París miércoles, 24 de septiembre

Giré la llave de la habitación 43 con un presentimiento esperanzador. Como si él fuera a estar allí. Salir a mi encuentro, con los brazos abiertos y la sorpresa en la mirada, y preguntarme qué hacía allí, reírse de mí. Qué ocurrencia, volar a París.

Pero todo lo que había era vacío. El aroma a espliego del detergente.

La puerta se cerró a mi espalda con un clic amortiguado. Habían pasado ocho días, ocho noches. Todos sus rastros estarían meticulosamente borrados.

Abrí las ventanas de par en par. Una brisa húmeda se pegó a mi rostro. Más allá de los tejados se alzaba una cúpula, el Panteón. Enfrente de mí se extendía la universidad a lo largo de varias manzanas.

Fue aquí, exactamente aquí, desde donde Patrick me llamó. Su voz al teléfono. Te echo mucho de menos… Esto es como un viaje a las tinieblas

El viento levantó las cortinas a mi alrededor, las elevó y las devolvió a su sitio. Me di la vuelta y registré todos los detalles. Cama ancha con cobertor blanco moteado de un diseño floreado. En la pared, un cartel enmarcado de un café con terraza. El teléfono de la mesilla de noche era el que yo había escuchado de fondo. Alguien le había llamado para decirle que algo ardía… ¡Pero dime lo que pasa, por el amor de Dios!

La habitación medía exactamente tres metros y medio de ancho por cuatro y medio de largo. Después de tantos años de escenógrafa, tomar medidas era un acto reflejo. Cuatro por cinco, veinte metros cuadrados. Era una dimensión física de la nostalgia. En un rincón de la pared exterior había un pequeño escritorio, ahí se habría sentado a escribir, inclinado sobre su ordenador. Siempre se sentaba así, como si quisiera oler el teclado, aspirar las palabras. En realidad necesitaba gafas, pero era demasiado vanidoso para hacerse unas.

En el cuarto de baño me topé con mi rostro. Pálido, con sombras azules bajo los ojos. Pliegues de cansancio en la piel. Lo rocié con agua fría. Me refresqué los sobacos y me froté tan fuerte con la toalla que me escoció la piel.

Luego saqué ropa limpia de la maleta. Iba a dar la vuelta a cada piedra de aquella ciudad si era necesario.

Precio de un esclavo, era lo que rezaba en la cabecera de una página. Luego seguían cifras, sumas dispuestas a modo de ejercicio contable:

90 dólares - 1.000 dólares (= 38.000 dólares = 4.000 por el precio de uno)

Rédito = 800% Rédito = 5%

27 millones - 12 millones / 400 = 30.000 al año. ¿Total?

El último ejemplo aparecía tachado. También figuraban al lado unas palabras, garabateadas en diagonal, subrayadas y rodeadas:

Pequeña inversión - inversión de por vida

¡Los barcos!

Seguí hojeando. La libreta de notas de Patrick estaba llena de anotaciones por el estilo, notas abreviadas y, al parecer, incomprensibles. Estaba en la planta superior de un café Starbucks, firmemente decidida a no levantarme de la mesa hasta que no hubiese conseguido interpretar parte de ellas.

El café estaba a tres manzanas del hotel, al lado de un espacioso bulevar bordeado de árboles de amplias copas y quioscos de prensa que encajaban a la perfección en una película antigua. Todo reforzaba mi sensación de irrealidad. La diferencia horaria me hacía flotar en algún lugar por encima de mí misma.

Lo más sencillo, claro, habría sido dirigirme directamente a la policía y denunciar su desaparición. Pero Patrick no confiaba en la policía. Me iba a odiar si metían las botas en su reportaje. Al menos debería enterarme, en primer lugar, de lo que se traía entre manos.

Di el último bocado a mi rollito de pollo y aplasté el envase. Abrí la libreta por su última anotación. Así solía comportarme ante una obra nueva, empezando por atrás. ¿Adónde conduce todo, dónde acaba?

Patrick había anotado un número de teléfono, eso fue lo último.

Encima figuraba un nombre: Josef K.

Ese fue el punto final, el momento crucial. Luego decidió abandonar el hotel, meter esta libreta de notas en un sobre y enviármelo.

Para tenerlo a buen recaudo en el teatro.

Pasé página, anotación anterior. Estaba garabateada al sesgo, como si hubiera tenido prisa: «M aux puces, Clignancourt, Jean-Henri Fabre, último puesto - ¡maletas! Pregunta por Luc».

Desplegué el mapa sobre la mesa. Busqué las palabras en el índice de la guía. ¡Bingo! El corazón me dio un vuelco. Fue como ponerse a descifrar un jeroglífico y de repente apareció la respuesta.

Una sensación de estar tras su pista.

La Puerta de Clignancourt estaba en el extremo norte de París, donde acababa la ciudad y empezaban los arrabales. Estación final de la línea 4 del metro. Allí estaba también el mayor rastro del mundo, Marché aux Puces. Jean-Henri Fabre era el nombre de una de las calles del rastro. Luego leí el siguiente renglón de la guía y mi humor volvió a decaer. El rastro solo abría entre el sábado y el lunes. Hoy era miércoles.

A través de las ventanas veía las copas de los árboles. Las hojas habían empezado a palidecer y mudaban levemente al amarillo. Aquí se trabajaba mejor que en el hotel. La ausencia de Patrick no me gritaba a la cara de la misma manera.

Proseguí hojeando la libreta, descifrando anotaciones. Había buena cantidad de nombres, direcciones y números de teléfono, a menudo lo uno sin lo otro y sin explicaciones de quiénes eran. Subrayé una a una las direcciones en el mapa, y poco a poco surgió un diseño, una imagen aérea de los movimientos de Patrick por la ciudad.

Cuando volví a levantar la vista, la lluvia había empezado a rociar la luna de la ventana, la gente que iba por la calle abría sus paraguas. Eran casi las tres de la tarde, mañana en Nueva York. Me di un masaje en el cuello que sentía entumecido y agarrotado tras una noche en el asiento del avión.

Saqué el móvil y empecé con el número de la última página de la libreta. Después, cuando escampara, iría en busca de las direcciones del mapa. Obligar al cuerpo a un horario invertido, no perder tiempo.

Dio una señal. Miré el nombre, Josef K. Dos señales. Tres. Una joven limpiaba la mesa de al lado. Unos turistas discutían a grito pelado, en italiano.

El auricular hizo un clic, pero no respondió voz alguna. La línea quedó abierta y oí el fragor del tráfico, una sirena a lo lejos.

—Hola —dije en voz baja—, ¿hay alguien ahí que se llame Josef? ¿Hola?

Estaba segura de que alguien respiraba.

—En realidad busco a Patrick Cornwall y me pregunto si usted puede ayudarme. Estoy en París y creo que él solía llamar a este número…

Desapareció el rumor del tráfico. Habían colgado.

Me pegué al móvil y con el siguiente número de la lista.

Después de cuatro intentos de llamada me di por vencida. Las respuestas más exhaustivas que había tenido eran «no English» y «no, no, no».

Me entraron ganas de llamar a Benji. Poder oír cómo había ido el estreno. Si Duncan había tenido éxito. Sentí lejano todo aquello, como si hubiera dejado de existir en el instante en que tomé asiento en el avión.

Benji era el único que sabía de mi viaje a París. Se lo había contado a la hora del almuerzo, cuando nos sentamos en la escalerilla de la plataforma de descarga de la calle Nueve a comer cada cual su burrito con jalapeño del restaurante de enfrente.

«Estás loca, esto yo no lo arreglo», dijo Benji abriendo la boca. Por su rodilla corrió una buena porción de carne picada acompañada de queso fundido y una rodaja de pringoso tomate. «Imagínate si ocurre algún imprevisto, qué voy a hacer yo». Intentó quitarse la mancha refregando sus holgados vaqueros de diseño.

«No va a pasar nada —dije—. La escenografía está en su sitio y la función se va a representar durante tres semanas. Estaré de vuelta antes de eso». Aplasté la mitad de mi burrito en el envase vacío del zumo y me levanté.

«Si alguien te pregunta —dije—, le dices que es un asunto de familia, que lo siento mucho y todo eso. Nadie necesita saber más».

Salí del teatro una hora antes del estreno. Todos los papeles estaban en orden, la contabilidad y el informe de la inspección de incendios, la lista del atrezo que debería devolverse, todo en ordenadas carpetas. Como un balance de esa parte de mi vida.

«Dale un beso a Patrick cuando lo veas», dijo Benji y me abrazó. Me separé con frialdad y no dije nada, solo me despedí cuando abordé el taxi que iba a llevarme al aeropuerto de Newark y al vuelo de Air India a París, a las 21.05 h.

En realidad, debía tomar la píldora una hora antes, a lo más, del despegue del avión, pero me quedé sentada con el prospecto de las pastillas en la mano hasta que se abrió la puerta de entrada. No era posible que me dejase transportar a lo ancho del cielo en una nave cerrada sin calmantes en el cuerpo. Padecía de claustrofobia desde pequeña y no solo se trataba de habitaciones cerradas, sótanos y ascensores. Era aún peor ir atrapada en avión o en metro. No se podía salir. No había salida. Estaba en manos de otros, sin poder sobre mi destino. Seguramente por eso me hice escenógrafo. En el teatro construía mis propios espacios y decidía dónde poner las salidas. Casi siempre podía dominar la claustrofobia. Siempre controlaba la salida de emergencia al entrar en un edificio y nunca me desplazaba en metro. Si tenía que hacer viajes largos, alquilaba un coche. Volver a Europa nunca había entrado en mis planes.

Leí y releí el prospecto. Consulte con su médico en caso de embarazo, eso decía, y «puede afectar al feto». Perdón, pensé cuando tomé la píldora, perdón, pero tengo que hacerlo.

El taxi avanzó a lo largo de los luminosos Campos Elíseos y torció poco antes del Arco del Triunfo. Allí acababa el ambiente callejero. Lamennais era una calle de oficinas, donde parecía que todos hubiesen vuelto a casa al acabar la jornada. Pedí al taxista que se detuviera un poco antes del número 15, una de las direcciones en la libreta de notas de Patrick.

Me situé a unos veinte metros de distancia, en la penumbra de un portal. Un coche pasó lento y frenó suavemente delante de la entrada. Luego otro más, igualmente reluciente de brillo. El primero era un Bentley, el segundo un Rolls Royce. Se apearon tres hombres vestidos con traje oscuro y maletín en la mano. Un portero se apresuró a abrir las puertas de los coches, hizo una venia y anticipó con servilismo saltarín los pasos que debían dar los tres hombres. Incluso había una alfombra roja en la calle. Los coches arrancaron y desaparecieron.

Era la segunda dirección que visitaba. La primera resultó ser una librería americana. Típico de Patrick. Se complacía en descubrir viejas ediciones de novelas clásicas que costaban la décima parte en edición de bolsillo. Entré y di una vuelta entre miles de libros cubiertos de polvo, bajé y subí por angostas escaleras a cuyos lados había literas adosadas con mantas y almohadones. Cuando me senté a descansar un rato, se me acercaron dos turistas de mochila y me preguntaron si era escritora. «Nosotros también lo somos —dijo un muchacho—, pero publicamos lo que escribimos en la red. Nos sentimos muy cercanos a la generación beat, aunque en un contexto diferente, claro».

Ya eran las seis y media y el crepúsculo se anunciaba con una tonalidad azul en el aire. Otro coche reluciente pasó de largo, un Jaguar. En ese instante empezó a sonar el móvil desde el bolso. El portero miraba en mi dirección. Leí la pantalla, número oculto.

—Ally —respondí.

—Usted ha llamado —dijo una mujer con acento francés—. Busca a Patrick Cornwall.

Estremecimiento del cuerpo, flojera de piernas.

—¿Sabe dónde está? —pregunté—. Necesito ponerme en contacto con él.

Una breve pausa al otro lado de la línea. Ningún ruido de fondo.

—No podemos hablar por teléfono —dijo la mujer—, ¿dónde está usted en este momento?

—En la calle Lamennais —dije—, en la puerta de un restaurante. —Me acerqué a toda prisa y pude leer el grabado en oro en la gorra del portero.

—Taillevent —dije.

—¿En el octavo? —dijo la mujer.

—Perdón —dije y en seguida pensé en el niño, el octavo me sonaba a mes en la etapa final del embarazo—. ¿A qué se refiere?

—Al distrito octavo —dijo la mujer—. Dentro de media hora. ¿Cómo la puedo reconocer?

—Llevo un anorak rojo —dije. Luego sonó un clic en el auricular, bajé el móvil y sonreí al portero.

—¿Buenas noticias? —preguntó.

—Creo que sí —le respondí— y metí el móvil en el bolso. Repetí la conversación en la cabeza. El tono de voz de la mujer. Había sonado formal pero no hostil. Me esforcé en recordar las infructuosas llamadas que había hecho durante la tarde, pero dieron resultado. En cualquier caso, pronto lo sabría.

Volví a sonreír al portero.

—¿Sirven aún la cena? —le pregunté.

El portero escrutó mi atuendo: pantalones vaqueros y el anorak rojo que había adquirido a precio de ganga en una tienda del Ejército de Salvación de la Octava avenida.

—Siento decirle que esta noche la reserva está completa.

Fue a abrir la puerta del siguiente coche que llegaba y yo aproveché para colarme dentro.

Alfombras mullidas amortiguaban los ruidos del interior. La entrada estaba pintada en beis y marrón, y daba la impresión de no haber cambiado de estilo en los últimos cincuenta años. Una escalera con vistosa barandilla de hierro forjado y baño de oro conducía a la planta de arriba. El jefe de sala bloqueaba la entrada.

—Perdón, no hablo francés —dije—, pero quisiera preguntarle por un cliente, creo que estuvo aquí hace poco más de una semana…

—No facilitamos información sobre nuestros clientes —dijo el hombre—. Pueden confiar en nuestra discreción.

—Sí, claro, ya lo entiendo —dije y le sonreí mientras me estrujaba la cabeza para dar rápido con una mentira acorde, un papel que interpretar. Sabía que Patrick nunca acudiría a un lugar así para cenar. Tuvo que haber quedado con alguien, alguien a quien entrevistar—. Cuánto lo lamento —dije poniendo voz nasal y femenina—. Represento a una gran compañía norteamericana en París y uno de nuestros socios reservó mesa aquí, pero he tenido tanto que hacer, mi madre falleció recientemente, que ahora temo haber confundido los días y hasta las semanas.

El jefe de sala frunció el ceño y miró inquieto a su alrededor. Dos hombres en variados matices del gris estaban junto al guardarropa y hablaban entre ellos. Una mujer, pequeña y bien dispuesta, con melena a lo paje, les atendía y colgaba sus abrigos.

—De modo que si quisiera cotejar la fecha de su reserva… —Puse la mano en el brazo del jefe de sala—. Compréndalo, si perdemos este contrato me ponen de patitas en la calle.

Saltó un poco sobre sus pies y dirigió la vista hacia un atril de madera noble donde había un libro abierto. El libro de reservas.

—¿Cómo dijo que se llamaba? —El jefe de sala miró a los lados y se acercó titubeando al atril.

—Cornwall —dije—. Reserva a nombre de Cornwall, Patrick Cornwall, es mi socio.

—Pues lo siento, pero no lo veo. —El hombre dejó que el dedo meñique corriera a lo largo de almuerzos y cenas.

—Oh, Dios mío —dije—, quizá no fue la semana pasada. —Me llevé la mano a la boca—. En ese caso debo ponerme en contacto con él con una buena excusa…

El jefe de sala hojeó el libro y al poco rato detuvo el dedo en seco.

—Un tal mister Cornwall tenía reservado un almuerzo el jueves de la semana pasada, el once de septiembre, pero era para una sola persona. —Me dedicó una rápida mirada y cerró el libro.

¿Qué demonios haría solo en un restaurante de lujo?, pensé. ¿Quemar nuestro dinero? Me llevé la mano al vientre de forma involuntaria.

—Un momento, por favor —dijo el jefe de sala y entró en el recibidor contiguo. Di unos pasos tras él. Se detuvo junto a un señor mayor que llevaba una chaqueta de color rojo burdeos.

—Esta señora pregunta por el señor Cornwall —dijo en voz baja—. Pero he visto una anotación… El jefe de sala echó una mirada hacia mí. Yo miraba la pared.

—¿Cornwall? ¿Se refiere a aquel periodista, al americano?

El señor mayor dijo en voz baja:

—No volverá a ser bienvenido aquí.

—Lo sé, ¿pero qué le digo a la señora?

Y entonces ambos volvieron sus cabezas y el señor mayor abrió la marcha hasta llegar a mí.

Durante los segundos que siguieron me dio tiempo a pensar en que no era posible. Los hombres habían hablado en francés. Yo no debía de haber entendido lo que dijeron.

—Lo siento, señora, ahora hemos cerrado —dijo el señor mayor en inglés.

—¿Qué pasó cuando Patrick Cornwall estuvo aquí? —pregunté.

—Bajo ninguna circunstancia facilitamos información sobre nuestros clientes.

El jefe de sala puso la mano en mi espalda y me empujó discretamente hacia la salida.

—Es mejor que se vaya ahora —dijo.

Y el portero cerró la puerta tras de mí sin decir palabra. La calle estaba casi a oscuras.

¿Qué diablos pudo hacer Patrick para que le expulsaran de un sitio así? ¿Hablar en voz alta?

Di unos pasos por fuera del restaurante, me subí la capucha del anorak y me recosté en un muro de piedra.

Pronto sabría algo, pensé. Con tal de que se presentara la mujer que me había llamado.

Miré el reloj. Faltaban diez minutos.

Mientras esperaba, traté de recordar algunas palabras en francés. Zapato, pie, piedra, calle. No dio resultado, aunque el idioma anidara en algún recoveco de mi inconsciente. Los años pasados en una aldea francesa era algo que no quería recordar. Tenía seis años cuando llegamos allí. Mamá se convirtió en otra mujer. Tenía vagos recuerdos de una casa donde reverberaba el silencio. Un hombre que exigía que le llamara señor. Puertas que se cerraban al anochecer, soledad. El horror al despertar por la noche y no saber dónde estaba mi madre.

El coche frenó sin que yo me percatara. Si no hubiese estado tan enfrascada en mis pensamientos, quizás habría reparado en que algo no encajaba porque no era un Bentley o Rolls Royce, sino un viejo Peugeot con óxido en las llantas. De repente, un hombre estaba delante de mí. Vestía anorak y era más alto que yo. La adrenalina se me disparó en el cuerpo, el instinto me pedía a gritos que huyera.

—Vamos, entre en el coche —dijo con acento inglés y me tiró del brazo. Me libré de su mano, pero él me cerró el paso.

—Estoy esperando a una persona, va a llegar en cualquier momento —dije. La calle estaba desierta. Ningún Jaguar a la vista. Hasta el portero me había abandonado. Me disponía a soltarle al hombre una patada en la entrepierna y echar a correr cuando descubrí que detrás del hombre había una persona en el coche. Aunque fuera de noche, estaba segura de que era una mujer sentada en el asiento del conductor. Llevaba un chal sobre la cabeza. Me acerqué con el corazón en vilo. El hombre me siguió de cerca.

—¿Fuiste tú quien llamó? —dije y me agaché. La puerta del coche seguía abierta.

—Sube —dijo ella indicándome con un gesto el asiento trasero. Hice lo que me dijo. El hombre se sentó a mi lado y cerró la puerta. La mujer arrancó y puso el coche en marcha al mismo tiempo. El pánico disparó una oleada ardiente por mi cuerpo.

—¿Adónde vamos? —pregunté—. ¿Quiénes sois vosotros?

—¿Por qué preguntas por Patrick Cornwall? —dijo la mujer—. ¿Qué sabes de Josef K?

—Nada. No sé nada de Josef K. Por eso llamo y pregunto.

Vi su mirada en el espejo retrovisor. Ojos pardos con lápiz alrededor. El resto de su rostro lo cubría el chal.

—¿Dónde está Patrick? —dije—. ¿Sabes dónde está? ¿Vamos a su encuentro?

Dobló por una callejuela oscura, avanzaba.

—Lo primero que quiero saber es quién te ha dado mi número. —Tenía una voz grave con tono melodioso. Si no se tenía en cuenta el acento, su inglés era perfecto—. ¿Quién pregunta por Josef K? ¿Para quién trabajas?

—¿Para quién trabajas tú?

La mujer realizó una brusca maniobra y detuvo el coche en seco. Estábamos junto a un parque desierto. Empecé a sentir mucho miedo.

Se dio media vuelta.

—¿Es Alain Thery quien te ha enviado?

—¿Alain qué? —repuse confundida.

El instinto me decía que debía mentir. Entonces tendría una ventaja aunque ellos fueran dos.

—Trabajo para el mismo periódico que Patrick Cornwall —dije—. El redactor-jefe no da con él. Tenía que haber entregado un reportaje y se acaba el plazo. Se van a volver locos si no cumple los plazos.

—Déjame ver tu acreditación de prensa —dijo la mujer.

—No soy periodista —respondí—. Trabajo en las oficinas.

—¿Y te llamas?

No sé de dónde me salió, si fue el miedo o una decisión lógica lo que me arrojó a la identidad del pasado. No facilitarles información. Mentir pero sin mentir. Lo más parecido posible a la verdad.

—Me llamo Alena Sarkanova —dije y forcé una sonrisa—. ¿Y tú, cómo te llamas?

Pero la mujer no me devolvió el cumplido. Encendió un pitillo. El olor a tabaco negro removió algún recuerdo nebuloso de la infancia. Entonces sonó mi móvil, sonó tan contento dentro del bolso como un viejo conocido. Me agaché y lo cogí.

—No contestes —dijo la mujer. El hombre me agarró la muñeca. Me dio tiempo a ver el nombre de Benji en pantalla antes de apagarlo. Me dolió cortarle la llamada. A mi pequeño y amable Benji, mi único vínculo con mi vida habitual.

—Vas a acabar de ir hurgando por ahí —dijo la mujer—. ¿Me has oído? Vas a regresar a Nueva York. —Volvió a ver mi mirada en el espejo retrovisor. Tragué saliva. Yo no le había dicho que vine de Nueva York. Es decir, sabía que Patrick vivía y trabajaba allí.

—¿Dónde está? —dije.

—Vuelve a casa —dijo la mujer e hizo un gesto al hombre. Se inclinó sobre mí y abrió la puerta del coche a mi lado. Un aviso de que la entrevista había terminado.

—Y no le hables a nadie de este encuentro.

El hombre me dio un empujón y salí. Atrapé el aire de la noche en los pulmones y sentí una leve euforia al volver a estar libre. La puerta se cerró y desaparecieron de un acelerón.

Salí de allí a paso ligero en dirección a donde las luces de la ciudad eran más luminosas.

—Buenas noches —me saludó el portero al entrar en el hotel. Una mirada cálida a través de las gafas cuadradas de diseño. Había habido cambio de turno desde que dejé el hotel a la hora del almuerzo, hacía una eternidad.

—¿Puedo beber algo a estas horas? —dije y me pasé la mano por el pelo. Imaginé que se me veía horrible. Nada de alcohol, cualquier otra cosa, agua.

—Por supuesto —repuso el portero y se puso en marcha. Rodeó el mostrador y desapareció por una escalerilla que daba al comedor donde se servía el desayuno.

—Y también algo de comer —le grité a su espalda y me hundí en un desvencijado sillón. Había adelgazado al menos tres kilos antes de tomar un taxi libre. No había comido nada desde el almuerzo de Starbucks y el estómago se retorcía de hambre, o quizá sería el niño. Las piernas me seguían temblando desde la experiencia en el coche.

Datos, trataba de persuadirme. Es lo que cuenta. Conclusiones.

Las personas del coche: una mujer, un hombre. Edad: entre treinta y cincuenta. Franceses, sin duda.

Era la mujer la que llevaba la voz cantante. Su inglés era gramaticalmente correcto. Culta. Su número correspondía al último en la libreta de notas de Patrick. Tuvo un doble cometido: enterarse de quién era yo y lo que sabía, además de empeñarse en que yo me fuera de París.

Me froté la frente. La diferencia horaria me pesaba en la cabeza como un casco. Por mucho que reprodujera la conversación, no entendía nada.

—Perdone que le pregunte, pero usted es la esposa de Patrick Cornwall, ¿verdad?

El portero depositó una pequeña bandeja delante de mí. Un bocadillo de queso. Agua y un vaso de zumo. Parecía delicioso.

—¿Puede hacerme otro bocadillo? —dije con la boca llena de pan.

Bebí el zumo. Descansé la cabeza contra el blando respaldo del sillón. Entorné los ojos.

Volver a casa era una posibilidad. Podía ponerme en contacto con la policía y la embajada americana, denunciar la desaparición de Patrick. Esperar a que se dejase oír.

Ahora tengo una responsabilidad mayor, pensé mientras dirigía la mano al vientre. Una madre de verdad volvería a casa. No correr más riesgos. Ingerir alimentos con regularidad y hacer ejercicio a ritmo apropiado, empezar a hacer ganchillo. Buscar ropa para el niño. Comprar cama y carrito.

Y seguía: el niño crecería y un día me preguntaría por el padre. Entonces le diría: «Desapareció. No sé dónde. No sé por qué. Fui demasiado cobarde para quedarme y averiguarlo».

—Patrick Cornwall era un huésped muy apreciado entre nosotros —dijo el portero y dejó otro bocadillo en la mesa—. Es el primer americano de este año que no cree que el Louvre sea la escena de un crimen.

El portero rio su propia gracia. Su inglés era excelente. Se llamaba Olivier, a juzgar por el letrerito que colgaba del bolsillo del pecho.

—¿Conoce un restaurante que se llama Taillevent? —le pregunté entre bocados.

—Por supuesto —dijo y se sentó en el brazo del sofá enfrente de mí—. Uno de los mejores. No tan famoso como La Tour d’Argent pero probablemente mejor. El año pasado perdieron la tercera estrella en la Guía Michelin, pero sus fieles siguen acudiendo allí. Creo que el restaurante abrió tras la guerra.

—¿Quiénes suelen acudir allí?

—Políticos, hombres de negocios, la élite, los que fueron a buenos colegios. No es un sitio de moda. Si quiere ir a lo más novedoso, le recomiendo Spoon, el restaurante de Alain Ducasse.

—¿Le dijo Patrick que había estado en Taillevent?

—Me preguntó dónde estaba. Lo recuerdo porque tuve que buscar la dirección, nunca he estado allí. Pero no sé si fue.

Olivier se encajó las gafas. Vestía muy vistoso, vaqueros grises y la camisa en un tono más oscuro. Recordaba la forma de vestir de Patrick.

—¿Hablaron mucho entre ustedes? —Me retrepé en el sillón, trataba de imaginarme que esta fuese una conversación normal sobre lo uno y lo otro. La estancia completamente normal de mi esposo en París. Fui incapaz de decirle lo que había, que Patrick había desaparecido.

—Discutíamos a veces, en especial sobre Rimbaud, el poeta —dijo Olivier y sonrió—. Patrick pensaba que deberíamos quitar el letrero de ahí fuera. —Hizo un gesto señalando a la calle.

Sabía de lo que hablaba. En la página de Internet del hotel había leído que Arthur Rimbaud solía hospedarse en el hotel durante el temerario año de 1872. Olivier se agachó y de una mesa lateral tomó un mamotreto con tapas de piel roja. Una postal se desprendió, un saludo desde Melbourne.

—Nunca confíe en un poeta —leyó en voz alta y sostuvo el libro hacia mí—. El corazón me dio un vuelco cuando reconocí la caligrafía de Patrick. Never trust a poet. Daba las gracias por la maravillosa estancia. Con fecha del 16 de septiembre, el día que dejó el hotel.

—¿Trabajaba usted cuando dejó el hotel? —dije.

—No, por desgracia… —Se levantó. Dos mujeres de mi edad bajaron la escalera y dejaron la llave en el mostrador. Olivier les dio las buenas noches y ellas se internaron en la noche meciéndose sobre sus tacones.

—Patrick compró una biografía de Rimbaud en una de las librerías de viejo junto al río —prosiguió—: The man with foot soles of wind, escrita por Verlaine. Rimbaud dejó de escribir poesía a los veinte años, poco más o menos, y se estableció en Etiopía. Se dedicó a los negocios, vendía armas y esclavos.

—¿Se hizo negrero? —Estaba a punto de quedarme adormilada. Debería subir a la habitación, ducharme y dormir, pero tenía miedo a lo que me vendría encima cuando me quedase sola.

Olivier rio.

—No todos lo creen, pero Patrick pensaba que era algo lógico, que el negrero era la otra cara del poeta, una sombra o una especie de alma inherente de la que la mayoría no quiere saber nada, pero que anida ahí, confiada en su propia supremacía. —Agarró el crucifijo que llevaba alrededor del cuello y lo pasó por la cadena hacia atrás y adelante—. No sé si me explico.

—Habla usted muy bien inglés —le dije y traté de imaginarme a Patrick, allí sentado, enfrascado en una discusión. La trata de esclavos y la esclavitud eran, al parecer, el hilo del asunto. Sentí que estaba demasiado cansada para pensar.

Olivier siguió hablando de Patrick, elogiaba su acento, inusual en un americano. Patrick había estudiado francés en el instituto y en la Columbia University y era un enamorado de esa lengua. Tan pronto como podía, llegaba a casa con películas francesas en DVD con las que yo me dormía.

—¿Recibió visitas mientras se alojó aquí? —le pregunté.

—Sí, se sabe que mantenía una relación con el poeta Verlaine…

—No, me refiero a Patrick.

El portero miró a otra parte toqueteándose el crucifijo de plata.

—Son tantos los que van y vienen…

De repente me harté de tanta cháchara insulsa. Pase lo que pase.

—Mi marido no regresó a Nueva York —dije—. No he oído nada de él desde que dejó este hotel. Por eso estoy aquí.

Olivier se levantó de un respingo y me clavó la mirada. Sentí el hormigueo de la angustia. Mañana correría el rumor por todo el hotel y la aparición de la prensa sería cuestión de tiempo. Y la pareja del Peugeot estaría de vuelta.

—Me contento con que no diga nada a nadie. Lo más seguro es que esté tras la pista de algo grande. Por eso no se deja oír. —Bajé la voz—: ¿Recuerda una llamada que recibió a última hora del viernes de hace dos semanas? ¿Estaba usted de turno?

Olivier frunció el ceño y asintió despacio.

—Sí, yo estaba aquí. Lo recuerdo. El que llamó estaba muy nervioso. Pero no sé cuál era el motivo, yo solo pasé la llamada a la habitación 43. Pensé que tendría que ver con el trabajo del señor Cornwall. —Esbozó una leve sonrisa—. Yo siempre he soñado con escribir.

—¿Sabe desde dónde llamó? —pregunté—. ¿Puede averiguarlo?

—No, habría que ponerse en contacto con la compañía telefónica. Exigen que la policía…

—Olvídese —dije. Estaba descartado poner a la policía tras el rastro de una llamada de uno de los confidentes de Patrick.

—¿Puede ayudarme a reservar mesa para mañana en el Taillevent? Necesito atar unos cuantos cabos en ese lugar.

—Sí, por supuesto. —Olivier se levantó y rodeó el mostrador de la recepción, encendió el ordenador y tecleó una dirección de Internet. La imagen apareció en la pantalla. 140 euros el menú de la cena.

—¿Están locos? —dije.

—El almuerzo es más barato —dijo Olivier—, solo cuesta 80 euros.

Solo, pensé, y le pedí que reservara mesa para el día siguiente. Camino de la escalera, reparé en algo y di media vuelta.

—Por cierto —dije—, haga la reserva a nombre de Alena Sarkanova.

El portero levantó la vista.

—Es mi nombre de soltera —dije.

Alena Sarkanova no tenía nada que perder. Se las apañaba sola, no suplicaba amor, era la que yo fui antes de conocer a Patrick. Cuando me casé me deshice de mi antiguo apellido como la serpiente que muda de piel.

Me metí en la ducha. Dejé que el agua caliente me rociara el cuerpo. Sarkanova era el apellido de mi madre. No tenía ni idea del apellido de mi padre. Ni siquiera sabía si vivía. Mamá no me lo quiso contar y ya llevaba muerta unos cuantos años.

En varias ocasiones llegué a hurgar entre sus papeles en busca de un nombre, una fotografía, cualquier cosa que mostrara mi parecido con él. Nunca encontré nada. Ella lo había borrado de su vida. En la adolescencia, fantaseaba con que él me buscaba por todo el mundo. Un día llegaría una carta. O un anuncio de televisión. Un día aparecería delante de la puerta y me contaría cómo había arriesgado su vida para cruzar el telón de acero y hallar a su amada hija.

«Acaba con esas fantasías estúpidas», me gritaba mamá. Aún podía oír su voz silbando dentro de mi cabeza. «Se largó, ¿es que no lo entiendes?, se fue porque no quiso hacerse cargo de una maldita criatura».

«Eso no es verdad —le replicaba yo—. Fue a parar a la cárcel, tú misma me lo has contado».

«Mentira —farfullaba—, mentira, mentira».

«Pues dime su nombre», le suplicaba.

«Entonces tratarás de ir en su busca», decía.

«¿Cómo voy a hacerlo si murió en la cárcel?».

«No sabemos si fue así».

«Pero tú lo has dicho».

«Yo no he dicho nada».

Así una vez y otra. Ya no sabía lo que había dicho y lo que yo me había imaginado. Solo existía un único recuerdo nítido de mi infancia en Praga.

Estoy sentada en la escalinata de un portal y tengo tres años de edad. Es de noche. Solo luce la lámpara de una farola que alumbra el patio con un gris amarillento y borroso, no hay contornos nítidos. Unos cubos de basura, una vieja bicicleta apoyada contra el muro. Siento frío en las piernas y las manos. Visto un fino pijama azul celeste, los zapatos marrones, de cordones. Mamá me llama desde lo alto de la escalera. «Entra, chiquilla —grita—, si no vienes ahora mismo te cierro la puerta y pasas toda la noche ahí fuera».

Pero no entro, pues espero a papá.

Luego oigo sus pasos, resuenan y se convierten en una muchedumbre de pasos; la puerta se abre a mi espalda y mamá me levanta de un tirón del brazo, cuelgo como una bayeta al aire. «Entra ya, chiquilla», grita y yo pataleo y me retuerzo para desembarazarme de ella y grito: «No, no, tengo que esperar a papá, va a venir pronto». «Mírame a la cara», ruge, pero yo aprieto los ojos. «Él no volverá nunca más —dice—, ¿es que no lo entiendes?». Luego arrastra a la niña escalera arriba y le golpea las piernas contra el suelo de piedra. En la escalera retumban ecos y estruendo al cerrarse la puerta.

Y eso es todo lo que recuerdo.

Lo poco que sabía de mi padre no se lo había contado a nadie antes de conocer a Patrick. Él preguntaba todo el tiempo. Todo aquello le importaba. De dónde era uno, quién era uno.

«Quiero saberlo todo de ti —decía y me atraía a su lado—, exactamente todo».

«Y yo quiero más vino», le replicaba. La noche que empecé a hablarle de ese tema estábamos en su casa, sentados en un pequeño sofá que había incrustado entre la cocina y la cama. Fue antes de que derribáramos el tabique entre las habitaciones y yo me mudara allí. Aquellos primeros tiempos mágicos.

«¿Qué sabes tú de la primavera de Praga?», le pregunté.

Patrick descorchó una botella de tinto.

«Intentaron democratizar el país, iniciar una apertura, liberar a los presos políticos y todo eso —dijo—. Una especie de Glasnost veinte años anticipada que acabó cuando rodaron los tanques soviéticos en 1968».

«El aspecto político solo fue una parte —dije—. Por lo demás fue lo mismo que en París, en Estados Unidos y en todas partes: hippies y música rock y amor libre, había que fumar y follar cuanto uno quisiera».

Patrick sirvió el vino y volvió a sentarse a mi lado.

«Y no acabó porque los rusos entraran en el país —proseguí—. Continuaron tocando música rock y haciendo todo lo demás cuando los burócratas no miraban. Podría decirse que yo soy producto de un concierto clandestino y de mucha marihuana».

«¿Tu padre fue músico?».

«Fue miembro de una banda de rock que nadie recuerda, pero una vez le oí decir a mamá que entró como sustituto a formar parte de los Primitives. ¿Has oído hablar de ellos?».

«No creo…».

«Una de tantas bandas de la década de 1970 en Praga. Algunos de sus miembros formaron más tarde Plastic People of the Universe».

«De ellos sí que me acuerdo», dijo Patrick, y los ojos le brillaron. Como todos los periodistas, le parecía un honor saber un poco de todo.

Plastic People of the Universe fue una banda legendaria en el movimiento underground checo de la década de 1970. Perdieron licencia para tocar en público, pero siguieron haciéndolo de forma clandestina, adaptaron aparatos de radio y altavoces y dieron conciertos en locales del campo. Inspirados por Zappa y The Doors, solían tocar bajo una bandera en la que figuraba el texto Jim Morrison is our father. Por eso, durante una época, me compré todos los discos de The Doors, fantaseando con que la música me unía a mi padre, con que en las letras podía encontrar rastros de sus ideas. Pero ese detalle no se lo conté a Patrick.

«Cuando los arrestaron, hubo violentas protestas —dije—. Václav Havel y otros intelectuales redactaron el documento Charta 77 sobre el derecho de todos a la libre expresión, que no se podía arrestar a la gente por querer tocar música y todo eso. Mi padre desapareció poco después de los juicios de febrero de 1977».

«¿Tu padre? ¿Qué sucedió, fue arrestado?». Patrick me tomó la mano.

«No lo sé. No volvió jamás».

«¿Qué hicisteis entonces?».

«Yo tenía tres años. ¿Qué querías que hiciera?».

«Tu madre, vuestros amigos, ¿no protestaron?».

«Ella tenía una criatura a su cargo —dije y bajé la vista—. No consiguió un empleo acorde con su formación, gracias a él. Tuvo que remendar ropa usada y ponerse a limpiar. Por supuesto que se sentía defraudada».

No le podía mirar a la cara. A sus ojos, que querían más y más de mí.

«Pero nunca has regresado e intentado dar con su paradero».

Negué con la cabeza.

En noviembre de 1989 yo tenía quince años. El muro de Berlín había caído y en la televisión vi a las muchedumbres recorrer la plaza Wenceslao de Praga, gentes que hacían sonar sus llaveros y que cada vez eran más, centenares de miles, y pensé que lo reconocería al verle la cara. Recordé la imagen de una toma que enfocaba un cobertizo gris de chapa ondulada, gruesas letras en negro garabateadas en la pared: It’s over. Czecks are free!

Poco después leí que iban a abrir el archivo de la policía secreta. Mamá se negaba a hablar del asunto. Desde luego, no pensaba volver. Y además decía que no iba a encontrar nada en esos archivos.

«Los controlaban a todos —dije—. Seguro que debía de haber muchas cosas».

«Esos archivos solo almacenan mentiras», dijo ella.

«No lo sabrás si no los lees».

«Lo sé muy bien».

Aún podía sentir el olor de su perfume cuando estaba cerca. Me parecía fea. Yo quería parecerme a mi padre.

«¿Y sabes por qué lo sé? —me gritó al oído—. Pues porque tu buen padre mintió. Mintió sobre lo sucedido. El amor es libre, decía y, claro, él iba a tener su libertad. No le preocupaba la política, quería tocar la guitarra y follar a diestro y siniestro. Durante años salió por el patio y corrió tras otras y todos lo sabían menos yo. No quería tener una criatura que gritara y se hiciera caca por la noche».

«¿Por qué me contaste lo de la cárcel? —grité—. Me dijiste que estaba encarcelado».

Di un respingo y me tumbé en la cama, temblaba ante todo lo que se resquebrajaba.

«Se largó —dijo mamá—. Nos abandonó. Y fui yo la que tuvo que padecer. Fui yo la que no obtuvo un trabajo y la que tuvo que quedarse con una criatura en aquella ratonera».

Ya no le hice más preguntas.

Patrick me acarició la mejilla. Me acogió en su abrazo. Un aroma cálido a olivo y loción de afeitado.

En cualquier caso, está muerta, pensé, y el pasado carece de importancia. No existe. El tiempo todo se lo lleva. Solo existen el presente y Patrick, que me ha pedido mudarme a su casa. Este es el año cero.

Siempre me sorprendió que él estuviera a mi lado. Que no me hubiese abandonado después de conocerme.

«Si fuera tú, volvería y lo buscaría —dijo—. Estaría obsesionado con averiguar mis orígenes».

«Estaba tan lejos, no teníamos recursos. Ella no quería. Por cierto, los últimos años perdió la memoria. —Bebí un trago de vino—. Y en cualquier caso, ahora está muerta».

Patrick apartó el pelo de mi rostro y yo deseé que no me mirase de forma tan insistente. Esa mirada que me hacía querer ser auténtica.

«Poco antes de la caída del régimen comunista Plastic People empezó a tocar de nuevo —dije—, pero a condición de cambiar de nombre».

«¿Lo hicieron?».

«¿Por qué no lo iban a hacer? Nunca quisieron ser héroes, solo querían tocar música».

Había leído que hubo desavenencias dentro del grupo pero que al final decidieron llamarse Pulnoc, que significa «medianoche», puesto que a medianoche sale la gente rara, los que no se doblegan, la pesadilla de los burócratas, gente libre que recorre su propio camino y desafía todos los límites, que no obedece o se avergüenza, que no se adapta a las normas, los locos y fantasiosos, los plastic people, en definitiva.

«Pero después de la Revolución de terciopelo retomaron su antiguo nombre e hicieron giras valiéndose de su leyenda. Incluso llegaron a dar un concierto en Knitting Factory».

«¿Estuviste allí?».

Negué con la cabeza. Entonces ya tenía veinticinco años. Me quedé en casa, en la cama, vestida y maquillada, con una cerveza en la mano y el corazón en vilo, tratando de pensar en lo que les fuese a decir al acercarme hasta ellos tras la actuación. Lo único que sabía es que dos de los miembros habían tocado con mi padre. Tal vez. Hacía treinta años.

«No fui al concierto».

«¿Por qué?».

«Porque no sabía su nombre —dije y me miré las manos. Tragué saliva—: No sabía por quién tenía que preguntar».