CAPÍTULO 24

Stinger’s Creek, centro-norte de Texas, 1989

Los bancos de madera estaban vacíos y los aspersores activados. Un jardinero mayor con una camisa lisa clara se estiró y se despegó la tela de la espalda sudada. Duke Rawlins estaba parado junto a un enorme cartel que le avisaba con una elegante letra verde que se encontraba en la puerta del Geriátrico Placer.

Vestido con pantalones vaqueros rasgados, camiseta negra y botas de ciclista negras, Duke iba caminando por el largo sendero y se secó la frente con un brazo al llegar al fresco vestíbulo de la entrada. Una enfermera sonriente le señaló el ascensor. Él bajó en el tercer piso y buscó la sexta puerta a la izquierda. Estaba abierta. Golpeó suavemente.

—¿Señora Genzel? Soy Duke. Duke Rawlins. De quinto grado.

—¿Todavía por aquí? —preguntó la señora Genzel, apenas girando la cabeza desde la ventana—. Tenía la esperanza de que te hubieras trasladado.

Duke sonrió.

La habitación tenía paredes lilas y olía a perfume y a rosas. No había equipo médico, ni tanques de oxígeno, ni goteros, ni píldoras, ni jarabe, ni andadores, ni bastones. La cama doble que había en el centro estaba cubierta de almohadones mullidos de colores brillantes. Había una cuerda de luces púrpuras con forma de flores enrollada en el marco de hierro blanco. La señora Genzel estaba sentada junto a la ventana en un sillón con respaldo derecho. No había cambiado el peinado, no había aumentado ni un gramo de peso desde que Duke la había visto por última vez, el año en que se había jubilado, el año en que él había terminado el quinto grado. Estaba vestida con unos pantalones grises y zapatos azules, con una blusa blanca y un jersey blanco con ribetes de cintas.

—Siéntate —le pidió—. Sufro de miedo al abandono cuando me alejo de la ventana.

—Estoy seguro de que es una bella vista —le dijo Duke, al tiempo que acercaba un sillón rosa claro junto a ella.

—Sí. Algunos de los otros miran la TV todo el día dentro. Cuando hace un frío del demonio, yo voy decidida y me uno a ellos. Tengo mis libros comunes —señaló ella—, y mis discos de audio. —En la mesa de noche había un reproductor de CD con auriculares muy grandes.

Duke los miró.

—No me gustan esos auriculares pequeños. Me hacen daño en los oídos y se me caen… —Le sonrió ella.

—Pensé que quizá no me recordaría.

—Te recuerdo —le respondió ella—. Me alegro de que hayas venido a visitarme.

—Me enteré de que estaba aquí. ¿Le gusta?

—Me gusta más de lo que piensas.

—No, es cómodo. Bonito y cómodo.

—Sí, lo es. Y he hecho algunos buenos amigos que visito a diario. Y hablamos de todo lo que queremos, de libros, cine, teatro, sus familias…

—Cosas comunes, supongo…

Ella asintió con la cabeza.

—¿Y tú, Duke? ¿Qué has estado haciendo? En relación al trabajo.

—Eh, distintas cosas. Ya sabe. Trabajé un tiempo en el restaurante. Y en la pista de karting. Eso fue divertido.

—¿Aún ves a tu amigo Donald?

—Todo el tiempo. Le está yendo muy bien. Está trabajando en un depósito para una importante empresa papelera.

Hablaron de todo lo que pudieron para tratarse de dos personas que en realidad no se conocían. Luego se quedaron en silencio. Finalmente, Duke se inclinó hacia delante frotándose los muslos.

—Fue usted, ¿verdad? —le preguntó de repente. Habló sin mirarla.

—¿Qué? —preguntó ella.

—La que los llamó ese día. Después de que Sparky muriera. La autoridad que haya sido… fue a nuestra casa. Echaron una mirada y hablaron con mamá. —Él se apretó los ojos cerrados—. Y nunca más regresaron.

La señora Genzel estiró la mano y se la apoyó suavemente en el brazo.

—Lo siento. Lo siento.

—¿Fue usted?

—Una llamada anónimo diría. —Le palmeó el brazo.

Duke le estudió el perfil y luego se volvió hacia la ventana.

—Bueno, será mejor que siga mi camino —le anunció al tiempo que se ponía de pie. Volvió a empujar el sillón hacia el rincón y regresó hacia donde estaba ella.

—Cuídese —le pidió.

—Tú también, Duke.

—Gracias —le respondió él desde la puerta.

La señora Genzel se cruzó apretado el jersey. Se quitó las gafas y las frotó con un pequeño pañuelo de tela que tenía guardado en el bolsillo. Se estiró hacia atrás y tomó de la mesa de noche una gruesa guía de viaje. Retiró el marcador y trató de leer. Al ver que no funcionaba, permaneció inmóvil siguiendo las escenas que se desarrollaban en el jardín.

Una joven enfermera atravesó la puerta abierta.

—Bueno, señora Genzel, usted que es la que más nos sorprende en este establecimiento. ¿Quién era él?

La señora Genzel no se dio la vuelta para responder.

—Ojalá lo supiera. —Meneó la cabeza tristemente—. ¿Pero a quién podría llamar ahora?

La enfermera meneó la cabeza con asombro.

—Sí que era guapo.

El triciclo amarillo brillaba, con las cintas color arco iris colgando flojas del manillar bajo el intenso calor. Cynthia Sloane abrió completamente la puerta trasera de la casa. La luz del sol transparentó su vestido, marcando la silueta de sus esbeltas piernas a través del fino género. Estaba agotada y malhumorada. Durante tres tardes seguidas, cada vez que intentaba echarse una siesta, la despertaba un gato que lloraba como un bebé en el patio trasero. Con dos pequeños y un recién nacido, el dormir era lo que ella más anhelaba, y el hecho de ser despertada por el lamento de un animal la estaba volviendo loca. Esperó con una escoba en la mano derecha. Finalmente escuchó el maullido y esta vez se preparó. Avanzó hasta la mitad del patio y se detuvo. Escuchó un crujido en el rincón oscuro del fondo del sendero. Avanzó con cuidado y empujó la maleza con la escoba. Se retiró y volvió a empujar.

—¡Vete, mierda! —gritó— vete, pequeño…

De repente, una mano aferró la escoba tirando de ella bruscamente hacia adelante y luego hacia atrás sobre la tierra. Ella gritó. Donnie se le abalanzó apretándole la boca con una mano. Ella se inclinó, cogió la escoba y le golpeó en un lado de la cara. Él la aferró más fuerte, arrastrándola hasta el sendero donde Duke estaba esperando, con el coche oculto entre las sombras.