IX

Un artículo de El Liberal reveló a la ciudad de *** que albergaba una profetisa. Era la joven Claudina Deniseau, hija de un agente de colocaciones para mozos de labranza. Llegó a los diecisiete años la señorita Deniseau sin que nadie observase ninguna perturbación de sus facultades mentales ni de su salud. Rubia, de buenas carnes, baja, ni bonita ni fea, ofrecía un aspecto atractivo y un carácter alegre. «Ha recibido —afirmaba el periódico— buena educación burguesa, y fue siempre devota, sin exageración». Al cumplir dieciocho años, el día 3 de febrero de 189… a las seis de la tarde, mientras disponía los cubiertos en la mesa del comedor, parecióla oír la voz de su madre diciéndola: «Claudina, vete a tu cuarto». Fue a su cuarto y vio, entre la cama y la puerta, un resplandor, y en aquel resplandor, la voz resonaba: «Claudina, es preciso que gente de la ciudad y de los campos haga penitencia, para evitar males terribles. Te lo advierte Santa Radegunda, reina de Francia». La señorita Deniseau vio aparecer entre la claridad un rostro luminoso y transparente, que llevaba una corona de oro y piedras preciosas.

Desde aquella tarde, Santa Radegunda visitaba todos los días a la señorita Deniseau, revelándola secretos y haciendo profecías. Predijo las heladas, que agotaron las viñas en flor, y anunció que no vería las fiestas de Pascua el padre Rieu, párroco de Santa Ana. El anciano padre Rieu, efectivamente, murió el día de Jueves Santo. No cesaba de anunciar a la República y a la nación males terribles y próximos: incendios, inundaciones, degollinas. Pero anunciaba también que Dios, cansado ya de castigar al pueblo rebelde, le daría, con un rey, la paz y la prosperidad.

Santa Radegunda reconocía y curaba difíciles enfermedades. Inspirada por ella, la señorita Deniseau pudo preparar el ungüento que alivió al peón caminero Jobelin de una anquilosis en la rodilla, de tal modo, que pudo volver a trabajar.

Tales prodigios atrajeron la curiosidad hacia la casa que servía de albergue a los Deniseaux, en la plaza de San Exuperio, sobre las oficinas del tranvía. La joven fue observada por clérigos, por militares retirados y por doctores en Medicina. Creyeron advertir que, repitiendo las inspiraciones de Santa Radegunda, su voz tomaba entonaciones más sonoras, en su rostro aparecía una expresión más grave y su cuerpo adquiría mucha rigidez. Advirtióse también que usaba palabras que no son frecuentes en la conversación de las jóvenes, frases y conceptos que no era fácil explicarse de un modo natural.

Indiferente y burlón al principio, el señor prefecto Worms-Clavelin veía luego con inquietud el extraordinario rumbo que iban tomando las predicciones de la inspirada al anunciar el fin de la República y el entronizamiento de la Monarquía cristiana.

Había coincidido el primer nombramiento del señor Worms-Clavelin con los escándalos que hubo en el Elíseo, siendo presidente Grévy.

En adelante fue testigo de los canallescos negocios, ahogados frecuentemente, pero que renacían sin cesar, en descrédito del Parlamento y de los poderes públicos. Juzgando natural y sencillo aquel espectáculo ignominioso, concibió una tolerancia indulgente, que aplicaba sin escrúpulo a todo género de corrupciones administrativas. Un senador y dos diputados de su departamento hallábanse bajo el peso de una causa criminal. Los personajes más influyentes del partido, ingenieros y agiotistas, estaban en la cárcel o pasaban la frontera huyendo las persecuciones de la Justicia. En tales circunstancias, satisfecho de la adhesión de los pueblos al régimen republicano, no les exigía un celo administrativo extraordinario ni miramientos, que ya juzgaba él mismo antiguallas y símbolos de viejas costumbres. Los sucesos recientes habían ensanchado los horizontes de su limitada inteligencia. La gigantesca ironía de las cosas, envolviendo su alma, le hizo asequible a todo, sonriente y ligero. Convencido pronto de que los comités electorales eran la sola y temible autoridad que subsistía en el departamento, mostrábase dócil y dispuesto a servirlos, escondiendo su íntima resistencia. Ejecutaba sus órdenes, templando mucho el rigor. Al cabo, de oportunista llegó a ser liberal y progresista. Dejaba decir y hacer sin reparo, hasta cierto límite, pues era de sobra prudente para no consentir excesos ruidosos, y procuraba, por todos los medios, como celoso funcionario, que no sintiera el Gobierno una oposición manifiesta, y que los ministros pudiesen gozar tranquilamente de la indiferencia que, poco a poco, apoderándose de sus enemigos como de sus amigos, aseguraba su arraigo y su tranquilidad.

Agradábale ver que los diarios gubernamentales y los de las oposiciones, comprometidos unos y otros en los chanchullos agiotistas, habían desacreditado sus alabanzas y sus injurias. El periódico socialista, único libre de prevaricación, atacaba rudamente, pero no era muy leído; y como el triunfo posible de sus ideas inspiraba grandes inquietudes, la brecha que abrían sus certeros golpes la cerraba el temor de las gentes que, para evitar mayores males, fortalecían al Gobierno con apoyos inesperados. Así, pues, el señor Worms-Clavelin comunicaba sinceramente al ministro del interior que todo el departamento se adormecía en un reposo político absoluto, cuando la iluminada de la plaza de San Exuperio turbó la tranquilidad.

La señorita Deniseau profetizaba (repitiendo las revelaciones de Santa Radegunda) la caída del Ministerio, la disolución de las Cámaras, la dimisión del presidente de la República y el fin del régimen, derrumbado en el lodo. Era mucho más violenta que El Liberal y más creída, por no ser muchos los lectores de El Liberal, mientras que los juicios de la señorita Deniseau interesaban a toda la población. El clero, los ricos propietarios, la nobleza, la Prensa clerical acudían a su casa, tomando como artículo de fe sus palabras.

Reunía Santa Radegunda los dispersos adversarios del régimen actual, alistando a los «conservadores»; alistamiento inofensivo para los Poderes, pero inoportuno. Inquietaba más que todo al señor Worms-Clavelin la posibilidad de que un diario de París diese pábulo al asunto, «que tomaría entonces —tal era su opinión—escandalosas proporciones, exponiéndole a una reprensión del ministro». Resuelto a emplear un suave recurso para conseguir que la señorita Deniseau, callándose, pusiera término al conflicto, tomó informes acerca de la moralidad económica de sus padres.

La familia de los Deniseau no estuvo nunca bien considerada en la ciudad; la posición de todos ellos era humilde. Tenía el padre de Claudina una especie de agencia de colocaciones, ni mejor ni peor que las demás agencias de colocaciones; los amos y los criados lamentábanse de sus muchos descuidos, pero no dejaban de acudir.

En 1871 Deniseau había proclamado la Commune en la plaza de San Exuperio. Más adelante, cuando la expulsión de los padres dominicos, manit militan resistió a los gendarmes, dando motivo para que lo prendieran. Luego presentóse candidato socialista en las elecciones municipales, obteniendo un escaso número de votos. De ideas muy exaltadas, faltábale, para su realización, la fortaleza del espíritu. Se le juzgaba honrado.

La familia de la madre, Nadal de apellido, gozaba de más consideración que la de Deniseau, por ser de labradores acomodados y de honradez notoria. Una tía de Claudina, padeciendo alucinaciones, fue recluida en un manicomio durante algunos años. Los Nadales eran devotos y bienquistos entre los clericales. A esto se redujeron las noticias que pudo reunir el señor prefecto.

Acerca del asunto habló una mañana con su secretario particular, el señor Lacarelle, perteneciente a una muy antigua familia de la región y bien informado en todo lo referente al departamento.

—Amigo Lacarelle, hay que ver la manera de acabar con esas locuras de la señorita Deniseau, porque la señorita Deniseau es una pobre loca.

Lacarelle respondió con cierta expresión de importancia, inherente a sus largos bigotes rubios:

—Señor prefecto, están divididas las opiniones acerca del particular, y muchos aseguran que las facultades mentales de la señorita Deniseau gozan de un perfecto equilibrio.

—Pero es indudable que usted, al menos, dista mucho de suponer a Santa Radegunda en conciliábulos matinales con la señorita Deniseau para dejar como un guiñapo al jefe del Estado y al Gobierno en masa.

Lacarelle creía que se exageraba mucho, que los enemigos de la República explotaban aquella manifestación extraordinaria; y era, en realidad, extraordinario que la señorita Deniseau recetase medicinas infalibles a enfermedades incurables, devolviendo la salud al peón caminero Jobelin y a un antiguo alguacil, llamado Favru; era extraordinario también predecir sucesos que después ocurrirían como fueron anunciados.

—Puedo acreditar uno, señor prefecto. Hace ocho días, la señorita Deniseau dijo: «Hay un tesoro escondido en el campo Faifeu, en Noiselles». Se hicieron excavaciones en el sitio indicado, y se descubrió una losa de piedra que cerraba la boca de un subterráneo.

—De todas maneras, no es admisible que Santa Radegunda…

Se contuvo, pensativo y curioso. Ignoraba completamente la hagiografía de la Galia cristiana y las antigüedades nacionales; pero había estudiado, en el Bachillerato, manuales de Historia, y esforzóse para despertar sus recuerdos adolescentes.

—Santa Radegunda, ¿era la madre de San Luis?

El señor Lacarelle conocía las tradiciones regionales, y pudo responderle pronto.

—No, señor; la madre de San Luis era doña Blanca de Castilla, Santa Radegunda pertenece a tiempos más antiguos.

—Sea como sea, no puedo permitir que las revelaciones de la señorita Deniseau preocupen a todo un pueblo. Y usted, mi querido Lacarelle, se lo hará comprender al padre de la muchacha, para que dé unos azotes a su hija y la encierre una temporada.

Lacarelle se retorcía los bigotes.

—Señor prefecto, sería muy conveniente que viera usted a la señorita Deniseau. Resulta interesante. Y estoy seguro de que le concedería una sesión particular, exclusivamente para usted solo.

—Imposible; yo no puedo hacer tal cosa; no puedo ir a ver a una rapaza que me diga que mi Gobierno es una pandilla de bribones.

Worms-Clavelin era incrédulo; sólo consideraba las religiones desde un punto de vista puramente administrativo. Sus padres no le habían legado creencia ninguna, careciendo en absoluto de supersticiones como de patria. Su alma no se alimentó de antiguas aprensiones, quedando vacía, incolora y libre. Por incapacidad metafísica y por instinto de acción y de pertenencia, encastillado en la verdad tangible de buena fe, la juzgaba positiva. Bebiendo bocks de cerveza en los cafés de Montmartre con algunos químicos afiliados a la política, se declaró partidario incondicional de los métodos científicos, y más tarde los preconizaba en las logias, dirigiéndose a los maestras francmasones. Le agradaba revestir con agradable aspecto de sociología experimental sus intrigas políticas y sus expedientes administrativos, y apreciaba mucho la ciencia, porque la creía muy útil para él. «Sinceramente profeso —decía— la fe absoluta en los hechos, carácter principal de un sabio, de un sociólogo». Y por afirmarse tanto en los hechos, por blasonar de positivista, el asunto de la iluminada comenzó a inquietarle.

Su secretario particular, el señor Lacarelle, le había dicho: «La señorita Deniseau ha curado a un peón caminero y a un alguacil. Son hechos. Indicó el sitio donde podía descubrirse un tesoro, y haciendo excavaciones allí, se descubrió, efectivamente, una losa de piedra que cerraba la boca de un subterráneo. Es un hecho también». El señor prefecto Worms-Clavelin, se libraba instintivamente del ridículo, y tenía el sentimiento de lo absurdo; pero la palabra «hecho» subyugaba su inteligencia; ofrecíale vagamente su memoria los nombres de médicos ilustres, como Charcot, que hicieron estudios minuciosos en enfermos dotados de facultades extraordinarias. Recordando ciertos fenómenos de histerismo y casos de visión doble, se preguntaba si la señorita Deniseau era una histérica de bastante interés para librarse de sus predicciones, confiando su experimentación a famosos alienistas.

Y reflexionaba:

«Yo puedo exigir, de oficio, la reclusión de la señorita Deniseau en un manicomio, como puedo exigirla de cualquier persona cuya locura comprometa el orden público y la seguridad de los ciudadanos. Pero los enemigos del régimen pondrían el grito en el cielo; ya oigo al abogado Lerond acusarme por secuestro arbitrario. Hay que desenmarañar la intriga, caso de que los clericales de la región hayan forjado alguna. Porque no es tolerable que la señorita Deniseau proclame diariamente, como dictado por Santa Radegunda, que nuestra política es un lodazal. Efectivamente, se han cometido actos lastimosos y hasta censurables, hay que reconocerlo. Se imponen cambios parciales, en la representación nacional sobre todo; pero el régimen es aún bastante fuerte, gracias a Dios, para que yo lo sostenga».