CAPÍTULO 7
Joe sintió la alarma golpeándole el pecho. El corazón le latía salvajemente. Se percató de que era el teléfono cuando Anna se estiró por encima de él para contestar.
—¿Hola? —dijo ella y escuchó, confundida.
—No, Martha. Él llegó solo como a las once y media. A menos que… no sé. Déjame ir a ver. —Le pasó el teléfono a Joe.
—Hola —dijo Joe. La dejó hablar—. No tengo idea —agregó finalmente—. Estoy seguro de que hay…
Anna volvió a entrar en la habitación, sacudiendo la cabeza. Shaun venía saltando detrás de ella, con el ceño fruncido.
—¿Qué? —preguntó, mirando a sus padres—. ¿Qué?
—Ella no está aquí, Martha —dijo Joe—. ¿A qué hora la dejaste? —le preguntó a Shaun.
—Como a las once y media o doce menos cuarto —respondió Shaun. Todos miraron el reloj. Eran las cuatro y media de la mañana.
—Dios mío —exclamó Shaun abriendo mucho los ojos.
—¿Qué quieres que hagamos? ¿Hay alguien a quien podamos llamar? —dijo Joe al teléfono—. Está bien —respondió, y luego colgó—. Martha va a llamar a algunas de las chicas de la escuela.
—Pero ella no estaba con ninguna de las chicas de la escuela —dijo Shaun.
—Estará bien —comentó Joe—. Quizá se encontró con alguna de camino a casa. ¿Por qué no la acompañaste? —dudó—. ¿Discutisteis?
Cuando Shaun notó la preocupación en los ojos del padre, desvió la mirada. No había posibilidad de que le contara lo sucedido esa noche. Katie lo mataría.
—No, no discutimos —respondió. Parecía estar a punto de llorar—. Solo que quiso regresar a casa sola.
—No te preocupes —le animó Joe—. Ya aparecerá.
Durante las últimas dos horas, Frank Deegan había estado mirando fijamente al techo. Antes se había adormecido en el sofá, pero una llamada telefónica lo había sacudido y dejado demasiado despierto para retomar su habitual hora de acostarse. Y para empeorar las cosas era alguien que había colgado. Se dio la vuelta hacia Nora que estaba dormida a su lado. Apoyándose en un codo, se levantó de la cama pesadamente y se detuvo para sentarse al borde antes de levantarse. Se ajustó los pantalones del pijama de color azul marino y se dirigió a la cocina. Se detuvo en la mesa, los dedos cortos revolotearon sobre una bolsa de papel metalizado brillante que contenía granos de café. Nora tenía que ser diferente, una adicta al café en medio de una generación de bebedores de té. Ella solía quejarse cuando visitaba amigos que usaban el mismo café instantáneo que le habían ofrecido un año atrás, los granos formaban un terrón húmedo que quedaba pegado en las paredes del frasco. Solo los sacos de té se reemplazaban regularmente en la mayoría de los hogares de Mountcannon.
—Asqueroso —le decía después a Frank—. Asqueroso.
Él miró el reloj, escuchó el ruido de su úlcera e ignoró la llamada de la cafeína. En cambio puso en la cocina un recipiente con leche y se sentó a la mesa con el periódico. Se estiró para alcanzar las gafas de leer con los gruesos cristales de aumento. Los había comprado en la farmacia. A Nora le encantaba burlarse de él y de sus ojos gigantes. Le recordaba a algo que ella nunca podía saber qué era. A veces él levantaba la vista del libro o periódico solo para hacerla reír.
Al volver a sentarse en la silla, sonó el teléfono.
—Hola —dijo él como si fueran las diez de la mañana.
—Frank, soy Martha Lawson. Katie no regresó a casa anoche.
—¿Quieres decir anteanoche? —preguntó Frank.
—No, bueno, quiero decir esta noche. Debía haber regresado a medianoche.
—Son las cinco de la mañana, Martha, para una adolescente todavía es temprano. Especialmente los fines de semana. —Él se frotó los cabellos con una mano—. ¿No estaba en una de las discotecas de la ciudad?
—No —dijo Martha—. No la dejan entrar. Estaba en el pueblo con Shaun. Por algún motivo quiso regresar a casa caminando sola y ahora no aparece. Ay, aguarda, Frank. Hay alguien en la puerta.
—Bueno, ahí la tienes —murmuró, mirando al cielo.
Ella regresó al teléfono, con la voz temblorosa.
—Solo eran los Lucchesi —comentó.
—Ah, bueno. Entonces iré a tu casa —dijo Frank—. Seguramente me encontraré a Katie en el camino.
—Gracias, Frank. Te lo agradezco.
Frank retiró la leche de la cocina y tomó el café tostado colombiano.
Martha Lawson vivía con su hija en un pequeño chalé blanco con un gran jardín, una casa residencial en un camino rural, a diez minutos a pie del puerto, a treinta minutos a pie de casa de los Lucchesi. Por dentro la casa tenía una mezcla de diferentes maderas, alfombras y géneros: un tocador de caoba con una mesa de café de pino barnizado, alfombra estampada con flores y cortinas con diseños aztecas. Cualquier superficie estaba impecable.
Frank se sentó en un sofá marrón a la izquierda de Martha, con el cuerpo girado hacia la mujer. Ella tenía un rostro poco agraciado, pero la mayoría de los rasgos que volvían hermosa a Katie. Tenía círculos rojos en los ojos y las pestañas húmedas de lágrimas.
—Estoy seguro de que Katie se encuentra bien —dijo Frank—. No sé qué es lo que se propone, para ser honesto, pero sea lo que sea, estoy seguro de que tendrá una buena explicación cuando atraviese esa puerta.
—No, Frank, realmente no lo creo. Por favor. Conozco a Katie. Ella no es así. Dios sabe que podría estar muerta en alguna zanja. Ya has escuchado sobre esos casos de ataques sorpresa.
—No estés preocupándote por ese tipo de cosas —dijo Frank sutilmente.
—Lo siento —comentó ella—. Es solo que, jamás he… —Se fue apagando.
—Está bien —la consoló Frank, dándole una palmadita en la mano.
—Shaun pasó a buscar a Katie a las ocho —comentó—. Ni siquiera asomó la cabeza para despedirse, simplemente salió de un salto a su encuentro. —Se quedó un instante pensando en eso—. Ni siquiera me despedí de ella —lloró.
—No sabemos si le ha sucedido algo —dijo Joe, que había estado de pie del otro lado junto a la chimenea, bebiendo LV8 de una botella púrpura, una bebida energética con cafeína agregada—. Y si tuviéramos que despedimos de nuestros hijos cada vez que salen por la puerta, estaríamos yendo y viniendo todo el día.
Martha sonrió, al tiempo que se limpiaba la nariz con un kleenex rosa.
—Shaun dijo que habían andado por el puerto, pero que ella quiso regresar a casa caminando sola, o algo así, de modo que él la dejó. —Lanzó una mirada hacia Anna y Joe—. Se supone que tendría que haber estado en casa a medianoche.
—¿Y en dónde está Shaun? —preguntó Frank, con el ceño fruncido.
—Quiso quedarse en casa —dijo Joe—. Y esperar junto al teléfono. Supone que ella lo llamará allí porque no hay mucha cobertura en el teléfono móvil.
Shaun miraba fijamente la pared de su habitación. El corazón le latía con fuerza. Daba vueltas alrededor, probando diferentes posiciones para obtener cobertura en el teléfono móvil, pero sabía que nada resultaría. Lo usó para acceder a su casilla de mensaje de voz. No había mensajes nuevos. Intentó con la línea privada desde su habitación. Sonaba. Colgó. Revisó el contestador. No había mensajes. Levantó el teléfono, marcó unos números, lo miró y volvió a colgar. Seguía sin haber mensajes.
Se escuchó un golpe en la puerta. Martha miró a los que la rodeaban. Todos se levantaron al mismo tiempo, pero la dejaron abrir a ella. Un murmullo bajo llegó desde el vestíbulo. Richie Bates, con su impecable uniforme azul marino, inclinó la cabeza para atravesar la puerta y saludó con un gesto a Joe y a Anna. Estaba pálido pero alerta. Aún tenía los cabellos mojaos por la ducha. Se volvió hacia Frank.
—Qué tal, Frank —dijo con tono tétrico, haciendo de nuevo un gesto con la cabeza.
Martha entró detrás de él, decepcionada y exhausta.
—¿Te apetece una taza de té, Richie? —le preguntó.
—Yo la traigo.
—No lo harás —respondió ella—. Toma asiento.
Le trajo un plato de galletas comunes y té en una taza de porcelana que parecía perderse en sus enormes manos.
—Gracias —dijo él.
Al cabo de un largo silencio, Frank habló.
—Perdón por preguntar, ¿pero ha sucedido algo malo con Katie? —Sacó un cuaderno. La formalidad de Frank Deegan, fuera de contexto, sentado en el sofá actuando como un policía la hizo llorar.
—¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó Martha.
—¿Tuvisteis una discusión o algo así?
—No, no, todo estaba bien —dijo ella a la defensiva.
—¿Se había peleado con alguien en la escuela?
—Si así fue, no me lo contó.
—Ya se sabe lo que pasa con las muchachas, pudieron haberse puesto celosas o pudo haber sucedido algo…
—No. Sé que en la escuela hay acosos, pero ella jamás se ha involucrado.
Frank buscó hacer preguntas que no alarmaran a Martha en esta primera etapa, pero que la hicieran sentir que se la estaba tomando en serio.
—Estoy tratando de pensar —dijo Martha—, si hice algo que hubiera podido fastidiarla…
—Cuéntame qué fue lo que hizo durante el día.
—Fue a la escuela y después regresó directamente a casa. No tenía tareas, de modo que salió a encontrarse con Shaun. No se quitó el uniforme. Regresó sola a casa para la cena, luego subió y se dio una ducha. Pasó bastante tiempo arreglándose. Estaba bastante maquillada, cosa que normalmente no hace. Debí decirle que se quitara un poco. Creo que eso pudo fastidiarla. —Alzó la vista hacia Frank.
—Yo no me preocuparía por eso —le dijo.
—Luego fui a la cocina y creo que ella tomó una chaqueta del vestíbulo, porque solo gritó: «Hasta luego» y salió con Shaun. Yo fui hasta el vestíbulo detrás de ella, pero ya se había ido —las lágrimas le brotaron de los ojos—. No sé para qué tuve que decirle eso sobre el maquillaje. Estaba hermosa.
Richie Bates se mantuvo en silencio durante la entrevista, pero tomó nota cada vez que ella hablaba. Tenía los dedos de las manos rígidos. Frank se preguntó si el lápiz estaría a punto de partirse en dos.
—Tal vez ella me destetaba y yo no lo sabía —declaró Martha abruptamente.
Todos la miraron.
—No —dijo Anna corriendo a su lado, y le dio una palmadita en la mano—. Ella te ama. A todos nos consta. Solo se le hizo tarde para regresar a casa.
Las preguntas continuaron hasta que Frank quedó satisfecho con haber obtenido suficiente información. Pero eso no significaba que tuviera alguna idea de dónde se encontraba Katie Lawson.
La casa de campo, al final del sendero húmedo y musgoso, quedaba a ocho kilómetros de Mountcannon y estaba abandonada desde hacía quince años. Había unas tablas entrecruzadas en las ventanas rotas, protegiendo el lugar de personas menos decididas que Duke Rawlins. Rompió unos trozos de madera podrida y quitó las partes quebradizas. Minutos después se estaba subiendo a una de las ventanas traseras hasta entrar a una cocina oscura y estrecha. Inhaló el aire rancio, luego manipuló el picaporte oxidado hasta que finalmente abrió la puerta de un empujón dejando entrar la brisa.
Recorrió la casa, alumbrando con la linterna los muebles de caoba, los visillos rotos y las fotos religiosas torcidas sobre paredes con flores. Los cuartos eran pequeños y oscuros, apenas finados por las diminutas ventanas. Un marco de foto manchado yacía volcado sobre de un aparador. En el centro de la había una franja blanca descolorida, una ranura entre las maderas había dejado pasar la luz a través de la ventana. Él tomó el marco y sacó la foto, que dejó caer al suelo. Metió la mano en el bolsillo trasero y sacó otra para reemplazarla. El tío Bill aparecía de pie con una enorme camisa de tela vaquera descolorida. El sol se estaba poniendo a sus espaldas con brillo anaranjado, y se reflejaba en sus cabellos castaños y en la barba espesa. Tenía un dedo enganchado en un cinturón de cuero marrón demasiado ceñido para su enorme barriga. Tenía la sonrisa amplia. Solomon estaba posado en un arco junto a él, con una pata levantada. Sheba venía bajando en picado, a punto de posarse en la mano de Bill enfundada en el guante, para recoger su premio.
—Solomon era genial —dijo Duke, sujetando la fotografía contra el pecho—. Sí que lo era. —Extendió los brazos y miró entre las sombras—. Pero Sheba, tú eres la criatura más hermosa que jamás haya visto.
Anna apartó platos, botellas, cubiertos y tazas para añadir jarabe de arce a la mesa del desayuno. Joe miró los gofres, el jugo, las medialunas, el tocino, las salchichas, el café y el té.
—¿A qué habitación llevamos esto? —preguntó. Anna rió y miró a ver cómo reaccionaba Shaun. No tuvo ninguna reacción. Las lágrimas goteaban en el plato vacío.
—¿Tengo que estar aquí sentado? —preguntó—. No me siento bien.
—No, no, ve —dijo Anna, levantándole el mentón.
Él desvió la mirada y abandonó la mesa.
Frank estaba parado en la puerta en silencio, sonriéndole a Nora. Ella jamás lo decepcionaba. Estaba seguro de que se levantaría de la cama en cuanto él se fuera. Había algo en ella vestida con ese camisón de satén azul marino que a él siempre lo conmovía. No lo había escuchado entrar. Estaba sentada en una esquina del sofá, con las piernas extendidas y descansando sobre la mesa baja que tenía enfrente. Con una mano hojeaba un libro que le enseñaba cómo desordenar su vida. La otra se estiraba para alcanzar una taza de café. Erró con el asa, pero alcanzó a asirla antes de que se cayera por el borde. Frank rió. Ella se sobresaltó.
—Eres tremendo —le dijo sonriendo. Apoyó la taza y se dio la vuelta hacia él—. ¿Y bien? —preguntó cerrando el libro.
—Aún no hay rastro de ella.
—¿De veras?
Frank asintió con la cabeza.
—¿Cómo estaba Martha?
—Muy angustiada. Que Dios la ampare, es muy inocente. Le hice algunas preguntas, pero creo que la aterrorizaron… y ni siquiera llegué ni de cerca a las más serias.
—Ah, para alguien como Martha es difícil. Es de otra época.
—Quién sabe, tal vez Katie se hartó de lo estricta que es y se escapó para llamar la atención.
—Tal vez. O quién sabe, quizá Martha jamás superó la muerte de Matt y el hecho de andar deprimida por la casa todo el tiempo hizo que Katie se sintiera culpable por continuar con su propia vida.
—Podría ser.
—O quizá eso simplemente asfixió a la pobre muchacha.
—Posiblemente —dijo Frank.
Ambos se miraron. Eran conscientes de que ya parecían desesperados.
—Sea como sea, lo sabremos pronto —mencionó Nora—. Las buenas chicas como Katie no duran demasiado tiempo lejos de casa. Probablemente regrese antes del almuerzo.
—Me siento culpable hasta de decirlo, pero llamé a los hospitales y a algunas comisarías más, pero nada.
—No sé si eso es bueno o malo —dijo Nora.
—Mmm.
—¿Y qué hay con Shaun?
—No sé qué es lo que está sucediendo ahí —opinó Frank—. No la acompañó a casa incluso a pesar de que había salido con ella. Siempre lo vemos acompañándola a casa, con esa extraña forma que tienen de caminar abrazados.
—Lo sé —señaló Nora.
—Y no fue a casa de Martha con Joe y Anna.
—¿Qué estaba haciendo?
—Esperando a que ella lo llamara, dijo Joe.
—Eso es un poco raro —se extrañó Nora—. Uno pensaría que él querría estar en todas partes. Y seguramente, si ella no se ponía en contacto con él, hubiera llamado a la madre para hacerle saber que se encontraba bien.
—Tuve una conversación con él después de la de Martha —continuó Frank—, y el pobre muchacho decididamente parecía fuera de sí.
Ella examinó el rostro de Frank.
—Estás preocupado.
—Sí, de hecho lo estoy. —Tenía los ojos cansados y tristes.
Nora estuvo a punto de hacer otra pregunta, pero él levantó un dedo.
—En realidad no puedo parar. Voy a tener que hablar con algunos de los amigos de Katie, tal vez echar una mirada por el puerto y la playa y en las afueras de la ciudad para ver si veo algo. Si después de eso ella no regresa, supongo que tendré que notificarlo a Waterford y hacerlo oficial.
Shaun caminó más de un kilómetro pasando Shore’s Rock a lo largo de la carretera panorámica del pueblo. Se subió al portón de la Huerta Miller y saltó al sendero. John Miller estaba en cuclillas en un rincón, quitando hojas y formando una pila humeante, lo bastante alejado para ver a Shaun corriendo junto al muro hacia el lado opuesto y deslizarse por detrás del tronco del manzano. El muchacho cerró los ojos y diez minutos después seguía en la misma posición cuando lo sobresaltaron unos pasos que oyó detrás.
—Hola —dijo Ali.
—Hola. ¿Qué pasa?
Ella se sentó a su lado y sacó una lata de gaseosa vacía. Tenía la base doblada hacia delante y perforada con nueve orificios pequeños. Sacó un poco de mariguana de una bolsa de plástico.
Se volvió hacia él.
—¿Cuál fue la historia de anoche?
Él se encogió de hombros.
—Solo salimos, anduvimos por ahí…
Sí. ¿Y?
—Y luego fuimos a casa, quiero decir yo fui a casa. Katie quiso volver caminando sola.
—¿Cómo? ¿Qué pasó?
—Cielos. ¡No sucedió nada! ¿Por qué todo el mundo piensa que sucedió algo? —Él se dio la vuelta—. Mira, estábamos en el puerto…
—¿Con Robert?
—¡No! Solos.
—Relájate. Solo estoy preguntando.
—Lo sé. Lo siento. Solo estoy… —Se encogió de hombros.
Ella colocó la mariguana encima de los orificios y se llevó el extremo de la lata a la boca. Acercó el encendedor a la hierba y aspiró fuerte. Trató de pasárselo a Shaun pero él sacudió la cabeza.
—¿Adónde crees que haya ido? —preguntó Ali.
—No lo sé —respondió Shaun—. He pasado la mañana entera vagando por todas partes…
»Anduve por la ciudad buscándola por las tiendas. Que ya sé fue un poco tonto.
—Es que no es de ella ir a…
—Lo sé.
—Este fue mi último recurso.
—El mío también.
Cuando sonó el teléfono Nora y Frank se miraron a los ojos. Él estaba sentado junto a la mesa de la cocina, tratando de comer un emparedado. Lentamente se estiró para contestar.
—Frank, soy Martha. Aún no ha vuelto.
—Está bien —dijo él con firmeza, mirando el reloj. Eran las doce en punto—. Lo que creo que tendré que hacer ahora es llamar a la Waterford. —La comisaría de la policía de Waterford correspondía al distrito de Mountcannon.
Martha quedó boquiabierta del otro lado del teléfono. Él apenas alcanzó a oírla cuando dijo:
—Está bien. Gracias.
—De modo que imagino que un inspector irá a verte hoy más tarde. ¿Hay alguien contigo, Martha?
—Sí. Mi hermana, Jean.
—Está bien. Te haré saber cómo van las cosas. —Colgó y llamó a Waterford. Se sorprendió de cómo se le había empezado a acelerar el corazón. Él jamás había sospechado que a alguien le sucediera lo peor ni que se diera la peor situación, pero en ese momento lo asaltaba un temor que intentaba autoconvencerse era irracional.
Joe llevó los platos del desayuno al lavavajillas y los apiló encima. Abrió la puerta. La máquina estaba llena de vajilla limpia. Le lanzó una mirada a Anna.
Ella sonrió.
—Tant pis pour toi. A pesar de todo…
—Te pagaré.
—¿Por qué detestas tanto vaciarlo?
—Me estresa.
—Eres un fracasado.
—Estás adquiriendo un acento irlandés: un fracasado.
—No, no lo estoy.
—Sí, sí lo estás. Pronto perderás la «r». Ah, espera un momento, si jamás la usaste.
—Qué tipo más gracioso…
—Lo digo por padgre.
—Sigue descargando —dijo ella, señalándole el lavavajillas.
Él estaba sonriendo cuando se agachó y cogió unos cuantos cubiertos, pero al darse la vuelta hacia donde estaba Anna, no había rastro de humor en su rostro.
—Espero estar equivocado —insinuó—. Pero creo que hay algo que Shaun no nos está contando.
—¿Cómo? ¿De dónde has sacado eso?
—Solo se me ha ocurrido.
—Pero debió habérselo dicho a Frank esta mañana temprano.
—No estoy tan seguro —señaló Joe—. Creo que es algo de lo que no quiere hablar. Incluso ni siquiera fue puesto bajo ningún tipo de presión y… no lo sé… parecía como asustado.
—Probablemente preocupado. Creo que fue porque lo cogió por sorpresa, llegar así con Frank. Creo que no pensó que Martha llamaría a la policía tan pronto.
—Tal vez.
La comisaría de Mountcannon era pequeña y nimia, con pisos grises, paredes color crema y pizarras de avisos con carteles de advertencia de todo tipo, desde la bebida y la conducción hasta usar maquinaria cerca de cables de electricidad. No había celda, solo una oficina principal, la de Frank Deegan, una cocina y un baño. Frank se apoyó en el respaldo de la silla, con la camisa celeste clara tirante a la altura de las axilas. El inspector de policía Myles O’Connor había conducido veinticinco kilómetros desde la ciudad de Waterford y se encontraba sentado al borde del escritorio con un lápiz en la mano, pulsando e introduciendo datos en la delgada agenda electrónica plateada. Era la primera persona que Frank había visto que se sentía cómoda usando una.
Todo policía había escuchado hablar de O’Connor: a los treinta y seis años, era el inspector más joven del país y el primero en Waterford. Frank no podía definirlo, pero había algo en O’Connor que no reflejaba protección.
—¿Estabas de vacaciones? —le preguntó Frank, notando su bronceado descolorido.
—Sí —dijo O’Connor, sin levantar la vista—. ¿Cuál es el nombre del novio de la chica de nuevo?
—Shaun Lucchesi. ¿Adónde fuiste?
—A Portugal. ¿Y dices que esa noche estuvo en una discoteca?
—No —dijo Frank—. Salió con el novio a pasear por el puerto.
Frank notó que O’Connor tenía los ojos inyectados en sangre. De vez en cuando, él se llevaba la mano a la cara como si estuviera a punto de frotárselos, pero se detenía antes de hacerlo. Frank se preguntaba si se debería a mirar la pequeña pantalla entrecerrando los ojos. Luego pensó que quizá estaba cansado, aunque no mostraba otros signos.
—Bien, infórmame sobre el resto —ordenó O’Connor.
Frank se explayó con todos los detalles. O’Connor escuchó, luego tomó nota cuando él hubo terminado.
Richie irrumpió con rudeza, rompiendo el silencio.
—Ya conoces al inspector de policía O’Connor —le informó Frank—. De ahora en adelante Waterford se encargará de la desaparición de Katie. El comisario Brady ya viene en camino.
Richie le dirigió una sonrisa rápida a O’Connor, le estrechó la mano y luego revoloteó a su alrededor, disfrutando de los quince centímetros de altura de diferencia.
O’Connor no era inseguro como para darle importancia.
—Hola, Richie. Encantado de conocerte. —Le sonrió y mantuvo contacto visual hasta que Richie desvió la mirada.
—Bien. ¿Cuál es tu impresión de todo esto? —preguntó el comisario Brady en cuanto entró. Era calvo casi por completo, con una angosta franja de fino cabello blanco alrededor de la base del cráneo y un abundante bigote blanco.
Frank abrió la boca para responder.
—Ah, yo lo dejaría por ahora —respondió O’Connor—. Ella aparecerá más tarde. Era viernes por la noche, es joven…
—¿Frank? Conoces a la muchacha, a la familia… —indicó Brady.
—Ella iba camino a casa —comentó Frank—. Es que parece mentira que haya…
—Todos hemos ido camino a casa —dijo Richie.
—A pesar de todo has estado con Martha esta mañana —respondió Frank, molesto.
Se volvió hacia Brady.
—Tengo un mal presentimiento sobre esto —le declaró—. No hay ningún indicio que me haga pensar que Katie Lawson huyera de su casa. Y sí, conozco a la familia desde hace años. No creo que podamos ignorar esto.
O’Connor suspiró.
—En honor a la verdad, ella no tiene dinero, ni pasaporte…
—Creo que esto es bastante serio —dijo Frank, negando con la cabeza.
—Está bien —asintió Brady—. Conseguiremos un equipo de búsqueda para mañana por la mañana si es que no aparece en el ínterin. ¿Podrías actuar como oficial de enlace con la familia, Frank?
—Yo diría que Richie sería el hombre indicado para hacerlo. —Frank sintió que Richie podía aprender a manejar situaciones delicadas.
El comisario Brady les hizo un gesto con la cabeza a los hombres.
—Te lo dejo a ti —dijo—. No queremos caerle todos a la madre y aterrorizarla. Os veré por la mañana.
—Bien —manifestó O’Connor. Y volviéndose hacia Frank, agregó—: Supongo que iremos a ver a la señora Lawson.
—Estará exhausta de contarlo una y otra vez —opinó Richie.
Ambos hombres lo miraron.
—Bien —insistió O’Connor—, quizá tenga que repetirlo todo de nuevo mañana para el jefe y el comisario Brady. Uno nunca sabe qué se puede pasar por alto la primera vez.
—Qué imbécil —dijo Richie más tarde.
—Bueno, será mejor que te acostumbres a tratarlo —manifestó Frank.
—«Uno nunca sabe qué se puede pasar por alto la primera vez». Qué montón de mierda.
Frank ni se molestó en responder. En el mundo de Richie todo siempre era mierda.
Joe se sentó a la mesa pensando en lo que Shaun podría estar ocultando. La primera conjetura era alcohol o drogas, aunque era poco alentadora. Sabía que Shaun había fumado hierba en casa, pero no creía que aún lo hiciera. Y lo máximo que hacía era llevarse un par de cervezas cuando salía. Todos los muchachos lo hacían. Y en cuanto a Katie, no bebía ni fumaba. Era más inocente que las muchachas con las que Shaun había salido en Nueva York. Tenían esa mirada depredadora que no se limitaba a Shaun. Katie tenía un brillo en los ojos, pero era más bien por su inteligencia que por mal comportamiento. ¿La estaría protegiendo Shaun de algo? ¿Habría sucedido algo que la hiciera evitar la vuelta a casa? ¿Estaría llamando la atención? ¿Estaría embarazada? Ya no quería seguir pensando. Una sensación incómoda retumbaba en su interior, tan física que se reflejaba en el tedioso dolor de mandíbula.
O’Connor se sentó en la cocina de Martha Lawson, en una dura silla de madera que le presionaba la columna. El calefactor que tenía detrás estaba al máximo. Se inclinó hacia adelante. Ya se había quitado la chaqueta del traje y la había colgado en el respaldo de la silla. Pasó por el mismo cuestionario discreto que Frank, pero avanzó rápidamente.
—¿Katie sufre depresión? —le preguntó. La pregunta quedó flotando en el aire.
—¡Tiene dieciséis años! —dijo Martha—. ¡Por supuesto que no tiene depresión!
Frank y O’Connor intercambiaron las miradas. Entre ellos, durante los cinco meses anteriores habían asistido a escenas de cuatro suicidios, todos ellos de adolescentes.
—La depresión puede comenzar incluso antes de los dieciséis años —le aclaró Frank amablemente—. Uno puede hasta no darse cuenta de qué se trata.
—¿Dormía mucho? —preguntó O’Connor—. ¿Estaba sensible? ¿Irritable?
—¿Y para usted no son así todos los adolescentes? —le preguntó Martha.
—¿Tiene la sensación de que se estaba sintiendo negativa o pesimista? ¿O podía haber estado preocupada por algo? —preguntó O’Connor.
—No lo sé —murmuró Martha—. No creo que me lo hubiera dicho —inclinó la cabeza y dejó caer las lágrimas.
Los ojos de Frank se dirigieron hacia los retratos familiares que había en el aparador. El más grande era de Katie con su vestido blanco de comunión, con las manos entrelazadas sobre un misal, y llevaba una bolsa de satén blanca, los padres de pie, orgullosos, detrás de ella. En la segunda estaba vestida con unos pantalones rosa, una camiseta blanca y unas enormes zapatillas blancas, sentada en un banco riendo con su padre.
—¿Crees que estaba muy afectada por la muerte de Matt? —le preguntó Frank.
Martha le siguió la mirada.
—Quedó destrozada. Lo adoraba. Pero cuando sucedió era una niña. Siempre lo ha extrañado, lo sé, pero no creo que sea algo que a estas alturas la tuviera perturbada.
Cuando se dio la vuelta, O’Connor se inclinó lentamente y giró la rueda del radiador. Tenía la cara colorada y los ojos parecían secos. Parpadeaba constantemente.
—¿Bebe o piensa que hay alguna posibilidad de que esté involucrada con drogas?
Martha lo miró confundida. Se volvió hacia Frank en busca de apoyo. Su mirada era de disculpa.
—No —respondió con firmeza—. No, no lo está. No lo tiene permitido. Yo no tengo bebidas en casa. ¿Y de dónde sacaría drogas una muchacha como Katie?
A Frank le daba pena la reacción de Martha. ¿Es que de veras pensaba que ella solo podría acceder a la bebida en su propia casa? ¿O que a una adolescente le resultara difícil conseguir drogas?
—Para ser franca, estas preguntas me están poniendo muy nerviosa —dijo.
—No se preocupe —observó O’Connor—. Para que podamos realizar nuestro trabajo adecuadamente, tenemos una lista de preguntas estándar para hacerle a la gente en situaciones como ésta. No es que estemos juzgando a Katie ni a nadie. Yo no la conozco, solo estoy tratando de agarrarme a algo. Eso es todo. Nos ayudará a buscarla en los sitios indicados.
Frank asintió con la cabeza.
—Está bien —dijo Martha.
—¿Hay algo más que debamos saber de ella que usted piense que pueda resultar de ayuda?
—Es una muchacha maravillosa —comenzó a llorar.
A la hora del almuerzo del día siguiente, ya todos sabían que hacía dos noches que Katie Lawson no había vuelto a casa. Y cuando se hizo la llamada para que un equipo de búsqueda se reuniera en St. Declan’s, lo que el día anterior había sonado como el impulso aventurero de una adolescente ahora se había transformado en algo más oscuro.
Los grupos de personas estaban quietos en el patio de la escuela, comentando su descreimiento y malestar. Dos palmadas fuertes sonaron en medio del bullicio y todo quedó en calma.
—Hoy nos encontramos todos aquí reunidos por Martha Lawson —dijo Frank—. Y ella me pidió agradecerles su apoyo. Tal vez hayan visto búsquedas como ésta en las noticias. Todos se desplazan en línea recta por las áreas de búsqueda asignadas. Estas filas también están conformadas por miembros de la policía, que estarán numerados para la fácil identificación. Como la mayoría de ustedes sabe, Katie mide un metro setenta, es delgada con cabellos oscuros hasta los hombros. Se pasará una foto entre el grupo. La última vez que se la vio llevaba puestos unos pantalones holgados de tela vaquera de marca Minx, unas zapatillas rosas, un buzo rosa con capucha con la palabra «simpática» en la parte delantera, y una camiseta blanca. Probablemente haya llevado una billetera celeste de plástico y un teléfono móvil plateado. En el transcurso de la búsqueda, si creen que ven algunos de estos objetos, no los toquen. Notifíquenselo al policía más cercano y ellos gritarán su número, soplarán un silbato y gritarán: «Hallazgo». Si escuchan esto, deténganse inmediatamente, hayan o no encontrado algo ustedes mismos. No vuelvan a moverse hasta que escuchen la palabra: «Adelante». Hablen lo menos posible, pero si deben hacerlo, háganlo en voz baja. No necesito aclarar que no deben dejar cosas personales durante la búsqueda. De modo que guarden envoltorios de dulces, colillas de cigarrillos o cualquier otro tipo de desecho en el bolsillo hasta que lleguen a un cubo de basura. Gracias.
Shaun se dirigió con ojos suplicantes hacia donde estaba Frank. Éste sacudió la cabeza y le puso una mano en el hombro.
—No creo que sea una buena idea —le indicó—. Tal vez debas esperar en casa a que ella llame. Apuesto a que serás la primera persona a quien llame.
—Tengo mi teléfono móvil —señaló Shaun.
—Eso no te será de gran ayuda, sin cobertura, una vez que salgamos del pueblo —dijo Frank.
—Ve a casa —le animó Joe, acercándose a su lado.
—No sé por qué estáis todos tan preocupados —se inquietó Shaun, subiendo el tono de voz—. ¿Qué pensáis que vamos a encontrar?
—Probablemente nada de nada —respondió Frank.
—Pero simplemente es mejor que tú no estés cerca —señaló Joe. Shaun se marchó.
Frank le ordenó a Joe que se uniera al grupo de personas que estaban frente a él.
—Bueno —dijo Frank—, todos ustedes vienen conmigo. Tomaremos la parte central del pueblo, desde Vista Marina, los comercios, el puerto y de nuevo hacia Shore’s Rock.
Unas cuarenta personas caminaban en fila y se dirigían hacia las casas de veraneo. En la tarde soleada, los árboles apiñados de manera compacta proyectaban sombras negras en el camino. Joe iba al borde de la fila y casi se cayó encima de un niño agazapado detrás de un sicomoro. Abrió mucho los ojos al ver a Joe.
—Me estoy escondiendo —le dijo en un susurro en voz alta. Se llevó un dedo a los labios y le señaló a los padres, que estaban guardando las maletas en una camioneta frente a la casa.
—Ah. Pero eso puede asustar mucho a tu madre y a tu padre. Estoy seguro de que si no te encuentran se pondrán muy tristes.
Miró por entre los árboles y notó una luz en el rellano de la última casa, el extraño brillo de una bombilla a la luz del día. No había coches en el camino de la entrada.
—No quiero volver a casa —dijo el niño tristemente.
—Eso es una verdadera pena —contestó Joe—. Yo voy a pasar a saludar a tu mamá y a tu papá. ¿Quieres venir?
El niño sacudió la cabeza frenéticamente. Joe le dijo al hombre que tenía al lado que iba a revisar algo.
Se acercó a la pareja.
—No miren ahora pero su pequeño está entre los árboles justo detrás de mí. Me hizo jurar guardar el secreto.
Los padres se miraron entre sí y luego al cielo.
—Lo mataremos —dijo el hombre.
—¿Han estado aquí durante todo el fin de semana? —preguntó Joe.
—Sí —contestó la mujer—. Pero para Owen todavía no es suficiente.
—¿Por casualidad no han visto a alguien en la última casa? —preguntó Joe, señalando.
—No. De hecho aquí uno apenas ve los coches que entran y salen. Es muy tranquilo —comentó el hombre.
—O mejor dicho las luces de los faros —agregó la esposa—. Hemos estado dentro todas las noches. —Hizo un gesto señalando a su hijo.
—Está bien. Solo era curiosidad —señaló Joe—. Que tengan buen viaje. Buena suerte con subirlo al coche.
Joe volvió a unirse al grupo en la caminata por el pueblo hacia Shore’s Rock, turbado no solo por la luz sino por los fuertes latidos que sentía en la mandíbula. Palpó la chaqueta en busca de calmantes pero no encontró ninguno. Se mantuvo concentrado en la búsqueda y en cada silbato que sonaba cuando alguien se detenía y un policía recolectaba lo que fuera que se había encontrado. Luego la fila volvía a avanzar en silencio hasta que se les pidió que se detuvieran en el portón de un faro.
—Está oscureciendo —dijo Frank—. Y el bosque ya es bastante oscuro, de modo que tendremos que posponer el resto de la tarea. Gracias a todos por participar.
El grupo de Richie había regresado más temprano y se encontraba en la comisaría cuando Frank entró.
—¿Habéis encontrado algo? —preguntó.
—Nada de nada —contestó Frank—. Obviamente nada equivale a nada. ¿Y tú?
—No —respondió Richie—. La verdad es que me advertían de cada resto de basura tirado en el camino. Envoltorios de dulces que jamás había visto desde que era niño. Kitty Tynan clavó un condón usado con un palo y me lo agitó en la cara. ¿Hasta dónde llegasteis?
—Nos detuvimos en el faro.
—Puedo organizar un pelotón para cubrir el bosque mañana o cuando sea.
—Háblalo con O’Connor pero a mí me suena bien.
Frank sacudió la cabeza.
—Pobre Katie, probablemente estará de vuelta esta noche, riéndose de todo esto, mortificada por el hecho de que el pueblo entero lo haya recorrido entero en su búsqueda.
Shaun yacía en el sofá frente a la TV, el control remoto en el brazo extendido, cambiando canales una y otra vez.
—¿Este fin de semana has trabajado? —preguntó Joe.
—Desde el jueves por la noche, no. ¿Por qué?
—¿Alguna de las casas fue reservada?
—Solo tres. Para el fin de semana.
—¿Cuáles?
—¿Por qué lo preguntas?
—Dejaste una luz encendida.
—¿Qué? —A Shaun le empezó a martillear el corazón.
—La del final. Salvo que haya alguien dentro. Pero supongo que no habrás tenido que trabajar allí a menos que estuviera alquilada. —Joe hizo reventar dos paquetes de barras energéticas Fuel It que tenía en la mano y se las comió bebiendo LV8 de limón de un solo trago.
—No hay nadie allí. Pero yo no dejé la luz encendida.
—Bueno, está encendida, entonces alguien lo hizo. ¿La señora Shanley aún está fuera?
—Papá, ¿a quién le importa?
—¿Te molestaría echar un vistazo?
—En este momento tengo otras cosas en mente.
—Puedo ir yo.
—Iré yo. Es mi trabajo. Pero no hay ninguna luz encendida.
—Yo iré caminando contigo.
—Mira, estoy bien. Iré yo solo, ¿de acuerdo?
—Iré contigo.
—Bueno, tomaré una ducha primero.
—Está bien. Avísame cuando quieras ir.
Shaun corrió al dormitorio, cogió el teléfono y llamó a Robert.
—Rob, necesito que me hagas un gran favor.
—No hay problema.
—No hagas preguntas y no puedes decírselo a nadie.
—Está bien. ¿Qué es?
—¿Puedes venir hasta mi casa y ponerte debajo de mi ventana para que yo pueda tirarte algo?
—Bueeeno. ¿Qué es? ¿Es algo sobre Katie? ¿Sabes en dónde está?
—No, no lo sé. Solo necesito que hagas algo por mí. Te lanzaré las llaves de Vista Marina y si puedes vete a la número 15, la que está al final, apaga la luz y tráeme de nuevo las llaves.
—… Está bien. ¿Por qué?
—La señora Shanley está fuera. El jueves por la noche dejé una luz encendida, tal vez lo carguen a la cuenta de los siguientes inquilinos. No quiero que ella me llame la atención. Estoy demasiado deprimido con lo de Katie como para hacerlo yo mismo.
—De acuerdo.
—Solo no dejes que mi padre te vea.
—¿Qué tiene que ver él con esto?
—Ya conoces a mis padres.
—Sí. ¿A qué hora?
—Ahora mismo.
Ray tocó el timbre de la casa. Finalmente Anna salió.
—No quería molestarte, pero es por lo del faro, el óxido y eso. No lo sé… ¿tienes interés en echarle una mirada? O, ya sabes…
—Solo un momento —dijo, y se estiró para tomar una chaqueta.
Ella fue corriendo por la hierba, fue hasta el faro y subió la escalera que daba a la torre. Las paredes habían quedado completamente limpias hasta verse solo el metal. Algunas partes estaban muy oxidadas.
—Se ve muy diferente —opinó Anna—. Muy oscuro.
—Lo sé —confirmó Ray—. El producto realmente funcionó. Quitó todas las capas de pintura, sin problema. Ahora podemos volver a pintar todo de blanco e iluminarlo. Pero realmente necesitamos quitar de encima un par de paneles. Ya ves el óxido. Entonces, ¿sigo adelante y los reemplazo?
—Eso sería estupendo —manifestó Anna—. Muchas gracias. De veras valoro todo el trabajo arduo. Díselo también a Hugh. Lo siento, estoy muy cansada como para que se me vea más contenta.
—Extraño —dijo Joe—. Lo hubiera jurado. —Estaba en el vestíbulo, apoyado contra la baranda y mirando hacia arriba a la luz del rellano que él sabía había estado encendida en la casa del final del callejón sin salida de Vista Marina.
—Pudo haber sido el reflejo del sol —señaló Shaun—. Ya sabes cómo.
—No voy a creerme eso —dijo Joe—. Yo la vi encendida. —Subió las escaleras y encendió y apagó la luz—. ¿Entonces definitivamente no has estado por aquí desde el jueves por la noche?
—El viernes estuve fuera, papá. Y fue con Katie. Y ahora ella no está. Anoche estuve toda la noche dentro preocupado por ella. Me viste. Así que en eso es en lo que estoy pensando. No en responder preguntas tontas que me haces y que no tienen sentido. ¿Y qué pasa si había una luz encendida? —Abrió la puerta principal—. Vamos, papá, esto es absurdo.
Petey empujaba la fregona torpemente hacia un lado y hacia otro por el piso del buffet, su primer trabajo de todos los lunes por la mañana. Frank entró por detrás de él.
—Hola, Petey. Tengo un par de preguntas que hacerte, si es que tienes un minuto. Estoy haciendo las rondas.
Frank notó el temor en los ojos de Petey al ver la tablilla con el sujetapapeles con su nombre y detalles en la parte superior del cuestionario.
—Es sobre Katie Lawson.
Petey se puso colorado y miró fijamente al suelo. Mecía el palo de la fregona hacia un lado y otro.
—He oído que se ha perdido —dijo, y meneó la cabeza—. Es espantoso.
—Sí —confirmó Frank y esperó—. ¿Qué es lo que sabes de Katie?
—Que sale con Shaun Lucchesi y que viene a esta escuela.
—Sí, bueno, la última vez que se la vio fue el pasado viernes por la noche. Tú no la viste a ella, o algo extraño el viernes por la noche, ¿verdad?
—No —respondió Petey sonrojado y con la vista baja—. Yo estaba en casa. No salgo mucho.
Frank sintió un arranque de pena.
—Mírame —le dijo—. ¿Tu madre estaba contigo en casa?
—No. Ella estaba fuera jugando al bridge. Después vino a casa muy tarde con su amiga la señora Miller. Ella se quedó a dormir en casa.
—¿Y tú qué estabas haciendo cuando ellas estaban fuera?
—Mirando TV Discovery. Un programa increíble. Sobre la tragedia del torneo de Fastnet de 1979. Entre el 13 y el 15 de agosto, la fuerza 11…
—Petey, háblame sobre Katie. ¿A ti te gustaba? —Frank luchaba por que lo mirara a los ojos.
—Ella era una muchacha buena, me llevaba bien con ella. —Petey giró la cabeza y se le escaparon unas lágrimas contenidas. Frank le dio una palmadita en la espalda. Petey se sobresaltó.
—Está bien —le dijo Frank—. Gracias por tu ayuda. Volveré a contactar contigo si lo necesitamos. —Se detuvo a la vuelta de la esquina para apuntar algo en el margen inferior de la hoja.
Richie estaba erguido sobre el escenario, con las piernas abiertas y los brazos cruzados a la altura del pecho. Observaba al pequeño grupo de adolescentes que concurría a la escuela secundaria. Frank entró por una puerta lateral.
—Buenos días a todos —saludó Richie. Uno de los muchachos del equipo de fútbol ahogó una risa y luego siguió con una tos fuerte. La rabia ardió fugazmente en el rostro de Richie.
Una parte de Frank creía que Richie sería más respetado por ser más joven, más cercano a la edad de los muchachos. Pero otra parte de él entendía por qué no era así. Richie jamás había logrado un equilibrio entre la autoridad y la severidad.
—Hoy he venido hasta aquí para hablaros a todos sobre Katie Lawson —continuó—. Como ya sabéis, Katie es alumna de quinto año de esta institución. Desapareció el pasado viernes por la noche y desde entonces no hemos sabido de ella.
Una energía de nervios fluyó entre la multitud. Se dieron la vuelta para ver alguna reacción en Shaun, pero él ese día tenía falta justificada.
—De manera que, si alguno de vosotros sabe algo —siguió Richie—, lo que sea, por insignificante o irrelevante que pudiera parecer, por favor poneos en contacto conmigo o con Frank. —Señaló con un gesto hacia la pared donde estaba apoyado Frank. Algunos de los alumnos le sonrieron, otros lo saludaron con la mano. Richie hizo una pausa y luego continuó—: Al igual que algunos detectives de Waterford, estaremos visitando las casas de los alrededores durante dos días, de modo que allí también nos podréis encontrar. Y, por supuesto, todo lo que nos digáis será tratado dentro de la más estricta confidencialidad.
Joe estaba en Tynan’s comprando un Usa Today cuando una pila de Evening Herald aterrizó en el piso a su lado. Por un instante, quedó confundido por la familiaridad del rostro que aparecía debajo de los titulares de la portada: «NO HAY PISTAS EN LA BÚSQUEDA DE LA ADOLESCENTE». Rompió la atadura y sacó el segundo ejemplar. Kitty Tynan no le cobraría nada.
—No pierden el tiempo, ¿eh? —dijo ella—. Hasta viene una fotografía de la búsqueda. Yo ni siquiera sabía que estaban ahí.
—Sí. Yo vi al tipo —comentó Joe—. Y a un periodista haciendo preguntas. Algunas personas hablaron con él.
—Pero nunca son los más cercanos a la familia —observó Kitty.
—Jamás —dijo Joe.
Se fue hasta un banco que había junto al puerto y leyó el artículo sobre la trágica desaparición de una estudiante llamada Katie Lawson y sobre la preocupación de vecinos anónimos.
Anna estaba en la cocina frente a la tabla de picar con una pila de rebanadas de cebollas. Se había detenido para ver la puesta del sol. Joe entró, con el ceño fruncido, apretándose la mandíbula con dos dedos.
Anna giró en redondo:
—Oh, no —dijo.
—Oh, sí —respondió él.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Bueno, hubo algunas luces de alerta, pero… —Él se encogió de hombros.
—Ah, y pensaste que desaparecerían. En el mágico mundo de Joe.
Él la ignoró.
—Estuviste bruzando durante la noche —dijo ella—. Traté de despertarte, pero tú solo cambiabas de posición y continuabas haciéndolo.
—Probablemente percibí que no me estabas despertando por algún motivo de índole sexual. —Él trató de sonreír, pero el dolor se lo impidió. Fue hasta el cajón con medicamentos y tomó dos antiinflamatorios y calmantes, y se los tragó con un vaso de agua. Golpeó ligeramente el reloj y se dirigió hacia la sala de estar. Recostado en el sofá, esperó a que los medicamentos hicieran efecto. Al cabo de media hora, regresó a la cocina.
—Olvidé preguntártelo: ¿Qué diablos le pasa a ese tipo, Miller?
—¿John Miller? —preguntó Anna, mientras arrojaba las cebollas en una cacerola caliente.
—Sí, el borracho. —Deslizaba la mandíbula hacia adelante y hacia atrás.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo ella, regresando junto a la ventana.
—La otra noche me estuvo diciendo algunas estupideces extrañas en Danaher’s.
—¿Como qué? —preguntó ella, rebanando un pimiento rojo.
—Me hizo pasar un mal momento, diciendo cosas sobre ti. ¿Lo conocías o algo así?
Anna lo miró:
—Él es John —le respondió pacientemente—. Ya te lo he contado. El John con el que salí la primera vez que vine aquí. —Se alejó.
—Ah —dijo Joe—. ¿Y qué pasó?
—Yo me fui a Nueva York y él terminó en Australia. —Comenzó a lavarse las manos—. Esta noche hay carne de res salteada. No creo que te haga bien masticar. Te prepararé uno de tus batidos. Y será mejor que beber ese LV8 energético, lleno de cafeína.
—Se pronuncia «eleveit».
—No me interesa —respondió ella—. Lo único que sé es que lo que sea que venga en colores chillones como eso no puede ser bueno para ti.
Él miró al cielo. Ella fue hasta la nevera a buscar los ingredientes. Sacó la licuadora del armario y arrojó unas rebanadas de banana, dos cucharadas de helado, dos cucharadas más pequeñas de manteca de maní, una de miel, llenó el resto con leche y lo puso a batir hasta que quedó cremoso. Le colocó un sorbete y se lo sirvió a Joe.
Él bebió un trago.
—Gracias. Entonces, ¿cuánto tiempo salisteis tú y este tipo Miller?
—Ocho meses.
—Ah. Debe haber sido bastante intenso.
Anna no respondió. Seguía picando.
—¿Y fuiste tú la que lo llevó a la bebida? ¿Mi bebé le rompió el corazón? —dijo Joe, al tiempo que se colocó detrás de ella, la envolvió con los brazos y le besó la nuca.
Anna sonrió.
—No lo creo, aunque en cierto modo… —señaló ella.
—Podría haber sido —dijo Joe, bromeando.
—Me estás tirando el batido encima —le reprochó ella, retorciéndose para zafarse de sus brazos—. Ve a traer un merlot.
—Claro —dijo él, al tiempo que atravesó la puerta y se dirigió hacia la bodega.
Anna dejó el cuchillo, cerró los ojos y suspiró.