Nueva York lunes, 22 de septiembre

Según mis cálculos, debía de estar de siete semanas. Había aplazado in extremis la prueba de embarazo y deseaba que Patrick estuviera de vuelta en casa. En ese caso podríamos compartirlo. No la prueba de orina, desde luego, hasta ahí podíamos llegar, pero sí la espera. Hasta que aparecieran las rayas.

Se me aceleró el pulso cuando saqué el móvil del bolsillo de la chaqueta. En el fragor del tráfico, podía haber perdido alguna llamada.

No, no había llamadas perdidas. La pantalla estaba en blanco.

Había explicaciones lógicas, me dije. Patrick se desvivía por su trabajo y no iba a ser la primera vez, había ocurrido antes, que estuviera sumido en alguna pesquisa intrincada y espeluznante hasta el punto de olvidar todo lo demás. No tiraba la toalla antes de buscar bajo todas las piedras. En cierta ocasión, hacía tres años, antes de casarnos, no dio señales de vida durante una semana y a mí no me cupo duda alguna de que se había echado atrás y me había abandonado. Resultó que había estado tratando con unos pequeños gánsteres de Washington DC, y allí estaba, infiltrado, para llevar a cabo una minuciosa investigación desde dentro. Volvió a casa con una costilla rota y un reportaje nominado al premio Pulitzer.

Marqué su número por enésima vez aquella mañana.

Si contestas ahora te prometo que haremos lo que quieras —pensé mientras se oía el tono—. Nos vamos de Manhattan y compramos esa casa de Norwood, en Nueva Jersey, y si está vendida encontraremos otra parecida y luego tendremos hijos y haremos barbacoas con los vecinos y yo terminaré en el teatro y empezaré a coser sombreros para los niños. Lo que sea. Con tal de que contestes ahora.

La línea hizo un clic cuando el contestador se puso en marcha: Hola, has llamado a Patrick Cornwall

El mismo mensaje de esta mañana al despertar, el de toda la semana. Cada día sonaba más vacío.

Si no contesto es porque seguramente estoy muy ocupado, ten la bondad de dejar un mensaje después de la señal. Pip.

Habían pasado diez días desde su última llamada.

El último viernes.

Yo estaba en Boston con Benji, mi asistente, para recoger una butaca de la época de la Rusia de los zares. Aquel mueble era la última pieza del rompecabezas escenográfico de Tres hermanas y lo vendía un anciano peluquero cuya abuela había huido de San Petersburgo en 1917.

Patrick llamó al cerrar el trato. Benji y yo cogimos la butaca, cada uno por su lado, y empezamos a bajar los estrechos escalones de un edificio, que, por puro agotamiento, amenazaba ruina en cualquier momento.

—Solo quería darte las buenas noches —dijo Patrick desde la otra orilla del Atlántico—. Te echo mucho de menos.

—Me pillas en muy mal momento —dije, y dejé la butaca sobre un escalón mientras Benji aguantaba para que la joya no se precipitara escalera abajo.

El peluquero seguía junto a la puerta con pinta de preocupación en la cara. Yo, la verdad, lo único que deseaba era salir de allí antes de que se arrepintiera. La herencia de la abuela era lo más preciado de sus pertenencias, dijo, pero quería ver Rusia antes de morir y por eso lo vendía todo. Si le alcanzaba el dinero se compraría una sepultura en el monasterio de Alejandro Nevski de San Petersburgo, donde descansaban los próceres de la patria.

—No te imaginas el reportaje que me va a salir —proseguía Patrick a mi oído—. Si no se convierte en el reportaje del año, entonces no sé yo…

—¿Has salido de bares? —Eché una ojeada al reloj. Eran las seis en Boston. Medianoche en París. Me confortaba oír su voz.

Tartajeaba de forma manifiesta.

—No, estoy de vuelta en el hotel —dijo. Ruidos de fondo, el claxon de un coche, voces al lado—. ¿Y sabes qué estoy viendo ahora? La cúpula del Panteón donde Victor Hugo yace. También puedo ver los tragaluces de la Sorbona, ya sabes que vive gente en las buhardillas, bajo los aleros, pero han apagado las luces y ya se han acostado. Me gustaría que estuvieras aquí.

—Yo estoy en Boston, en medio de una escalera —dije, y oí cómo el peluquero empezaba a discutir con Benji. Era obvio que quería más dinero.

—Los hombres no valen nada, maldita sea —proseguía Patrick—, no son sino objetos de compraventa.

—Tengo que colgar, Patrick, de veras, podríamos hablar mañana.

Se le oyó beber algo.

—No puedo decírtelo por teléfono —prosiguió—, pero voy a empapelar el mundo entero con este reportaje, que no crean que pueden taparme la boca.

—No, claro, ¿quién podría hacerlo? —suspiré e hice un guiño al pobre Benji, cuyo rostro empezaba a enrojecer de forma alarmante. Yo no tenía ni idea de lo que podía costar una tumba junto a la de Dostoïevski, pero estaba segura de que era más de lo que podía sufragar mi presupuesto.

—Y luego salí a dar una vuelta, al Harry’s New York Bar, para poder hablar inglés con alguien. ¿Sabías que Hemingway solía visitarlo cuando residía en París?

—¡Estás borracho!

—Tengo que despejar la cabeza y pensar en otras cosas que no sean muerte y miseria. No vas a entenderlo, pero este es un viaje a las tinieblas.

—Por favor, cariño, hablaremos mañana.

Era ridícula la dificultad que sentía para despedir a Patrick. Una parte de mí, por pequeña que fuera, temía que él desapareciera si le colgaba el teléfono.

Una señal sonó entonces a su lado.

—Un segundo —dijo Patrick—, llaman al otro teléfono.

Le oí pronunciar su propio nombre con acento francés, sonaba divertido, como el de alguien que yo no conociera. ¿Quién le llamaba en plena noche a un hotel de París? Patrick levantó la voz, gritó para que lo oyera hasta el ruso de la escalera.

Mais qu’est-ce qui est en feu? Quoi? Maintenant? Mais dis-moi ce qui se passe, nom de Dieu!

Después volvió a mi línea.

—Tengo que irme, cariño. Maldita sea. —Sonó como si golpeara algo, un tropezón tal vez—. Te llamo mañana.

Colgamos los teléfonos y fue lo último que oí de él.

Crucé la Octava Avenida en dirección a Joyce Theatre. Por el rabillo del ojo vi luces azules que giraban junto a la siguiente manzana, pero las sirenas se oían en algún lugar a lo lejos, en otro universo donde tal vez no pasaran estas cosas. El teléfono mudo en mi mano. El bebé que crecía en mi vientre. Patrick que no sabía que iba a ser padre.

—¡Ally!

Fue la chica de la recepción, Brenda no-sé-qué, la que me detuvo a la entrada del teatro.

—¿Te llamas Cornwall, verdad? ¿Alena Cornwall? Ha llegado una carta para ti. —Levantó un grueso sobre—. Es de París.

El corazón me dio un salto mortal cuando tomé el sobre en mis manos.

Para Alena Cornwall, Joyce Theatre, 8th Ave., Chelsea, Nueva York.

La autoría de la letra no ofrecía duda, pulcros trazos en renglones regulares delataban que Patrick fue alguna vez el niño mimado de su madre.

Doblé el sobre, era grueso y contenía algo más que papel. A tenor del matasellos, lo había enviado desde París una semana antes, el 16 de septiembre, el martes pasado. La imagen de los sellos reproducía una mujer con gorro frigio y cabellos ondulantes dentro de una nube de estrellas, símbolo de Francia y de la libertad.

—¿Cuándo ha llegado? —le pregunté a Brenda—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—No sé —respondió al tiempo que se limpiaba las manos con una servilleta de papel—. Siempre tenía oculta bajo el mostrador alguna de esas pringosas barritas de chocolate Mars que comía a escondidas. Quizás el viernes. Yo no estaba de turno entonces. Seguro que no supieron dónde dejarlo.

Me adentré por la galería que conducía al despacho y los camerinos. Maldita sea, mira que no poder recibir el correo a tiempo… Algunos creían que una no existía por carecer de alta de empleo y apartado de correos. ¿Y por qué demonios había enviado Patrick la carta al teatro y no a casa? Era impersonal a más no poder. Además, ni siquiera se había molestado en controlar la dirección, faltaban el número de la calle y el distrito postal y eso significaba algo.

Apuros. Algo le pasaba. Había conocido a otra y no se atrevía a venir a casa y decírmelo a la cara. Me había abandonado.

Me detuve en seco cuando golpearon una puerta delante de mis narices. Desde dentro se precipitó una de las bailarinas de la función.

—Pero si he estado a punto de matarme —gritó Leia—. ¿Puedes creer que la pared se me ha venido encima?

Me quejé en voz alta. Leia era un ramillete de nervios de veintidós años a la que habían pronosticado convertirse en la próxima gran estrella de la escena de danza neoyorquina, lo que le hacía creer que el resto del mundo giraba a su alrededor. Abrió los ojos como platos en cuanto me vio.

—Esto tienes que arreglarlo tú —dijo—, de lo contrario no vuelvo a poner los pies en el escenario.

—Yo no puedo ponerme a hacer obras en el edificio, maldita sea —le dije—. Todos saben que hay poco espacio fuera del escenario. Pide que alguien esté atento a sujetarte, es lo que se suele hacer.

Le di la espalda y continué mi marcha. No pensaba rebajarme ante una niñata a quien habían bautizado con el nombre de una princesa de la Guerra de las Galaxias.

—Tú no deberías trabajar en esto —gritó a mi espalda—, porque a ti no te importan los demás.

Me di la vuelta.

—Y tú eres una niñata consentida —le dije.

Leia corrió a su camerino y volvió a dar un portazo.

La carta me sudaba en las manos.

Entré al cuarto sin ventanas que hacía las veces de despacho de producción para compañías invitadas, cerré la puerta y abrí el sobre.

De dentro salieron una libreta de notas, un disco compacto etiquetado «fotos», una postal de la torre Eiffel y un soplo de alegría al leer el breve texto.

No te preocupes, pronto estaré en casa. Solo me queda un asunto que resolver. Te amo eternamente. P.

PD. Deja esto en el teatro hasta que yo vuelva a casa. DS.

Leí y releí los renglones.

El aire del cuarto era cada vez más espeso. Las paredes se me venían encima y tuve que dar una patada a la puerta para hacerme espacio. Memoricé: a la izquierda, la galería que conducía a la plataforma de carga de la calle Diecinueve. A la derecha, la salida, el foyer, donde una escalinata de estilo Art Decó conducía a la planta que daba a la calle. Había salidas. Entre la calle y yo no había más de treinta segundos a la carrera.

Volví a sentarme en el sillón y contemplé el famoso esqueleto de acero de la postal.

Solo me queda un asunto que resolver, escribió. El matasellos del sobre era de la semana anterior. ¿No debería haber resuelto ya ese asunto?

Repasé un poco la libreta de notas. Se trataba de palabras sueltas, rayas, nombres y números de teléfono; ¿por qué me la había enviado precisamente a mí? Para guardarla en el teatro y no en casa. Vi abrirse la oscuridad bajo la aparente alegría de la postal.

No te preocupes significaba que tenía razones para preocuparme. Había trabajado lo suficiente en el teatro para saber que la gente no dice lo que quiere decir y que el verdadero sentido se oculta tras las palabras. Pronto estaré en casa y hasta que yo vuelva a casa sonaban a guisa de información simple y práctica, pero también podría estar engañándome. O engañándose a sí mismo.

Metí el DVD en mi ordenador portátil. Mientras esperaba a bajar las «fotos», me interné en un limbo emocional, una especie de punto muerto entre positivo y negativo. Era algo que solía hacer los días anteriores a un estreno o ante situaciones catastróficas. En ese estado había pasado varias semanas cuando a mamá le dio la embolia y me la encontré en su apartamento, dando los últimos retoques a la escenografía de un vídeo musical mientras disponía la incineración y preparaba el funeral. Las personas de mi entorno empezaron a hablar de psicólogos, pero en vez de eso dormí dos semanas cuando todo pasó y luego pude volver al trabajo.

Una foto apareció en la pantalla. Era imprecisa y mostraba a un hombre casi de refilón, alejándose de la cámara. En la foto siguiente había dos hombres fuera de un portal, parecía que era de noche y la foto tampoco era muy buena. Seguí mirando y no entendía nada. Patrick, a la vista estaba, no era un brillante fotógrafo, su terreno eran la lengua y las palabras, pero aun así solía hacer fotos aceptables. Estas eran pésimas. Tipos borrosos de expresión anodina. Uno de ellos aparecía en varias fotos, la clásica rata de oficina o empleado de banca, acaso publicitario, con gafas cuadradas de finas monturas y ojos claros, vestido con traje o gabán. Las fotos parecían tomadas a distancia, a escondidas. Podían mostrar a los tipos más anónimos de cualquier ciudad de la tierra. Y a mí no me decían nada sobre la clase de reportaje en el que Patrick se había enfrascado.

Cerré los ojos y medité un par de minutos.

Luego me conecté a la red, al sitio de Internet de The Reporter, y busqué el número de teléfono de la redacción.

—Quisiera hablar con Richard Evans —dije. Richard era el redactor del periódico al que Patrick vendía sus trabajos, toda una leyenda del ramo.

—Un momento.

Luego quedé emplazada en un prolongado silencio a la espera de extensión. Richard Evans no estaba disponible, pude saber. Después de media hora de extensiones por acá y por allá, di con un asistente de redacción que cayó en la trampa de delatar dónde estaba. Me inventé que le iba a entregar un trabajo de Patrick y pude saber que el redactor estaría de vuelta al cabo de una hora, cuando acabase una rueda de prensa, ya que para entonces tenía unas citas concertadas. Al asistente le pareció que yo debía concertar una cita. En vez de eso salí a escape del teatro y cogí un taxi hasta la esquina de la Octava Avenida con la calle Cincuenta y Nueve, donde estaba el Universal Press Café, casi junto al edificio del periódico.

Richard Evans estaba sentado al pie de la ventana, inclinado sobre una mesa demasiado baja para su largo cuerpo. Estaba sumido en un periódico y solo echó una mirada rápida cuando yo me acerqué.

—Hay más mesas ahí dentro —dijo señalando el sitio con un gesto. Pese a que tenía más de sesenta años, el cabello lo tenía tan tupido como rubio, con rizos en las puntas.

—Tengo que hablar contigo —le dije—. Me llamo Ally Cornwall, soy la esposa de Patrick Cornwall.

Richard Evans dejó el periódico. Sus ojos, reveladores, eran azules claros como vaqueros pasados por muchas coladas.

—Je, je, ¿eres tú la de Hungría o de por ahí? Patrick me contó algo alguna vez.

—Soy de Lower East Side —repuse y sin más tomé asiento en la silla que tenía delante. Era mi respuesta estándar cuando alguien me preguntaba de dónde era en realidad—. Nos conocimos en cierta ocasión con motivo del decimoquinto aniversario del periódico.

—Ah, sí, claro. —Esbozó una leve sonrisa con la comisura de los labios—. Fue cuando Cornwall estuvo nominado al premio.

—Pero no lo obtuvo —dije e hice una señal al mozo que se dedicaba a limpiar mesas para pedirle un zumo de naranja.

Me pasé aquella noche pegada a Patrick, embutida en un vestido verde esmeralda que había tomado prestado de un vestuario, cogida de su mano mientras el bullicio cesaba y todas las miradas se dirigían a las pantallas de los televisores. El premio Pulitzer era lo más preciado en el ramo de Patrick. Su serie de artículos sobre el distrito policial de Prince George, en Washington, llamaron mucho la atención y su nominación fue lo más grande que le había ocurrido, pero al final no sonó su nombre. El premio al mejor reportaje de investigación fue a parar a dos periodistas del The New York Times por el esclarecimiento de un delito bursátil en Wall Street. Patrick se emborrachó a conciencia. Al año siguiente invirtió cuatro meses, dos de ellos sin retribución, en seguir a los perdedores de la nueva economía. El resultado fue un corrosivo reportaje que ocupó varias veces doble página en The Reporter, suscitó debate y fue citado por los políticos, pero no volvió a ser nominado y eso le reconcomió la autoestima desde entonces.

—Necesito hablar del encargo de Patrick —dije—, de lo que está haciendo en París.

—¿Sigue allí todavía? Creí que pronto me haría una entrega.

Richard Evans frunció el ceño y cargó una porción de huevos revueltos en el tenedor. Era obvio que prefería desayunar en paz.

—No doy con él —dije—, no responde al móvil desde hace más de una semana.

—Cuando uno está en plena faena no siempre puede llamar a casa —dijo Evans y me miró de reojo por encima de la montura de las gafas.

—No, claro —dije—. Pero no hablamos precisamente de las cavernas de Tora Bora. Es París, Europa. Hay teléfonos.

Richard Evans giró el tenedor y contempló el pedazo de salchicha. La grasa relucía en la superficie del corte.

—De todos modos, parece que lo que se trae entre manos se trata de un asunto muy enrevesado. Tenía mucho interés en que le reservara uno de los números de octubre, con portada y todo.

—¿De qué trata? —le pregunté—. Me refiero al reportaje. —Evans enarcó las cejas. Yo hice de tripas corazón. Era lamentable reconocer lo poco que una sabía de su marido, de lo que se traía entre manos—. Patrick es un celoso guardián de los secretos del periódico —añadí—. Nunca habla con antelación de sus reportajes.

Me esforcé en recordar. Borracho al teléfono, había hablado de muerte y crueldad, de que los hombres no valían nada. Habló de los bares que frecuentaba en París, pero no de las personas que entrevistaba.

—Tráfico de personas —dijo Richard Evans.

—¿Tráfico de personas? ¿Cómo? ¿Trata de blancas, prostitución?

—No, no exactamente. —Se limpió los dedos en la servilleta—. Estaba tras la pista de inmigrantes que son utilizados como fuerza de trabajo en condiciones de esclavitud, sobre su incremento al compás de la globalización. Parias que mueren en contenedores cuando van a cruzar las fronteras de contrabando, asfixiados o ahogados en el mar entre África y Europa y que reflotan en las playas. Hace unos años, unos chinos perecieron ahogados en Inglaterra cuando recogían mejillones, campesinos de tierra adentro a los que nadie había informado de lo que era una marea. Una espeluznante manera de morir, según mi opinión.

—¿Inglaterra? ¿Pero entonces qué hace en Francia?

—Exacto. No había un enfoque claro. —Evans alzó la mano e hizo una seña al mozo de la barra y le señaló el desayuno concluido—. Cuando compramos reportajes del extranjero tienen que reunir un punto de partida inédito, un ataque propio. Pero eso debería saberlo Cornwall, ya ha trabajado mucho tiempo para nosotros. ¿Cuántos años? ¿Cinco? ¿Seis?

—Patrick suele decir que los periodistas que saben exactamente lo que buscan son peligrosos —dije—. Lo único que hacen es confirmar nuestros prejuicios. No ven la realidad porque ya saben cómo la quieren reflejar.

Sus ojos brillaron al sonreír. Esplendor en el hielo.

—De hecho, puedo reconocerme en Patrick Cornwall, cuando yo tenía su edad, tan tenaz e imbuido de oficio. Esa fe en hallar siempre la verdad si se excava lo suficientemente hondo. No son ya muchos los que lo hacen, los periodistas se han vuelto timoratos, en la actualidad todos tienen miedo, quieren jubilarse, ocuparse de sus casas.

Pidió un expreso. Yo negué con la cabeza al camarero. El olor a huevos revueltos y salchichas me estaba provocando náuseas.

—¿Pero por qué tuvo que viajar a Europa? —dije—. Solo tenía que darse una vuelta por Queens para dar con cosas similares.

Richard Evans movió la cabeza e inició una perorata acerca de los motivos por los cuales la miseria en Queens no vendía tanto como la miseria en París o en Europa, que la miseria era más digerible cuanto más alejada estaba.

Sentí un sudor pegajoso bajo los brazos. En el local quedaba menos espacio, había empezado la avalancha del almuerzo. Hombres de negocios, publicistas.

—… y la idea de recurrir a un free-lance obedece a que ellos meten la nariz donde nadie lo hace. Pero eso no lo entienden los analistas de mercado de ahí arriba. —Señaló con el dedo a las plantas superiores del edificio que había al otro lado de la calle—. Tan pronto como compro un reportaje, por poco controvertido que sea, creen que les voy a llevar de vuelta a 1968.

Yo sabía que The Reporter tuvo que cerrar en 1968 por discrepancias en el seno de la dirección en torno al tratamiento que debían dar a la guerra de Vietnam, pero yo no estaba allí para discutir de eso.

—¿Se ha infiltrado? —le pregunté.

—En ese caso, habría sido sensato hablar primero conmigo, pero nunca se sabe. Quizá quiera darnos una sorpresa.

Evans suspiró hondo y se rascó la tupida cabellera. Según Patrick, habría sido redactor jefe de haber sabido manejar un presupuesto. Él conocía el oficio, a diferencia de los expertos en mercadotecnia que ahora se convertían en jefes y a quienes Patrick detestaba tanto como idolatraba a viejos periodistas como Bernstein, Woodward y Evans.

—Antes podía pasarme horas con los reporteros —dijo—. Examinábamos los casos con antelación, los compulsábamos a la luz de múltiples análisis y les dábamos muchas vueltas. Ya no hay tiempo para eso. Yo estuve en Vietnam, presencié Song My, estuve en Phnom Penh poco antes de que entraran los jemeres rojos. Ahora salen de la universidad y creen que el periodismo es cosa de estilo, de estar presente en el texto, de ir por ahí oliendo la realidad.

Eché una mirada de reojo al reloj. Las once y cuarto en Nueva York. Casi la hora de la cena en París. Tenía que volver al teatro.

—O sea, que si te he entendido bien —le dije a bocajarro—, habéis enviado a Patrick a Europa y le habéis pagado un anticipo, pero no sabéis casi nada del caso ni tenéis un contrato sobre plazos de entrega. ¿Es así como suele funcionar?

—No, no le hemos adelantado dinero.

La sangre detuvo su circulación, el tiempo se paró. La gente pasaba a cámara lenta por la calle, llevando sus bocadillos del almuerzo como armas empuñadas. Clavé la mirada en Evans, pero no le saqué una palabra.

—Ya no podemos asignar anticipos, no a los free-lance, es una praxis a rajatabla. Recuerdo cuando iba a prometerme con mi primera esposa, llamé al redactor-jefe y le pedí un anticipo para comprar las alianzas. Suprimen todo lo que antes hacía de este oficio un trabajo grato.

Introdujo sus periódicos en la cartera y se levantó.

—Estoy seguro de que pronto dará señales de vida. Cornwall es de los que cumplen.

Yo también me levanté. El local se tambaleaba. Patrick me había mentido. Nunca había ocurrido antes. ¿O sí?

—Pero, y si no da señales de vida —dije carraspeando—, me refiero en caso de hipótesis, ¿qué hace entonces el periódico?

—No media entre nosotros un encargo directo, el periódico no tiene una responsabilidad formal, si es a eso a lo que te refieres, En calidad de free-lance, él es su propia empresa, la que responde de todos los seguros.

Recibí un empujón en la espalda cuando dos jóvenes estudiantes se abrieron paso a codazos, dando voces y llevando en volandas sus libros y tazas de café con leche hasta la mesa que habíamos ocupado.

—Son gajes del oficio, cosas de free-lance, ¿a que sí? —dijo Evans—. Uno quiere ser libre, que nadie le diga a qué hora tiene que levantarse por la mañana, encargar a cualquier otro los asuntos rutinarios. Yo sí que puedo echar de menos aquellos tiempos.

Sonrió y dio dos vueltas a la bufanda alrededor del cuello.

—Cuando aparezca, dile de mi parte que le reservo espacio para finales de noviembre.

Tragué saliva. A sus ojos solo era una mujer preocupada a quien debía tranquilizar. Y mientras tanto, mantener a los muchachos en el campo de batalla. Phnom Penh, no te jode, pensé.

—Hay una especie de corresponsal en París de quien nos servimos a veces —dijo y sorteó tarjetas de visita—. De buenas a primeras vuelven a incendiar una barriada y entonces la llamamos. —Unas cuantas tarjetas se le cayeron de las manos y vi cómo se fueron al suelo. Recógelas tú, pensé.

—Es corresponsal de política. —Se agachó para recoger las tarjetas desparramadas—. Creo que también le di su nombre a Patrick. Maldita sea, no la encuentro, pero la tengo en el ordenador. Me dio su tarjeta. Envíame un mensaje si necesitas sus datos.

—Sí, claro. —Me traían sin cuidado las frases de cumplido y salí antes que él por la puerta acristalada, directamente a la derecha, en dirección a la Octava Avenida. Había treinta y ocho bocacalles hasta el teatro, en Chelsea, y anduve todo el camino. Más que nada en el mundo, en aquel momento necesitaba precisamente aire.

«Hay un roble a la orilla del mar, con el tronco rodeado de cadenas doradas». La bailarina dejó flotar la réplica sobre el escenario, su voz era frágil como la de un duende, un sueño.

Los demás entraron en el texto, repetían las palabras en un coro rítmico mientras Masja bailaba su añoranza. En el escenario figuraban las tres butacas de época de la Rusia zarista. Había alquilado dos de ellas en un pequeño museo de Little Odessa y más tarde di con la tercera en Boston, tras pasarme semanas buscándola por media Costa Este.

Fui de puntillas hasta donde estaba Benji, en las primeras filas del patio de butacas, y sentí que había merecido la pena. Los cuerpos ágiles en contraste con los pesados butacones, muy sólidos, buenos para descansar y luego salir pitando de allí. Además, suponían serios obstáculos por estar en medio e impedir moverse a los bailarines con desenvoltura, obligando a rodeos y demoras en la coreografía. La obra de Chejov trataba de tres hermanas que, a lo largo de la representación, mientras el mundo se transforma a su alrededor, suspiran por Moscú sin viajar nunca allí. Primero pensé en el escenario como un vacío cielo estrellado y mucho espacio, pero entendí que se necesitaba algo fijo en el escenario, algo que las atara. ¿Por qué no se largaron, por qué no cogieron el primer tren?

Apreté el brazo a Benji en señal de que estaba de vuelta. En realidad, se llamaba Benedict pero eso no se lo podía contar a nadie.

—¿Qué pasa? —me dijo al oído—. ¿Dónde has estado?

Moví la cabeza.

—Ahora no.

Benji ni siquiera sabía lo que me inquietaba. Había seguido trabajando como de costumbre mientras los pensamientos sobre Patrick me reconcomían las entrañas.

—Ahora ensayan a Masja —me informó en voz baja.

La luz cambió del amarillo al azul, la apagaron y volvieron a encenderla. El técnico de iluminación aún no tenía lista la secuencia.

—Debían de ensayar a Irina, pero Leia se ha encerrado en el camerino. No va a bailar nunca más en este teatro, dice que hay mal ambiente y que no puede dar lo máximo de sí.

Me miró de reojo con una leve sonrisa sardónica.

—Y dice que todo es por tu culpa.

—Sí, claro, maldita sea…

Me levanté y grité para que todo el salón me oyera. Era la chica a la que horas antes había llamado niñata consentida. Duncan, el coreógrafo, me clavó la mirada desde el borde del escenario y me hizo señas con la mano para que saliera. Fuera. Y arreglara la situación. Gracias, le entendí el gesto.

—Iré a hablar con ella —le dije a Benji—, ¿o crees que si lo hago querrá quitarse la vida?

Sus escleróticas brillaron azules a la luz mal enfocada.

—Me parece que una vez lo intentó en serio. Fue Duncan quien la encontró. ¿No sabías que habían tenido una historia?

—Vuelvo enseguida —le dije.

Fuera del camerino había una aglomeración de gente.

—No quiere salir —dijo Helen, la protagonista de Olga, la tercera hermana—. Dice que debemos escoger a otra para el papel de Irina, pero sabe que eso es imposible.

—Tranquilízate —dijo Eliza, la promotora del teatro, quien había visto estallar todas las neurosis imaginables dentro de un teatro—. Saldrá en cuanto empiece a preguntarse si la echáis de menos.

Golpeé la puerta.

—Vamos, Leia, sal de ahí —grité—, no debí haberte dicho nada. Sin ti no montamos esta obra. Tú ERES Irina. Nadie la puede interpretar como tú.

El silencio duró trece segundos. Los conté. Luego se oyó el pestillo. Abrí la puerta y entré en el camerino, cerrando la puerta a mi espalda. La bailarina tenía el rostro a rayas, el maquillaje se le había corrido. Seguía llorando.

—No sé lo que te he hecho —me dijo—. ¿Por qué eres tan mala?

—No sé qué me pasó, estoy tan nerviosa por el estreno… —dije.

—A ti no te importa cómo me encuentre yo —dijo Leia—, solo piensas en ti. En este maldito oficio todos piensan en ellos mismos.

—Todos estamos nerviosos —dije—. Es una obra importante.

Leia me miraba tras su máscara embadurnada. Una máscara de desesperación, pensé. Alguna vez debería usarla yo. El maquillaje corrido, un ser a punto de desmoronarse. Primero se le corre el maquillaje, después se le cae todo el rostro y detrás aparece otro. Ninguno es lo que parece. También es pura máscara lo que hay detrás, tan verdadera o falsa como la apariencia.

—¿Qué es lo que te pone nerviosa? —dijo Leia cuando acabó de llorar. Se miró al espejo de reojo y se estiró para alcanzar la crema limpiadora—. Tú no tienes que actuar en escena ante un público que quizá te quiera mal.

—No estoy nerviosa —respondí.

—Entonces, ¿por qué me gritas? ¿Por qué me insultas si no es tu intención?

—Nadie te quiere mal. Te adoran. —Recogí un vestido que estaba tirado en el suelo y lo cepillé. Maldita tía que no podía tener cuidado con el vestuario. Me salió de la boca—. Solo estoy cansada.

—¿Tienes el mes o qué?

—No, no lo tengo. —Lo dije con mucho énfasis. Me percaté cuando ya era demasiado tarde y vi la mirada inquisitiva de Leia, de grandes ojos celestes, a través del espejo.

—¿Es que estás preñada o qué?

Las palabras se quedaron flotando en el aire. Fui incapaz de abrir la boca, solo me quedé mirando a la chica del espejo. Una desequilibrada que apenas pesaba cincuenta kilos. Y vi encenderse una llama en su mirada. Guardé silencio un segundo de más.

—¡Estás encinta, por todos los diablos! —exclamó Leia exultante.

Di la espalda a su irritante rostro embadurnado.

—¿Sabes quién es el padre?

—Claro que lo sé —dije y apenas oí mi propia voz. Solo fue un suspiro, un sordo susurro.

—¡Felicidades! —dijo Leia—. Pobre de ti.

—Nadie lo sabe —dije calladamente—, si dices algo te mato. No, perdona, no es exactamente eso. Es que es tan pronto que apenas hay nada.

—Lo hay —dijo Leia—, claro que lo hay.

Caí en la silla, a su lado, y vi mi propia imagen en el espejo que había encima de la mesa de maquillaje. Pálida y con círculos oscuros bajo los ojos. La noche anterior trabajamos hasta las dos y después no pude dormir, planteándome entre sudores la idea de que Patrick estuviera a punto de desaparecer de mi vida, con que mi hijo fuera a nacer sin ver a su padre. Imaginando que estaba más cansada de lo que podía imaginar.

—Yo también estuve embarazada —dijo Leia.

Fijé la mirada en la mesa. Ella era la última a quien quisiera tener de confidente.

—Aborté —prosiguió—, no quise echar mi carrera por la borda. No había lugar para un niño. Mi novio era un cerdo, nunca se hubiera ocupado de la criatura. ¿Pero tú estás casada, verdad?

Asentí con la cabeza.

—También lo estaba él —dijo Leia.

Me di la vuelta despacio y la miré. La crema limpiadora había convertido el maquillaje en grandes lamparones. En realidad, debería ocuparme de llevarla al escenario, o Duncan nunca volvería a contratarme como escenógrafa.

—¿Te arrepentiste alguna vez de haberlo hecho? —pregunté.

—¿Te refieres a que no sea una madre soltera en un arrabal cualquiera? En tal caso nunca habría podido aceptar este contrato. ¿También lo quiere él? ¿El padre?

Asentí. Es lo que más desea. Quiere todo un equipo de béisbol. La voz se quebró. Le oí con nitidez como si estuviera a mi lado y me dijera al oído: Combinado, claro, chicos y chicas. Su dulce voz.

—Pero tú no necesitas aparecer en escena —dijo Leia—, tú solo te ocupas de la escenografía. Puedes tener barriga. ¿Cuál es el problema?

Saqué un pañuelo de una caja de la mesa de maquillaje y me soné la nariz. Yo también aborté una vez, a los veinte años, después de una one-night-stand. Entonces fue sencillo y obvio. Esto era otra cosa.

—Ahora debería haber nacido —dijo Leia y se soltó el lazo que prendía el pelo—. No hay que pensar así, pero a veces lo hago. Aunque no lo quise tener.

Tiré de una toalla colgada y se la arrojé.

—Ahora te lavas —le dije— y sales a bailar. Es lo único que cuenta.

Leia mojó la toalla y se limpió. Su sonrisa resultó una mueca grotesca entre los últimos restos del maquillaje.

«Dios mío, ¿por qué precisamente humano?», dijo mientras se restregaba la cara con fuerza y se incorporaba. «Mejor un buey o un caballo cualquiera, con tal de poder trabajar».

Era una réplica de Irina, del monólogo del primer acto. Leia se puso en marcha y yo tenía que respirar, pero mi cuerpo estaba tan tenso como el suyo cuando se disponía a bailar, lo suyo solo eran tendones, músculos y piel transparente.

«¡Oh! Echo de menos trabajar como a veces se echa de menos beber agua cuando hace mucho calor. Si mañana no empiezo a levantarme temprano y trabajar, debe usted cancelar su amistad conmigo, ¡Ivan Romanovitj!».

—Date prisa —le dije, y me dirigí directamente al despacho de producción, cerré la puerta casi del todo y me metí las uñas en el pelo.

No llorar, no mostrar debilidad. Lo llevaba tan dentro de mí que casi no sabía cómo lo conseguían. Los que lloraban.

—¿Has sabido algo de Patrick?

Era Benji, que acababa de abrir la puerta… Allí estaba ahora, mirándome de manera inquisitiva.

—Tengo que revisar esto —dije mirando al escritorio. Levanté un tocho de recibos que debía contabilizar. Atrezo, clavos y tela.

—¿Empiezas a preocuparte? —se empeñó Benji—. ¿Aún no has dado con él?

Golpeé con fuerza la grapadora cuando pegué los recibos a una hoja. Benji vio la postal y la cogió.

—Ajá, la torre Eiffel —dijo—. Si Patrick fuera mi marido nunca le hubiera permitido marcharse a París.

—Tú no tienes marido —dije.

—Dice que no debes preocuparte. —Agitó la postal y sonrió—. Lo único que quiere es que le eches de menos, por eso no llama.

Moví la cabeza.

—No se trata de eso.

—¿No se trata siempre de eso? —dijo—. ¿Quién llama y quién espera? Y siempre juega con ventaja el que no llama, cosa que es injusta.

La perfecta pronunciación de Tour d’Eiffel de Benji resonaba en mi cabeza.

—¿Hablas francés? —dije.

Oui, bien sûr —dijo y sonrió—. Pasé un año en Lyon como alumno de intercambio, adoro Francia.

—Francia es un país de mierda —dije en serio. Caí en la cuenta de que había estado irritada desde que Patrick me dijo que iba a viajar allí. Tal vez había notado mi aversión. Por eso me contó tan poco. Por eso no le pregunté. Yo viví unos años oscuros de mi infancia en una aldea francesa. Del idioma no recordaba nada.

—Escucha esto. —Hice un gran esfuerzo de concentración para recordar lo que Patrick gritó al teléfono cuando yo estaba en la escalera de Boston—. «Mais qu’est-ce qui est en feu?». —Lo pronuncié despacio para no trabucar las sílabas. Las palabras no me decían nada—. «Quoi? Maintenant? Mais dis-moi ce qui se passe, nom de Dieu!».

—¿Quién dice eso?

—¿Sabes lo que significa?

Benji se atusó el cabello, tenía un pelo negro y lacio que le daba cierto aire asiático, cosa que no era, pero que le resultaba muy útil, según explicaba, en el club mundial, ahora que íbamos de camino a la era asiática. Me pidió que repitiese las frases.

—¿Pero qué es lo que está ardiendo? —tradujo despacio—. ¿A qué te refieres? ¿Ahora? Pero dime qué está pasando, ¡en nombre de Dios!

Benji se frotó las manos, las tenía ásperas después de toda una colada de prendas finas.

—Aunque nosotros tal vez habríamos dicho «por el amor de Dios» o «qué demonios está pasando». ¿De qué se trata?

—No lo sé.

—Tiene que ver con Patrick, ¿verdad? —Benji se puso de rodillas para mirarme directamente a los ojos. Puso una mano en mis rodillas—. ¿Ha ocurrido algo? Cuéntame. Vamos, Ally, que soy yo, Benji.

—Benedict —dije y me levanté de la silla.

Benji hizo una mueca de dolor.

—Si mi marido no diera señales de vida iría a buscarlo a París —dijo—, recorrería las calles pegando letreros en las farolas y anunciándolo por toda la ciudad.

Me abrí paso a codazos y salí fuera, a la galería.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Benji— yo no tengo marido.

Gramercy era una barriada un tanto anodina al este de Manhattan.

Patrick quiso pintármela más atractiva de lo que era durante nuestros primeros paseos. Me había enseñado la casa donde vivía Uma Thurman, en un edificio que hacía esquina a Gramercy Park. Allí se cruzó una vez con su ex, Ethan Hawke, y la verdad es que el tipo le saludó. Humphrey Bogart se había casado en un hotel cercano y Paulina Porizkova vivía en algún lugar del vecindario, eso era todo. En realidad, no había más que apreciar por mucho que Patrick quisiera impresionarme. Gramercy estaba habitada, sobre todo, por oficinistas, médicos y funcionarios de los hospitales del entorno, era una barriada anónima y desalmada y a mí me gustaba tanto como una página en blanco.

El portero estaba medio dormido cuando llegué, un poco más tarde de las once de la noche. Me había demorado en el teatro.

—¿Y el marido todavía no ha vuelto a casa? —dijo con curiosidad y se inclinó por encima del mostrador para seguirme con la mirada.

—Aún no —respondí.

—¿Sigue en Europa?

Patrick siempre hablaba con los porteros, tratándoles de tú y de hermano a los nueve que se fueron sucediendo. Yo no acababa de acostumbrarme, después de tres años en el edificio, a que alguien siempre estuviera pendiente de la hora en que entraba o salía.

—Buenas noches —le saludé y entré al ascensor. No respiré hasta que redujo la marcha en la planta doce y se detuvo en la catorce. La trece no existía. La superstición me alegraba, ya que me suponía una planta menos, un segundo menos de desplazamiento en un cajón cerrado.

Cerré la puerta y entré en silencio.

En el apartamento no existían el tiempo ni la realidad, era un vacío que flotaba catorce plantas por encima de la calle Veintitrés. A través de la ventana veía allá abajo el avance de los coches como si fueran juguetes luminosos. Hacia el norte relucía blanca la punta del rascacielos de la Chrysler.

Al sur no había ventanas. En otro caso se vería Lower East Side o Loisaida, como decían los chicos portorriqueños de mi infancia. Solo había nueve calles hasta allí, otro mundo en el que mamá y yo habitamos nuestro primer piso de alquiler en Alphabet City, donde las calles tenían letras en vez de números y donde yo tenía nueve años y aprendí a pelear y jurar en español antes que a hablar inglés. Mamá pensaba que había realizado su sueño americano cuando al cabo de siete años consiguió mudarse al otro lado de la calle, a un pequeño piso de dos piezas de la Primera avenida. Allí había un panadero polaco y dos vecinos con quienes podía hablar en checo. Yo ya no hablaba la lengua materna o quizá no quería hablarla. No sé. Heredé el piso al morir mi madre y allí viví hasta que conocí a Patrick.

El programa de e-mail parpadeaba cuando me senté en mi sillón de trabajo.

Nueve mensajes en el buzón. Ninguno de Patrick.

Me conecté con el banco on-line. Me había pasado toda la tarde con las palabras de Richard Evans dándome vueltas en la cabeza.

No hemos asignado un anticipo.

Teníamos dos cuentas compartidas. Fue idea de Patrick para tener la economía bajo control. Por lo que respectaba a mí, estaba acostumbrada a vivir al día. Nunca había compartido cuenta bancaria alguna con nadie. Me parecía más íntimo que compartir la cama.

El saldo de la cuenta para atender a los gastos corrientes era de 240 dólares. Ninguno había transferido dinero para los recibos del próximo mes. Todo estaba en orden.

Seguí navegando hasta nuestra cuenta de ahorro.

The baby money.

Era él quien usaba esa expresión. Yo la llamaba cuenta de ahorro. Ingresábamos dinero de forma regular y los padres de Patrick contribuían en Navidad y en los cumpleaños. A estas alturas teníamos poco más de 16.000 dólares. Ni siquiera tocamos el dinero el otoño pasado, cuando Patrick tuvo muchas pérdidas con el trabajo sobre los perdedores de la nueva economía.

Clavé la mirada en las cifras que bailaban a la luz gris de la pantalla.

El saldo de la cuenta de ahorro arrojaba la cantidad de 6.282 dólares. Una trasferencia por valor de 10.000 dólares se hizo el 17 de agosto. A la cuenta particular de Patrick.

Solté el ratón y me sujeté al brazo del sillón, rodé hacia atrás hasta quedar a una distancia de dos metros de la pantalla, un balón de oxígeno. Para que la mentira no me alcanzara.

El día que hizo las maletas. Mes y medio atrás, en medio de la peor oleada de calor del verano, cuando el aire ardía y permanecía inmóvil y el asfalto de la calle se derretía. Yo estaba tumbada en el sofá con una fina camisa larga encima.

—Puede que esto se prolongue —dijo mientras recogía el ordenador portátil—. Quieren publicarlo en portada en octubre y tendré que tenerlo listo a más tardar a mediados, quizá finales, de septiembre. —Su beso acarició levemente mi mejilla cuando se dirigió al dormitorio.

—¿Tienes dinero para los recibos del mes que viene? —le pregunté en voz alta. Deseé habérselo dicho de forma más cariñosa, pero sabía que le resultaba difícil cuadrar las cuentas. Tenía pocos encargos y peor pagados que antes. París me parecía un destino caro. Estaba furiosa por el entusiasmo que manifestaba por viajar y dejarme.

—Tranquila —dijo—, el periódico me ha dado un anticipo para que me las vaya arreglando un par de meses. —Otro beso—. Este reportaje lo va a cambiar todo, te lo prometo.

Giré el sillón y me fijé en el rincón del cuarto que ocupaba Patrick. El escritorio era oscuro y estaba en orden. El teclado externo estaba apoyado contra la pared, parecía solitario y descabalgado, con el cable suelto colgando al aire.

¿En qué más me había mentido? ¿Estaría en París?

Quizá podía haber viajado a Palm Beach con una amante. Vi delante de mis narices cómo se esfumaban nuestros ahorros en champán. Luego deseché la idea por estúpida.

Era un hecho que me había enviado una carta con el matasellos de París. Decía que me amaba.

Me llevé la mano al vientre, me pareció percibir que algo crecía dentro. Una pequeña salchicha, un gusano, un bulto. Por ahora.

Estaba en París, eso estaba claro.

Y enseguida vi a otra mujer ante mí, guapa, lista y elegante, como la joven que interpretaba a Amelie de Montmartre o a cualquier otra misteriosa francesa de ojos grandes, pequeña y morena.

Me levanté y crucé el apartamento, me detuve en la cocina y bebí un vaso de agua fría. Vi su lado de la cama pulcramente hecho. El mío era un caos, con la mitad de la manta tirada por los suelos.

Cerraba los ojos y casi podía oír sus pasos de camino a la cocina, cuando abría el armario donde estaba el café y oía el sonido del envase al abrirlo.

Derribamos el tabique entre las habitaciones cuando me mudé aquí, abriendo un espacio común, una vida de aire y luz. Al principio, su presencia me molestaba cuando yo trabajaba. El repiqueteo del teclado a mi espalda, el leve roce de la goma contra la madera cuando se movía en su sillón y el ir y venir de sus pasos en busca de una frase perfecta. Después aprendí a mantenerlo a distancia, a concentrarme en mi pantalla y a no pensar en sexo tal como él se me acercaba y podía sentir la corriente de aire tras sus pasos, el olor a él: lana, jabón de oliva y loción de afeitado. Lo que se suele llamar vida cotidiana.

El mayor problema fue acomodar nuestras colecciones de discos. Él los tenía en orden alfabético, y yo, en orden de preferencia. Acabamos comprando cada cual su estantería en IKEA de Newark y mis discos de The Doors pudieron descansar en paz. Strange people, strange lyrics, strange drugs, era todo lo que se le ocurría decir de ellos.

Una puerta acristalada tras la cama conducía a un pequeño balcón. Si salía al balcón podía ver el Empire State Building desde un ángulo. También podía ver, marchitas, las plantas de nuestras tres macetas. Patrick solía acordarse de regarlas.

Abrí la puerta, dejé entrar los ruidos amortiguados de la ciudad a mis pies y me traspasó un rayo helado de realidad.

A santo de qué se me ocurría dudar de su amor. Se lo había prometido en uno de mis primeros ataques de celos, cuando estuve segura de que me iba a abandonar. Yo no solía mantener a la gente a mi lado. La gente me rehuía.

«Pero yo te quiero —me dijo—. Soy yo quien no entiende que quieras quedarte conmigo».

Aspiré el aire alto y fresco, aire de septiembre. Había aclarado por la noche y las estrellas palidecían a la luz de la ciudad.

No di crédito a mis oídos cuando me pidió que nos casáramos. Me quedé mirándole mientras los ruidos se apagaban y un abismo se abría bajo el piso del Little Veselka.

Little Veselka era menos de lo que se entiende por sitio romántico. Un restaurante de comida rápida, bullicioso y pestilente en East Village, ubicado en la calle Nueve desde la década de 1950. Tiene cocina abierta y se oye a los cocineros ucranianos gritarse unos a otros y voltear los filetes a la vista de todos.

Allí nos vimos por primera vez.

Yo estaba con un grupo de La MaMa, uno de los pequeños teatros de la calle Cuarta, off-Broadway, sí, muy lejos de Broadway, donde trabajaba entonces. Toda mi vida se desarrollaba en esas manzanas, comía comida por encargo de los restaurantes hindúes de la Sexta y vivía en el viejo apartamento de mamá, en la esquina de la Cuarta. Según rumores, pronto iban a derribar el edificio y sustituirlo por un edificio de veinte plantas de apartamentos de lujo, pero rumores similares corrían sobre todos los edificios viejos de East Village.

Me fijé en él desde la puerta. Llegó en compañía de Arthur Nersesian, un escritor de origen irlandés y armenio que conocía a todo el mundo. Se sentaron a la mesa y nos presentó a Patrick, un periodista free-lance que iba a escribir la historia del último bohemio de East Village, es decir, de Arthur. El precio de la vivienda había expulsado a todos los demás a Brooklyn, donde vivían ahora.

Si es que quedaba algún bohemio, claro. Entonces se abrió una apasionada discusión en la mesa que yo compartía con Patrick y con un realizador, que, medio tumbado, abrazaba a una actriz en ciernes de dieciocho años. ¿Acaso no era un eufemismo de gente sin oficio que deambulaba por el barrio? ¿Incapacidad para ocuparse de su vida, pánico a la responsabilidad? ¿O los llamados bohemios eran la vanguardia del futuro, los primeros hombres auténticamente libres?

Según dijo Patrick, el cinturón bohemio que se extendía a lo ancho de Manhattan y hacia el este, hasta Brooklyn, podía cuantificarse con cifras. Allí vivía el mayor contingente del mundo de gente con oficios liberales y sin empleo fijo, gente que había elegido vivir la vida que vivía.

Explicó que él, en realidad, era un reportero social que creía que las palabras podían cambiar el mundo. Las palabras son más poderosas de lo que cree la mayoría, me dijo mirándome a los ojos cuando llegaba a la mesa la séptima u octava botella de vino, Dios sabe cuál, y el realizador estaba a punto de perecer asfixiado entre las tetas de la actriz principiante.

—Son muchos los que no entienden la responsabilidad que contraen en calidad de gente que escribe. Creen que se trata de ser famoso y respetado, pero para mí se trata de hacerme responsable del mundo en que vivimos.

Su seriedad me fascinó. No era un farol, creía en lo que decía. Además vestía sensacionalmente de forma común y corriente, en chinos, chaqueta y camisa, lo que no dejaba de ser harto extraño en una barriada donde todos se esforzaban por tener un estilo propio e intransferible.

También actuó en serio cuando me acompañó a casa llevándome de la mano.

—Nunca en la vida te dejaría ir sola a casa en plena noche.

—Lo he hecho miles de veces y he sobrevivido.

—Pero, entonces, yo no estaba aquí.

Ante el desastrado portal de la Primera avenida me besó dulcemente, y yo, la verdad, no tuve más remedio que llevármelo arriba para darle un revolcón en el dormitorio, tan pequeño que no era más que una cama entre cuatro paredes. Quería penetrar más adentro, hasta la médula, en esa atractiva seriedad, para ver si tenía fondo.

A la mañana siguiente no me quise levantar. No pude recordar cuándo había sucedido algo igual con anterioridad. Había pasado mañanas similares con otros hombres tratando de huir de ellos tan pronto como podía. No quería que hurgasen en mi alma.

Pero me quedé junto a Patrick. Recorrí su mejilla con el dedo.

—¿Eres siempre así? —dije.

—¿Cómo así?

—Serio. De verdad. ¿Eres así de recto, de íntegro, o es tu forma de ligar?

Entonces se echó a reír. No tenía ni idea de que funcionara tan bien.

Me pidió la mano un año después, en Little Veselka.

Me está tomando el pelo, fue lo primero que pensé. Luego: yo no soy de las que se casan. Después: Socorro, va en serio. ¿Qué hace la gente cuando le pasa?

Le di el sí. Después lo repetí dos veces. Se inclinó sobre la mesa y me besó.

—Diantres —juró entre mis labios y se echó hacia atrás.

—¿Qué pasa? Puedes arrepentirte, si quieres.

Patrick se llevó las manos a la cara y se lamentó.

—¡El anillo! ¡He olvidado el anillo! ¡Seré idiota!

Estuvo tan ocupado en reunir valor que olvidó el clásico pequeño detalle. ¿Podía perdonarle y darle la oportunidad de volver a hacerlo según los cánones?

Tomé su cabeza entre mis manos. Acaricié con un dedo el perfil de su rostro. Le dije que no quería otra ceremonia. Que esta era la mejor que podía tener. Si los nervios le hicieron olvidar el anillo, eso significaba algo. Algo en lo que yo podía creer. Eso pesaba más que cualquier otro metal existente sobre la faz de la tierra.

—Pero si insistes —le dije—, todavía están abiertas las tiendas de Canal Street.

Nos detuvimos de camino a comprar una botella de champán y tanto nos magreamos en un portal que una cotilla empezó a llamar a la policía a gritos. Cuando llegamos al barrio chino, los joyeros ya habían echado el cierre.

—¿Por qué hay que tener un anillo? —le dije—. ¿Quién lo ha decidido?

Y mientras caía la noche nos internamos de lleno entre el resplandor rojizo de las tiendas de baratijas, locales de tatuaje y clubes de mala nota del barrio chino. Solo me quedan vagos recuerdos de cómo volvimos a casa aquella noche.

Nos casamos el mismo día del año siguiente, pero lo grande fue la noche de despedida de solteros. Porque solo fuimos nosotros, pensé. Después, con sus padres llegaron las convenciones, el folletín de boda y la ceremonia de las fotos. El sillón de Patrick se amoldaba plácidamente al cuerpo, olía a cuero. Por extraño que parezca, nunca me había sentado en él. Acaricié la superficie oscura del escritorio. Allí había un calendario de mesa encuadernado en piel, un regalo de su padre que compartía la pasión de Patrick por detalles de alarde intelectual.

El 17 de agosto solo presentaba una breve anotación.

Newark, 21.05 h. Era la hora de salida de su avión. Ningún nombre de hotel. Siempre nos llamábamos al móvil, nunca a los hoteles. No parecía importante saber dónde se hospedaba.

Respiré hondo antes de abrir el cajón superior del escritorio. Hurgar en las cosas de Patrick era algo que nunca quise hacer.

El orden era minucioso. Allí había fajos de recibos, sellos, cartas de seguros.

En los dos cajones de abajo había artículos que había escrito, documentación debidamente clasificada por temas. Hojeé rápido entre carpetas. Nada sobre comercio con seres humanos. En el último cajón estaban los reportajes con los que estuvo a punto de ganar el premio Pulitzer. Después de aquello, cambió. Trabajaba con mayor ahínco, casi obsesionado con lo que tuviera entre manos. Me acuerdo de una mujer a la que entrevistó en la serie de reportajes sobre la nueva economía. Había dado con ella bajo un puente de Brooklyn. Decía que pronto volvería al trabajo en calidad de jefe-contable, entonces se llevaría a casa a sus tres hijos y volvería a mudarse a un apartamento junto al Park Slope. Bajo capas de ropa escondía un teléfono móvil para que la empresa pudiera dar con ella. No tenía tarjeta ni batería. Patrick pasó tres noches allí. Cuando regresó a casa se retorcía y hablaba en sueños. «Tienes que llamar a Rose —decía—, tienes que llamar a Rose». Yo imaginé que Rose debía ser alguna belleza secreta hasta que vi los artículos y entendí que era la mujer que vivía bajo los puentes de Brooklyn. Con eso soñaba por las noches.

Cerré el último cajón y el escritorio recuperó su aspecto de orden y clausura.

¿Seguro que no había mencionado el nombre del hotel? ¿Ni una sola vez?

Me quedé mirando la hilera de libros encima del escritorio.

Hemingway.

Patrick dijo algo de Hemingway la última vez que me llamó. Del bar que frecuentaba. Yo no presté mucha atención porque Hemingway me importaba un bledo. Ni siquiera le hubiera acompañado al bar estando vivo. Pero Patrick también había mencionado a Victor Hugo.

Había visto desde la habitación del hotel… ¿qué? ¿Una tumba? El lugar donde Victor Hugo yacía enterrado.

Me apoyé con las piernas para rodar por el despacho a mi lugar de trabajo y pulsé una tecla. La pantalla despertó de su letargo.

Había visto Los miserables y Nuestra Señora de París, tanto el musical como las películas, pero no sabía dónde habían enterrado al escritor.

Escribí Victor Hugo + tumba en el buscador de Google y pulsé el botón «Buscar». Al primer enlace ya reconocí el nombre que Patrick había mencionado, Panteón. Pulsé el enlace de la Wikipedia. Panteón era una palabra griega y significaba «todos los dioses». Originariamente fue una iglesia, pero con la Revolución Francesa se convirtió en el mausoleo de los héroes de la patria. En 1851, Foucault colocó un péndulo bajo su cúpula para demostrar el movimiento de rotación de la Tierra. Victor Hugo estaba enterrado en la cripta número veinticuatro.

Navegué impaciente hasta dar con los detalles técnicos de construcción. El monumento medía ochenta y tres metros de altura. Ante mí veía cómo se erigía por encima de los tejados de las casas. Podía haber centenares de hoteles que alardeasen de ese panorama.

Pero Patrick también había visto la universidad de la Sorbona desde la ventana. Allí vive gente, bajo los aleros. Escribí Sorbona + Panteón + hotel en el casillero de búsqueda.

Lo primero que apareció fue Hôtel de la Sorbonne. Sentí un estremecimiento en el cuerpo, una sensación de que Patrick estaba más cerca, lo sentía.

El ruido de la cerradura al abrir la puerta, sus pasos sobre el piso y todo volvería a ser como siempre. Desayuno y trabajo, ver a medias American Idol por la noche. Días que trascurren, noches que se duermen. Respiraciones compartidas.

En la pantalla apareció el sitio de Internet del hotel: «Junto al Panteón, la Sorbona y el Jardín de Luxemburgo». El reloj de la pantalla marcaba casi la una, es decir, las seis de la mañana en París. Marqué el número de teléfono, me imaginé el sol trepando por los sólidos edificios de piedra de cúpulas relucientes.

Hôtel Sorbonne, bonjour.

La voz del auricular sonó pastosa y soñolienta.

—Buenos días —dije—. Busco a un huésped americano que se llama Patrick Cornwall.

Una arenga por respuesta.

—¿Habla usted inglés? —pregunté—. Busco a un americano que se llama Patrick Cornwall.

El auricular calló durante un buen rato. Vi que el reloj saltaba de las 00.53 a las 00.54. Martes veintitrés de septiembre.

—No hay ningún Cornell.

—Cornwall —pronuncié despacio y claro—. Es un periodista americano.

Pero solo me llegó al oído un tono alto. Me preguntaba cómo podía soportar aquello Patrick. Pero bueno, él hablaba francés a la perfección y no necesitaba dejarse tratar como presa de gato.

En el sitio de Internet del siguiente hotel, el Cluny Sorbonne, se jactaban de hablar inglés. Las señales progresaban, en el corazón del Barrio Latino, a un paso de Nôtre-Dame, el Panteón y el Louvre.

—Busco a un americano que se llama Patrick Cornwall. No estoy muy segura, pero creo que se aloja en su hotel.

—No, aquí no se aloja.

Volví con un clic al listado de búsqueda. ¿Habría más hoteles Sorbonne?

—Ha dejado el hotel, por desgracia.

—¿Cómo?

—Que pidió la cuenta y se fue.

Me sujeté al brazo del sillón.

—¿Cuándo?

—Tengo que preguntarle quién es la que pregunta.

Estuve a punto de decirle «su esposa» pero algo me detuvo. Turbación. Las mejillas me ardían. De repente entendí la situación al otro lado de la línea. Francia era un país donde hasta el presidente podía tener amantes en secreto y salir indemne del aprieto. Y yo era la esposa engañada.

—Somos colegas del periódico —dije—, estoy aquí repasando una cuenta de viaje que no puedo aclarar. De modo que necesito hablar con él para que pueda recibir el dinero.

Soné como un auténtico burócrata. Críptico.

—Un momento. —Pasó una eternidad mientras daba con sus datos en el registro del hotel o en la base de datos del ordenador o lo que fuera que utilizaran en el viejo mundo. Oí ruidos de fondo, quizá de mesas que montaban para el desayuno.

—Fue el martes pasado —dijo por fin—, el 16 de septiembre.

Hacía una semana. El mismo día que envió la carta. Respiré hondo.

—¿Estaba usted presente cuando él dejó el hotel?

—Sí, por supuesto. Estaba contento de regresar a Nueva York, me dijo que echaba mucho de menos a su esposa. Le dije que debería venir con ella la próxima vez que volviera a París. Esta es la capital de los enamorados.

—¿Está seguro de eso, de que iba a regresar a casa, a Nueva York?

Me cogí al teléfono con todas mis fuerzas.

—Sí, me lo dijo muy claro. Casi reñimos por ello, porque le alegraba dejarnos.

—¿Dijo algo más?

—Que volvería a alojarse aquí la próxima vez que viniera a París. Nada más.

Colgué el teléfono. El silencio me estrujaba la cabeza. Iba a estallar en mil pedazos en cualquier momento. Fragmentos de información desparramados por el suelo. Pagado y marchado. De vuelta a Nueva York. The baby money. Test de embarazo positivo. Nunca concedemos anticipos.

Caminé sin ton ni son por el apartamento. Saqué un litro de zumo de la nevera y bebí directamente de la botella.

¿Adónde habría viajado? ¿Por qué mintió sobre el destino? Y si me había dicho la verdad, ¿por qué no había vuelto a casa?

En la encimera estaban las sobras de las comidas rápidas de los últimos días. Siempre fregábamos la vajilla antes de acostarnos, por ser la cocina un rincón del dormitorio y para evitar ver viejas sobras al despertar. Ahora había una pequeña pirámide de envases de yogur vacíos. Sentí que empezaban a oler. El hedor aumentaba. Vasos y cubiertos sin fregar, envases de ensalada y un cartón de pizza. Huellas de su ausencia.

Levanté el cubo de la basura y barrí con el brazo las sobras que había para que cayeran al cubo. Las acompañaron tenedores y un vaso. Puse la tapa al cubo. Luego volví al ordenador y me conecté con el banco on-line. Trasferí los 6.282 dólares de la cuenta de ahorro, the baby money, todo lo que había, a mi propia cuenta. Después tecleé a golpes unas palabras en el buscador de Google.

Nueva York. París. Vuelos.