IV
Sin duda, el padre Guitrel, profesor de Elocuencia Sagrada en el Seminario de ***, tenía relaciones incesantes con el señor prefecto Worms-Clavelin y con la señora Worms-Clavelin, hija del señor Coblentz. Pero el padre Lantaigne no estaba en lo cierto al suponer que frecuentaba los salones de la prefectura el padre Guitrel, pues, de hacerlo, hubiera intranquilizado igualmente al arzobispo y a las logias masónicas. El prefecto era V. del Sol. Lev. En la pastelería de la señora Magloíre, plaza de San Exuperio, adonde iba cada sábado, por la tarde, a comprar dos pastelitos de quince céntimos, uno para su criada y otro para sí, es donde había conocido el padre Guitrel a la señora del prefecto, la cual estaba comiendo babas en compañía de la señora Lacarelle, casada con el secretario particular de Worms-Clavelin.
Por sus maneras, a la vez obsequiosas y prudentes, que permitían esperarlo todo sin dejar temer nada, el profesor de Elocuencia, desde un principio, agradó a la señora Worms-Clavelin, que adivinó en el clérigo el alma, los modales y casi el sexo de aquellas corredoras de alhajas, amigas tutelares de su juventud en los tiempos dificultosos de Batignolles y de la plaza de Clichy, cuando Noemi Coblentz, siendo ya una mujercita, se marchitaba en la agencia de negocios de su padre Isaac, entre los embargos y los registros de la Policía. Una de aquellas vendedoras, que la estimaban, la señora Vacherie, la sirvió de medianera con el joven abogado activo y de porvenir, Teodoro Worms-Clavelin, quien, suponiéndola prudente y útil, la hizo su esposa después de venir al mundo su hija Juana, y a quien ella, en agradecimiento, ayudó a escalar las alturas administrativas, trabajando para conseguir que le ascendieran pronto. El padre Guitrel se parecía mucho a la señora Vacherie. La mirada, los gestos, la voz, todo. Esta semejanza, de buen augurio, bastó para inspirar a la señora Worms-Clavelin una súbita simpatía. Siempre había respetado al clero católico, por considerarlo una de las potencias que rigen el mundo, y constituyóse, cerca de su marido, en protectora del padre Guitrel.
Worms-Clavelin, que reconocía en su mujer una virtud misteriosa y profunda, un acierto, un tacto especial, acogió afectuosamente al clérigo, viéndolo con frecuencia en la platería Rondonneau, hermano, de la calle de Tintelleries.
Fue una vez para elegir unas copas de plata, ofrecidas por el Estado como premio en las carreras organizadas por el Fomento de la Raza Caballar; y luego frecuentó la platería, sintiendo la perdurable atracción de los metales preciosos. El padre Guitrel buscaba ocasiones propicias de curiosear en el establecimiento de Rondonneau, fabricante de utensilios de iglesia: candeleros, lámparas, incensarios, cálices, patenas, custodias, tabernáculos. El prefecto y el cura se miraban con simpatía, encontrándose, con frecuencia, en los almacenes del piso principal, solos y libres de curiosos, ante un mostrador atestado, y entre las imágenes y lámparas, entre los mil objetos de metales preciosos destinados al culto, a los cuales Worms-Clavelin había dado el nombre de «santurronerías». Repantigado en el único sillón del establecimiento, saludaba con la mano al padre Guitrel, que, gordo y negro, se deslizaba como un enorme ratón entre las vitrinas.
—Buenos días. Me alegro de verle, señor cura.
Y era verdad. Sentía vagamente que junto al sacerdote de sangre campesina, tan francés por su carácter y por su apariencia como los renegridos muros de San Exuperio y los viejos árboles del paseo, su espíritu se afrancesaba, naturalizándose, desprendiéndose de los dejos alemanes y asiáticos de su raza. La intimidad con un sacerdote le halagaba, saboreando, sin darse cuenta, el orgullo del desquite. Someter, auxiliándole, a un tonsurado, a uno de aquéllos que durante dieciocho siglos consagrábanse a predicar la excomunión y la exterminación de los circuncisos, era para un judío el mayor gusto posible. Además, aquella sotana vieja y sucia que le hacía reverencias era respetada en lugares donde a un judío no se le permitía entrar. Los aristócratas de la región veneraban los hábitos humillados ante el soberbio levitón del prefecto. El saludo respetuoso de un sacerdote le parecía casi un triunfo alcanzado sobre la rebelde aristocracia rural que le había hecho sentir dolorosamente una indiferencia claramente despreciativa.
El padre Guitrel, humilde y delicado, hacía valer su afabilidad.
Tratado como un señor poderoso por aquel político de la iglesia, el jefe de Administración civil pagaba en atenciones lo que recibía en respetos, prodigando frases conciliadoras:
—No faltan sacerdotes respetables e inteligentes. Cuando el clero limita su acción a sus legales atribuciones…
El padre Guitrel inclinóse humildemente, y el señor Worms-Clavelin añadió:
—La República no sostiene contra el clero una lucha sistemática. Si las Congregaciones hubieran querido someterse a la ley, evitarían muchas contrariedades.
El padre Guitrel dijo con mesura:
—Hay una cuestión de derecho: yo la resolvería siempre a favor de las Congregaciones. Hay otra cuestión de hecho: las Congregaciones realizaban una buena obra.
El prefecto dio por terminado el asunto con estas frases:
—No hay para qué insistir en lo ya consumado; pero la nueva orientación es conciliadora.
Y el padre Guitrel inclinóse nuevamente, mientras Rondonneau, hermano, hundía la cabeza entre las hojas de un libro comercial, y sobre su calva paseaban algunas moscas.
Una tarde, viéndose obligada la señora de Worms-Clavelin a dar su opinión acerca de una copa que debía de entregar el prefecto al vencedor en las carreras de caballos de tiro, fue con su esposo a la platería de Rondonneau, hermano, y encontró al padre Guitrel en el despacho del platero. El sacerdote hizo ademán de retirarse, pero le suplicaron que se quedara. Luego consultaron su opinión acerca de las ninfas que, arqueadas hacia atrás, formaban las asas de la copa. Al prefecto le hubiera gustado que fuesen amazonas en vez de ninfas.
—Cierto: amazonas —murmuró el profesor de Elocuencia Sagrada.
La señora Worms-Clavelin hubiera preferido centauros.
—Efectivamente: centauros —dijo el profesor de Elocuencia Sagrada.
Entretanto, Rondonneau, hermano, alzaba el modelo en cera y sonreía satisfecho, admirándose de la perfección de su obra futura.
—Señor sacerdote —preguntó el prefecto—, ¿sigue proscribiendo la Iglesia el desnudo en las artes?
El padre Guitrel respondió:
—La Iglesia no ha proscrito nunca por completo el desnudo; pero siempre ha moderado con prudencia su empleo.
La señora Worms-Clavelin, mirando al sacerdote, notó que se parecía de un modo extraordinario a la señora Vacherie. Hablóle de su gusto por las antigüedades y del encanto que le proporcionaban los brocados, terciopelos y encajes antiguos. Le confesó las ansias que había sentido desde los tiempos en que arrastraba su miseria juvenil ante las vitrinas de los anticuarios de la calle de Breda. Le dijo que soñaba con tener un salón decorado con viejas capas pluviales y antiguas casullas, y que desearía encontrar esas joyas centenarias.
El padre Guitrel respondió que, sin duda, los ornamentos sacerdotales ofrecían a los artistas modelos preciosos, lo cual probaba claramente que la Iglesia no era enemiga de las artes.
Desde aquel día, el profesor de Elocuencia Sagrada se dedicó a descubrir en las parroquias de los pueblos antigüedades suntuosas, y no dejó pasar una semana sin que llevase a casa de Rondonneau, hermano, una casulla o una capa pluvial, diestramente arrebatadas a un cura sencillo.
El padre Guitrel remitía sin tardanza el donativo de veinte francos, a lo sumo, que le daba el prefecto para corresponder al despojo y pagar el brocado, los galones o el terciopelo.
En medio año el salón de la señora Worms-Clavelin llegó a parecer un tesoro de catedral; parecía desprenderse de tanta riqueza un suave perfume de incienso.
Una mañana de verano, el padre Guitrel, acudiendo, como de costumbre, a la platería, encontró en los almacenes del piso principal al señor Worms-Clavelin fumando satisfecho, radiante de júbilo. Había conseguido colar a su candidato, un joven realista resellado, y contaba con la benevolencia del ministro, el cual, siempre cauteloso, prefería los nuevos republicanos a los antiguos, porque le resultaban más humildes y menos exigentes.
Dejándose arrastrar por la satisfacción embriagadora que le hacía expansivo, dio al sacerdote una prueba de confianza tocándole sobre un hombro.
—Señor mío, es necesario que haya muchos curas como usted, ilustrados, tolerantes y sin prejuicios, porque usted no tiene prejuicios, conocedores de las conveniencias actuales y de los anhelos de la sociedad democrática. Si se inspirasen el episcopado y todo el clero francés en sentimientos a la vez progresistas y conservadores, como los profesa la República, el futuro se ofrecería muy hermoso.
Y, envuelto en el humo de su magnífico cigarro, expuso acerca de la Religión ideas reveladoras de una ignorancia tal, que íntimamente consternaron al padre Guitrel, que hizo un esfuerzo para contener sus impresiones. El prefecto decía ser más cristiano que muchos cristianos, y en un lenguaje de logia masónica exaltaba la moral de Jesús, despreciando y confundiendo la superstición y los dogmas fundamentales; haciendo una ensalada con las agujas que dejan caer en la piscina de San Pal las mozas casaderas y la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. El padre Guitrel, acomodaticio en todo, pero incapaz de la más pequeña concesión tocante al dogma, balbuceó:
—Hay que distinguir unas cosas de otras; hay que distinguir, señor prefecto.
Para variar de asunto, sacó de la sotana un pergamino y lo extendió sobre la mesa. Era una página de canto llano, con el texto en caracteres góticos, orlada y con una hermosa titular.
El prefecto fijó en el pergamino sus pupilas redondas y salientes como dos bolas de cristal. Rondonneau, estirando el cuello, acercó su cabeza pelada y rubicunda.
—La miniatura de la titular es bastante primorosa —dijo—; Santa Agueda, ¿eh?
—Sí; el martirio de Santa Agueda —respondió el padre Guitrel—. Vean a los verdugos atenazando los pechos de la santa.
Y prosiguió con su voz dulzona, que se deslizaba como un jarabe espeso:
—Tal fue, según las actas auténticas, el suplicio a que la condenó el procónsul. Una hoja de antifonal, señor prefecto; una pequeñez, una insignificancia; pero acaso encuentre su lugar en las colecciones de la señora Worms-Clavelin, tan amante de nuestras antigüedades cristianas. Representa esta página un paso de la historia de Santa Agueda.
Y, marcando mucho la acentuación tónica, descifró el texto latino:
—Dum torqueretur beata Agata in mamilla graviter dixit ad judicen: «Impie, crudelis et dire tyranne, non et confusus amputare in femina quod ipse in matre suxisti? Ego habeo mamillas integras intus in anima quas Domingo consecravi».
El prefecto, que recordaba un poco todavía sus latines de bachiller, comprendió a medias, y por significarse como verdadero vástago de raza francesa, dijo que la página leída era provocante.
—Ingenua —repuso el padre Guitrel—, sólo ingenua.
El señor Worms-Clavelin reconoció que seguramente había mucho de ingenuo en el lenguaje de la Edad Media.
—Y mucho de sublime —dijo el padre Guitrel.
Pero el prefecto, continuaba dispuesto a encontrar en el latín de la Iglesia un algo de maliciosa intención, y, sonriendo entre irónico y testarudo, arrollaba el pergamino y agradecía con frases afectuosas el obsequio.
Luego, llevando suavemente al padre Guitrel hasta el alféizar de la ventana, murmuró a su oído:
—Mi estimable Guitrel, en cuanto haya oportunidad, haré algo en su favor.