XII
Tenía su comercio de libros el señor Paillot en el ángulo que forma la plaza de San Exuperio con la de la calle de Tintelleries. Casi todas aquellas casas eran antiguas; las más próximas a la iglesia ostentaban letreros pintado s o esculpidos. En muchas, el violento declive de los tejados formaba un frontón picudo, y sus fachadas lucían las cruces del entramado. Una de aquellas casas, conservando sus viejas vigas labradas, era una verdadera joya en su género, que los inteligentes admiraban. Las carreras estaban sostenidas por modillones tallados: unos, en forma de ángeles con escudos, y otros, representando un fraile acurrucado. A la izquierda de la puerta, en un pilar, se alzaba una figura de mujer, mutilada, con la frente ceñida por una corona de grandes florones. Las gentes de la ciudad suponían que representaba a la reina Margarita. Y aquella casa era conocida por este nombre: Casa de la reina Margarita.
Creíase, fundando la creencia en afirmaciones de Dom Mauricer, autor de un Tesoro de antigüedades, impreso en 1703, que Margarita de Escocia vivió en dicha casa durante algunos meses del año 1483. Pero el señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Agricultura y Arqueología, prueba, en una Memoria sólidamente razonada, que dicho edificio lo construyó en 1488 un rico burgués llamado Felipe Tricouillard. Los arqueólogos de la ciudad, que acompañan a los curiosos en sus visitas, al hallarse frente a la casa, y aprovechando un momento en que las señoras estén distraídas, señalan con el dedo los blasones insinuantes de Felipe Tricouillard, grabados en un escudo sostenido por dos angelitos. Esos blasones, que Terremondre compara, muy juiciosamente, con los de Coleoni de Bérgamo están igualmente representados en un modillón que apoya el extremo izquierdo del dintel de la puerta principal.
La composición es muy confusa, y sólo comprensible para los que van advertidos. Respecto a una efigie de mujer, coronada, que se adosa a la gruesa viga perpendicular, el señor de Terremondre asegura, sin que le cueste mucho esfuerzo probarlo, que se trata de una imagen de Santa Margarita. En efecto: se distinguen aún a los pies de la santa vestigios de un cuerpo deforme, que será, sin duda, el diablo; y el brazo derecho, que a la figura principal le falta, debía enarbolar el hisopo que la bienaventurada sacudía sobre el enemigo del genero humano. Se concibe que Santa Margarita se vea representada en semejante lugar, teniendo en cuenta el documento encontrado por el señor Mazure, archivero del departamento, en cuyo documento consta que Felipe Tricouillard, contando en 1488 cerca de los setenta años, habíase casado poco antes con Margarita Larrivée, hija de un juez. Por una confusión, Que no debe sorprender a nadie, la gloriosa patrona de Margarita Larrivée ha sido confundida con la joven princesa de escocia, cuya residencia en la ciudad había dejado un imborrable recuerdo. Pocas damas legaron más grata y amable memoria que esa delfina, la cual murió a los veinte años, diciendo: «¡Mal haya la vida!».
La casa del señor Paillot, librero, está medianera a la casa de la reina Margarita. En otros tiempos, lucía también su fachada las cruces del entramado, y cada una de sus vigas descubierta y cada uno de los modillones que las apoyaban ofrecían tallas curiosas. Pero en 1860, Paillot, el viejo librero del arzobispado, la hizo derribar para reedificarla en estilo moderno, sencillamente, sin la menor ostentación de riqueza ni de arte, cuidando mucho de habilitarla del mejor modo posible para su comercio y para vivienda. Un árbol genealógico, estilo Renacimiento, cuya altura era igual a la de la casa, ocupando la esquina que forman la plaza de San Exuperio y la calle de Tintelleries, fue derribado, como todo; pero no destruido. Habiéndolo descubierto el señor de Terremondre con una oportunidad en un corralón, lo adquirió para el Museo. Es un monumento de alguna importancia. Desgraciadamente, las figuras de los patriarcas y de los profetas que surgían de las ramas como frutos maravillosos, y la Virgen florecida en la cúspide del árbol profético, fueron mutiladas por los terroristas el 1793, y el árbol sufrió nuevos destrozos en 1860, cuando lo llevaron al corralón, cargándolo como leña para quemar.
El señor Quatrebarbe, arquitecto diocesano, ha hecho un detenido estudio de tales mutilaciones en un interesante folleto titulado Los vándalos modernos. «Desconcierta y sobrecoge los ánimos —dice— pensar que tan preciosa reliquia de un siglo eminentemente católico pudo, en la época presente, ser astillada y quemada como leña».
Esto, dicho por un hombre cuyas tendencias clericales eran públicas, mereció las aceradas críticas de El Faro en un articulillo anónimo, en el cual se reconoció —con más o menos causa— la mano del archivero señor Mazure.
«En veintiséis palabras —decía el publicista— nos ofrece varios motivos de sorpresa el señor arquitecto diocesano. Lo primero que nos ha sorprendido es que pueda sobrecoger ni desconcertar a nadie la destrucción de un madero esculpido medianamente, y tan mutilado, que apenas tiene un detalle perceptible. Lo segundo es que sea ese madero, para el clerical señor Quatrebarbe, la reliquia de un siglo eminentemente católico, pues data de 1530; es decir, del año en que se reunió la Dieta de Augsburgo. Lo tercero es que omita el señor Quatrebarbe una pequeña noticia de importancia, y es que la preciosa reliquia fue arrojada en el corralón por su propio suegro, el señor Nicolet, arquitecto diocesano, quien transformó, en 1860, la casa de Paillot, dejándola como está. Lo cuarto que nos ha sorprendido es que ignore o haya olvidado también el señor Quatrebarbe que fue precisamente quien descubrió ese árbol genealógico en el corral de Clouzot, donde se pudría, el señor Mazure, archivero, el cual hizo una indicación al señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Agricultura y Arqueología, quien lo adquirió para el Museo después».
En su estado actual, tiene la casa del señor Paillot, librero, una fachada lisa y blanca, con tres pisos. La tienda, cuya estantería es verde, lleva un rótulo en letras doradas:
PAILLOT, librero.
En el escaparate lucen esferas terrestres y celestes de varios órdenes, libros de texto, estuches de matemáticas, manuales del servicio militar y varias novelas y publicaciones recientes, lo que nombra el señor Paillot «sección literaria». Otro escaparate menos ancho y más profundo, por la calle de Tintelleries, contiene obras de Agricultura y Derecho, completando así los instrumentos indispensables a la vida intelectual de la población. Dentro de la tienda, sobre un mostrador, amontónanse obras de literatura, novelas, crítica, memorias.
Las «ediciones de los clásicos» abarrotan los estantes, y en el fondo, junto a la puerta que se abre al pie de la escalera, reúnense, alineados en las tablas, una porción de libros antiguos. Porque la librería del señor Paillot es «moderna y antigua», dedicándose también al negocio de «libros de lance».
Aquel rincón oscuro de los pergaminos y pastas viejas atraía la curiosidad insaciable de los bibliófilos, que habían hecho allí muy felices hallazgos. Hablábase de cierto ejemplar en buen estado de la edición del Tercer libro de Pantagruel, descubierto en 1871 por el viejo señor de Terremondre, padre del actual presidente de la Sociedad de Agricultura y Arqueología, en el rincón de los pergaminos y pastas viejas. Hacíanse referencias misteriosas a un Mellin de Saint-Gelais, que tenía en el reverso de la portada un autógrafo de María Estuardo, descubierto por el señor Dutilleul en el mismo rincón y en la misma época, y adquirido por tres francos. Pero a esto se redujeron las historias y los hallazgos misteriosos. Nadie volvió a referir nuevas fortunas, y el rincón de los pergaminos y pastas viejas, monótono y triste, no sufría la más insignificante alteración. Allí estaban, perdurables, un ejemplar del Compendio de la historia de los viajes, en 56 volúmenes, y algunos tomos descabalados del Voltaire de Kehl, edición de lujo. El hallazgo del señor Dutilleul, dudoso para muchos, era negado por algunos, los cuales fundaban su opinión diciendo que Pudo muy bien mentir para darse tono el antiguo notario, y que, al tiempo de su muerte, no apareció en la biblioteca del señor Dutilleul ningún ejemplar de las poesías de Mellin de Saint-Gelais. A pesar de todo, los bibliófilos de la ciudad, yendo a la librería de Paillot con alguna frecuencia, no dejaban de sondear el rincón de pergaminos y pastas viejas, por lo menos, una vez al mes. El señor de Terremondre era de los más asiduos.
Bien afincado en el departamento, vivía con holgura, dedicándose a la cría de ganados y cultivando mucho sus aficiones artísticas. Dibujaba los figurines de trajes históricos para las cabalgatas, y era presidente del comité constituido con objeto de levantar sobre las murallas un monumento consagrado a Juana de Arco. Pasaba cuatro meses del año en París, y se le atribuían algunos galanteos. A los cincuenta años conservaba una figura esbelta y un elegante porte. Bien reputado entre todas las clases sociales de la capital, habíasele ofrecido varias veces la diputación; nunca la quiso admitir, alegando que juzgaba indispensable para su vida la independencia y la tranquilidad. Pero se buscaban otras causas para explicar su retraimiento político.
El señor de Terremondre había querido comprar la casa de la reina Margarita para establecer allí un Museo de Arqueología local y regalárselo a la ciudad, y la dueña de aquel inmueble, señora viuda de Houssieu, no aceptó las proposiciones que se la hicieron. A los ochenta y tantos años vivía en el antiguo caserón, sola, con una docena de gatos. Tenía fama de rica y de avarienta. Era necesario aguardar a su muerte. Al entrar en la librería de Paillot, el señor de Terremondre preguntaba invariablemente al librero:
—¿La reina Margarita continúa viviendo aún?
Y Paillot contestaba que sola y encerrada siempre, a su edad, cualquier noche moriría sin que nadie lo advirtiera. Entretanto, era de temer que prendiese fuego a la casa.
El vecino se preocupaba con esta idea; vivía sobresaltado, temiendo que la vieja señora tuviese un descuido y ardiera como un leño el caserón antiguo. Era una constante amenaza.
Interesábale mucho al señor de Terremondre la señora viuda de Houssieu. Sentía curiosidad por cuanto pudiera decir o hacer la que llamaba él reina Margarita. La última vez que la visitó, ella le había enseñado una estampa de la Restauración, que representaba malamente a la duquesa de Angulema oprimiendo contra su pecho los retratos de Luis XVI y de María Antonieta, guardados en un medallón. Dicha estampa, puesta en un marco negro, adornaba la salita del piso bajo. La señora viuda de Houssieu había dicho, mostrándola:
—Es el retrato de la reina Margarita, que antiguamente habitó esta casa.
Y el señor de Terremondre se había preguntado cómo una estampa con la figura de María Teresa Carlota de Francia puede parecer un retrato de Margarita de Escocia ni a la gente más inculta ni a las inteligencias más romas. Desde un mes atrás le preocupaba esto.
Entrando en la librería de Paillot una tarde, le dijo:
—¡Ya lo sé!
Y explicó a su amigo el librero las razones, muy verosímiles, de aquella confusión maravillosa.
—Es muy sencillo. Atiéndame, Paillot. En vez de Margarita Larrivée, suponen a Margarita de Escocia; confunden a Margarita de Escocia con Margarita de Valois, duquesa de Angulema. Y a esta duquesa de Angulema la confunden con la duquesa de Angulema, hija de Luis Dieciséis y de María Antonieta. Vea la sucesión de los errores: Margarita Larrivée, Margarita de Escocia; Margarita, duquesa de Angulema, duquesa de Angulema. ¿Eh?
»Me satisface mucho que se me haya ocurrido esa manera lógica de puntualizar los errores; para todo es necesario acudir a la tradición. Cuando la casa de la reina Margarita sea nuestra, restauraremos algo la memoria del amable Felipe Tricouillard».
Esto decía el señor de Terremondre, cuando entró de pronto en la tienda, con su impetuosidad acostumbrada, el doctor Fornerol, visitador infatigable de los dolientes, llevando siempre consigo la esperanza y el consuelo.
Gustavo Fornerol era un hombre grandón y bigotudo. Poseyendo unas haciendas que le llevó su mujer en dote, afectaba los modales de un propietario rural; hacía las visitas con sombrero blando, chaleco de caza y polainas de cuero. Aun cuando limitaba su clientela entre modestos burgueses, comerciantes y campesinos, tenía fama de ser uno de los médicos más hábiles de la ciudad.
Amigo de Paillot —como de todos sus conciudadanos—, era raro que le hiciera una visita inútil y que se detuviera hablando en la tienda. Sin embargo, en aquella ocasión echó mano a una de las tres sillas de anea que, ocupando el rincón de los pergaminos y pastas viejas, dieron a la librería Paillot extraordinario renombre de hospitalidad literaria, docta, cortés y académica.
Arrellanóse, tomó aliento, saludó con la mano a Paillot y al señor Terremondre con alguna más reverencia; después dijo:
—¡Estoy fatigado!… ¿Y qué me cuenta usted, amigo Paillot, qué me cuenta del espectáculo de ayer? ¿Qué opinión le merecieron a la señora Paillot la obra y los cómicos?
El librero no manifestó ninguna opinión determinada. Creía que un comerciante prudente no debe formular juicios rotundos en su tienda. Iba poco al teatro, en familia nada más El doctor Fornerol era el médico de la empresa, y por esta razón iba diariamente a ocupar su butaca.
Una compañía, de paso, con Paulina Giry de primera actriz, la noche antes había representado La maríscala.
—Es admirable siempre Paulina Giry —dijo el doctor.
—Eso es lo que opina la gente.
—Comenzó muy joven su carrera —dijo el señor de Terremondre, mientras hojeaba curiosamente el volumen XXXVIII de la Historia general de los viajes.
—¡Caramba, no tanto! —replicó el doctor—. ¿Sabe usted que no se llama Giry?
—Su verdadero apellido es Girou —dijo con autoridad el señor de Terremondre—. Yo he conocido a su madre, Clemencia Girou. Hace quince años, Paulina Giry era morena y encantadora.
Se afanaban los tres, metidos en el rincón de los pergaminos, calculando la edad que debía de tener la cómica. Pero como sus datos eran inseguros o falsos, deducían consecuencias discordantes, cuando no absurdas, que les dejaban poco satisfechos.
—Estoy fatigado —insinuó el doctor—. Ustedes, al acabarse la función, se fueron a la cama. Yo, a medianoche, tuve que asistir a un viejo labrador que padece una hernia estrangulada. Su criado me dijo: «Ha vomitado todo lo que tenía en el cuerpo. Está en un grito constante. Se muere». Mandé que engancharan y salimos en dirección a Duroc, pasado el arrabal de Tramayes. Encontré a mi hombre berreando en la cama. Facies cadavéricas, vómitos estercorarios. ¡Muy bien! Su mujer me dijo: «Le mina por dentro el mal».
—Tiene cuarenta y siete años Paulina Giry —anunció el señor de Terremondre.
—Muy posible —dijo Paillot.
—Déjenla en los cuarenta y siete —repuso el doctor—. La hernia era doble y de mala índole. ¡Muy bien! Procedo a su reducción por el taxis. Aun cuando sólo es preciso apretar ligeramente con la mano, a los treinta minutos de semejante maniobra se tienen doloridos los brazos y los hombros. Y hasta el décimo intento, después de luchar cinco horas, no logré la reducción.
Estaba en esto el doctor Fornerol, cuando su amigo tuvo que levantarse y servir a dos señoras que pedían libros interesantes para leer en el campo. El médico, encarándose con el señor de Terremondre, prosiguió:
—Me sentía ya molido. Y dije al hombre: «Hay que guardar cama, boca arriba, mientras el ortopédico le construye un braguero conforme a mis indicaciones. Permanezca bien estirado y quieto para que no se presente de nuevo la estrangulación. ¡Ya sabe usted que la cosa es divertida! Eso, aparte de que un día no podrá resistirlo. ¿Comprende?». «Sí, señor». ¡Muy bien!
»Salgo al corral y me lavo en la bomba. Comprenda usted que, después de aquella maniobra, se imponía un lavatorio; me desnudo hasta la cintura y me froto los brazos, el cuello, el pecho durante un cuarto de hora. Vuelvo a vestirme. Bebo un vaso de vino blanco, ¡buen vino!, que me ofrecen. Ya clarea el cielo y cantan las alondras. Vuelvo a entrar en la alcoba del enfermo. Está oscura. Grito, dirigiéndome hacia la cama: “¿Comprende?, absoluta inmovilidad hasta que le traigan el braguero, que yo encargaré, dando mis instrucciones al ortopédico. Lo que usted padece no es cosa de cuidado. ¿Comprende?”. No contesta. “¿Se ha dormido?”. A mi espalda oigo la voz de la vieja, que me dice: “Señor médico, mi hombre no está en casa; tenía precisión de ir a la viña”».
—Reconozco en eso el carácter de nuestros campesinos —dijo el señor de Terremondre.
Meditó un momento, y repuso:
—Doctor, Paulina Giry tiene ahora cuarenta y nueve años. Debutó en mil ochocientos setenta y seis en el teatro del Vaudeville, y acababa de cumplir entonces veintidós; no me cabe duda.
—En ese caso —dijo el doctor—, sólo tendría cuarenta y tres; porque de setenta y seis a noventa y siete van veintiuno; estamos en el año mil ochocientos noventa y siete, y veintiuno y veintidós hacen cuarenta y tres.
—No es posible —dijo el señor de Terremondre—; porque Paulina Giry le lleva, por lo menos, seis años a Rosa Max, la cual ha cumplido hace tiempo los cuarenta.
—¿Rosa Max? No se lo discuto; pero es una hermosa criatura —dijo el doctor.
Estiróse, bostezando, y continuó:
—A las seis de la mañana, de regreso, y al entrar en mi domicilio, dos amasadores, que me aguardaban en el recibimiento, me anunciaron que su ama, la panadera de la calle de Tintelleries, hallábase a punto de dar a luz.
—Pero —interrogó el señor de Terremondre— ¿para dar ese aviso hacían falta «dos» amasadores?
—Había ido primero uno, y luego otro —respondió el doctor—. Les pregunté si ya se habían presentado síntomas característicos. No contestaron a mi pregunta: pero llegó un dependiente de la panadería en la tartana de su amo. Subo al vehículo, me siento junto al dependiente, que lo guiaba, el caballo da media vuelta para volver por donde vino, y he aquí que ruedo sobre el ladrillo de Tintelleries.
—¡Eso, eso es! —gritó el señor de Terremondre, que no abandonaba su idea—. En mil ochocientos sesenta y nueve debutó en el Vaudeville. Y el año setenta y seis fue cuando mi primo Courtrai la conoció… y la trató íntimamente.
—¿Habla usted de Jacobo Courtrai, el capitán de dragones?
—No; me refiero a su hermano Agenor, muerto en el Brasil… Paulina tiene un hijo, que terminó su carrera militar hace un año.
Así hablaba el señor de Terremondre, cuando el señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras, entró en la librería.
Al señor Bergeret se le reconocía derecho a una de las tres sillas académicas de casa Paillot, y era el más asiduo contertulio. En el rincón de pergaminos y pastas viejas hojeaban suavemente sus expertas manos las obras antiguas y las obras modernas, y aun cuando jamás compraba ni un libro, temiendo que lo arañasen, al saberlo, su mujer y sus tres hijas, era muy atendido por Paillot, que le demostraba sumo aprecio, estimándolo como un pozo de sabiduría y un alambique de los conocimientos bibliográficos, tan útiles para los libreros.
El rincón de la librería era el único sitio de la ciudad en donde podía el señor Bergeret respirar absolutamente satisfecho, porque en su casa le perseguía su mujer de habitación en habitación, sin dejarle punto de reposo por diversas causas de economía doméstica; en la Facultad, el decano, que le tenía malquerencia, obligábale a dar su curso en la peor de las aulas, una especie de cueva oscura y malsana, y en cualquiera de las tres clases sociales de la ciudad le ponían mal gesto por haber llamado a Juana de Arco «mascota militar».
El señor Bergeret se deslizó hasta el rincón de pergaminos y pastas viejas, el rincón académico.
—Buenos días, caballeros. ¿Hay novedades?
—Una, en la panadería de la calle de Tintelleries; puedo certificarla; en veinte minutos despachó la panadera, gracias a mis auxilios; y no dejaron de presentarse complicaciones; ahora pensaba referírselo al señor de Terremondre.
—La criatura —replicó el catedrático— no estaría decidida a nacer. Y estoy seguro de que ni a tirones la echarían al mundo si, dotada ya de inteligencia y de previsión, conociera el triste porvenir del hombre; sobre todo, en esta ciudad.
—Es una preciosa chiquilla —dijo el doctor—, una chiquilla que tiene una frambuesa en el costado izquierdo.
La conversación prosiguió animada entre el señor de Terremondre y el médico.
—¿Una preciosa chiquilla con una frambuesa en el costado izquierdo? Sin duda, la panadera sintió inevitable deseo de comer frambuesas mientras se quitaba el corsé. Un deseo de la madre no basta para imprimir la copia de lo deseado en el fruto de sus entrañas; precisa que la madre apoye una mano en su propio cuerpo. Y la imagen se formará en el sitio correspondiente. ¿No es eso lo que afirman, doctor?
—Eso es lo que afirman las pobres mujeres ignorantes —respondió el doctor Fornerol—. Y hay hombres, hasta médicos, lo cual es ya más lastimoso, que parecen mujeres en ese punto, y comparten la credulidad sin fundamento de las nodrizas. En cuanto a mí, la experiencia de muchos años que llevo en el ejercicio de la Medicina, el estudio de las observaciones de los sabios y, sobre todo, la comprensión general de la embriogenia, me impiden aceptar esos errores, populares.
—¿Así, pues, doctor, usted opina que los llamados «antojos», que presentan algunos niños, no se diferencian de otras manchas de la piel ni tienen signo conocido?
—¡Entendámonos! Los «antojos» ofrecen un carácter especial. No contienen vasos sanguíneos ni son eréctiles como los tumores, con los cuales 110 sería difícil que usted los confundiera.
—Reconociendo que tienen una constitución propia, distintiva, ¿no supone usted nada respecto a su origen, doctor?
—Absolutamente nada.
—Pero si esas manchas no son realmente «antojos», y usted les niega un origen…, ¿cómo llamarlo?…, un origen psíquico. No puedo explicarme la generalización de un supuesto que se menciona ya en la Biblia, y que tantas gentes afirman como una verdad comprobada. Mi tía Pastré, señora inteligente y nada crédula, murió a los setenta y siete años, en la primavera última, creyendo con la mayor certidumbre que las tres grosellas que tenía su hija Berta en la espalda eran de origen augusto, procedentes del parque de Neuilly, donde, hallándose ya encinta, fue presentada, en el otoño de mil ochocientos treinta y cuatro, a la reina María Amelia, que la hizo pasear por un sendero bordeado de grosellas.
El doctor Fornerol no tuvo réplica para este argumento. No le agradaba dejarse arrastrar por una discusión contradiciendo las opiniones de su clientela rica. Pero el señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras, volvió la cabeza, inclinándose sobre su hombro izquierdo, proyectó una mirada en el espacio, como hacía siempre antes de comenzar un discurso, y dijo:
—Señores, nadie me negará que los llamados «antojos» ofrecen poquísima variedad, reduciéndose a representar, según su forma y su color, fresas, grosellas, frambuesas, manchas de vino y de café. También puede añadirse a ese tipo (el más corriente) otro de manchones amarillos y difusos, a los que se atribuye la representación de pedazos de torta o de empanada. Pero ¿es posible suponer que a las mujeres encinta solamente les obsesiona el deseo de beber vino, de tomar café o leche, de comer frutos rojos, tortas o empanadas amarillas? Tal supuesto es un escarnio para la filosofía natural. El deseo, que según ciertos filósofos, es el creador único del mundo y el único sostén de la vida, ejerce su poder en las mujeres embarazadas, como en todos los seres animados, con la mayor amplitud y variedad. Las hace sentir secretos afanes, odios ocultos y extrañas perturbaciones. Sin recurrir a los efectos de su estado particular sobre los apetitos comunes a todo lo que vive, incluso los vegetales, reconoceremos que tal estado, lejos de provocar indiferencia, pervierte y exaspera con más facilidad los instintos profundos. No duden que si los recién nacidos recordaran los «antojos» de sus madres, veríamos impresas en su piel imágenes bien distintas de las inocentes fresas y gotas de café, que divierten la ignorancia de las matronas.
—Ya lo entiendo —expresó el señor de Terremondre—. Las mujeres deliran por las joyas; muchos niños nacerían con brillantes, rubíes y esmeraldas en los dedos; con brazaletes de oro en las muñecas y collares de perlas al cuello. Y menos mal que no sacaran otros dibujos, porque, al fin y al cabo, ésos pueden mostrarse.
—Precisamente —repuso el señor Bergeret.
Y cogiendo de la mesa, donde lo había dejado el señor de Terremondre, el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes, el catedrático sumergió la nariz entre las páginas 212 y 213 del libro. Hacía seis años que, al abrir, por un movimiento irresistible, aquel mismo volumen, le aparecían fatalmente aquellas páginas y nunca otras. En esto pudo ver una lección constante de su monótona vida, un símbolo de los uniformes trabajos universitarios y de las ocupaciones provincianas que preceden al día de la muerte y al trabajo del cuerpo en la sepultura. Como cientos de veces, aquella vez leyó el catedrático de la Facultad de Letras, en el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes, el principio de la página 212:
«… un camino hacia el Norte. “A este contratiempo —leyó— debemos la fortuna de haber podido visitar de nuevo las islas Sandwich y enriquecer nuestro viaje con un descubrimiento que, a pesar de ser el último, tiene muchas trazas de ser el más importante que los europeos hicieran en toda la extensión del Océano Pacífico”. Las dichosas predicciones que se anunciaban así, desgraciadamente no se vieron realizadas».
Y aquella vez, como un ciento de veces anteriores, la lectura de aquel párrafo entristeció profundamente al señor Bergeret. Mientras el catedrático reflexionaba, Paillot recibía, desdeñoso y altanero, a un pobre soldado que iba en busca de un cuadernillo de papel para cartas.
—Yo no tengo papel de cartas.
Y habiéndole dado semejante respuesta en tono despreciativo, le volvió la espalda.
Luego quejóse de León, su dependiente, que a todas horas buscaba excusas para salir, y una vez en la calle, siempre le parecía pronto para volver, por cuyo motivo el dueño de la casa, el propio Paillot, veíase molestado sin cesar por las impertinencias de gentes ignorantes. Pues ¡no iban a pedirle papel de cartas!
—Recuerdo con tal motivo —insinuó el doctor Fornerol—, que un día de mercado una mujer campesina vino a pedir un papel epispástico, y le costó a usted mucho disuadirla de su empeño y evitar que, alzando los refajos, mostrase al desnudo la parte dolorida que reclamaba la urgente aplicación del remedio.
Paillot no tuvo respuesta para este recuerdo anecdótico, dejando traslucir en su expresivo silencio que tales confusiones de gentes ignorantes herían su dignidad.
—¡Cielos! —clamó el señor de Terremondre, a quien inspiraban los libros un respeto cariñoso—. ¡El docto almacén de nuestro Frobein, de nuestro Elzevir, de nuestro Debure, confundido con la oficina farmacéutica de Thomas Diafoírus! ¡Qué ultraje!
—Ciertamente —replicó el doctor Fornerol—, la pobre mujer no pensaba ofenderle mostrando a Paillot la parte dolorida. Pero no hay que juzgar a todas las campesinas capaces de alzarse los refajos en público. En general, se resisten hasta para dejarse ver por el médico. Mis compañeros rurales me lo hacen observar con frecuencia. Mujeres del campo que padecen terribles enfermedades no se prestan a la exploración científica, y defienden su pudor con una energía y una terquedad que nunca muestran en las mismas circunstancias las mujeres de las ciudades, y mucho menos las de las clases más elevadas. Una labradora de Lucigny murió, hace poco, víctima de un tumor interno por no permitirme que la reconociera.
El señor de Terremondre, presidente de varias Academias locales, tenía prejuicios académicos, y aprovechó, contra Emilio Zola, estas indicaciones documentadas, deduciendo que había calumniado ignominiosamente a los campesinos en su libro La Tierra. Oyéndole, salió el señor Bergeret de su meditabunda tristeza, y dijo:
—Tenga usted por seguro que los campesinos fácilmente son incestuosos, borrachos y parricidas, como los presenta Zola. Si a sus mujeres las repugna prestarse a las observaciones clínicas, no es por impulsos de la castidad, que ignoran, sino por obedecer a preocupaciones propias de su inteligencia limitada.
»Las preocupaciones más difíciles de combatir son aquellas cuya simplicidad es mayor. La preocupación contra la desnudez perdura en el campo, y disminuye, de día en día, entre personas inteligentes que frecuentan museos, exposiciones de arte, que tienen la costumbre de tomar baños o duchas. También contribuyen a destruir esa preocupación el sentimiento estético y el gusto de sensaciones voluptuosas, además de otras causas puramente higiénicas y de salud. Estas consecuencias pueden sacarse de lo que nuestro doctor ha observado».
—Es de advertir —dijo el señor de Terremondre— que las mujeres bien formadas…
—Apenas hay algunas —interrumpió el médico.
—Su afirmación me hace recordar lo que me dijo un día mi pedicuro —expresó el señor de Terremondre—. Pues me dijo lo siguiente: «Si el señor de Terremondre fuera pedicuro como yo, le inspirarían menos entusiasmo las mujeres».
Paillot, librero, habiendo permanecido un rato con la oreja pegada a la pared, comunicó sus observaciones, diciendo:
—Algo debe de ocurrir en la casa de la reina Margarita, porque suenan voces y estrépito de muebles empujados con violencia.
Su preocupación constante hacíale temer una desdicha.
—Esa pobre anciana es capaz de prender fuego, y como el entramado es de madera, todo arderá.
Ninguno le respondió; ninguno trataba de tranquilizarle, despreciando sus temores. El doctor Fornerol, incorporándose con dificultad y estirando, no sin esfuerzo, los brazos entumecidos, fuese seguidamente a visitar a su clientela.
El señor de Terremondre se puso los guantes, dirigiéndose hacia la puerta. Observó a través del cristal que un caballero enjuto y estirado cruzaba la plaza de San Exuperio, dando zancadas, y dijo:
—Allí va el general Cartier de Chalmot. Celebraré que no tropiece al prefecto en su camino.
—¿Por qué? —preguntó el señor Bergeret.
—Porque no le convienen mucho al señor Worms-Clavelin semejantes encuentros. El domingo último, paseando en coche nuestro prefecto, vio al general Cartier de Chalmot a pie, acompañando a la señora y a las niñas. Repantigado en su victoria, en vez de llevarse la mano al sombrero, el señor Worms-Clavelin saludó sin ceremonia levantando el brazo, y dijo: «Buenos días, general». Encolerizado el general, se puso rojo como un tomate. La cólera es muy violenta en los tímidos. El general Cartier de Chalmot se descompuso, y con terrible intención, ante la ciudad entera que paseaba, imitó el gesto familiar del señor Worms-Clavelin, gritando con voz atronadora: «¡Buenos días, buenos días, prefecto!».
—Ya no se oye nada. Quedó absolutamente silenciosa la casa de la reina Margarita —dijo Paillot.