VII

Aquella tarde, paseando, como de costumbre, al pie de las murallas, el padre Lantaigne, rector del Seminario, encontró al señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras, bien reputado por su talento, aunque se le consideraba un poco extravagante. Perdonábale su escepticismo el padre Lantaigne, y departía con él agradablemente, siempre que se presentaba ocasión, bajo los olmos del paseo. Por su parte, complacíale mucho al señor Bergeret estudiar de cerca el alma de un sacerdote piadoso y tan inteligente. No era un secreto para ninguno de los dos que sus conversaciones desagradaban igualmente al arzobispo y al decano de la Facultad; pero el padre Lantaigne desconocía en absoluto la prudencia humana, y el señor Bergeret —rendido, triste y descorazonado— no pensaba en guardar inútiles miramientos.

A pesar de ser irreligioso —con decoro y delicadeza—, las devociones frecuentes de su mujer y los interminables catecismos de sus hijas le habían hecho sospechoso, tildándole de clerical en las oficinas del ministerio, mientras ciertos juicios que se le atribuían eran explotados contra él por los católicos de partido y los patriotas de profesión. Malogrado en sus ambiciones, quiso vivir a su gusto, y no habiendo conseguido ser agradable, trató, discretamente, de no ser molesto.

En aquella tarde tranquila y luminosa, viendo llegar al rector del Seminario, el señor Bergeret apresuró un poco sus pasos para salirle al encuentro a la sombra de los primeros olmos.

—Me agrada este lugar favorecido por la fortuna —dijo el padre Lantaigne, que se complacía, con frecuencia, en inocentes escarceos literarios.

Algunas vagas frases les bastaron para comunicarse la mucha compasión que les inspiraba el mundo en que vivían. Pero el padre Lantaigne deploraba la decadencia de la ciudad antigua, tan afanosa de saber y tan docta para discurrir en la Edad Media, mientras que, al presente, la mangoneaban algunos francmasones mercachifles; y el señor Bergeret, sosteniendo un juicio contrario en parte, decía:

—Los hombres eran antes como ahora: siempre los mismos; algo buenos y algo malos. De ahí no pasan.

—¡Sí! —replicó el padre Lantaigne—. Los hombres eran vigorosos por el carácter y por la doctrina cuando Raimundo el Grande, a quien llamaban el Doctor Balsámico, enseñaba en esta ciudad el resumen de todos los conocimientos.

El sacerdote y el catedrático se detuvieron junto a un banco de piedra, donde se hallaban sentados ya dos ancianos lentos, descoloridos y silenciosos. Frente a ellos descendía suavemente, hasta los sauces que bordean el río, la pradera verde y velada por una tenue bruma.

—Señor eclesiástico —dijo Bergeret—, he hojeado, como cualquiera, en el Archivo municipal, el Hortus y el Tesaurus, de Raimundo el Grande. Además, he leído la obra reciente del padre Caceaux acerca del Doctor Balsámico. Y lo que me choca en ese libro…

—El padre Caceaux ha sido alumno mío —interrumpió el padre Lantaigne—. Su obra en que trata de Raimundo el Grande ofrece muchos hechos, muchas noticias, y, sobre todo, se funda en doctrina, lo cual es meritorio y poco frecuente, porque la doctrina se va perdiendo en esta Francia desventurada, que fue la más poderosa nación del mundo mientras era la más teológica.

—Ese libro del padre Caceaux —prosiguió el señor Bergeret— lo he juzgado interesante desde varios puntos de vista. Careciendo yo de grandes recursos teológicos, me perdí algunas veces entre sus intrincadas revueltas. Pero me ha parecido comprender que nuestro venerable Raimundo, monje profundamente ortodoxo, reivindicaba para el señor el derecho de profesar dos opiniones contradictorias: una conforme a la revelación, a la teología, y otra puramente humana, sugerida por el razonamiento, por la experiencia. El Doctor Balsámico, cuya estatua se yergue severa en el patio del palacio arzobispal, sostenía, por lo que acierto a comprender, que un hombre puede negar, como argumentador y observador, las verdades que como cristiano cree y confiesa. Y me parece también que la opinión del padre Caceaux no rechaza un sistema tan extraño.

El padre Lantaigne, animándose con lo que acababa de oír, sacó del bolsillo un pañuelo rojo, lo extendió como quien despliega una bandera, y con el rostro encendido, la boca de par en par y la cabeza erguida, se arrojó con ardimiento en la disputa planteada.

—Señor Bergeret, que se puedan tener sobre un mismo caso dos opiniones distintas, una teológica, de origen divino, y otra puramente racional o experimental, de concepción humana, es un asunto que resuelvo afirmativamente. Y le demostraré ahora cómo se desvanece al punto esa contradicción, poniéndole un ejemplo vulgar. Cuando, ante su escritorio, lleno de libros y papeles, dice usted: «¡Parece increíble!; acabo de soltar la plegadera, y no la encuentro por ninguna parte», razonando así, expone usted, señor Bergeret, dos opiniones contradictorias referentes al mismo caso: la una, que la plegadera está en el escritorio (porque la puso allí su mano poco antes), fundada en la razón; la otra, que la plegadera no está en el escritorio (puesto que allí no la descubre, por más que hace), fundada en la experiencia. Vea, pues, refiriéndose a un mismo caso, dos opiniones contradictorias y simultáneas. Afirma usted a un tiempo la presencia y la falta de la plegadera. Dice usted: «Aquí estará, estoy seguro»; y en el mismo instante demuestra, buscándola inútilmente, que allí no está.

Y, habiendo terminado, el padre Lantaigne sacudió su pañuelo rojo como agitaría la triunfante bandera escolástica.

Pero el catedrático de la Facultad de Letras no se había convencido. No tuvo que hacer un gran esfuerzo para demostrar lo engañoso del sofisma, y respondió, suavemente, con su voz débil, siempre mesurada, que buscando su plegadera sentía, no simultánea, sino alternativamente, un temor de perderla y una esperanza de hallarla, efecto de una incertidumbre que no podía perdurar; porque, al cabo, es fácil convencerse de si la plegadera estaba o no estaba en el escritorio.

—Nada, señor eclesiástico —añadió—; nada en el ejemplo de la plegadera es aplicable al juicio contradictorio que nuestro venerable Raimundo, el padre Caceaux, o usted mismo, podrían establecer acerca de tal o cual pasaje de la Biblia, dándole a un tiempo como falso y como verdadero. ¿Me permite que ponga también un ejemplito que se me ocurre y tomo de la historia de José deteniendo al Sol?…

El señor Bergeret, se relamía ya, sonriendo, porque, sin duda, le animaba un secreto espíritu volteriano.

—Señor eclesiástico, ¿puede usted afirmar simultáneamente que Josué detuvo al Sol y que no lo detuvo?

El rector del Seminario discurría con firme criterio. Famoso controversista, clavó en su contrincante una mirada luminosa, tomando aliento.

—Acerca de la justa interpretación, a la vez liberal y espiritual, del pasaje del Libro de los Jueces, a que hace usted referencia, y en el cual muchos incrédulos aturdidos tropezaron, contestaré sin temor: Sí; profeso dos opiniones distintas y simultáneas. Como físico, deduzco de leyes físicas, o sea de la observación, que la Tierra gira en torno del Sol, inmóvil. Y como teólogo, creo que Josué detuvo la marcha del Sol. Aparece la contradicción, pero no es irreductible. Voy a probárselo inmediatamente. La idea que tenemos del Sol es puramente humana; sólo concierne al hombre, y no puede convenir en absoluto a Dios. Para el hombre, no gira el Sol en torno de la Tierra; lo admito, dando la razón a Copérnico. Pero no podré nunca obligar a Dios para que se ajuste a las teorías de Copérnico, como yo me ajusto, ni trataré de investigar si en la idea de Dios el Sol gira o no gira en torno de la Tierra. Sin duda, no me hacía falta un texto del Libro de los Jueces para saber que la astronomía humana es diferente de la astronomía de Dios. Las observaciones acerca de los astros, el número y el espacio, no abarcan el infinito, y es necio presumir que podemos comprometer al Espíritu Santo con una dificultad física o matemática.

—¿De modo que usted supone permitido tener dos opiniones contradictorias, una humana y otra divina —preguntó el catedrático—, hasta en matemáticas?

—No me apura lo que usted ha creído un terrible aprieto —repuso el padre Lantaigne—. Las matemáticas ofrecen una exactitud que las acerca bastante a la verdad absoluta. Los números no son temibles; al contrario: sólo es temible la razón humana, que, ansiosa de hallar un principio, se ofusca y, extraviándose, reduce a un sistema de números el Universo. Es un error condenado ya por la Iglesia. De cualquier modo, no afirmaré atrevidamente que las matemáticas humanas difieran de las matemáticas divinas. Entre unas y otras no habrá contradicción, sin duda, y me complazco en pensar que usted no se promete oírme decir que, para Dios, tres y tres pudieran ser nueve. Pero conocemos algunas propiedades de los números, y Dios las conoce todas. Predicadores y publicistas católicos, tenidos por eminentes, afirman que la Ciencia puede armonizarse con la Teología. Detesto semejante indiscreción, semejante impiedad, porque me parece impío medir con el mismo rasero la verdad inmutable, absoluta, y la verdad imperfecta, provisional, llamada Ciencia. El insano deseo de armonizar realidades y apariencias, el cuerpo y el alma, producen muchas opiniones miserables y funestas en las que los apologistas actuales explayan su temeraria cobardía. Uno, perteneciente a la Compañía de Jesús, admite la pluralidad de los mundos habitados; acepta que seres provistos de inteligencia puedan poblar Marte y Venus, y se conforma con mantener para la Tierra el privilegio de la Cruz, que la realza y singulariza entre todos los mundos creados. Otro, en la cátedra de Teología que hubo en la Sorbona, se resignó a que los geólogos pudieran desenterrar vestigios de preadamitas, reduciendo la génesis bíblica a la organización de un distrito del Universo para residencia de Adán y de sus crías. ¡Oh necias locuras! ¡Oh vergonzoso atrevimiento! ¡Oh viejas novedades, cien veces condenadas ya por la Iglesia! ¡Oh triste ruptura de la solemne unidad! Es preferible, como lo hicieron Raimundo el Grande y su historiador, proclamar que la Religión y la Ciencia no deben confundirse, apartadas como lo relativo y lo absoluto, lo finito y lo infinito, la sombra y la luz.

—Señor eclesiástico —dijo Bergeret—, desprecia usted la ciencia.

El sacerdote meneaba la cabeza.

—No, señor Bergeret; eso, no. Muy al contrario: sigo el ejemplo de Santo Tomás de Aquino y de todos los doctores que supieron estimar la ciencia y la filosofía. Despreciando la ciencia, despreciaríamos la razón; despreciando la razón, despreciaríamos al hombre; despreciando al hombre, despreciaríamos a Dios. El escepticismo imprudente, que vitupera la razón humana, es el primer paso hacia el escepticismo criminal, que hace mofa de los misterios divinos. Yo estimo la ciencia como un favor del Cielo. Pero si Dios ha dado al hombre la ciencia, no le ha dado «su» ciencia. Su geometría no es nuestra geometría. Nuestra geometría se reduce a las tres dimensiones del espacio; la geometría de Dios abarca el infinito. Dios nunca nos ha engañado, por lo cual pudo formarse una ciencia humana; pero no poseemos el conocimiento de toda la verdad, por lo cual es impotente nuestra ciencia: sus diminutas verdades aún están muy lejos de la verdad infinita. Y no me desanima su desacuerdo evidente, porque no dice nada contra el Cielo ni contra la Tierra.

El señor Bergeret juzgó tan hábil como atrevido ese razonamiento, y conforme a los intereses de la fe.

—Pero no es ésa la doctrina de nuestro arzobispo. Monseñor Charlot habla con frecuencia en sus pastorales de las verdades de la religión confirmadas por los descubrimientos de la ciencia y muy especialmente por las experiencias del doctor Pasteur.

—¡Oh! —repuso el padre Lantaigne con voz nasal y algo displicente—. Su eminencia, por lo menos en filosofía, se atiene a la santa pobreza.

En aquel instante pasó junto a ellos un sacerdote desmayado y barrigudo.

—Baje un poco la voz —dijo el catedrático—; el padre Guitrel está oyéndolo.