Tarifa miércoles, 24 de septiembre

—Quiere saber qué hacías en la playa en plena noche.

Terese se dejó caer en la dura silla de plástico que le habían acercado. Tuvo la impresión de que podían leerle los pensamientos, como si todo se viera por fuera a pesar de que se había duchado durante horas desde entonces, se había cambiado de ropa, había dormido diecisiete horas y había vuelto a ducharse una vez más.

El policía permanecía inclinado sobre el escritorio dando vueltas a un lápiz entre los dedos. Tenía las uñas feas y peladas con rastros de suciedad por dentro.

—¿Por qué quiere saberlo? —dijo al oído de su padre, que estaba sentado a su lado—. ¿Qué importa eso?

—Tienes que responder a sus preguntas —dijo Stefan Wallner—. ¿No lo entiendes?

Terese se frotó la oreja. Se había dirigido a ella como cuando era niña. Se arrepintió de haber accedido a que él hiciera de intérprete durante el interrogatorio.

—Aunque no necesitamos llamarlo interrogatorio —le dijo—, solo quieren saber lo que viste en la playa. —Pensó que tal vez hubiese sido más fácil verse rodeada de desconocidos que no tuvieran que avergonzarse de ella y quedar decepcionados.

—Solo daba un paseo —dijo.

—¿En plena noche, casi al amanecer? —El policía esbozó una sonrisa. Como un trazo bajo el bigote. Vio que le faltaba un diente en el maxilar superior. Sus ojos se habían posado en sus tetas.

—Estaba borracha —dijo en sueco—. Estaba mareada. Quizá me perdí.

Stefan tradujo.

—¿Estuvo sola en la playa? —preguntó el policía.

—Sí, sola. —Tragó saliva para deshacer el nudo de la garganta—. Ya lo he dicho.

—Sola en la playa, una jovencita, en plena noche. —El policía sacudió la cabeza. Un cuadro de la Virgen María y el Niño Jesús colgaba de la pared a su espalda. Su padre no le tradujo, lo había entendido. Había estudiado español tres años en el instituto y sabía pedir el menú de los restaurantes. Por eso la invitó al viaje, para que pudiera practicar el idioma. Quiso enseñarle los sitios en que él estuvo cuando recorrió Europa de joven. Miró de reojo a su padre. Tenía el pelo más rubio, las canas apenas se veían, y la piel tostada. Llevaban una semana en Tarifa cuando les arruinaron las vacaciones.

—¿Por qué no me pregunta por el cadáver? —dijo Terese—. ¿Por qué pregunta solo por mí?

El policía se apoyó en su asiento, las piernas abiertas. Golpeó el lápiz contra su boca.

—Sé muy bien lo que hacen ustedes en la playa —dijo—. Ustedes llegan aquí, salen de bares y se desnudan ante cualquiera. Mi primo ha trabajado en las playas. Tenía que salir todas las mañanas a recoger lo que ustedes dejaban. No pueden imaginarse la de cosas que solía encontrar entre la arena.

Se inclinó sobre Terese, que dio un respingo cuando su mirada volvió a aterrizar en sus pechos. Deseó haber llevado un jersey, una rebeca encima. Y no una camiseta tan ceñida que mostrara la mitad de las tetas.

—Ya está bien —dijo su padre en español y le puso su pesada y cálida mano en el hombro desnudo—. Mi hija ha sido testigo de un suceso horrible. Usted deberá entender que esté conmocionada. —Miró de reojo a Terese y luego se dirigió al policía—. Ya le ha dicho que estuvo sola.

El policía sonrió para que el hueco de su dentadura volviera a quedar al descubierto.

—¿Quién era el muerto que encontró? —prosiguió Stefan—. ¿Sabe algo más de lo que le ocurrió a ese hombre?

—Un inmigrante, un subsahariano —dijo el policía levantándose. Se dirigió a una de las paredes de fondo donde colgaba un mapa de Europa. También aparecía el norte de África. Terese sabía que allí iban barcos desde Tarifa. La travesía hasta Tánger era de treinta y cinco minutos y costaba veintinueve euros por persona. Su padre había recogido folletos en la oficina de turismo. Terese no había mostrado interés pero no dijo nada. No quería ponerle triste. Cuando le propuso el viaje al sur de España ella pensó en Marbella, en playas soleadas y clubes nocturnos. En Tarifa siempre soplaba el viento. Intentó bañarse los primeros días, pero sintió pánico cuando una ola la derribó y las corrientes submarinas la arrastraron.

—Huyen de países al sur del Sáhara —dijo el policía. Señaló la parte baja del mapa en la pared de piedra revocada. Sierra Leona, Nigeria, Mali, Costa de Marfil—. Hace años deteníamos embarcaciones a diario, llenas de gente a rebosar. —Dejó la mano deslizarse por el mar, hacia el azul del Atlántico—. Después empezaron a hacer esta ruta, a Canarias desde Senegal. Saben que los detenemos en el estrecho. Tenemos patrulleras, cámaras y radares a ambos lados. Pero aun así una parte de ellos no se echa para atrás.

Stefan Wallner tradujo y Terese se relajó un poco. Ya sabía algo de eso. Ayer, mientras su padre fue a hablar con la policía y la Cruz Roja, ella se quedó en la cama queriendo dormir y morirse. Él volvía cada dos horas y le preguntaba si quería comer algo. Se sentaba al borde de la cama y le hablaba de los pobres infelices que huían de la miseria y acaso de la guerra. El jefe de la Cruz Roja de Tarifa le mostró fotos de gente que había perecido en el estrecho los últimos años. Tenía un maletín lleno de fotos. Al cerrar los ojos, Terese veía al hombre negro delante de ella y pensó que había visto la muerte. Y sintió brotar la antigua aflicción de la adolescencia y del instituto, cuando comprendió lo absurdo que resultaba todo y que nada importaba lo que hiciera porque ella no era nadie. ¿Puede uno amar a nadie? Nadie lo sabe si nadie muere. Papá, no quiero, dijo. No sé si quiero vivir.

El policía pasó por la única ventana de la dependencia y señaló afuera con toda la mano. Terese tembló cuando vio la alambrada de espino y las gaviotas. La isla de ahí fuera, donde batían las olas y estaba el faro. Nunca volvería al mar.

—Si los apresamos, los dejamos en la isla de las Palomas —dijo—. Hace unos años estaba tan abarrotada que ahora los mantenemos ahí una jornada, después pasan a los campos de internamiento de Algeciras. Si allí no consiguen hacerles hablar, los sueltan a la calle al cabo de cuarenta días. Directamente a la industria de verduras.

El policía rodeó su escritorio y levantó una hoja de papel. Una hoja fina y suave.

—Pero en ese caso hablo de los que llegan vivos, claro.

Volvió a sentarse en el sillón, con las piernas abiertas, y sacudió el papel contra la mano para que se oyera.

—Esto nos ha llegado por fax esta mañana temprano desde Cádiz. Han encontrado a dos más. Un hombre y una mujer. Encinta. —Levantó otro papel y lo mantuvo en alto—. Las autoridades marroquíes tienen noticias de una lancha que zarpó la noche del sábado. Lo hizo de forma inadvertida. Tal vez habrían sobornado a alguien, qué sé yo. Esos contrabandistas no reparan en medios. —Se frotó con dos dedos por debajo de la nariz y se atusó el bigote. Se retorcían un poco por las puntas de una forma pasada de moda—. Les dicen a los pasajeros que se tiren al agua cuando están cerca, a los contrabandistas les da tiempo a dar la vuelta antes de que los cojamos.

—¿Los han identificado? —preguntó Stefan Wallner. Aún mantenía la mano sobre el hombro de Terese y le daba palmaditas. La protegía. Ella se avergonzaba de haber mentido. Le avergonzaba haber sido abandonada en la playa. Era horrible que la gente pudiera morir en el mar.

El policía sonrió.

—¿Y cómo habría que hacerlo? Aún no hemos encontrado supervivientes.

—Dile que tenía un tatuaje —dijo Terese.

—Eso ya lo saben —dijo su padre. Terese se mordió los labios. Regañada como una criatura. Ya había cumplido veinte años.

—Si son marroquíes entablamos contacto directo con las autoridades marroquíes —dijo el policía—. Se presentan aquí en veinticuatro horas. Pero si son subsaharianos no hay nada que hacer. No llevan documentos y, aunque sobrevivieran, no averiguaríamos su procedencia. —Se encogió de hombros—. Les tomamos prueba de sangre y huellas dactilares, claro. Y se archivan.

Juntó sus papeles en un montoncito ordenado. Terese se miró las manos. Podía sentir sus miradas. El culo le sudaba contra el plástico.

—¿Y no viste a nadie más en la playa? —le preguntó el policía.

Negó con la cabeza. Estaba completamente desierta. Solo había gaviotas.

El policía se dirigió a Stefan:

—Si ha visto algo más que nos pueda conducir a los contrabandistas, lo quiero saber. Estamos hablando de criminales.

Stefan se dirigió a Terese:

—¿No viste realmente nada, algún barco, alguna persona?

Volvió a negar con la cabeza. Daba vueltas al anillo. Era de oro y moldeado como un corazón, un regalo de confirmación. De su padre.

—Entonces vamos a redactar el informe —dijo el policía. Pulsó un botón bajo el escritorio y una señal sonó fuera de la puerta.

—Mi asistente se ocupa de ello. Hora, lugar del hallazgo.

Cerró los ojos y se combó sobre el escritorio.

—Y quiero saber el nombre de quien te acompañó. Si es que fue uno solo. —Dejó que la vista recorriera el cuerpo de Terese. Ella tembló y pensó en volver a ducharse en cuanto regresara al hotel. Se sentía sucia.

—¿Cobras por el servicio o dejas que te lo hagan gratis? —preguntó—. Quizá fueran varios.

Por fin el padre se levantó y dio un puñetazo en la mesa.

—Deje de hostigar a mi hija. Ya le ha dicho todo lo que sabe.

La puerta se abrió y entró otro policía en la habitación. Terese lo reconoció, era el que les informó a su llegada. Parecía bueno. Ella se levantó y se dio la vuelta en ademán de salir.

—Tenemos que denunciar también el robo de tu pasaporte —dijo Stefan.

—No, papá —dijo Terese y le tomó del brazo, pero era demasiado tarde. Ya había empezado a hablar con el policía de su pasaporte desaparecido.

—¿Se refiere a que se lo robaron en la playa? Pero ha dicho que allí no había nadie más que ella. ¿Cómo encaja esto? Ahora no entiendo. —El policía sonrió para que el hueco entre los dientes le brillase negro dentro de la boca—. ¿Cuál de ellos cree usted que le robó el pasaporte? ¿Acaso fue una especie de retribución?

Su mirada se clavó en su cuerpo, fue como si lo lamiera de arriba abajo y de vuelta la hincara entre las tetas.

Terese se encogió y tiró del brazo de su padre. Aborrecía su culo y sus muslos, demasiado abultados, y la nariz que hacía una pequeña curva en medio, pero las tetas eran perfectas. Enteramente redondas. De gran tamaño natural. Era lo único de lo que realmente se sentía satisfecha.

—Seguramente lo habré perdido —dijo—. Venga, vamos.

—En cualquier caso, debemos presentar una denuncia —dijo él y permaneció inmóvil.

—Entonces tendrán que dirigirse a la policía municipal.

—Tenemos que dirigirnos a la policía municipal —tradujo Stefan Wallner, pero Terese ya salía por la puerta.

—Quiero volver a casa —dijo ella cuando salieron al pasillo.

—Pero si aún nos queda una semana de vacaciones.

—¿No viste cómo me miraba? ¡Maldito asqueroso!

Su padre echó un vistazo atrás, hacia la puerta que se había cerrado a sus espaldas. El asistente esperaba junto a ella con un formulario en la mano.

—Un tipo así debería denunciarse —dijo Stefan Wallner echando un brazo protector sobre los hombros de su hija—. Vamos, hija, superemos el trance. Luego iremos tú y yo a comer un buen almuerzo. —La empujó un poco al lado—. Y beberemos una copa de vino al sol. Lo vamos a necesitar los dos.