CAPÍTULO 15
Anna se encontraba sola en el sofá, tendida de espaldas, rígida, cuando de repente abrió los ojos. Tenía la boca bien cerrada y no podía moverse. Finalmente logró levantar una mano y llevársela al centro del pecho donde sintió un charco empapado de sudor en la camiseta. El corazón le latía con fuerza. Imágenes vagas e interrumpidas le pasaban rápidas por la mente, luego se hacían más lentas hasta que lograba distinguir el verdadero terror que contenían. El corazón le latía más deprisa. Sabía de qué se trataba: parálisis del sueño. El estrés la afectaba de ese modo, generalmente a mitad de la noche, cuando no quería mirar el reloj por si quedaba detenido en el tiempo hasta la mañana siguiente. Se volvía hacia Joe y se preguntaba si lo despertaría y le haría saber la intensa paranoia que seguía a cada episodio, aunque no le gustaba despertarlo. Entonces se quedaba mirando fijamente el techo hasta que la respiración se normalizaba, luego se volvía de lado, estiraba un brazo para tocarlo y se acercaba más a él, le besaba los hombros, la espalda, cerraba los ojos deseando así disipar el temor. Esta vez, con Katie y Shaun y todo lo que la agobiaba, sentía que perdía el control. No podía con todo. Desde que se había enterado del asesinato de Katie, su mente estaba horriblemente trastornada y la paranoia parecía escalofriantemente real. Entró a la habitación, Joe estaba tumbado en la cama con los brazos extendidos debajo de la cabeza.
—Necesito decirte algo —empezó a decir ella—. No creo que tenga que ver con nada, pero quizá sí y no quiero arriesgarme.
—¿Qué? ¿Qué tenga que ver con qué? —preguntó Joe.
—Es sobre John Miller —anunció Anna.
Joe frunció el ceño.
—No solo estuve con él durante ocho meses cuando estaba en la universidad —confesó ella.
—No me interesa cuánto tiempo estuviste con él.
—No es cuánto tiempo sino cuándo —sugirió Anna.
—No entiendo —dijo Joe.
—Volví a estar con él, cuando regresé aquí…
Joe lentamente se iba dando cuenta de lo que ella estaba diciendo.
—¿Fue cuando estábamos comprometidos? —le preguntó al tiempo que se sentaba.
—Sí —respondió Anna. Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Sí. Las dos semanas que estuve aquí. No sé por qué.
—¿Por qué? —preguntó él.
—No sé por qué —repitió ella—. Él estaba ahí y…
—Yo estaba a kilómetros de distancia y a ti ni te importó —terminó de decir Joe, levantando la voz.
—No, no fue así. Es solo que, ¿qué puedo decir? Fue hace mucho tiempo…
—¿Y por qué me lo estás diciendo ahora? —Pero Joe sabía el impacto que los traumas emocionales provocaban en las personas y de cómo purgaban sus almas. Los secretos oscuros afloraban en los momentos oscuros.
—No lo sé —confesó Anna—. Tal vez… no lo sé.
—No puedo creer estar escuchando esto. —Él movió la cabeza—. ¿Te ha hecho algo?
—Se ha comportado de modo extraño. Me empujó contra una pared. Me pidió que tuviéramos relaciones sexuales. Y luego estuvo hablando contigo esa vez en el bar…
—¿Te pidió que tuvierais relaciones sexuales? —Joe estaba de pie, furioso.
—Sí.
—Bueno, ¿y tú qué respondiste?
—¡Qué no! ¿Qué crees que le dije?
—No lo sé. ¿Qué sí, tal vez?
—Lo que sucedió fue hace mucho tiempo —repitió ella con voz más alta.
—Estupendo. Bueno, entonces no tiene importancia. Ah, yo me acosté con alguien, pero fue hace cinco años, así que dejemos que todo siga su curso normal —provocó Joe.
—¿Lo hiciste? —preguntó Anna con el miedo reflejado en los ojos.
—Oh, por el amor de Dios, ¡no, no lo hice! Lo que quiero decir es que no importa cuándo eres infiel, lo importante es que lo fuiste y mentiste y que hay un tonto que se casó contigo de todos modos, sin estar al tanto de todos los hechos. ¿Crees que eso es justo? ¿Crees que eso sea una buena base…?
—¿Te arrepientes de haberte casado conmigo? —preguntó Anna.
—No te atrevas a darle la vuelta a las cosas. Ya sabes cuál es la respuesta. Pero no voy a dejar pasar esto. Yo te he sido fiel durante veinte años, Anna. Y no muchos policías pueden decirle lo mismo a sus esposas. Hay prostitutas que nos muestras las tetas, bailarinas exóticas que harían lo que sea por escapar del castigo de la droga, mujeres que se excitan con el maldito uniforme, por el amor de Dios.
—¡Qué bien para ti! —gritó Anna, levantándose de la cama de un salto—. ¡Qué bien para ti! ¡Gracias por no haberte acostado con ninguna prostituta!
—Oh, creo que sí lo hice —respondió él.
Ella se quedó mirándolo.
—Bastardo. —Él la tomó del brazo cuando pasaba a grandes zancadas pero ella se soltó de un tirón y siguió.
El inspector O’Connor estaba de pie frente a Frank Deegan y los treinta policías que trabajaban en el caso en la comisaría de Waterford.
—Bien, muchachos. Escuchad. Esto es lo que tenemos hasta el momento sobre Katie Lawson: hora de deceso consecuente con la hora de la desaparición, aunque pudieron haberla tenido cautiva durante días antes del asesinato, el estado de putrefacción dificulta la estimación, como todos sabéis. También debemos considerar la posibilidad de que la hayan matado en otro lugar y de que el cuerpo haya sido depositado en ese sitio por algún motivo en particular. La causa de la muerte fue un golpe en la cabeza con objeto contundente, posiblemente provocado por una piedra y precedido de estrangulamiento. No podemos descartar o incluir la idea de abuso sexual; no obstante, el hecho de que le haya quitado la ropa de la cintura para abajo así lo sugiere. Poco fue lo hallado en la escena que nos haya llamado la atención como algo de importancia, pero se han enviado al laboratorio las pruebas extraídas del cuerpo, incluyendo fragmentos de un objeto extraño encontrado en el cráneo. Los resultados serán revelados al recibirlos. Por ahora, continuaremos revisando nuestros interrogatorios originales, haremos seguimiento de vehículos que pudieran haber sido vistos en el área, eliminaremos más testigos; para eso obtendremos ayuda de los medios y, mientras tanto, estudiaremos al novio, Shaun Lucchesi. Sabemos que el padre, Joe Lucchesi, detective de Nueva York, y en cuya propiedad fue hallado el cuerpo, visitó la escena anoche, tarde, y posiblemente haya recogido alguna prueba que quizá hayamos pasado por alto durante nuestra búsqueda inicial…
El estéreo llenaba el jeep con un tema ambiental de Gainsbourg. Joe lo quitó torpemente y se alejó de la casa en silencio y a toda velocidad, sin tener idea de adónde iba. Estaba enfermo, disgustado y furibundo por algo de lo que se sentía impotente, una furia arrolladora que sabía que al final dejaría la situación exactamente igual. Anna lo había engañado. Insoportables ideas e imágenes fueron reptando por su mente. Era consciente de haberse sentido un poco satisfecho cuando los matrimonios se separaban a su alrededor y él podía regresar a casa junto a su bella esposa y confirmar que ellos eran diferentes. Ahora eran exactamente igual es al resto: había engaño, traición, ira, culpa, miedo. Aferrando más fuerte el volante, condujo cada vez a mayor velocidad hasta que supo que tenía que detenerse. Se encontró al final del callejón que daba a la Huerta Miller. Reclinó el asiento, se apoyó en el cabezal y cerró los ojos para abrirlos rápidamente al escuchar una tos seca del otro lado de la calle. Giró la cabeza lentamente y vio a John Miller parado allí, dando golpecitos con un cigarrillo en el lomo del paquete. Trató de imaginarlo hacía dieciocho años cuando Anna se había puesto en riesgo ese par de semanas con el anillo de compromiso en el dedo. Ella era joven, solo tenía veintiún años, pero Joe pensó que sabía lo que quería al responderle que sí tan rápidamente. Cuando estaba a punto de viajar a Irlanda, él la había llevado al aeropuerto y había llorado en el baño de hombres al partir ella. Para encontrarse con John Miller. Joe lo observó encender el cigarrillo cual profesional. John era alto, fornido y con el paso de los años había acumulado unos veinte kilos extras a su vieja silueta de jugador de rugby. Joe solo veía lo que en ese momento tenía ante él: a un hombre patético con pantalones grises holgados, una camisa arrugada y zapatos baratos. Y eso casi le dolía todavía más.
El peso solo era suficiente. John Miller era un hombre resentido. No había podido tener a Anna, entonces había ido en busca de alguien cercana a ella, una joven casi de la misma edad de Anna cuando la había conocido. Miller solo habría tenido que avanzar unos metros por la calle para observar el movimiento de entrada y salida de Shore’s Rock. Katie no habría tenido motivos para no confiar en él. Probablemente ella hasta hubiera sentido pena por el tipo.
Joe esperó a que se diera la vuelta, luego encendió el motor y se alejó.
Anna salió corriendo de la casa a la calle al escuchar la bocina. Ray bajó de la camioneta y se dirigió hacia las puertas traseras.
—Hola, Ray —saludó Anna—. Bien hecho.
—No hay problema —aseguró él—. En realidad he traído los tres paneles de acero conmigo. Puedo insertarlos justo donde eliminamos las partes oxidadas.
—Fantástico —dijo ella—. ¿Te molestaría traerlos hasta el faro?
—No hay problema. También tengo los bidones de keroseno, por si Sam da luz verde. —Él miró el piso—. ¿Te encuentras bien? Pareces…
—Estoy bien —respondió ella—. Es solo que esta noche…
—Lo sé —coincidió—. Es espantoso. Es tan difícil de creer…
Golpeó el lateral de la camioneta y dijo:
—En fin, será mejor que comience con todo esto. Afortunadamente no llevará demasiado tiempo. Y seguramente te veré en la funeraria.
—Qué extraño —dijo Anna—. Pienso que cuando el que muere es un menor, la gente quiere aprovechar todas las posibilidades para despedirse. Y hace todo: va a rezar a la funeraria, luego a la misa conmemorativa, luego a la mañana siguiente al funeral. Creo que eso es bueno.
El jeep de Joe apareció detrás de ellos y pasó circulando veloz y saludando a Ray con una especie de gruñido.
Fue directo hacia el teléfono del estudio, abrió bruscamente y hojeó la guía de Dublín en busca del número del Trinity College.
—¿Hola, Departamento de Zoología?
—Hola, quisiera saber si podría hablar con un entomólogo —preguntó Joe.
—Sería con Neal Columb, pero en este momento está en clase.
—¿Podría dejarle un mensaje para que me devuelva la llamada?
Al colgar el teléfono, miró el reloj y pasó a ver a Shaun antes de darse una ducha y vestirse. Estaba en el baño, con el pie sobre la tapa del inodoro, frotando los zapatos de cuero negro con un extremo de la toalla blanca cuando entró Anna.
—Oh, por el amor de Dios —dijo severamente—. Debajo del lavabo hay ropa.
Él levantó la vista.
A ella las lágrimas le brotaron de los ojos.
—No sé cómo va a hacer para superar esto.
—Con nosotros —aseguró Joe. Tenía la voz tensa.
—Lo siento mucho —se lamentó ella.
—Shhh.
Frank estaba de pie junto a O’Connor en el portón de la funeraria. El inspector llevaba las mismas gafas sin montura que había usado la noche en que descubrieron el cadáver de Katie. Frank notó que tenía los ojos limpios.
—¿Qué ha pasado con las lentes de contacto? —le preguntó.
—Me deshice de ellas —respondió O’Connor—. ¿Sabías que el noventa por ciento de los crímenes que nuestros hombres están abordando son delitos de orden público relacionados con el alcohol? Está fuera de control. Es eso lo que los está manteniendo ocupados. Y la gente se está volviendo loca. Las personas llaman a los programas de radio para quejarse del alcoholismo, pero en realidad nadie evita que sus hijos salgan y lo consuman. Nadie piensa que sus propios hijos son parte del problema. Es increíble. La otra noche Paul Woods llevó a una chica a casa que estaba tan borracha que no podía bajar del coche, ni mucho menos caminar por la calle. Él tuvo que ir a buscar a la madre, que no le creyó hasta que finalmente salió y vio a la muchacha allí tirada, quince años de edad, desmayada, con una minifalda hasta el culo que la madre ni siquiera reconoció. Mientras tanto, lo que esta gente no registra es el enorme problema que tenemos con las drogas. Problema del que mis hombres no pueden ocuparse por estar demasiado obsesionados por limpiar el vómito del asiento trasero de sus coches. Sin embargo, existe una banda de criminales muy organizados distribuyendo drogas por toda la ciudad y sus alrededores.
—Es verdad —coincidió Frank con voz monótona.
—El mes pasado, por ejemplo —continuó él—, estuvimos cerca de nuestra primera pequeña tregua en meses con esta pandilla en particular. Antes de eso habíamos estado vigilando, observando una disco de jóvenes todos los sábados durante un par de semanas. Entonces una camioneta estacionó y dos jóvenes subieron. Nos acercamos, de modo casual, pero la camioneta salió volando como llevada por un demonio. Por supuesto que los muchachos no dijeron nada, pero al día siguiente la historia recorrió el pueblo entero, los padres llamaban a la comisaría, como si fuera la primera vez que ese tipo hubiera aparecido. Uno de los periódicos publicó una nota en primera página y presionó. No puedo sumarle a eso un loco suelto que anda por ahí atrapando jovencitas.
—Estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance —aseguró Frank—. Estamos tomando declaraciones, luego repasaremos las tomadas anteriormente… —Se detuvo al ver a Richie acercarse.
—Anoche hasta tarde, por lo que escuché —comentó O’Connor sonriendo. A Oran le encantaba llegar al trabajo con historias salvajes de bebida.
—Sí —masculló Richie, esbozando una breve sonrisa—. Pero al menos no tengo resaca que lo pruebe.
—Qué bien —dijo O’Connor lanzándole una mirada a Frank.
Joe observó a Shaun acercarse a la puerta lateral de la funeraria. Era unos quince centímetros más alto que la mayoría de sus amigos y parecía extrañamente adulto vestido con su traje negro nuevo. Todos trataban desesperadamente de enfrentarse a su propio dolor pero parecían demasiado conmocionados para hablar. La mirada de Joe se desplazó hacia los policías parados junto al portón. Se preguntaba cuál sería la dinámica que compartían. El inspector de Waterford mantenía una profunda conversación estilo monólogo con Frank, que asentía con la cabeza amablemente cada cinco minutos. Richie parecía incómodo entre las dos personas mayores. Se habían alejado de él inconscientemente aunque lo suficiente para dejarlo visiblemente excluido. Frank estaba en el medio en más de un modo. Parecía aliviado de descansar de Richie, pero no del hombre que le hacía levantar la cabeza hasta un ángulo incómodo. Solo O’Connor observaba a todo el que entraba y salía de la funeraria.
—¿Y qué es lo que tú piensas? —preguntó Anna apoyándole una mano en el brazo. Él se la quitó y meneó la cabeza.
—Solo estaba diciendo que podríamos recibir a algunos de los chicos este fin de semana para ayudarlos a…
Joe mostró una cara que decía que no. No la había mirado a los ojos desde esa mañana. Los irlandeses usaban una expresión para cuando algo les resultaba desagradable o irritante: atravesar. Todo lo que Anna hacía o decía a él lo atravesaba. Ese día le permitía estar a su lado por el bien de Shaun… y quizá por el de los vecinos, si tenía que ser honesto. Y quizá para mortificar a John Miller. Las imágenes de Miller y Anna volvieron a invadir su mente. Se preguntaba si debía importarle que todo hubiera sucedido hacía veinte años, aunque sabía que el amor que sentía por Anna hacía que tuviera importancia. Se estremeció. Podía sentir la mirada de ella encima. Le dolía la cabeza. El dolor que bajaba hasta ambos maxilares era como un latido mecánico, constante. Él continuó mirando fijamente hacia adelante.
Martha Lawson estaba sentada frente al ataúd de su única hija mientras el lastimero canto litúrgico crecía entre la multitud de la funeraria.
—Ave María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre… —Las mujeres mayores entrelazaban las cuentas de los rosarios entre los dedos, con las cabezas gachas, convencidas de sus oraciones. Los grupos de adolescentes confundidos con uniformes escolares grises murmuraban las partes que sabían, extrañamente reconfortados por el ritual, aunque preguntándose si en realidad algo de eso funcionaría. De vez en cuando desviaban la mirada en dirección al féretro de roble que estaba en la parte anterior de la sala, deprimente e irrevocablemente cerrado. Aquellos eran niños acostumbrados a ver ataúdes abiertos, a aferrar las manos de los muertos, a besar las frentes de mármol de los abuelos o parientes mayores. Jamás a una chica de dieciséis años.
Martha Lawson se apoyó torpemente en su hermana, Jean, con el rostro sin vida, la mirada oscura y vacía. Era católica devota y tenía en cuenta cada palabra del rosario que estaba repitiendo, porque creía en Dios, en la oración y en la bondad del ser humano. Ningún asesino la alejaría de su fe. Pero no lo entendía. No sabía por qué se encontraba allí sentada por segunda vez en ocho años, pariente más cercano al fallecido, primero al perder a su esposo por el cáncer y ahora a su hija por un asesino. Miró el ataúd fijamente, incapaz de aceptar el cuerpo de Katie brutalmente tratado que yacía en su interior; su pequeña, la tapa cerrada sobre su hermosa niña. Cuando la oración concluyó, todos salieron a la calle donde el coche fúnebre estaba aguardando para trasladar el féretro hasta la iglesia en un corto trayecto.
El padre Flynn, el párroco más anciano, echó un breve responso. Sus palabras sonaron vacías y aburridas, pronunciadas demasiadas veces. Él no había aprendido que con cada funeral llegaba nueva angustia y dolor. La gente empezó a moverse incómoda en su silla. Martha pensaba en el día siguiente, cuando su primo Michael llegara en un vuelo desde Roma para celebrar una misa. Él siempre encontraba las palabras apropiadas.
Durante una hora después del breve responso, un desfile constante de personas se acercaron por el pasillo hacia donde estaba Martha: «Lamentamos la pérdida», murmuraban, moviendo las cabezas, tratando de avanzar en la fila.
Unas estacas altas de madera se quemaban en hilera en el hierba fuera del faro. Brendan, el empleado fotógrafo de Vogue, estaba parado adelante sosteniendo un fotómetro. Shaun murmuró algo y siguió caminando hasta entrar en casa. Joe miró a Anna.
—No pude hacer nada —se excusó ella—. Lo contrataron hace semanas.
—Ya lo sé —dijo Joe.
—Estaré allí por la noche —aseguró ella.
El sol brilló a la mañana siguiente a través del frío helado, ofreciendo solo un tema de conversación a los incómodos asistentes al funeral. Avanzaron hacia la pequeña iglesia de piedra en las afueras del pueblo hasta llenarla y luego se apiñaron en los pasillos laterales. Sonó la campana, la congregación se puso de pie y apareció el padre Michael con dos monaguillos caminando detrás. Dio golpecitos en el micrófono.
—Tomen asiento, por favor. —Levantó la vista y habló de modo tenue—. Cuando Katie tenía tres años de edad, yo le enseñé dos palabras que aparecían en la lista de Reader’s Digest. Una era empatía y la otra era aliento. Al día siguiente le pregunté cuál era la palabra que se usa cuando uno comprende lo que le está sucediendo al otro. Ella me miró y frunció el ceño. No la recordaba. Yo no le dije nada. Simplemente me quedé esperando sin darle pistas. Entonces ella estiró su pequeña mano, me dio una palmada en el brazo y dijo: «¡Aliéntame, Michael!».
»Hoy, frente a esta terrible tragedia, sí, podemos sentir empatía por la familia de Katie Lawson. Pero más importante aún es poder alentarla. Podemos alentar a las personas a que se aferren a su fe, a que sean fuertes por ellos y por Katie. Eso es lo que ella hubiera querido. Sé que las canciones escogidas hoy aquí por el novio, Shaun, y por los amigos de la escuela son canciones positivas, canciones de esperanza, y, como dije, de aliento. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el pequeño grupo que se encontraba en el balcón y a la llorosa reemplazante de Katie, cuya voz temblorosa se esforzaba por entonar el primer solo.
El padre Michael volvió a hablar:
—Hoy nos encontramos aquí reunidos por muchos motivos: nuestro amor por Katie, nuestro apoyo a Martha y a la familia Lawson, por Shaun, nuestra fe, nuestra esperanza, pero también porque ninguno de nosotros entiende lo sucedido. Cómo una joven de dieciséis años llena de vida, con tanto para dar, que de hecho nos dio tanto a todos, nos fue arrebatada tan de repente. ¿Qué clase de odio puede habitar el corazón de alguien para llevarlo a cometer un acto de tanta crueldad y violencia? —Se detuvo. Lo único que se escuchó en medio del silencio fue a los periodistas que se encontraban al fondo, tomando rápidas anotaciones en sus cuadernos de espiral.
»Quizá nunca lo sepamos —continuó él. Varias personas miraron instintivamente hacia donde se encontraban Frank Deegan y Richie Bates—. Pero lo que sí sabemos es que no podemos permitir que el odio se apodere de nuestros corazones, pues el odio nos traerá sufrimientos. En nuestros corazones debe haber amor, deben estar llenos de bondad como lo estaba el corazón de Katie.
Joe era el más alto de los portadores del féretro, se encorvó para acomodarse a la altura de los otros cinco hombres que con los brazos por encima de los hombros acarreaban el ligero ataúd. La multitud encabezada por Martha los seguía detrás a paso lento. Avanzaron por el cementerio y se vieron obligados a detenerse junto a las otras tumbas, todos los ojos puestos en el foso de medio metro de ancho y dos de profundidad y en el féretro que ahora se encontraba al lado.
Shaun se encontraba de pie más cerca de la tumba. No podía asociar a la persona que amaba con lo que estaba sucediendo en ese momento. De pronto cayó en la cuenta de que en ese instante el cuerpo de ella se encontraba allí dentro. Físicamente ella se encontraba a escasa distancia de él, pero muerta y dentro de un ataúd. Se preguntaba qué aspecto tendría: ¿ocuparía todo el espacio o se encontraría pequeña y perdida dentro de los pliegues de satén? Comenzó a sollozar descontroladamente.
Todo los que habían logrado mantenerse enteros durante el responso se quebraron ante la sombría realidad de un féretro que descendía irremediablemente a la tierra y la mano temblorosa de un muchacho que arrojaba una sola rosa blanca sobre la lustrosa tapa.
Después del entierro, la mayoría de los allegados se dirigieron a la casa de los Lawson. Los vecinos habían estado preparando comidas y bebidas desde la mañana temprano. Anna iba caminando por el corredor cuando vio a John Miller escabullirse de la larga cola del baño y dirigirse hacia el jardín trasero. Estaba asqueada con lo que él estaba a punto de hacer, pero al menos era la única que lo había visto irse. Cuando él apareció de detrás del cobertizo ella lo estaba esperando.
—¿Qué es lo que sucede contigo, John? —le preguntó con tono brusco—. ¿Qué es lo que has hecho con tu vida?
—Cielos, solo estaba meando —aclaró él sonriéndole a nadie.
Tenía la bragueta abierta y ella se la señaló furiosa. Él le guiñó un ojo.
—Necesitas ayuda —aseguró ella.
La miró como si fuera a decirle algo, pero se dio la vuelta y se alejó por un sendero sinuoso de nuevo hacia la casa.
Richie y Frank estaban amontonados en un rincón del pasillo con tazas de té y emparedados en las manos.
—Disculpad la interrupción —dijo Joe—, pero…
—A estas alturas no estamos interesados —informó Frank, sin levantar la vista.
Aquello a Joe le sorprendió.
—Pero…
—No, haznos reír —se burló Richie—. ¿Cuál es tu última teoría?
Joe estaba de pie frente a ellos con su mapa y se sintió patético. Pero sabía que en esto tenía razón.
—Trajo su mapa —siguió provocando Richie.
—Mira —advirtió Joe—. Déjame terminar con esto.
Cuando Joe terminó su teoría sobre Mae Miller, Richie habló:
—¿Cómo sabes que ninguno de los demás vecinos escucharon nada?
—Porque se lo pregunté —aclaró Joe sabiendo adonde quería llegar.
—¡Aléjate de esto! —le gritó Richie bruscamente, elevando y luego bajando rápidamente el tono de voz—. ¿Y qué hay con que Katie no haya visitado la tumba, haya vuelto caminando como siempre y pasado por la casa de Mae Miller y ah… Y cómo era eso? ¿Haya terminado enterrada en tu maldito patio trasero?
Frank se sobresaltó.
—Ese bosque es propiedad del Estado, hijo de puta —le advirtió Joe—. Y lo que estás diciendo de adonde fue ella no tiene sentido, maldito terco.
Richie estaba furioso. Frank intervino.
—Bueno, lo que sea que haya sucedido —dijo con voz serena—, ella pasó por la casa de los Grant y Mae Miller escuchó un grito.
Joe sacudió la cabeza y se alejó.
Frank se volvió hacia Richie.
—Tienes que relajarte.
—¿Qué quieres decir con que me relaje?
—Estás tan a la defensiva que… no sé. Ese no es el modo indicado de manejarse en un trabajo como este. Yo me iré el año que viene y no quiero que las cosas se alteren en el pueblo en mis últimos meses.
—No quiero ser rudo, pero sí, tú te irás y yo seguiré estando aquí. Mi carrera es mi vida y no quiero que ningún caso sin resolver la manche. Los Lucchesi son unos recién llegados. El tipo o su hijo, o ambos, son sospechosos desde mi punto de vista.
—Tu punto de vista, Richie, es un funeral. Recuérdalo y contrólate. —Bebió un sorbo de té—. Si Joe Lucchesi es tan sospechoso, como dices, igual tenemos que hacer bien nuestro trabajo. Y te diré una cosa, prefiero tener un caso no resuelto que una impresión equivocada en mi conciencia. De todos modos, esta investigación está a cargo de Waterford. El futuro de tu carrera no dependerá de…
—Pero…
—Escúchame. Tú no escuchas. A la larga lo que importa es el modo en que te mueves tú y a las demás personas. Tienes que ser paciente. No puedes abrirte paso a empujones. Recuerda que por el modo en que estás llevando a cabo el trabajo, estás comenzando con el pie izquierdo con la mayoría de la gente. Ya no hay tanto respeto como en mis épocas. Cuando me entrenaba en Templemore, uno de los detectives me dijo: «Si vas por la calle dejando multas en cada coche que ves, el pueblo entero pensará que eres un bastardo. Si vas por la calle sin dejar multas en ningún coche, el pueblo entero pensará que eres un bastardo».
—Entonces somos unos bastardos —aseguró Richie—. Fin de la historia.
—No, no es así. Depende de nosotros tratar de que la gente no lo crea.
—Pero igual pueden fastidiarte.
—A mí me han fastidiado y estoy orgulloso de eso —aclaró Frank.
Anna bajó lentamente las escaleras hasta el cuarto de Shaun. Estaba tendido en la cama vestido con unos pantalones vaqueros muy holgados y una camiseta de béisbol, colgando los pies por el borde. Estaba dormido, con las mejillas rojas por la calefacción. Tenía el brazo extendido sobre la almohada en la misma posición que lo había visto desde niño. Seguía siendo un niño, pensó. Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Shaun abrió los ojos lentamente y se volvió hasta quedar de espaldas. Anna lo vio todo en su rostro, ese horrible despertar donde todo el mundo parece estar tan bien y segundos después todo está tan mal. De pronto se sintió triste. Se incorporó y se apoyó en el cabezal, se llevó las rodillas al pecho y lloró. El corazón de Anna dio un vuelco. Se acercó a la cama, se sentó a su lado y lo atrajo hacia sí en un abrazo. Él se quebró desgarrándola con cada sollozo. Lo acunó sin decir nada. No había nada que pudiera decirle. Una hermosa joven de dieciséis años no pertenece al cielo, no existía alivio, ni lección positiva o espiritual para aprender de esto.
—Te quiero —le susurró simplemente sobre los cabellos húmedos—. Te queremos, cariño.
El llanto fue calmando y él dijo:
—No lo entiendo. No lo entiendo. ¿Por qué…? ¿Por qué alguien…? Ella era tan perfecta, ella… —Volvió a romper a llorar y Anna lo sostuvo entre sus brazos, acariciándole los cabellos, hasta que finalmente volvió a dormirse y le apoyó lentamente la cabeza sobre la almohada.
Ella fue a su habitación y se vino abajo mientras se quitaba la camiseta empapada de las lágrimas de Shaun.
Era casi medianoche y Danaher’s todavía estaba atestado de gente que había estado allí desde el funeral o que había ido después de pasar por la casa de Martha.
—Buena suerte —le deseó Ray cuando Joe bajó de la banqueta de la barra para ir al baño que estaba fuera. Fue a pararse cuando sintió el efecto del alcohol en el estómago vacío. Lo único que había bebido esa mañana era una leche malteada que se había preparado él mismo, seis analgésicos, dos LV8 y tres cervezas.
El excusado con puerta estaba ocupado, así que se dirigió hacia el otro, se abrió el cierre y esperó a que se le relajara el cuerpo. Se balanceaba suavemente sobre los talones.
—Supongo que he cogido el baño con puerta —escuchó decir desde al lado.
—Supongo que sí —respondió Joe esperando a que sucediera algo…
—Ya sabes que siempre se puede…
Joe se preparó para reír amablemente, como se hace con cualquier desconocido que pudiera hacer algún chiste.
—… esperar y entrar a éste si necesitas hacer fuerza, te dejaré el asiento caliente.
Joe se sintió obligado a continuar con la risa amable. La parte inferior de su cuerpo seguía en la nada. Luego silencio. Escuchó algo que rayaba la puerta del excusado y luego:
—No estás teniendo demasiada suerte, ¿verdad? —La voz se escuchaba más cerca, como si viniera de lo alto del compartimento de la pared delgada, y atenuada como si tuviera la mejilla pegada a la pared. Joe quedó paralizado. Luego escuchó la puerta de al lado abrirse con un crujido, raspando el piso de cemento.
—Que tengas muy buenos días —saludó la voz.
De nuevo en el bar, Ray escuchó el chillido estridente con el que abrió el altavoz de Danaher’s.
—¿Podría el dueño del automóvil con placa número 92W 16573 quitarlo del estacionamiento y sacarlo del maldito camino? —preguntó Ed.
—Cielos, no tienes que comerte el micrófono —gritó Ray.
—Cállate, pendejo, —volvió a decir Ed al micrófono.
Ray se paró al tiempo que sacaba del bolsillo las llaves del coche.
—¡Y encima era tu coche! —rió Ed mientras Ray atravesaba la puerta.
—Bonito peinado —comentó Ray al hombre que estaba de pie fuera junto a su coche. Tenía la cabellera rubia, corta y dura arriba y larga atrás.
—¿Éste es tu coche? —preguntó el hombre—. Entonces muévelo.
—¿Dónde es el incendio? —Preguntó Ray al tiempo que se subía al coche—. ¿Y tu peluquero salvará el pellejo?
—Quita tu maldito coche —dijo el hombre cambiando el peso nerviosamente de un pie a otro, con la cabeza gacha y las manos enterradas en los bolsillos.
Ray retrocedió del sitio, dejando la camioneta de adelante con espacio libre para moverse.
—Woah, we’re half way there, woah, livin’ on a prayer —venía cantando Ray de regreso al bar.
De repente una mano lo cogió del hombro desde atrás y le dio la vuelta. Los dos hombres quedaron inmóviles frente a frente. Ray se adelantó un paso, pero recibió un fuerte empujón.
Con un movimiento torpe trató de asirse de la chaqueta del hombre para estabilizarse pero fue demasiado tarde. El hombre subió a la camioneta de un salto y se alejó del estacionamiento a toda velocidad. Ray se puso de pie desconcertado. Luego algo le llamó la atención: un pequeño destello que contrastaba con el asfalto negro.
Joe estaba de nuevo en el bar con otra cerveza.
—¿Y a ti qué te ha pasado? —le preguntó al ver a Ray.
—Un maldito loco en el estacionamiento. Norteamericano, por supuesto. Un tipo absolutamente raro: camisa roja a cuadros, pantalones vaqueros ceñidos, botas grandes. Un tipo bien parecido pero definitivamente loco. Se metió conmigo por hacerle un chiste de su peinado…
—No, el critica peinados, no. ¡No! ¡No! ¡Ayúdenme! —empezó Hugh, levantando la mano y fingiendo terror.
—Creo que estuve genial —dijo Ray—. En fin, mirad lo que se ha olvidado. Una joya algo maricona. —Arrojó algo sobre la barra, Joe miró y en un instante sintió como si le fuera a explotar el pecho. No podía hablar. Todo se tomó más lento. Era algo que no lograba entender. Volvió a mirar tratando de comprender cómo algo así estaba sucediendo. En un instante, varias teorías le pasaron por la cabeza, ninguna de ellas verdadera. Cogió el objeto y corrió a la puerta, sabiendo que ya era demasiado tarde. Se detuvo en la entrada, bajo la luz pobre del pórtico y sostuvo el objeto en alto. Vio el contorno conocido: el dorado y marrón, las alas, las plumas, el halcón en vuelo, el pico puntiagudo con pequeños restos de pintura verde de la única puerta verde del excusado.
Joe volvió a casa deprisa y se quedó esperando fuera para recuperar el aliento antes de meter la llave en la cerradura.
La casa estaba en silencio. Fue hacia la cocina y vio a Shaun sentado a la mesa, mirando fijamente la nevera con los ojos hinchados. Un imán amarillo con forma de taxi guardaba una foto de él y Katie tomada en el verano, la cara bronceada de él pegada a la pálida de ella. Tenían las cabezas echadas atrás y la de él torcida tratando de besarle la mejilla. Joe se le acercó y le puso una mano en el hombro delicadamente. Shaun soltó el suspiro que había estado conteniendo, se puso de pie y se marchó.
Joe entró al estudio, se sentó junto al escritorio, cogió el teléfono y marcó la línea directa de Danny. Colgó en la mitad. Encendió el ordenador, hizo clic en Safari y la página de la portada de Google llenó la pantalla. Escribió tres palabras: «halcón, prendedor, vuelo». Encontró accesos a Wright Brothers y Kitty Hawk, Black Hawks y Prendedores de Pilotos. Volvió a intentar lo escribiendo literalmente «prendedor de halcón dorado y marrón». Encontró sitios con halcones con motas, orioles marrones y prendedores de búfalos dorados. Fue a lo más genérico con «Texas, halcón, prendedor», pero solo encontró www.luchalibre.com, un sitio de prendedores de solapa y una página de Texas de relojes Halcón. Estaba a punto de avanzar a la página siguiente pero volvió a hacer clic en un sitio de vida silvestre creado por un hombre llamado Larry: larryadoralavidasilvestre.com. «Larrynecesitaunavida.com», pensó Joe. Dos fotografías en color fueron cargándose gradualmente y ocupando la pantalla, la primera mostraba a cuatro hombres que parecían tener unos cincuenta años, que vestían ropa camuflada con cámaras y binoculares colgados del cuello. Él leyó al pie: «Dick, Bobby, Jimmy y yo en el condado de Nueces, Texas, donde detectamos la primera Águila Dorada de la temporada (Sí, ¡leyeron bien!)».
«Qué bien por vosotros», pensó Joe. Avanzó hacia abajo, hacia la segunda imagen, los mismos cuatro hombres de la cintura para arriba.
«Dick, Bobby, Jimmy y yo identificados (¡¡Ja, ja!!). En serio, ese día adquirimos en una tienda esta edición limitada de prendedores; ¡a SOLO $ 10!!».
A Joe le dio un vuelco el corazón al mirar los prendedores con más atención. Examinó los rostros de los hombres. Ahora todos tendrían —revisó la fecha— unos sesenta largos.
—¿Qué es lo que estás haciendo a esta hora de la mañana? —preguntó Anna acercándose a él.
—Investigando —explicó él mientras agitaba la mano hacia atrás para mantenerla alejada.
—Está bien —aceptó ella—. Pero el día de hoy ha sido tremendo —le pidió con voz suave—. ¿Quieres venir a la cama?
—Lo siento —respondió él—. No.
Ella cerró la puerta suavemente detrás de sí. John Miller apareció de repente en la mente de Joe. Luego recordó cuando tenía siete años y escuchó la voz fuerte de la madre que retumbaba en el piso de madera de su habitación.
—¿Qué es lo que crees que hago yo durante todo el día, eh?
—Dímelo tú —gritó el padre.
—Dímelo tú —gritó María—. Crío a nuestros hijos. Les cocino, a ellos y a ti. Limpio para ellos y para ti… eso es lo que hago durante todo el día, todos los días. ¿Y qué es lo que haces tú, Giulio?
—Yo estoy construyendo un futuro para nuestros hijos.
—¿Qué futuro? —preguntó María elevando la voz—. ¿Crees que esto es el futuro? ¿Padres que jamás se ven a no ser a comienzos o al final de la semana? Tú no eres el tipo de hombre que yo quiero que mi hijo sea. —Todo quedó en silencio. Luego él alcanzó a escuchar los suaves pasos de la madre en las escaleras, después en el corredor yendo a su habitación. Ella empujó la puerta suavemente para abrirla, se deslizó en la cama junto a él y lo abrazó. Sintió las lágrimas de ella en sus cabellos.
Joe se volvió hacia la pantalla. Aparte de Larry y sus amigos de la vida silvestre, al menos otras dos personas habían adquirido esos prendedores y los habían conservado durante casi veinte años. ¿Por qué Donald Riggs, que solo era un niño, tendría el mismo prendedor en la mano al morir? ¿Quién había dejado el prendedor en la puerta del bar? Volvió a coger el teléfono y esta vez se comunicó.
—Dos cosas, Danny —le pidió—. Necesito que saques el archivo de Donald Riggs.
Silencio.
—Aquel tipo, Browne Park, la explosión…
—Ya sé quién es —aclaró Danny—. Solo quiero saber por qué lo preguntas.
—Solo quiero saber quiénes eran sus socios en Texas —dijo Joe—. Si es que los tenía.
—Por supuesto —aseguró Danny—. Puedo hacerlo. Pero según recuerdo, el tipo no estaba metido en demasiados problemas antes de, ya sabes…
—Dame el gusto —pidió Joe—. Ah, ¿y te molestaría revisar la bolsa de pruebas y buscar ese prendedor dorado con el halcón?
—El hecho de que hasta intentes que esa petición suene casual dice mucho de ti —comentó Danny—. ¿Qué es lo que está sucediendo allí?
—Te lo diré cuando yo mismo lo sepa —dijo Joe—. Escucha, cuídate.
Colgó el teléfono se quedó en la oscuridad hasta que salió y subió las escaleras hacia la habitación de huéspedes. Estaba a punto de abrir la puerta cuando Anna salió al corredor con un destello de esperanza reflejado en el rostro. Él se detuvo. Era tan hermosa, tan sensual en todo lo que hacía, incluso en ese instante en que se pasaba la mano por la cabellera oscura y enredada. A él se le comprimió el estómago al imaginar a otro hombre tocándola. Ella lo vio en sus ojos y la esperanza murió. Joe entró en esa habitación ajena y cerró la puerta detrás de sí.