalogado, y Rivoire no encuentra balas que ajusten. Comprenderá usted fácilmente…
Worms-Clavelin hizo manifestaciones encaminadas a conseguir que la señora Dellion se interesara por la defensa del régimen, y las coronó con esta frase trascendental:
—Mientras el zar dispone su viaje a Francia, es necesario que la República se identifique con las elevadas clases de la nación y, al realizarse la visita, las ponga en contacto con nuestra aliada Rusia.
Entretanto, los pies de Noemí acogían con una calma imperturbable a los del presidente Peloux, insinuantes y acariciadores.
El joven Gustavo Dellion decía muy bajo a la señora de Gromance:
—Supongo que no me tendrás de plantón, como el otro día, mientras el ridículo Mauricet se aprovechaba de tus ligerezas. Oyéndoos, para entretenerme desmonté la máquina del reloj. ¡No es un entretenimiento muy agradable!
—¡Qué buena es la señora Laprat-Teulet! —exclamó la señora Dellion, arrastrada por ímpetu afectuoso.
—Incomparable —dijo el prefecto, mientras engullía un pedazo de manzana—. Lástima de sordera. Su marido también es una excelente persona, de claro entendimiento. Veo con gusto que le atienden ya, que reconocen su importancia. Pasó las de Caín; una época difícil. Enemigos de la República intentaron desacreditarlo para desacreditar al régimen. Ha sido víctima de maniobras ruines, que se proponían excluir del Parlamento elevadas personalidades del mundo bursátil. Esas restricciones rebajarían el nivel de la representación nacional y serían deplorables por todos conceptos.
Quedóse pensativo un momento y prosiguió con cierta melancolía:
—No hay manera de que se produzcan escándalos. Nadie se atreve a plantear negocios. ¡Triste consecuencia de la campaña difamatoria dirigida con tan inaudito atrevimiento!
—¡Es imposible! —suspiró la señora Dellion, inspirada y meditabunda.
Y de pronto, como si obedeciese a un impulso del corazón, dijo:
—Señor prefecto, que nos devuelvan los frailes, que reingresen las Hermanas de la Caridad en los hospitales y que la doctrina cristiana sea el primer texto en la escuela. Que nadie nos impida educar a nuestros hijos en el santo temor de Dios y será… posible que podamos entendernos.
Al oír tales palabras, el prefecto Worms-Clavelin alzó las manos, empuñando su diestra un cuchillo, cuya punta embotaba un pedazo de queso, y exclamó sinceramente:
—¡Señora! Pero ¿no ha visto las calles de la capital negras de tanto cura, y que asoman frailes detrás de todas las rejas? En cuanto a la educación de los hijos…, no me remuerde la conciencia de privar a su Gustavo que oiga veinte misas diarias, en vez de perseguir a las mozas.
El señor Mauricet acababa la descripción del maravilloso escopetucho, entre las conversaciones confusas, las risas alborotadas y el repiqueteo de las cucharillas en los platos.
El señor prefecto Worms-Clavelin, deseoso de hacer un poco de humo, pasó el primero a la sala de billar. En seguida compareció el señor Peloux, presidente de la Audiencia, y el prefecto le ofreció un habano.
—Fume. Son excelentes.
Mientras el señor Peloux le daba finalmente las gracias, le mostró la caja de regalías, diciendo:
—No me lo agradezca; son de la casa.
Era una broma que le agradaba mucho.
El señor Dellion presentóse, al fin, con los otros huéspedes, que, más galantes, habían acompañado un poco a las damas. Oía plácidamente al señor de Gromance, cuya disertación tenía por objeto probar la conveniencia de medir a ojo exactamente las distancias antes de hacer disparos.
—Una liebre —decía— parece alejada en un terreno desigual, mientras que sobre un campo raso, a cincuenta metros se le suelta un tiro. Lo cual explica…
—Vamos a ver —dijo el prefecto Worms-Clavelin, cogiendo un taco—, Peloux: ¿una partida?
El prefecto era buen jugador, pero el presidente de la Audiencia no le iba en zaga.
Modesto procurador normando, a consecuencia de un enojoso chanchullo, viose obligado a traspasar el despacho; y por aquel tiempo, en que la República saneaba la carrera judicial, nombráronle juez. Enviado repetidas veces de un extremo a otro de Francia para que restableciera la integridad jurídica en Tribunales que apenas la recordaban, su carácter capcioso le hizo útil, y sus relaciones políticas le procuraron fáciles ascensos. Pero el insistente rumor de sus fechorías, vagando en torno de su nombre, le privaba de verse bien considerado. Supo, con prudente cordura, soportar humillantes desprecios. Tropezaron las afrentas en su templanza.
El señor Lerond, entonces fiscal suplente y luego abogado con bufete abierto en la capital de la región, lo juzgaba diciendo: «Es hombre de grandes recursos y tiene bien medida la distancia que hay desde la poltrona del presidente al banquillo de los acusados». Al fin, la estimación pública favorecióle de pronto, después de huirle durante largo tiempo, y sin que hubiera mostrado inquietud por alcanzarla. Como impulsado por un resorte, cambió el concepto general, y la conducta del presidente Peloux pareció la de un hombre intachable. Produjo admiración su arrojo cuando tranquilo y sonriente condenó a cinco años de presidio a tres anarquistas culpables de repartir en los cuarteles hojas impresas exhortando a la fraternidad universal.
—Doce a cuatro —anunció el presidente de la Audiencia.
Habiendo practicado mucho en los casinos de provincias, adquirió una seguridad y un pulso de maestro. Sabía reunir las bolas en un rincón y conservarlas muy juntas, haciendo una serie fabulosa. El señor Worms-Clavelin jugaba en el estilo amplio, sublime y arriesgado, propio de los cafés de Montmartre y de Clichy, atribuyendo a las malas condiciones de la mesa el desastroso fruto de sus gallardías temerarias.
—En la Tuilière —dijo el señor de Terremondre—, mi primo Jacobo tiene un billar del tiempo de Luis Quince, instalado en un aposento de bóveda muy baja. Conserva todavía la siguiente inscripción: «Se ruega encarecidamente a los caballeros que no froten los tacos en las paredes ni en el techo». La súplica no era ya necesaria o fue poco atendida, pues aparecen muchos agujeros en las paredes y en la bóveda, y la inscripción ha servido solamente para que no quedaran dudas de ninguna clase acerca de su origen.
Varias personas interrogaron al señor Peloux, pidiéndole noticias del crimen descubierto en la casa de la reina Margarita. El asesinato de la señora Houssieu había conmovido a toda la región y aún excitaba la curiosidad. Era notorio que se hacían cargos abrumadores a un dependiente de carnicero llamado Lecoeur, mozo de veinte años, al cual se le franqueaba la puerta de la viuda Houssieu dos veces por semana. También eran públicos otros rumores referentes a dos aprendices de tapicero, de catorce y de dieciséis años, y se afirmaba que ciertas particularidades anexas al crimen hacían su relato muy dificultoso.
El presidente de la Audiencia, irguiendo su cabeza, redonda y rubia, que tenía inclinada sobre la mesa de billar, y guiñando un ojo, dijo:
—La instrucción ha terminado. Reconstituyóse la escena del asesinato con todos los detalles. No juzgo posible que pueda quedar la menor duda respecto a los actos viciosos que precedieron al crimen y facilitaron su perpetración.
Acercándose a la boca una copita, paladeó un sorbo de fino aguardiente, y castañeteando la lengua, exclamó:
—¡Era una alhaja la señora!
Y al verse rodeado por un círculo de curiosos que imploraban concretas noticias, el presidente de la Audiencia hizo, a media voz, revelaciones que provocaron murmullos de sorpresa y gestos de repugnancia.
—¿Es posible? —repetían—. ¡Eso, una octogenaria!
—No es un caso excepcional —dijo el señor Peloux—. Mi experiencia de juez puede afirmarlo. Y algunos jóvenes, encanallados en el vicio, lo saben mejor que nosotros. El crimen cometido en la casa de la reina Margarita pertenece a un género conocido y clasificado. En seguida me dio en las narices la depravación senil; pero el juez Roquincourt, a quien le correspondía instruir el proceso, encaminaba mal sus pasos. Hizo detener, como de costumbre, a todos los vagabundos y a todos los ambulantes en diez leguas a la redonda. Todos inspiraron sospechas, y lo más triste del caso fue que uno, llamado Sieurin, de apodo Pie de alondra, confesó.
—¿Es posible?
—Se aburría, sin duda, y así que le ofrecieron un poco de tabaco de la cantina, confesó. Dijo mil atrocidades. Ha sido condenado treinta y siete veces por vagabundo; pero Sieurin es incapaz de hacerle daño a una mosca, y no se le atribuye ningún robo. Es inocente, inofensivo A la hora del crimen unos gendarmes lo vieron a la orilla del río cortando cañas y construyendo barcos de corteza para entretener a los niños.
El señor Peloux se puso a jugar, prosiguiendo a la vez su relato:
—Noventa por cuarenta… Entretanto, Lecceur, divertido con las rameras del barrio de Carreaux, les contaba su aventura. Las amas de aquellos lupanares entregaron a la Policía los pendientes, la cadena y varias joyas de la viuda Houssieu, que regalaba Lecaur a sus favoritas. El mismo se delató; pero el juez Roquincourt, furioso aún, tiene incomunicado a Pie de alondra. Noventa y nueve… Ciento.
—¡La buena!… —dijo el señor Worms-Clavelin.
—Parece mentira —murmuraba el señor Dellion— que una señora de ochenta y tres años …
El doctor Fornerol, opinando como el presidente de la Audiencia, repetía que no se trataba de un caso excepcional, y dio explicaciones fisiológicas, las cuales fueron oídas con sumo interés. Luego hizo mención de otras aberraciones del sentido genésico, y terminó diciendo:
—Si el Diablo Cojuelo nos llevase consigo y, levantando las techumbres de las casas, nos ofreciera el espectáculo de la vida interior, descubriríamos complicaciones abominables y nos horrorizaría ver en la ciudad tantos maniáticos, tantos pervertidos, tantos locos y tantas locas.
—¡Bah! —dijo el prefecto Worms-Clavelin—. Es preciso verlo de otro modo. Tal vez nuestros conciudadanos, en detalle, son lo que usted supone; pero, en conjunto, constituyen la población de una magnífica y gloriosa capital.
Sentado en la elevada banqueta de la sala del billar, el senador Laprat-Teulet, acariciando sus venerables barbas, tenía la majestad silenciosa de un río caudaloso.
—En torno mío —insinuó— sólo descubro rastros del bien. Adondequiera que dirija los ojos, aprecio virtud y honestidad. Probaría, si fuese preciso, con ejemplos numerosos, que las costumbres de las mujeres francesas nada en absoluto dejan que desear desde la Revolución, y entre las clases medias principalmente.
—No soy tan optimista —replicó el señor de Terremondre—; pero no se me hubiera ocurrido nunca sospechar que los muros decrépitos de la casa de la reina Margarita cobijaran tan repugnantes vicios. Algunas veces visité a la señora Houssieu; la tuve por desconfiada y avarienta; me pareció algo loca, pero como una de tantas. En fin: repitamos lo que se decía en los tiempos de la reina Margarita: «Dios consiente y no para siempre». Ya no desdora con sus desenfrenos el escudo glorioso de Felipe Tricouillard.
Saludaron ese nombre algunas risas, que iluminaban el semblante de todos. Era el orgullo íntimo de la ciudad aquel escudo emblemático, testimonio de la triple potencia, que igualó al burgués rudo con el caudillo de Bérgamo. Los habitantes de *** admiraban a su vigoroso ascendiente, contemporáneo del rey de los Cien cuentos nuevos, y antiguo regidor: Felipe Tricouillard, que, a decir verdad, sólo era famoso por aquella gracia que la Naturaleza le concedió al nacer y a la cual debía su ilustre sobrenombre.
Dijo el doctor Fornerol que se citaban muchos ejemplos de semejante anomalía, no faltando autores que la creyeran hereditaria, seguros de que tan respetable monstruosidad se transmitía de padres a hijos perpetuada en la descendencia. Desgraciadamente, doscientos años atrás murió el famoso Felipe sin rastro de sucesión directa.
El señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Arqueología y Agricultura, refirió a este propósito una historia verdadera:
—Nuestro archivero, el sabio señor Mazure, hace poco descubrió en los desvanes de la Prefectura, documentos relativos a un proceso por adulterio, intentado en la misma época en que floreció Felipe Tricouillard, a fines del siglo quince, por Juan Tabouret contra Sidonia Cloche, su cónyuge. Habiendo parido Sidonia tres criaturas de una sentada, Juan reconocía como suyas dos nada más, afirmando que otro añadió, sin duda, la tercera, seguro como estaba de que su complexión le permitía sólo engendrar dos a la vez. Su argumento era entonces comprobado por la opinión de los peritos, pues matronas, cirujanos, barberos y boticarios afirmaban que un hombre normal solamente puede producir dos gemelos, y, por consiguiente, sería fraudulenta una procreación si rebasa el número de testigos que al acto concurrieron. Fundado en tales afirmaciones, el juez convenció a Sidonia de que había cometido una infidelidad, condenándola por ello a ser montada en un asno, desnuda, y mirando hacia la cola, y conducida por el verdugo hasta los abrevaderos, donde sufrió tres zambullidas. Pena que, sin duda, evitara, si al ruin marido le hubiese dotado generosamente la Naturaleza como al famoso Felipe Tricouillard.