Sofía
Los nervios hacen acto de presencia al subir al avión, incluso antes de localizar mi asiento, tengo pánico a volar. ¿A quién quiero engañar? Es la primera vez que uso este medio de transporte. Nada, lo mío es hacerlo todo a lo drástico, y aquí estoy, a punto de saltar al vacío sin saber qué me encontraré.
Las horas de vuelo dan para pensar. Hay momentos que estoy eufórica por el cambio de vida. Otros solo me falta llorar al ver la locura que estoy a punto de cometer. Yo que jamás he salido de mi ciudad, aquí estoy subida a un avión con rumbo a lo desconocido.
A las diez de la noche, hora local, aterriza el avión en el aeropuerto de Tenerife, mi nuevo destino. Tardo una eternidad en recoger las maletas. Salgo disparada a la espera de ver la sonriente cara de Hugo. Es lo primero que veo nada más traspasar las puertas, me agarro a él con todas mis fuerzas.
Tras besuquearme varias veces, me coge la cara entre las manos para observarme de cerca.
—¡Qué ganas tenía de verte, Pipi!
Después de tantos años aún recuerda mi apodo. En el colegio todo el mundo me decía Pipi Calzaslargas, por las pecas de mi rostro y las trenzas que me hacían.
—Yo también te he echado de menos, mocoso.
También uso su sobrenombre. El pobre siempre estaba con un pañuelo en las manos de pequeño.
Como quien dice, conocí a Hugo cuando todavía usaba pañales. Desde entonces nos hicimos grandes amigos. Hasta que a los veintiún años se marchó de Santander debido a que a su padre lo trasladaron de ciudad. Con los años sus progenitores regresaron a casa, pero él se quedó. Todo este tiempo hemos hablado gracias a las redes sociales, el teléfono y Skype, no ha sido lo mismo que tenerlo a mi lado cada vez que lo he necesitado.
Con una mano agarra una de las maletas y con la otra me rodea los hombros para iniciar la marcha.
—Tenemos diez días para ponernos al día. —Me extraña el poco tiempo que me concede—. No te preocupes, no voy a ningún lado. Es que Oli, nuestro compañero de piso, está de viaje y estaremos solos.
—Ah, vale. Ya me habías asustado —replico con una sonrisa—. Pensaba que me habías hecho hacer tantos kilómetros para dejarme sola. —Su cejo arrugado consigue que me ponga en guardia—. ¿Te marchas?
—No, no. —Se apresura a contestar—. Solo que dentro de dos meses tengo un viaje organizado a Las Vegas.
Quién arruga el entrecejo soy yo.
Sin tiempo que perder nos encaminamos a su vehículo para poner rumbo a mi nueva vida.
Me impregno de todo lo que me rodea de camino a mi nueva casa. Me maravillan las construcciones que observo durante el trayecto y el tránsito de las calles. Hugo me explica cada cosa que vemos, nuestra vivienda está ubicada en Guimar, por lo que observo la playa queda cerca, cosa que me encanta.
Al llegar a nuestra calle observo los edificios, cada uno tiene la fachada de un color distinto, un detalle que alegra la calzada. Frente a nuestro portal hay una pequeña plaza ajardinada preciosa. Parece una zona tranquila para el día a día.
El interior del inmueble es humilde. Aunque está construida en dos plantas, no contiene nada de lujos. Dejamos el equipaje en la entrada mientras hace de guía por la vivienda. Disponemos de cocina y salón de uso común. La planta de arriba es una buhardilla con baño privado, tardo poco en darme cuenta de que es el cuarto de Hugo. El mío está pegado al del otro chico, lo que menos me gusta es que debo compartir baño con el desconocido.
—¿Tengo que sobornarte mucho para que me cambies el dormitorio? —comento haciéndome la tonta mientras recojo las maletas de la entrada.
Su risa no ha cambiado en estos años que llevo sin verlo, es tan escandalosa como siempre.
—Lo siento. Oli lo ha intentado durante mucho tiempo y no lo ha logrado.
—Ya, pero yo soy tu amiga de siempre y él solo de unos años —replico.
—No cuela, nena.
Me resigno a tener que compartir aseo con un completo desconocido.
—Oye, no me has dicho nada de Carla. ¿Cómo os va?
Su expresión de tristeza me da a entender que las cosas no van bien.
—Rompimos hace tres meses. —Quedo sorprendida al saber que hace tanto tiempo y no sabía nada—. No decírtelo es porque sigo con la esperanza de que se arreglen las cosas entre nosotros.
Me siento en el borde de la cama y lo arrastro a él para que me haga compañía.
—¿Qué sucedió si os llevabais tan bien?
Noto su incomodidad ante la pregunta.
—Un malentendido.
—¿Hugo?
—Una noche al salir de la ducha escuché jaleo en la planta baja. Sin molestarme en terminar de vestirme, bajé en calzones a ver qué pasaba. Oliver estaba con su fiesta particular en el salón junto a dos chicas. Sin previo aviso llegó Carla y al ver la situación pensó lo peor, desde entonces no quiere verme.
—Oliver imagino que es Oli, ¿no? —pregunto para salir de dudas. Asiente con la cabeza—. Pero si él le explicó la situación, no entiendo por qué no te ha perdonado algo que no hiciste.
Mira hacia otro lado, tengo que obligarlo a mirarme para que me responda.
—El tema es que Oliver piensa que estoy mejor solo que con ella. Según él, ella me absorbía todo el tiempo y no podía disfrutar de mi amigo.
—¡Será capullo! —Suelto con odio hacia una persona que no conozco—. Más vale que no me digas más perlas de él, porque no tengo el placer de conocerlo y ya me cae mal.
—No es mal chico. —Al ver que voy a replicar, me explica—. Me ha prometido que cuando venga del viaje hablará con Carla y aclarará la situación.
Me alegra escuchar eso. Por lo que sé, estaba hecho el uno para el otro y es una pena que estén separados por una simple confusión.
Los días de la semana los dedico a instalarme en el apartamento, al estar sola, pongo música nada más abrir los ojos. Casi todo lo que llevo en el reproductor es rock. A mitad de semana le comento a Hugo si conoce algún orfanato cercano, echo de menos las largas jornadas que pasaba con los niños en Santander, no sé si es por mi difícil infancia, pero desde bien joven me dediqué al voluntariado en orfanatos y ONG.
Para mi sorpresa, me entrega la dirección de un centro de acogida relativamente cerca de casa.
—Sofi, ¿todavía no has olvidado esa etapa?
Lo miro con melancolía.
—Difícil olvidarse de ella. Lo intento, pero no es tan sencillo.
Se ofrece para dejarme frente a la puerta del orfanato, según él le pilla de paso y no le molesta acercarme, lo rechazo. Si quiero conocer la zona debo pasear por sus calles, de otra forma siempre seré una extraña en la ciudad y es lo que menos deseo.
Gracias a las indicaciones de mi amigo, llego al lugar sin perderme, frente a mí se alza una amplia construcción de dos plantas de fachada blanca. Sin quererlo, los recuerdos me invaden y logran que derrame unas inoportunas lágrimas, veinticinco años después, sigo sin ser capaz de superar mi triste pasado. Tampoco sé si algún día lo haré.
Una simpática señora que roza la cincuentena, me recibe. Con una sonrisa en la boca me explica el funcionamiento del centro, las edades de los niños que lo ocupan y el compromiso de los voluntarios con el bienestar de los pequeños. Le narro mi etapa en el orfanato de Santander, las excursiones que realizaba con los grupos de niños que tenía asignados, los largos días en la playa y los castillos de arena que construíamos, las clases extraescolares que realizaba una vez por semana para ayudarles con los estudios y demás experiencias vividas junto a ellos.
Para mi desconsuelo, me informa de que las normas del establecimiento no me permiten sacar a los niños del edificio si no es a través de una fundación, cosa que no poseo y, por lo que comenta, será misión imposible. La única opción que me ofrece es poder estar en el recinto con ellos, acepto sin pensarlo. Ya me las ingeniaré para hacer pasar un rato agradable a estos niños carentes de amor.
Relleno los formularios que me entrega devolviéndoselos cumplimentados y firmados. Hasta el próximo lunes no dispondré de la autorización para acceder. Me despido de Carina con dos sonoros besos.
Con una amplia sonrisa en la cara recorro las calles que me separan de casa, aunque en esta ocasión, tardo más de la cuenta, me paro a observar cada cosa que veo, las construcciones son tan diferentes a las que estoy acostumbrada que llaman mi atención, igual que los amplios jardines que adornan la ciudad, pero sobre todo, la espléndida playa en la que descanso unos minutos sentada sobre la fina arena.
El resto de tardes cuando Hugo regresa del trabajo, lo dedicamos a conocer la zona más alejada para que pueda moverme sola cuando me apetezca. Por las noches quedamos con sus amigos; Jesús, José, Fran, Amanda y Alondra. Algunos días también se une Carla.
Tardo poco en darme cuenta de que tanto Jesús y Amanda, como José y Alondra son pareja. Mi amigo no cesa en mirar a Carla cada vez que quedamos con ellos y entiendo el porqué. La chica, aunque no es tan alta como él, tiene una cara angelical que atrae la mirada de cualquiera. No me cuesta mucho integrarme en el grupo. Con el que más trato es con Fran ya que somos los únicos solteros.
El sábado sin perder la tradición me llevan a comer al restaurante donde siempre se reúnen. Me sorprende saber que ocupan la misma mesa pues fue en ella donde conocieron a las chicas. El local se llama La Latina y nunca un nombre ha sido tan acertado, la música que suena por sus altavoces es toda de ritmos latinos.
Me quedo impresionada al verlo, en Santander desconozco que haya sitios como este. El restaurante tiene dos ambientes; en el centro hay ubicada una pista de baile y alrededor de esta, están las mesas para los comensales. Lo que me más me sorprende es que a mitad de la comida un chico se acerca a Amanda y la saca a bailar. Al ver mi cara estupefacta, Jesús me explica que son los chicos quienes invitan a las mujeres a bailar y que ellas no pueden negarse, es la tradición del local. Al final de la tarde, comprendo que la gente va a pasarlo bien entre amigos y que da igual quien saque a quien a bailar.
Fran es tan cortés que espera a que termine de comer antes de ofrecerme la mano, la cual, miro horrorizada.
—No creo que sepa bailar de esa forma —me excuso sin aceptarla.
Me he entretenido en observar los movimientos de las mujeres en la pista y sé bailar, pero dudo que pueda alcanzar su sensualidad al mover las caderas.
El chico, un par de años mayor que yo, muestra una perfecta sonrisa de dientes blancos antes de hablar.
—No puedes negarte —recuerda sin dejar de sonreír—. Tú, sígueme.
A regañadientes accedo al primer baile. Después de ese llegan más, termino rogándole que me deje descansar un rato, estoy cubierta de sudor y muerta de sed.
A altas horas de la noche regresamos a casa mi amigo y yo.
—Eso que he visto entre Carla y tú en mitad de la pista, ¿ha sido un beso?
Con una tonta sonrisa en los labios me mira.
—Así nos conocimos, en La Latina. Después de verla con las amigas durante un mes, al final me atreví a sacarla a bailar. Y hoy he hecho lo mismo, parece que funciona.
—Me alegro por los dos.
—Y tú, ¿qué te traes con Fran? Al chico le gustas, ¿sabes?
No me sorprende su pregunta, el chaval ha intentado lanzarse un par de veces, pero se lo ha pensado mejor y ha reculado.
—Ya sabes que no quiero nada serio. Paso de rollos, que luego solo traen problemas.
Tras un agradable domingo en la playa, rodeada por los que serán mis nuevos amigos, el día finaliza, es Fran quien me trae a casa, ya que Hugo opta por irse con Carla a cenar, aunque nuestro compañero de piso no haya aclarado aún el malentendido, mi amigo no se rinde a la hora de volver a conquistarla por méritos propios. Después de cepillarme los dientes y colocarme la camiseta de tirantes que uso para dormir, me dejo caer en la cama para abrazarme a Morfeo durante toda la noche.