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Sentados en un banco del paseo, el padre Lantaigne, rector del Seminario, y el señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras, discutían conforme a su veraniega costumbre. Tenían opiniones diametralmente opuestas en todo; nunca hubo dos personas más distintas, por sus estudios y por su carácter; pero eran los únicos en la ciudad que se interesaban por las ideas generales. Esta simpatía los unió. Filosofando a la sombra de los olmos cuando hacía buen tiempo, se consolaban, el uno, de su celibato; el otro, de los engorros de la familia, y ambos, de las molestias profesionales y de su idéntica impopularidad.

Aquella tarde veían, desde el banco donde estaban sentados, el monumento de Juana de Arco, enfundado aún. Habiendo la Doncella hecho noche una vez en la ciudad, en el domicilio de una honrada señora, llamada la Gausse, para conmemorar aquel suceso histórico, el municipio, con el concurso del Estado, elevaba, en 189…, un monumento. Dos artistas, hijos del país, uno escultor y otro arquitecto, habían ejecutado la obra, poniendo sobre un pedestal a la virgen «armada y pensativa».

Habíase fijado para el domingo próximo la inauguración. El ministro de Instrucción pública, seguramente, asistiría; lo aguardaban. Se daba por segura una abundante distribución de cruces de la Legión de Honor y de Palmas académicas. Los burgueses iban al paseo para contemplar el lienzo que cubría la figura de bronce y el pedestal de piedra. Se instalaban los feriantes junto a las murallas, y en los barracones construidos para servir de cafetines, apoyados en los olmos, fijándose tiras de percalina con semejantes letreros: Única cerveza Juana de Arco: gran café de la Doncella.

Viéndolo, afirmaba el señor Bergeret que merecía elogios el concurso de los ciudadanos reunidos para honrar a la libertadora de Orleáns.

—El archivero municipal —añadió—, el señor Mazure, se ha significado escribiendo una Memoria para demostrar que la famosa tapicería histórica donde se representaba la entrevista de Chinon, lejos de haber sido tejida en Alemania, próximamente hacia 1430, lo fue, sin duda, en uno de los talleres que por aquella época hubo en la Francia flamenca. El señor Mazure sometió las conclusiones de su Memoria al dictamen del prefecto Worms-Clavelin, que las calificó de eminentemente patrióticas, aprobándolas y haciendo concebir a su autor la esperanza de verse condecorado con las Palmas académicas al pie de la estatua de Juana. También se asegura que en su discurso de inauguración el señor prefecto dirá, con la mirada fija en los Vosgos, que Juana de Arco es una hija de Alsacia-Lorena.

El padre Lantaigne, poco aficionado a las burlas, lo oía sin que su rostro perdiera gravedad, como si le hablaran en serio, y sin hacer intención de responder. Creía muy loables, en principio, los festejos dedicados a Juana de Arco. El mismo, dos años antes, había predicado en San Exuperio un panegírico de la Doncella, estudiando en la heroína la noble patriota y la buena cristiana. No le parecía cosa de burla solemnizar glorias de la patria y de la fe; patriota y cristiano, dolíale solamente que todo el clero, con el arzobispo a la cabeza, no figurasen allí en primera linca.

—Lo que determina la continuidad de la patria francesa —dijo— no son los reyes, ni los presidentes de la República, ni los gobernadores de provincia, ni los prefectos, ni los servidores de la corona, ni los funcionarios del régimen actual: es el episcopado, que, desde los primeros apóstoles de las Galias, ha subsistido hasta nuestros días sin interrupción, sin cambio, sin reforma, constituyendo, por decirlo así, la sólida armazón de la historia de Francia; el poder del obispado es espiritual y perpetuo. Los poderes de los reyes, legítimos, pero transitorios, están ya emplazados al nacer. No depende la duración de la patria de lo que duren ellos. La patria es toda espíritu, y la sostienen la moral y la religión. Así, pues, aun cuando materialmente no figura en los festejos civiles, el clero hará sentir en el alma su verdadera representación. Juana de Arco nos pertenece, y es inútil que los incrédulos nos la quiten; siempre será nuestra.

—Es natural, sin embargo, que la inocente Doncella, convertida en un símbolo de la patria, sea reivindicada por todos los patriotas.

—No concibo, ya se lo he dicho a usted, otras veces, la patria sin religión. Todos los deberes emanan de Dios, y el deber del ciudadano en este punto no es distinto de los demás. Cuando se alejan de Dios, todos los deberes terminan. Será un derecho y un deber librar del invasor el suelo de su patria, no en virtud de un supuesto derecho de gentes, que no ha existido nunca, sino conforme a la voluntad de Dios. Esta conformidad aparece clara en las historias de Jael y Judit. Resplandece más aún en el Libro de los Macabeos. Puede adivinarse también en los heroísmos de la Doncella.

—Usted, señor eclesiástico, supone según veo, que Juana de Arco pudo recibir una misión divina; que obraba por mandato de Dios. El supuesto ha de vencer muchas dificultades. Yo sólo quiero formular una, porque subsiste aún dentro de las creencias de un católico. Se refiere a las voces y a las apariciones que se manifestaron a la campesina de Domrémy. Admitiendo que Santa Catalina se apareció realmente a la hija de Jacquot d’Arc, en compañía de San Miguel y de Santa Margarita, se tropieza en una dificultad muy grande cuando se averigua que Santa Catalina de Alejandría no existió jamás, y que su historia es una deplorable novelucha griega. Esto se probó ya en el siglo diecisiete, y no se debe la información a un libertino malvado, sino a un sapiente doctor de la Sorbona. Hombre piadoso y de buenas costumbres, Juan de Launoy. El juicioso Tillemont muy sometido a la Iglesia, considera una invención absurda lá historia de Santa Catalina. ¿No son ésos testimonios molestos para cuantos afirman que hablaron a Juana de Arco voces del Cielo?

—El martirologio, señor mío, por muy verdadero que sea, no es artículo de fe; y es posible, como lo hacen Tillemont y el doctor Launoy, dudar de Santa Catalina de Alejandría. Por mi parte, no he llegado a tal extremo, y me parece temeraria una negación absoluta. Reconozco la procedencia oriental de la historia de Santa Catalina, recargada, es cierto, de pasajes fabulosos; pero, a mi juicio, esas labores de imaginación se bordaron sobre una trama verdadera. Ni Launoy ni Tillemont eran infalibles. No está negada en absoluto la existencia de Santa Catalina, y si por acaso la prueba histórica se hiciese, perdería todo su valor ante las afirmaciones contrarias de la prueba teológica, habiendo sido las apariciones milagrosas de referencia verificadas por el ordinario y solemnemente reconocidas por el Papa. En buena lógica, las verdades científicas no pueden imponerse contra las verdades de un orden superior. Pero no se conoce todavía la opinión de la Iglesia respecto a las revelaciones de la Doncella. El nombre de Juana de Arco no se ha escrito aún en el Canon de los Santos, y los milagros que hizo y que se hicieron por ella están sujetos a discusión; yo no los niego ni los afirmo, y desde un punto de vista puramente humano, descubro en la historia de la prodigiosa Doncella de Orleans el apoyo que presta Dios a Francia.

—Me parece, señor eclesiástico, haber comprendido que usted no tiene por milagro comprobado la singular aventura de Fierbois, cuando Juana de Arco reveló, según dicen, una espada escondida en el muro. Tampoco afirma que la Doncella resucitara (como aseguró haberlo hecho) una criatura de Lagny. A mi juicio, tienen uno y otro suceso interpretación natural Admito que la espada estuviese ofrecida como exvoto en el muro de la iglesia, y en lugar visible, por tanto. En lo tocante al niño que la Doncella resucitó un momento para administrarle el bautismo, y que volvió a morir en cuanto la ceremonia hubo terminado, me limitaré a recordar que se veneraba cerca de Domrémy la imagen de Nuestra Señora de los Ariots, cuya especialidad consistía en reanimar, durante algunas horas, a los niños que nacían muertos. Supongo que la devoción aquella sirve de base racional a las ilusiones de Juana de Arco, al decir que había resucitado a una criatura para bautizarla.

—En su razonamiento hay mucha incertidumbre, señor mío, y antes de adoptarlo suspenderé mi juicio, que se inclina siempre hacia el milagro, por lo menos en cuanto se refiere a la espada de Santa Catalina. Porque los textos en este punto son claros: la espada estaba «en el» muro, dentro del muro, y fue necesario abrir un boquete para encontrarla. Tampoco es imposible que Dios, cediendo a la oración agradable de una Virgen, permitiese que reviviera una criatura para recibir el bautismo.

—Habla usted, señor eclesiástico, de «la oración agradable de una Virgen». ¿Admite usted, conforme a las creencias de la Edad Media, que hubiese una virtud, un poder extraño en la virginidad de Juana?

—Evidentemente, la virginidad es agradable a Dios, y Jesucristo se complace en el triunfo de sus vírgenes. Una doncella libró a Lutecia de Atila y sus hunos; otra libró a Orleáns, haciendo consagrar al rey legítimo en Reims.

El señor Bergeret quiso adoptar, hasta cierto punto, las últimas palabras del sacerdote, vertiéndolas en estas otras:

—Ciertamente, Juana de Arco fue una «mascota».

Pero no le oyó el padre Lantaigne, quien, levantándose, dijo:

—La misión de Francia en la cristiandad no se ha cumplido aún. Presiento que Dios ha de valerse todavía de la nación que fue la más fiel y la más infiel de todas.

—Por esa circunstancia, tal vez aparecen profetisas, como en los tiempos ignominiosos de Carlos Séptimo. Hay una en esta ciudad cuyos comienzos han sido mejores que los de Juana, pues a la hija de Jacquot d’Arc la creyeron loca sus padres, y la señorita Deniseau cuenta entre sus fervientes admiradores a su mismo padre. Sin embargo, no considero su fortuna muy grande ni duradera. Nuestro prefecto el señor Worms-Clavelin carece de cultura, pero no es tan simple como Baudricourt; y no tienen costumbre los presidentes de la República de recibir a las iluminadas. A Félix Faure no le aconsejará su confesor que atienda y pruebe a la señorita Deniseau. Contra lo que digo, podría usted argumentarme, señor eclesiástico, valiéndose de un sencillo ejemplo: Bernardette de Lourdes ha ejercido en las circunstancias actuales una influencia que no alcanzó jamás Juana de Arco. Ésta derrotó a unos centenares de ingleses hambrientos y desocupados; aquélla puso en marcha millares y millares de Peregrinos que dejan millones y millones de francos en una montaña de los Pirineos. ¡Y mi venerable amigo el señor Pedro Laffitte me asegura que atravesamos una época de filosofía Positiva!

—En lo que se refiere a Lourdes —repuso el padre Lantaigne—, sin meterme a crítico ni caer en una excesiva credulidad, reservo mis juicios, que serían arriesgados, por cuanto a la iglesia no ha decidido todavía. Pero en el entusiasmo y la fe de las peregrinaciones veo un triunfo de la Religión, como usted verá indudablemente, un fracaso de la filosofía materialista.