XI

Al caer el Ministerio, Worms-Clavelin no había sentido sorpresa ni disgusto. En su fuero interno, lo juzgaba muchas veces agitado y agitador en demasía, teniendo siempre inquietos a los agricultores, a los traficantes y a los humildes que reducen su ambición al ahorro. Sin turbar la feliz indiferencia de las masas, había ejercido aquel Gobierno, con harto dolor de Worms-Clavelin, una desastrosa presión en la masonería, que, desde quince años atrás, abarcaba y mangoneaba toda la vida política del departamento. El prefecto supo transformar las logias masónicas en centros autorizados para designar en qué personas debían recaer los cargos públicos, las funciones colectivas y los favores del Gobierno. Ejerciendo así atribuciones amplias y precisas, las logias, tanto oportunistas como radicales, se reunían, confundiéndose, para una acción general, y trabajaban de común acuerdo en beneficio de las ideas republicanas. Dichoso el prefecto al ver que las ambiciones de los unos moderaban el deseo de los otros, y atendiendo a las indicaciones comunicadas por las logias, reclutó un personal de senadores, diputados, alcaldes y agentes electorales, todos igualmente afectos al régimen y de opiniones bastante distintas y bastante morigeradas para satisfacer y tranquilizar a los grupos republicanos, menos a los socialistas. El señor Worms-Clavelin realizaba esta obra de prudencia, y el Ministerio radical había interrumpido tan suave concierto.

Fue una desgracia que un ministro cualquiera de los menos importantes —el de Agricultura o el de Comercio—, atravesando el departamento, se detuviera horas en la capital. Bastó que pronunciase un discurso filosófico y moral en un círculo para que se agitaran los elementos de todos los círculos y se dividieran las logias, hubiera rivalidades entre los hermanos, y el ciudadano Mandar, farmacéutico y venerable de la Nueva Alianza, radical, se alzara contra el señor Tricoul, vinicultor, venerable de la Santa Amistad y oportunista.

Otro reproche tenía embotellado el señor Worms-Clavelin contra el Gobierno dimisionario por haber distribuido Palmas académicas y cruces del Mérito agrícola profusamente, y sólo entre radicales-socialistas, privando así al prefecto de un arma de gobierno tan poderosa como las condecoraciones, que se deben prometer y otorgar con mesura en pago de servicios. El señor prefecto expresaba con claridad su pensamiento, murmurando —a solas en una habitación— estas frases amargas:

«¡Pensaría hacer política mientras desbarataban mis pacíficas logias, adornando con palmas y cruces, tan convenientes cuando se manejan bien, hasta las colas de los perros! ¡Lucidos quedan! ¡Qué gentes!».

Por este motivo, no le impresionó la crisis ministerial.

Pero, de todas maneras, nunca le sorprendían esos cambios previstos. Su política administrativa se fundaba en el convencimiento de que un ministro «se desgasta pronto».

Estudiaba la manera de servir al ministro del Interior, sin afanarse demasiado. Rehuía las pruebas de adhesión y cualquier servicio extraordinario que le singularizase. Este proceder, nunca exagerado, sin acarrearle jamás la enemiga de un ministro, le valía siempre la benevolencia del sucesor, que aprovechaba el prefecto para servirle con la misma indiferencia y con igual despego, tan gratos y tan merecedores a los ojos del ministro futuro. Y así de continuo. El señor prefecto Worms-Clavelin era escasamente oficinesco; nada más comunicaba con sus jefes lo indispensable, y sin esfuerzo alguno, con buen equilibrio, se defendía.

En su despacho, por cuyas ventanas abiertas entraba el perfume de las lilas florecientes y el clamoreo de los gorriones, meditaba con apacible tranquilidad acerca de la quietud que, poco a poco, siguió al escándalo que por dos veces había cercenado las cabezas del partido. Entreveía los tiempos, lejanos aún, pero seguros en lo por venir, que permitirían reanudar los negocios. Pensaba que, a despecho de las dificultades pasajeras y de la discordia, importunamente sembrada en las logias masónicas y en los comités electorales, conseguiría un triunfo en las elecciones municipales. Los alcaldes eran excelentes en aquella región agrícola. El espíritu del pueblo era tan sumiso y bondadoso, que hasta los dos diputados comprometidos en varios chanchullos de Hacienda y envueltos en una causa criminal conservaban, a pesar de todo, su influencia en el distrito. No era posible, por ningún procedimiento, conseguir más favorables resultados. Reflexiones casi filosóficas revoloteaban por su imaginación acerca de lo fácil que resultaba gobernar a los hombres. Representábase confusamente a la Humanidad como un rebaño que se deja conducir, arrastrando ante la vigilancia del perro pastor su inagotable y triste docilidad.

Entró en el despacho el señor Lacarelle con un periódico en la mano.

—Señor prefecto, la dimisión de los ministros, aceptada Por el presidente de la República, aparece ya en el Diario Oficial.

El prefecto, señor Worms-Clavelin, continuaba entregado a sus divagaciones, y el señor Lacarelle, retorciéndose los bigotes, hacía girar sus pupilas de vidrio azul, señal inequívoca de que pensaba decir algo; y, en efecto, dijo:

—Circulan por ahí diferentes versiones acerca de la crisis ministerial.

—Sí, ¿eh? —pronunció el prefecto, que seguía ensimismado.

—Y ahora, señor prefecto, nadie puede negar que la señorita Claudina Deniseau predijo la inmediata caída del Ministerio.

El señor Worms-Clavelin se encogió de hombros. Era demasiado experto para no comprender que semejante profecía nada tenía de milagrosa. Pero Lacarelle, con un exacto conocimiento de los asuntos locales, una simpleza maravillosamente comunicativa y el instinto poderoso del error, dióle noticia de tres o cuatro fábulas nuevas que circulaban por la ciudad, entre las cuales destacábase la referente al conde de Gromance, a quien Santa Radegunda, contestando al oculto pensamiento del visitante, había dicho por boca de la señorita Deniseau: «Tranquilícese usted, señor conde; lo que se agita en las entrañas de su esposa es un fruto legítimo». Luego Lacarelle insistió en lo del tesoro. Se habían hallado en las excavaciones dos monedas romanas. Continuaban los trabajos de exploración. También hizo referencia el secretario particular a dos curas milagrosas; pero sus informes eran vagos y prolijos.

El señor prefecto Worms-Clavelin oíale anonadado. La señorita Deniseau era su martirio: le entristecía y le turbaba. Estaba resuelto a evitar la influencia que sobre una muchedumbre de ciudadanos ejercían las revelaciones de la iluminada; pero no sabía cómo intervenir en aquel asunto de orden psíquico. La inseguridad, la desconfianza en sí mismo, le hacían perder la firmeza que tantas veces empleó con acierto en circunstancias normales. Oyendo a Lacarelle, temió que le convenciera, que le fanatizara; instintivamente defendióse gritando:

—¡No creo esas farsas! ¡Un hombre como yo no debe darles crédito!

Pero la duda, la inquietud le sumergían. Deseó conocer la opinión que le mereciera el asunto al padre Guitrel, juzgándolo inteligente y culto. Era la hora en que solían encontrarse en el almacén del platero, y allí se fue.

Rondonneau, hermano, estaba en la trastienda clavando un cajón, y el padre Guitrel examinaba minuciosamente un vaso de plata con mucho pie y una tapa semiesférica.

—Hermoso cáliz, ¿no es cierto, señor cura?

—Es un copón, señor prefecto; un copón o vaso destinado ad ferendos cibos. En el copón se conservan las hostias consagradas, que son el alimento espiritual. Antiguamente guardaban el copón en una paloma de plata suspendida sobre la pila bautismal, sobre los altares o sobre las tumbas de los mártires. La ornamentación del que admiramos corresponde al siglo trece. Un dibujo austero y magnífico, muy en armonía, señor prefecto, con el carácter de los objetos destinados al culto, especialmente de los vasos sagrados.

El señor Worms-Clavelin apenas le atendía, pero estudiaba el perfil inquieto y prudente de sus facciones. «Me interesa —pensaba— conocer lo que opina éste de la iluminada y de Santa Radegunda».

Y el prefecto de la República avivaba su ingenio y erguía su alma para no aparecer débil de inteligencia, supersticioso y crédulo ante un eclesiástico.

—El estimable señor Rondonneau, hermano, hizo labrar esta magnífica joya con arreglo a un diseño que dibujó valiéndose de antiguos documentos. Me siento inclinado a suponer que no lo hicieran mejor los plateros de la plaza de San Sulpicio, en París, de fama tan notoria.

—A propósito, señor cura: ¿qué me cuenta usted de la iluminada?

—¿Qué iluminada, señor prefecto? ¿Se refiere usted, acaso, a la infeliz criatura que pretende recibir inspiraciones de Santa Radegunda, reina de Francia? ¡Oh señor prefecto! Es imposible que la piadosísima esposa de Clotario dicte a esa desventurada joven tanto dislate, simplezas y rapsodias, que no están conformes con el buen sentido, ni mucho menos con la teología. Infundios, señor prefecto; infundios nada más.

El señor Worms-Clavelin, que había preparado algunos conceptos irónicos y burlones contra la credulidad fanática de los clérigos, no supo, de pronto, qué decir.

—Ciertamente —prosiguió el padre Guitrel, sonriendo—; repito que no es posible atribuir a Santa Radegunda esas trivialidades y esos chismes, tanta superchería, tanto juicio ligero, vano y heterodoxo con frecuencia, como profieren los incultos labios de la joven Deniseau. Las palabras de Santa Radegunda fueron muy diferentes; no hay manera de confundirse.

—Después de todo, Santa Radegunda no es muy conocida.

—No está usted en lo firme, señor prefecto; no está en lo firme. Santa Radegunda, venerada por la cristiandad entera, es objeto de una devoción especialísima en Poitiers, ciudad en donde se manifestaron sus méritos.

—Como usted mismo dice, señor cura, «especialísima»…

—Los más incrédulos contemplaban admirados aquella hermosa figura. ¡Qué sublime cuadro, señor prefecto! Después del asesinato de su hermano, víctima del marido, la esposa ilustre de Clotario toma el camino de Noyon, y presentándose al obispo Medardo, le ruega que la consagre como sierva del Señor. Duda San Medardo, sorprendido, e invoca la indisolubilidad del matrimonio. Pero Radegunda cubre su cabeza con el velo de las enclaustradas, y se arrodilla a los pies del Pontífice, que, vencido por la obstinación piadosa de la reina y desafiando la cólera del feroz monarca, ofrece a Dios aquella bienaventurada víctima.

—Pero, señor cura, ¿le parecerá a usted bien aprobar la conducta de un obispo como ése, que atenta contra los derechos del Poder civil, pisotea las leyes y apoya la rebeldía, sosteniendo a la esposa contra el esposo, contra el poder ejecutivo? ¡Demonio! Si piensa usted así, le agradeceré mucho que lo diga francamente.

—¡Ay, señor prefecto! Yo no podría guiarme, como el bienaventurado Medardo, por las inspiraciones divinas, obligado a discernir, en circunstancias extraordinarias, la voluntad de Dios.

»En los tiempos que alcanzamos, afortunadamente para los que no tenemos don de santidad, están bien precisadas las relaciones de los obispos con el Poder civil. Y el señor prefecto me honrará, sin duda, cuando me recomiende al señor ministro para la sede vacante de Tourcoing, teniendo en cuenta que reconozco todas las obligaciones resultantes del Concordato. Pero ¿a qué relacionar mi humilde persona con sucesos históricos de importancia? Santa Radegunda, revestida con el velo de las profesas, fundó en Poitiers el monasterio de Santa Cruz, donde vivió durante más de medio siglo en la más ruda penitencia. Observaba los ayunos con tal rigor…».

—Amigo mío, deje las pláticas para el Seminario. Usted niega que Santa Radegunda se relacione con la señorita Deniseau; es muy laudatorio que un cura piense así, y ¡ojalá todos los del obispado fueran tan razonables como usted! Pero basta que la histérica (porque se trata, indudablemente, de un caso de histerismo) ataque al Gobierno, para que los curas vayan en montón a escucharla con un palmo de boca abierta y aprueben todas las torpezas que la iluminada vomita.

—¡Oh!, se reservan, señor prefecto; se reservan. La Iglesia les ha enseñado a usar de una extremada prudencia en sus juicios cuando se les ofrece un hecho con apariencias milagrosas. Y, por mi parte, le aseguro que me inspiran grandes recelos todas las novedades extraordinarias.

—Dígalo claramente ahora que nadie nos oye: no cree usted en milagros.

—Para los milagros que no tienen la sanción de la Iglesia, no soy, en verdad, nada crédulo.

—Confiéselo con franqueza. Confiese usted que ni hubo milagros, ni puede haberlos; que todo es una engañifa.

—Muy al contrario, señor prefecto: el milagro es posible, y en ciertos casos evidente. Sirve para la confirmación de la doctrina, y su mucha utilidad está probada por la conversión de los pueblos.

—¿De modo que no supone usted ridículo pensar que Santa Radegunda, una señora de la Edad Media…

—Del siglo dieciséis, del siglo dieciséis.

—… una señora del siglo dieciséis, pueda en mil ochocientos noventa… perder el tiempo charlando con la hija de un agente de colocaciones acerca de la conducta política del Ministerio y de las Cámaras?

—Las comunicaciones entre la Iglesia triunfante y la Iglesia militante son posibles; la Historia comprende numerosos e imputables ejemplos. Pero, en este caso particular, no me permito suponer que la joven de quien se trata sea favorecida por una revelación semejante. A sus discursos les falta el sello especial de las revelaciones divinas. Cuanto dice trasciende a…

—Una farsa.

—También pudiera ser; pero no es increíble que la infeliz sea una endemoniada.

—¿Qué dice usted? No me asombre, señor cura. Un hombre inteligente, un futuro obispo republicano, ¿admite la existencia de una endemoniada? Eso es una ranciedad, una preocupación de tiempos ignorantes. He leído un libro de Michelet acerca del asunto.

—Usted no debe olvidar, señor prefecto, que la posesión es un hecho reconocido no solamente por los teólogos (y fuera bastante), sino también por los sabios, incrédulos en su mayoría. Y el propio Michelet, a quien usted alude, creía en los endemoniados de Loudún.

—¡Qué fatalidad! Todos los curas discurren lo mismo… ¿Y si Claudina Deniseau fuese una endemoniada…, como usted supone?

—Sería necesario exorcizarla.

—¿Exorcizarla? Pero ¿es posible que a usted, señor cura, no le parezca una cosa ridícula?

—De ningún modo, señor prefecto; de ningún modo.

—¿Y cómo hacen… eso?

—Hay reglas establecidas, una fórmula, un ritual, para estas prácticas religiosas, que no han estado nunca en desuso, la misma Juana de Arco tuvo que someterse a ellas en la Villa de Vaucouleurs, si no recuerdo mal. El párroco de San Exuperio sería el designado para exorcizar a la señorita Deniseau, por contarse la infeliz entre sus feligreses. El padre Laprune, señor prefecto, es un sacerdote venerable. Cierto que para este caso especial, se halla en situación difícil, que pudiera influir en su carácter, y hasta cierto punto inclinar su espíritu sensato y prudente, que la edad no ha debilitado todavía, y que, al parecer, tiene aún resistencia para no rendirse al peso de los años y a las fatigas de un largo e importante ministerio. Me refiero a que habiendo acontecido en los límites de su parroquia el desdichado suceso de supuestas revelaciones que algunos conceptúan milagrosas, el respetable y celoso padre Laprune, tal vez turbado por una especie de orgullo, ha consentido que su pensamiento divagara un tanto, con la ilusión de que la iglesia de San Exuperio pueda ser privilegiada por Dios hasta el punto de preferirla entre todas las de la ciudad para realizar una manifestación de la Gracia Divina por boca de uno de sus humildes feligreses. Alimentando esa frágil esperanza, es posible que sintiera un entusiasmo inconveniente y que acaso lo comunicara también a sus respetables vicarios. Error y seducción muy excusables, atendiendo a las circunstancias. En efecto: ¡cuántas bendiciones atraería un milagro reciente sobre la iglesia parroquial de San Exuperio! El fervor de los fieles aumentaría; la abundancia de los dones enriquecería los muros respetables y gloriosos, pero pobremente revestidos, de la noble y antigua basílica. Las preferencias del cardenal-arzobispo endulzarían los últimos años del padre Laprune, que ha llegado al término de su apostolado y al agotamiento de sus energías.

—De las palabras de usted, amigo mío, creo lógico deducir, sin exponerme a error, que han sido el párroco macilento y caduco de San Exuperio y sus vicarios los que dieron vuelos al asunto de la iluminada. No se puede negar que los curas tienen mucha influencia. En París, en el ministerio, lo desconocen y lo niegan, pero es verdad; los curas tienen mucha influencia. De modo que nuestro venerable padre Laprune, párroco de San Exuperio, es el organizador, el empresario, tal vez, de las sesiones de espiritismo clerical, del espectáculo a que asiste la ciudad en masa para oír horrores del Parlamento, del presidente de la República y de mí, porque no se me oculta que mi nombre danza en las famosas revelaciones de Santa Radegunda y en los conciliábulos de la plaza de San Exuperio.

—Le aseguro a usted, señor prefecto, que no me ha cruzado siquiera por las mientes la intención de suponer al respetable párroco de San Exuperio interesado en urdir una trama. Tanto es así, que abrigo el convencimiento de que, si ha dado, en cierto modo, vuelos a ese calamitoso asunto, reconocerá fácilmente su error empleando todos los recursos imaginables para destruir sus efectos en lo posible… Pero no estaría de más, en su interés mismo y en interés de la diócesis, anticiparse y enterar a su eminencia de lo sucedido, porque lo ignora, sin duda. En cuanto monseñor conozca las verdaderas causas, atajará el mal inmediatamente.

—Me parece una idea muy oportuna. ¿Quiere usted encargarse de la comisión, amigo mío? Yo, como prefecto, debo ignorar que hay un arzobispo, excepto en los casos prevenidos por la ley, como en lo referente a las campanas y a las procesiones. Reflexionándolo, es un convencionalismo absurdo, porque mientras el arzobispado se provea y funcione… Pero la política tiene sus necesidades. Conteste a mi pregunta con franqueza: ¿Está usted en buenas relaciones con el arzobispo?

—Su eminencia se digna escucharme y atenderme. La mansedumbre de su eminencia no tiene límites.

—Pues bien: confieso a usted que no es posible tolerar esa resurrección de Santa Radegunda, sin más objeto que fastidiar a los senadores, a los diputados y al prefecto; que ya interesa tanto a la iglesia como a la República cerrar el pico a la indómita esposa de Clotario. ¿Le dirá usted a su eminencia todo esto?

—Le diré… algo parecido; cuanto a usted le conviene que sepa.

—Sí; hágalo usted a su gusto, señor cura; pero demuéstrele, con todos los argumentos necesarios, la conveniencia de prohibir a los sacerdotes que se acerquen a casa de Deniseau y hasta que hablen del asunto. Consiga usted que aplique un correctivo al párroco Laprune; que desmienta en la misma Semana Católica las afirmaciones insensatas hechas en sus columnas, y que invite oficiosamente a los redactores de El Liberal para que pongan fin a su campaña, en la cual se preconiza un milagro anticonstitucional, y, por añadidura también, opuesto a lo convenido en el Concordato.

—Trataré de lograrlo, señor prefecto; le aseguro que trataré de lograrlo. Pero ¿qué represento yo, humilde profesor de Elocuencia Sagrada, ante su eminencia el cardenal arzobispo?

—El arzobispo es un hombre inteligente; comprenderá que juega en este asunto su propio interés… y el crédito de Santa Radegunda, ¡qué demonio!

—Sin duda, señor prefecto; sin duda. Pero su eminencia, un amante de los intereses espirituales de la diócesis, considera, tal vez, que la prodigiosa influencia ejercida por esa infeliz muchacha entre gentes de todas clases prueba el ansia de fe que sienten las nuevas generaciones, tan atormentadas por la duda; acaso vea en ello una prueba de que la religiosidad vive como nunca en las muchedumbres, un ejemplo muy conveniente para ofrecerlo a la meditación de los hombres de Estado. Es posible que si esto supone y juzga, no se precipite mucho a contener las manifestaciones populares, a suprimir la prueba y el ejemplo. Es posible…

—Que se ría de todos. Lo creo muy capaz.

—¡Oh, señor prefecto! Es una suposición infundada la suya. Pero ¡cuánto facilitaría el éxito de la misión a mis pobres fuerzas encomendada; cuánto más adelantaríamos en caso tan urgente si, como la paloma de Noé, llevase yo una ramita de olivo; si me autorizara usted para decirle a monseñor, para decírselo sin que nadie pudiese ni siquiera sospecharlo, que los haberes de ocho pobres parroquias de la diócesis, cercenados por el anterior ministerio de Cultos, quedaban restablecidos!

—Está bien; toma y daca. ¿No es eso lo que usted pide? ¿Favor por favor? Conformes. Reflexionaré… Telegrafiaré a París, y en casa de Rondonneau, hermano, recibirá usted la respuesta. Buenas tardes, mi querido diplomático.

A los ocho días, el padre Guitrel había desempeñado con prudencia y fortuna la misión que le confiara el prefecto en su conferencia secreta. La iluminada de la plaza de San Exuperio, desautorizada por el arzobispo, abandonada por el clero, renegada por El Liberal, interesaba ya solamente a dos individuos de la Academia de Ciencias Físicas, uno de los cuales veía en la señorita Deniseau un sujeto digno de estudio, mientras el otro la creía una farsanta peligrosa. Libre de aquella loca y satisfecho de las elecciones municipales, que se hicieron buenamente, sin dar a luz nuevas ideas ni hombres nuevos, el señor prefecto Worms-Clavelin sentíase triunfante, y rebosaba el gozo en su corazón.