París viernes, 26 de septiembre
La abogada Sarah Rachid cruzaba la plaza a buen paso en dirección al restaurante donde yo esperaba. Enseguida adiviné que era ella. Algo relacionado con la prisa, con los pasos decididos.
—En realidad, no tengo tiempo para esto —dijo cuando le señale la mesa. Tomó asiento y se quitó un par de guantes finos, reparé en un escueto anillo de oro de casada.
—Has sido muy generosa al acceder a esta cita —dije.
Sarah Rachid me escrutó inquisitiva y luego desplazó la vista al menú del día que figuraba escrito en un pizarrín. Tampoco pareció que la entusiasmara.
Su respuesta a mi mensaje fue fría y formal. Escribió que no tenía tiempo. Que no podía hacer declaraciones por razón de secreto profesional. En caso de necesidad, se lo aclararía en el trascurso de un almuerzo. Realmente no tenía tiempo (era la segunda vez que lo escribía), pero aun así iba a almorzar en el restaurante Patio’s de la plaza de la Sorbona, hoy viernes, a las 13.00 h. Tenga la bondad de confirmar acuso de recibo.
Escribí en respuesta que yo era reportera del periódico y que iba a someter algunos datos a doble control. Era bueno que me atuviera a una misma historia.
Sarah Rachid hizo señas al camarero.
—No entiendo por qué Patrick le ha dado mi nombre —dijo—. Le dije que no quería ser citada.
—¿Así que lo conoces?
—¿Por qué me lo preguntas?
El camarero vino con un canastillo de pan y dos botellas de agua. Sarah Rachid pidió cassoulet de maison, el plato del día, y yo pedí lo mismo sin saber lo que era. Partimos cada cual su pedazo de pan en silencio.
—Leí sobre el caso de la muchacha empleada como criada en condiciones de esclavitud —dije para ablandarla un poco—. Me pareció fantástico que tú la ayudaras a ganar el caso.
—Nunca hablo de mis casos.
—Pero leí una declaración tuya en la prensa. Tuvo que ser un gran éxito.
—No supe que pensaban citar mi nombre.
Dos fuentes humeantes aterrizaron sobre la mesa, carne y verduras en una salsa pringosa.
—Soy jurista, me dedico a la abogacía —dijo Sarah Rachid mientras untaba el pan en la salsa—. No utilizo los medios de comunicación como plataforma para exponer mis argumentos, creo que los tribunales deben administrar justicia en este país y no la prensa, radio y televisión. —Me echó una mirada de pocos amigos—. Quizá te parezca un punto de vista anticuado.
—¿Le pareció a Patrick? ¿Quiso él que hicieras declaraciones?
—Él me entendió cuando le dije que no quería. Además, solo le ayudé con algunos datos. Me dijo que era totalmente off the record.
—¿El qué?
—¿Cómo?
—¿Qué era off the record? —dije—. Perdona que te pregunte todo esto pero por ahora no damos con Patrick.
Sarah Rachid se limpió la comisura de los labios con la servilleta y miró a otro lado. Tenía un rostro alargado y la boca caída, lo que le daba un aire de disgusto reforzado por el hecho de que estuviera realmente amargada.
Hurgué en la fuente y mordí algo que parecía un pequeño muslo de pollo de potente y marcado sabor.
—¿Qué clase de ave es? —le pregunté.
Sarah Rachid echó una rápida mirada al muslo grasiento.
—Conejo —dijo.
Hundí la carne en la cazuela y cogí una zanahoria.
—¿Te dedicas a la defensa de inmigrantes? —proseguí para intentar tirarle de la lengua.
—¿Por qué? ¿Lo dices porque yo soy inmigrante?
Apretó los ojos en finas rayas. Mala hebra, saltaba a la vista.
—No sabía que fueras inmigrante —dije.
—Tal vez tenga un nombre árabe pero nací aquí. Soy jurista, hago mi trabajo, eso es todo.
Sarah Rachid miraba fijamente la sopa mientras comía.
—Entiendo lo que dices —dije—, yo me llamo Sarkanova y al principio todos me preguntaban de dónde era en realidad.
Sarah Rachid me miró unos segundos en silencio.
—Así que ya no te lo preguntan —dijo.
—¿El qué?
—Has dicho que al principio te lo preguntaban.
Tosí de tal modo que la carne de conejo estuvo a punto de reflotar. Era una de las ventajas que acompañaban al matrimonio. Cuando empecé a presentarme como Ally Cornwall las preguntas que me hacían fueron otras, como en qué barrio de Nueva York crecí, a qué me dedicaba.
—Ya no le doy importancia —dije mirando a través del ventanal. La plaza daba una impresión de pulcritud y buen gusto, con una hilera de fuentes que chorreaban agua. Tres palomas peludas se lavaban las alas en el agua.
Hay una forma de acercarse a toda persona, pensé. Esta mujer era inaccesible, como un edificio en derribo del bajo Manhattan. Traté de imaginar cómo la había hecho hablar Patrick. Con su seriedad, pensé, y su compromiso total, esa facultad para hacer sentir importante y considerada a la persona que tenía enfrente. Se me encogió el estómago.
—Patrick no ha dejado ningún texto acabado —dije—, pero te prometo que voy a controlarlo todo y encargarme de que no se cite tu nombre. Él no suele faltar a su palabra.
El camarero se acercó a la mesa y yo aparté la cazuela de conejo, pedí un expreso doble y Sarah Rachid pidió un té.
—Le ayudé con ciertos datos acerca del funcionamiento de nuestro sistema jurídico en estos casos, eso fue todo —dijo cuando el camarero se retiró—. La justicia se complica, por supuesto, cuando se trata de individuos sin papeles.
—¿De qué modo?
Bebió un poco de agua mineral.
—No puedo darte una respuesta sencilla. También se lo dije a él. Todo depende del caso, de las condiciones en que el individuo vive en este país, si alguien garantiza sus ingresos y estancia, y si el individuo en cuestión es culpable de un delito además de residir en el país. Las normas también cambian, en especial bajo el gobierno actual.
Extraje del bolso papel y lápiz y empecé a tomar notas para parecer lo que dije ser. Las palabras le brotaban cuando hablaba de aspectos jurídicos.
—Por lo general se trata de expulsión, si se reside de forma ilegal en el país. A quien descubren lo arrestan de inmediato y lo conducen a la garde à vue, una especie de arresto provisional que hay en el Palacio de Justicia de la Île de la Cité, entre otros muchos. Si el individuo muestra un pasaporte válido y alguien le garantiza trabajo y vivienda, pueden soltarlo sin más, en otro caso es expulsado con efecto inmediato. Si resulta complicado determinar su identidad, le pueden mantener entre rejas durante dieciocho meses según una nueva directiva de la Unión Europea. La sección octava de la Prefectura de Policía se encarga de estos casos. Siempre puedes intentar hablar con ellos —dijo Sarah Rachid, y dobló la servilleta—, pero no estoy segura de que vayas a obtener respuesta.
—¿Te habló Patrick de las personas sobre las que escribía? —dije e intenté esbozar una sonrisa—. Tal vez pueda parecer extraño que no conozcamos el asunto. Antes podíamos pasarnos horas analizando reportajes desde todos los ángulos pero ahora no hay tiempo para eso. Y Patrick Cornwall es free-lance y funciona por cuenta propia.
La abogada enarcó las cejas, sacó un palillo de una funda y se quitó con esmero una tirita de carne de entre los dientes.
—Él contactó conmigo hace casi cuatro semanas —dijo por fin—. Me preguntó si podía ocuparme de la defensa de ciertas personas, pero yo no soy la que decide los casos que el despacho quiera asumir.
Contuve el aliento para no molestarla con nada que le hiciera ponerse de nuevo de puntillas.
—Luego me hizo preguntas sobre lo que sucede si un inmigrante ilegal presta declaración contra una organización criminal. ¿Puede quedarse, entonces? Yo no vi reparo en responder a tales preguntas a condición, claro, de que no diera mi nombre.
—¿Y luego no lo viste más? —dije.
—No entiendo tus preguntas —dijo Sarah Rachid removiendo el té de su taza.
Pensé febrilmente y llegué a la conclusión de intentarlo con sus propias armas. Leyes y formalismos.
—¿El secreto profesional atañe a todas las personas que representas? —pregunté.
—A las que representa mi despacho —apuntilló.
—Pero nunca os hicisteis cargo de representar a las personas de las que os habló Patrick.
—Le dije que había que seguir el conducto oficial.
—Entonces no hay nada que te impida hablarme de ellas —dije y eché unas gotas de leche al café—. A no ser que yo te parezca una cotilla irredenta.
Un conato de sonrisa. Bebía el té a sorbitos.
—Fue mi hermano quien le dio mi nombre —dijo—, a sabiendas de lo que pienso de los periodistas. La prensa no asume responsabilidad alguna. Piensa que la justicia es muy embrollada, que es muy lenta. La prensa simplifica y mete prisa, quiere escribir antes de que empiece el proceso, juzgar antes de que se dicte sentencia.
—De modo que fue tu hermano… ¿Cómo dijiste que se llama?
—No dije su nombre.
—¿Pero también tenía contacto con Patrick?
—Trabaja para una organización. Prestan ayuda a inmigrantes sin papeles. Organizan campañas y todo eso. Le resulta difícil entender que yo sea jurista y no una de sus activistas. —Enarcó las cejas y miró a otro lado—. Tengo entendido que esos hombres estaban dispuestos a declarar, pero yo no quise saber ningún detalle de ellos, eso lo dejé bien claro.
—¿Qué hombres?
—Habían desertado de un patrón que los mantenía encerrados. Patrick argumentó que se trataba de trabajo esclavo, lo que en estrictos términos jurídicos no es constitutivo de crimen, sino que se califica de delito. Es una inflación a la ley que es punible en grado más leve, comparable a offense en vuestro sistema jurídico. Pero si la historia era cierta, podía haber bases para dictar auto de procesamiento por maltrato, privación de libertad, quizás incluso por asesinato.
Le clavé la mirada.
—¿Asesinato? ¿Fue lo que él dijo?
—Yo le dije, por supuesto, que si tenía esas sospechas debería dirigirse a la policía.
—¿Lo hizo? ¿Fue a la policía?
—Seguro que mi hermano se lo desaconsejó —dijo—, no confía en la policía francesa, cree que es corrupta.
—¿Lo es?
—No se puede rechazar el sistema porque algunos individuos abusen de él. La sociedad se fundamenta en la ley. El matrimonio, por ejemplo, es ante todo una construcción jurídica —dijo señalando con la cucharilla del té el anillo que yo llevaba en la mano izquierda.
—Algunos aseguran que se trata de amor —dije.
Sarah Rachid hizo señas al camarero y pidió la cuenta mientras abría su cartera. Escribió un número de teléfono en un bloc, rasgó la hoja y la puso en la mesa.
—Te aconsejo que te dirijas a mi hermano, seguro que a él le gustará hablar contigo. Arnaud es un idealista. —Lo dijo como si fuera una perversión sexual.
—Solo una cosa más —dije—: ¿mencionó Patrick el nombre de Alain Thery?
—¿Por qué me lo preguntas?
—¿Y el de una empresa que se llama Lugus? ¿Josef K? ¿Te dijo algo del incendio de un hotel unas semanas atrás?
Ella contó el dinero justo más el diez por ciento de propina, exactamente su parte de la cuenta.
—Saluda a Arnaud de mi parte —dijo y se fue.
La vi atajando por medio de la plaza y desaparecer a la altura de la esquina del Boulevard Saint-Michel. El sol se había abierto paso y la gente colgaba sus chaquetas de las sillas de los cafés.
Llamé a Arnaud Rachid al salir del restaurante. Comparado con su hermana, era un dechado de complacencia.
—Qué alegría —dijo—, ¿qué tal le va a Patrick Cornwall? Hace tiempo que no sé nada de él.
Me estremecí. Por fin alguien que sabía algo, alguien que quería hablar.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él? —dije.
—Quizá un par de semanas atrás. ¿Se ha ido de París?
Tragué saliva y le propuse una cita. Me detalló el camino hasta el despacho de la calle Charlot, que quedaba en el barrio de Marais, y me dijo que estaría allí a partir de las seis.
Colgué y la ciudad en torno a mí me pareció más luminosa, más amigable. Las palomas acababan de bañarse y estaban alineadas sobre el borde de la fuente secándose las alas. Solo eran las dos y cuarto. Casi cuatro horas para matar el tiempo.
La Prefectura de Policía estaba en una isla en medio del río Sena que partía la ciudad en dos mitades. Eran enormes edificios de piedra y la luz del día apenas llegaba al suelo. Me dio por pensar que la calle tenía que haber permanecido medio en penumbra durante varios siglos, como si el crepúsculo estuviese entretejido en el corazón de la ciudad.
Pensé que iba, por lo menos, camino de la guillotina, y torcí a la derecha junto a las verjas de hierro del Palacio de Justicia, de unos treinta metros de altura. Los calabozos de la Conciergerie estaban justo al lado, donde las penas de muerte habían llovido durante la Revolución Francesa.
Por la mañana desperté con un sueño en la retina. Había vagado por blancas galerías en busca de Patrick, pero nadie sabía dónde estaba.
La policía podía saber si yacía inconsciente en algún hospital de la zona. No tenía por qué revelar nada sobre su trabajo.
—Sorry, no English —dijo la mujer de la recepción. Su peinado estaba tan lacado que podía haberlo moldeado con porcelana.
—Pero habrá alguien que hable inglés.
No había nadie. Juré a voces. El edificio de la policía solo estaba a una manzana de Nôtre-Dame, la zona era un hervidero de turistas y ni siquiera podían emplear a nadie que hablase inglés. Por fin salió un hombre de la cola y se ofreció a hacer de intérprete. Le expliqué que se trataba de una persona desaparecida. Dio un paso al frente y se apretó a mi espalda mientras traducía. La mujer de la recepción me dio una nota con un número de teléfono. A mi espalda, el hombre suspiró hondo a mi oído: «Tiene que ser difícil para ti, tan sola en París». Le di un fuerte pisotón en el pie y le oí gritar cuando me iba: «Ahora entiendo por qué te ha abandonado el marido».
En el patio serpenteaban las colas para solicitar visados, la gente se sentaba en los bordes de piedra, se recostaba cansada en los muros y fumaba. Extendí la nota que tenía arrugada en la mano. «Recherche dans l’intérêt des familles», rezaba. Al parecer, los desaparecidos eran asunto familiar. Marqué el número mientras caminaba. Una mujer contestó a la primera señal.
—Quisiera hacerle unas preguntas sobre cierta persona —dije—, alguien que ha desaparecido.
—Votre nom, s’il vous plaît.
Nom significaba nombre, sin duda.
—Me llamo Ally Cornwall —dije—. Acabo de llegar a París y solo quiero…
—Adresse?
Le di el nombre del hotel. Dos policías me echaron una mirada somnolienta cuando crucé la verja y salí a la calle. La mujer me soltaba una larga retahíla al oído, mari, fiss… Entender francés era mucho más difícil al no tener a la persona delante.
—Perdone, ¿pero hay alguien ahí que hable inglés? —pregunté.
—Vous êtes English?
—American.
—Call embassy, please —dijo la mujer y colgó.
Llegué al otro lado de la manzana y dirigí los pasos hacia el muro de piedra junto al muelle. Delante de mí corría el río, revuelto y verde. Aspiré el aire viciado y tuve la repentina impresión de haber estado antes en aquel sitio. Hacía mucho tiempo. Un lanchón pasó de largo cargado con carbonilla o brea. En la orilla opuesta, los edificios volvían sus fachadas hacia el agua. En la imagen había algo conocido, un déjà vu que no encajaba; los edificios eran más oscuros y el río más ancho, el agua era más negra.
Moldava. El río que cruzaba Praga.
Yo era pequeña, de eso estaba segura, porque no alcanzaba por encima del borde y alguien me había aupado, alguien me había tomado con sus fuertes brazos alrededor de mi cintura y me levantó para que pudiera ver pasar de largo los barcos sobre el río. Fue él, de eso estaba segura, aunque no pude verlo ni oír su voz, era un recuerdo de mi padre. También hubo una risa, o el eco de una risa. Traté de recordar si me había dado la vuelta, pero la impronta de sus manos contra mi cuerpo desapareció y ya no estuve segura de si aquello ocurrió en realidad.
Unos metros más allá el muro se abría y una escalera conducía abajo, al río. Me senté allí y saqué la guía turística del bolso, busqué el número de teléfono de la embajada americana. Un olor a orina subía desde el muelle.
—Perdone, ¿cómo dijo que se llama?
El funcionario que tenía a su cargo los casos de americanos desaparecidos tosió al otro extremo de la línea.
—Alena Cornwall. No sé si a mi marido le ha pasado algo, solo pregunto si ustedes han recibido alguna información…
—¿Y cuánto tiempo hace que desapareció?
Esto resultaba más complicado que hablar con la policía. El nombre de Patrick podía ser conocido en la embajada, quizás incluso leían The Reporter.
Se lo expliqué con brevedad, sin mencionar el trabajo de Patrick.
—¿Llevan mucho tiempo casados? —preguntó.
—¿Qué tiene que ver eso con el caso?
—Por lo que se refiere a mí, llevo trece años casado. No todos aprecian la misma comida toda la semana, no sé si entiende a lo que me refiero.
Dio un bocado a algo que masticaba junto al auricular. Me sujeté a la barandilla para mantener la calma.
—El problema es que yo no hablo francés y me resulta difícil hablar con la policía. Y ustedes deben de saber si le ha sucedido algo a un ciudadano americano. Accidente o algo por el estilo.
—Voy a mirar aquí, espere a ver… Aquí tenemos algo…
El corazón me saltó y dio un vuelco, pero tuvo que caer rodando en algún lugar del estómago.
—Tuvimos el caso de un jubilado de Illinois que el último viernes se quedó sin cámara fotográfica a la entrada de la torre Eiffel. La dejó en el suelo para marcar su turno en la cola mientras se fue a mear. Había guardado cola durante dos horas y no quería perder su turno.
—Patrick tiene treinta y ocho años. —Se acercaba una barca que parecía una tortuga enorme y los turistas enristraban sus cámaras al aire. Agaché la cabeza para evitar eternizarme en álbumes con Nôtre-Dame en primer plano.
—Oiga esto: anteanoche una pareja se adentró en el cementerio Père-Lachaise, se escondieron en una capilla funeraria hasta la hora del cierre. Iban a honrar a Jim Morrison bebiendo burbon y haciendo cosas obscenas en su tumba a la luz de la luna. El muchacho dijo, lo cito, que «el espíritu de Jim levantaría el vuelo en el momento del orgasmo». Supongo que no se trata de él.
—A Patrick no le gusta Jim Morrison.
Se oyeron ruidos en el auricular, él volvió a toser. ¿O ahogó la risa?
—Yo, en su caso, me iría a casa y esperaría pacientemente una semana más —dijo en tono de regodeo—. Si aparece algún mister Cornwall le diré que llame a casa a.s.a.p. ¿De acuerdo?
El dinero no me iba a alcanzar si seguía cogiendo taxis en aquella ciudad, constaté al apearme de uno.
En todo caso, no había duda sobre las posibilidades de Alain Thery para ir tirando.
El 76 de la avenida Kléber era un antiguo palacio de piedra que había sido remozado con cristaleras de tono oscuro a lo largo de toda la planta baja. Estaba a una manzana del Arco del Triunfo, pegado a dos embajadas y a un concesionario de Ferrari.
Como nadie de Lugus había contestado a mi mensaje electrónico, me daba igual visitar directamente a Alain Thery antes de que se esfumara durante el fin de semana. De llamadas telefónicas ya estaba hasta el gorro. Además quería mirarle a la cara cuando le preguntase por Patrick.
Lugus no era una empresa que incitara a visitas espontáneas. El portal solo podía abrirse por dentro o por código. No había timbre. Intenté mirar a través del oscuro cristal pero solo me vi a mí misma contra el reflejo de la calle. Al mirar hacia arriba, la impertérrita cabeza de un león me miraba desde una balaustrada.
De los edificios vecinos entraban y salían oficinistas de vez en cuando, pero el portal del número 76 permanecía cerrado.
Estaba a punto de tirar la toalla cuando se detuvo una motocicleta. El motorista sacó un grueso sobre de su cartera, avanzó hacia una columna y marcó un código. Unos segundos después el portal se abría con el ruido de un suspiro acompasado.
Rápidamente me puse tras él.
—Vaya suerte la nuestra, con el tiempo que hace hoy —dije pegada a sus talones cruzando el portal.
En el interior sonaba música pop de inspiración caribeña a bajo volumen y una gruesa alfombra gris acallaba los pasos. En la recepción había un joven rubio que recogió el sobre.
—¿Ha concertado cita? —El rubio se concentraba en desenroscar la tapa de un pequeño bote de cristal rosa. A su espalda, una amplia escalera de mármol conducía a la planta de arriba.
—No, pero estoy segura de que quiere verme —dije—. Represento a una empresa norteamericana y queremos desarrollar nuestra competitividad para manejar con mayor eficacia la interacción con nuestro entorno.
—No está aquí —dijo el joven y empezó a lubricar sus cutículas. Brotó un aroma a almendra y miel. Una nueva canción dio comienzo, una cantante que se lamentaba en francés a ritmo ligero.
—¿Puedo hablar con la secretaria de Alain? —dije mirando la escalera a su espalda. Acababa en otra pared acristalada.
—Envíe un mensaje electrónico —dijo el joven y sacó una lima de uñas de un estuche minúsculo.
—Ya lo he hecho —dije, pero no se dignó mirarme.
Está bien, pensé y di dos pasos atrás. Luego apunté a la escalera, bordeé rápido la recepción y subí los escalones de dos en dos.
—¡Espere! ¡Oiga! ¡No puede… Deténgase!
Le oí cambiar de idioma a mi espalda, ahora hablaba en francés. Merde y putain eran palabras que entendía a la perfección. En el rellano de la escalera abrí una puerta de cristal y entré en un inmenso paisaje de oficinas que se extendía a lo largo y ancho de toda la planta. La historia del edificio era visible en los macizos muros de piedra y las molduras del techo, pero el resto parecía calcado de una revista de decoración de oficinas modernas. Los escritorios de aluminio y cristal y los ordenadores con pantallas sobredimensionadas, proyectores. Me quedé de pie en medio de aquel espacio.
Allí no había nadie. Estaba completamente desierto. Las pantallas descansaban a oscuras. Los escritorios relucían. No había carpetas, ninguna ristra de clips, ningún bloc de notas de alegres colores o cualquier objeto que perteneciera a un puesto de trabajo. Fui hacia una papelera de metal brillante y miré dentro. Ni una sola nota arrugada, ni siquiera un corazón de manzana.
Esto es una tramoya, pensé. Aquí no hay nada. Es el reflejo de una empresa, una imagen de una oficina perfecta.
Entonces advertí un leve cambio en el aire a mi espalda y un segundo después una mano me atenazó el brazo. Grité y me revolví. Clavé la mirada en la pechera de una camisa. Camisa de manga corta, músculos henchidos. El hombre me sacaba una cabeza de altura y exhibía un rostro descuidado, con una nariz que parecía demasiado pequeña, ojos de cerdo. Cabeza rapada.
—Busco a Alain Thery —dije sintiendo endurecerse la presa—, pero no parece que esté aquí, así que ya me iba… Suélteme, caramba.
Pero el guardia de seguridad, o lo que fuese, mantuvo su presa hasta que me devolvió a la recepción.
—¿Quién eres? ¿Qué te propones? ¿Para quién trabajas? —El rubio tradujo las preguntas. El guardia, por lo visto, no hablaba inglés.
Pensé rápido y de forma caótica.
—Buscaba los servicios. Creí sentirme obligada a… vomitar. No sé si me entienden. —Me esforcé en sonreír—. Estoy… encinta.
No debería haberlo dicho pero fue lo único que me vino a la cabeza. El rubio tradujo. Enceinte se decía en francés. El guardia aflojó la presa y me dio un empujón en la espalda indicándome la salida con toda la mano.
—Llama el lunes —dijo el rubio.
El portal se abrió y volvió a cerrarse como un mejillón cuando estuve de nuevo en la calle.
—¿Eres la que tiene cita con Arnaud?
La chica que estaba fuera del portal llevaba los vaqueros llenos de sietes y el pelo rapado. En la pared de al lado alguien había pintado: zone antipatriotique.
—Me pidió que te acompañara —dijo y apagó el pitillo en un bote de hojalata.
Me presenté y la seguí hacia dentro. La lámpara de la escalera estaba estropeada y solo penetraba una tenue luz solar a través de una ventana sucia.
—Son muchos los que arrojarían algún objeto por la ventana si anunciáramos la dirección —dijo la chica que se llamaba Sylvie, y abrió una pesada puerta metálica.
Por primera vez, durante los días que llevaba en París, supe que había acertado la dirección. Allí había estado Patrick. Se sentía en los olores a papel y tinta, energía y lucha, los afiches de la pared, puños levantados y emblemas. Aunque Patrick fuera ahora un periodista bien vestido, en sus entrañas seguía albergando al rebelde de su época universitaria.
—¿Tú también trabajas con inmigrantes ilegales? —dije.
—Eso suena a lenguaje de políticos —dijo y miró airadamente—. Ningún ser humano es ilegal.
Entramos en el interior de una vieja nave industrial donde, bajo el techo, tubos y cañerías corrían en todas direcciones, había ordenadores y estanterías por todas partes, pilas de periódicos y libros.
—Trabajo bajo el lema de justicia y diversidad colectiva. Somos varias las organizaciones que compartimos gastos, pero en realidad todos trabajamos por los mismos objetivos. Justicia entre géneros, países y pueblos oprimidos del mundo.
—¿Conociste a Patrick cuando estuvo aquí? —le pregunté.
—Sí, claro —dijo—, entrevistaba a Arnaud todo el tiempo. —Miró de reojo a un joven alto con un chal de colores vivos alrededor del cuello y de pelo negro alborotado que se dirigía hacia nosotras sorteando cajas de cartón y pilas de periódicos.
—Hola, tú debes de ser Helena —saludó Arnaud Rachid.
—Alena —corrigió Sylvie—. Arnaud es un desastre para los nombres —añadió y le dedicó una sonrisa espléndida.
El despacho de Arnaud quedaba en lo más recóndito de la inmensa nave. Cuatro metros por encima corría una serie de ventanas llenas de polvo, toda la luz procedía de unos fluorescentes que parecían colgar del techo desde los días de gloria de la Revolución Industrial.
—Bienvenida al paraíso de los hipócritas —dijo, y tomó asiento en su sillón—. Este país no podría funcionar un solo día sin todos los indocumentados que realizan las peores labores, limpiadores, albañiles y recolectores de manzanas. Nuestros ancianos, cada vez más viejos, morirían sin tener a nadie que les limpiara el culo. Entonces, si no antes, Europa tendrá que oler el hedor de su propia mierda.
Aparté una pila de correspondencia y me senté sobre el escritorio.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a Patrick? —dije.
—Hace unas dos semanas, creo. —Se atusó el pelo—. ¿Qué tal le va con los artículos?
—Aún no los he leído.
—¿Así que está en casa, en Nueva York?
—No, primero tenía que resolver otro asunto.
Recorrí con la mirada las dobles filas de libros de las estanterías, de autores como Karl Marx, Malcolm X y Che Guevara, mientras Arnaud seguía perorando de políticos que querían poner tachuelas en las fronteras mientras querían tener donde escoger entre la población del mundo. Al grano, pensé, en otro caso esto se queda en retórica y proselitismo.
—Patrick entrevistó a unos jóvenes que habían desertado de trabajos en condiciones de esclavitud —dije, y saqué mi libreta de notas—. ¿Estabas involucrado en eso?
—Eso no puedes escribirlo. No es un cometido oficial de nuestra actividad.
—Yo no escribo, me dedico a investigar.
Arnaud se soltó el chal y se lo volvió a enroscar alrededor del cuello.
—Los escondimos —dijo—. Yo llevé a Patrick a su escondite.
Se recostó en el respaldo del asiento y le observé mientras hablaba. Me pareció que estaba nervioso, se llevaba la mano al chal todo el tiempo, el pie repicaba contra el suelo.
Se trató de tres jóvenes de Mali que entraron de contrabando en el país y que fueron explotados como esclavos en la construcción, en una empresa de mudanzas y en pesadas labores de carga y descarga, sin sueldo. Cuando no trabajaban, los mantenían recluidos en una safe house, un antiguo almacén, y los amenazaban con violencia. Arnaud se puso en contacto con los muchachos cuando lograron huir.
—¿Es eso lo que mantenía ocupado a Patrick, una especie de red criminal que opera con contrabando de hombres en Francia?
Él suspiró a fondo y puso los pies en el escritorio.
—No malinterpretes las cosas —dijo, y se atusó el pelo hasta alborotárselo más aún—. No estamos en contra del contrabando de personas, estamos a favor de una Europa de fronteras abiertas. Si la inmigración estuviera permitida, los contrabandistas se quedarían sin mercancía. Lo único que hacen es ofertar un servicio que la gente demanda. Después, claro que hay canallas, que cobran precios de escándalo y arriesgan vidas, pero eso es otra cosa.
—¿Conocían esas redes criminales lo que hacía Patrick?
—¿Cómo, le ha ocurrido algo? —Arnaud Rachid bajó los pies de la mesa y unas cuantas cartas se cayeron al suelo. Se agachó y recogió los sobres.
—¿Adónde se dirigió al abandonar París? —pregunté.
—No lo sé. —Me miró con ojos inquisitivos—. ¿No lo sabéis en la redacción?
No tuve que meditar la respuesta porque entonces oí la voz de Sylvie a mi espalda.
—¿Queréis tomar un café? —dijo.
—Yo lo hago —dijo Arnaud, levantándose.
La cafetera estaba en un cuchitril. Arnaud rescató de un cajón pequeños envases de plástico de diversos colores, escogió uno negro y lo metió en un agujero encima de la máquina. Bajó una palanca y apretó un botón. No pasó nada.
—¿Quién es Josef K? —dije.
Dio un respingo y se quedó mirándome.
—¿Qué Josef K? ¿Te refieres al personaje de Kafka o a quién?
—No sé —dije—, fue Patrick quien mencionó algo… —El cuchitril era estrecho y su cadera me rozó al moverse. Me callé y retrocedí hasta quedar junto a la puerta.
—¿Qué ha sido de esos muchachos? —proseguí—. ¿Seguís escondiéndolos? ¿Puedo verlos?
—Merde —dijo Arnaud y dio un puñetazo a la cafetera—. No entiendo por qué nunca funciona. ¡Y mira! —Agitaba el pequeño envase de plástico que contenía alguna dosis de café—. ¿A santo de qué este despilfarro de recursos para una simple taza de café?
Arnaud volvió a apretar el botón y brotó un chorro de agua.
—Vamos a la calle —dijo apagando la máquina—. Voy un momento al lavabo.
Cuando desapareció por una estrecha escalera arriba se me acercó la chica de los vaqueros plagados de sietes.
—Tómate a Arnaud con calma —dijo colocándose muy cerca de mí—. ¿Sabías que conocía a algunos de los que ardieron en el incendio? No se le nota, pero le ha afectado mucho.
Me quedé fría.
—¿Te refieres al incendio del hotel? ¿El que ardió hace un par de semanas?
Por el rabillo del ojo vi que Arnaud venía hacia nosotras, cruzando la habitación y con la chaqueta echada al hombro.
—Por cierto, te oí preguntar por Josef K —dijo Sylvie en voz baja.
El corazón me dio un salto mortal.
—¿Qué sabes tú de él? —dije.
—Creí que lo sabías —dijo y me miró de forma interrogante—. Josef K es un negrero, un nombre fingido, claro, un gánster de Ucrania. Había sido miembro de la KGB, pero después de la glasnost, se hizo capitalista como todos los demás, un tipo realmente deleznable.
Me apoyé en el marco de la puerta. El último nombre de la libreta de notas de Patrick, ¿habría ido a su encuentro? Vi ante mí el retrato estándar de un gánster del este, bien afeitado y picado de viruela, muerte en la mirada. «Solo me queda un asunto que resolver… este es un viaje a las tinieblas…».
No, pensé, amor mío, amor mío…
—Os acompaño, si vais a salir a tomar un café —dijo Sylvie.
Arnaud movió rápido la cabeza.
—Ahora no —dijo y empezó a andar. Conseguí sonreír a Sylvie. Era obvio que estaba irremediablemente enamorada de su camarada de revolución.
—Si te interesa de veras, regístrate en la red —dijo ella dándome una octavilla que aplasté y tiré a una papelera al salir a la calle.
—Sylvie es increíblemente entusiasta —dijo Arnaud—. Me recuerda a mí mismo al principio, cuando abrí los ojos, yo también podía trabajar día y noche. Ella siempre está aquí.
Caminaba a zancadas y yo tuve que ir al trote para seguirle el paso.
—Me ha dicho que conocías a alguno de los que perecieron en el incendio —dije—. ¿Fue el incendio del hotel del Boulevard Michelet?
Arnaud se detuvo en seco y me miró.
—¿Qué sabes tú del incendio? —dijo.
—Perecieron diecisiete personas —dije— y creo que Patrick estuvo allí esa noche.
Arnaud continuó la marcha sin responder.
—¿Era allí donde los escondíais, en el hotel? —dije mientras intentaba entender cómo encajaban los hechos—. La razón de que Patrick se echase a la calle en plena noche. Los muchachos de Mali estaban entre los muertos, ¿verdad?
Arnaud Rachid torció a la derecha por la calle Bretagne y se abrió paso entre puestos de verduras y cajas de mariscos. Tuve que seguir corriendo para ponerme a su altura. Era una zona de viviendas donde la gente iba en bicicleta, compraba comida y ordenaba la basura en contenedores de vivos colores. Me recordaba al East Village.
—Entremos aquí —dijo abriendo la puerta de un bar—. ¿Qué quieres tomar?
Pedí un bocadillo y zumo y me senté en un rincón. La mayor parte de la clientela eran maricas. Arnaud hizo el pedido y luego se sentó, sacó tabaco de un bolsillo de la chaqueta y empezó a liar un cigarrillo.
—Pensamos que era un lugar seguro —dijo—. En otro caso, no lo habríamos usado.
El recuerdo del edificio incendiado me hizo temblar. Las manos de Arnaud también temblaron para que cuantiosas hebras de tabaco cayeran en la mesa.
—Tenían que compartir habitación —dijo—. No era gran cosa, pero contaban con techo sobre la cabeza y camas. En el pasillo había un cuarto de baño con agua caliente.
—Era una trampa mortal —dije.
—Ya no quedan muchos sitios así en París, donde no piden documentación. Nadie sabía que vivían allí excepto yo y algunos más.
Arnaud sacó un mechero, pero en seguida tuvo que guardárselo junto al cigarrillo.
—¡Mierda!, siempre me olvido. Nunca creí que lograrían hacer de Francia un país libre de tabaco. —Se llevó la mano al pelo y miró, nervioso, a su alrededor—. Patrick estuvo allí varias veces y habló con ellos —prosiguió—. La última vez fue aquella misma tarde, entonces todo parecía en orden. En otro caso, los habríamos mudado de inmediato, ¿comprendes?
El camarero dejó una tostada doble ante mí, el queso se salía del plato.
—Alguien llamó a Patrick por la noche y le dijo lo del incendio —dije—. ¿Fuiste tú?
—Yo tenía el móvil desconectado. Dormí en otro sitio.
¿Dónde?, pensé, pero no me incumbía saber dónde pasaba sus noches Arnaud Rachid. Sacó una cajetilla de chicles de nicotina y se llevó una pastilla a la boca.
—Nos vimos el sábado después del incendio —prosiguió—. Fuimos a ver el edificio. Patrick habló con la policía. Estaba convencido de que el incendio fue provocado.
—Pero la prensa dijo que no había sospecha de delito.
—La policía levantó acta de su testimonio. Después sobreseyeron el caso. —Tensó su mirada—. Esa gente tiene contactos en todas partes.
—¿Pero cómo supo Patrick que el incendio fue provocado? ¿Sabía también quiénes lo provocaron?
Arnaud se acarició el chal.
—Hay cosas que no puedo decir —dijo—, primero tengo que pensar en las personas que protegemos.
Conseguí llevarme la tostada a la boca y darle un bocado mientras le observaba. El queso fundido se había petrificado. Arnaud apuró su cerveza.
—Por cierto, ¿qué te dijo Sarah? —preguntó.
—Que eres un idealista —dije.
Hizo una mueca.
—Sarah cree que ella imparte justicia, que todos somos iguales ante la ley. Pero en esta ciudad hay casi medio millón de personas que viven sin papeles, que carecen de derechos. Lo que la ley hace por ellas es expulsarlas del país.
—¿Por qué enviaste a Patrick a ella?
Volvió a mirar, preocupado, a su alrededor, y bajó la voz.
—Esos muchachos tenían miedo, en realidad Salif era el único que quería dar la cara y hablar. Los otros exigían garantías, permiso de residencia, protección, en otro caso no comparecerían ante la prensa. Yo le hablé de Sarah. Ella puede parecer esquiva pero sé que se preocupa. Creo que hasta se enamoró un poco, mi hermanita.
—¿De Patrick?
Le clavé la mirada, pasmada. Conque era eso lo que estaba off the record.
—Pero está casada —dije, controlando todo atisbo de sentimiento en mi voz.
Él empezó a reírse a carcajadas.
—No, nunca lo ha estado. El anillo lo usa para exhibirlo en los tribunales, así la respetan más.
Miré a otro lado, vi a un hombre besar a otro, gentes que bebían y comentaban el tiempo.
—Tengo que irme —dijo levantándose—, pero puedes llamarme si hay algo más. Por cierto, ¿dónde te alojas en París?
—Al lado de la Sorbona —dije—, en el mismo hotel que Patrick.
Me quedé en el bar y le vi salir por la puerta. De todo lo dicho, una oración retumbaba más alta que todas las demás. «Creo que hasta se enamoró un poco, mi hermanita».
—¿Quieres algo más?
Harry agitó la botella de salsa Worcester y echó unas gotas al enésimo bloody mary de la noche.
Yo incliné el vaso de whisky. Uno más. Y un vaso de agua.
Bebí cuanto creí que Patrick bebió y se emborrachó la noche anterior a su última llamada. El whisky sabía a ceniza. El local estaba abarrotado y el calor se convertía en vaho y niebla. De las paredes colgaban fotos en blanco y negro, dibujos de clásicos cabarés parisienses y banderines deportivos americanos. Todo era muy pre-war, un local que vivía de sus recuerdos.
Puse una foto al alcance del barman.
—¿Reconoces a este hombre? —pregunté.
—¿Por qué lo preguntas? —Echó una ojeada a la foto.
—Porque le echo mucho de menos.
Harry se secó las manos, alzó la foto de Patrick y contempló su rostro a la luz de las lámparas art nouveau de las paredes.
—¿No estuvo aquí hace un par de semanas? —Frunció el ceño—. Sí, me acuerdo de él. Me habló de su mujer.
Tosí hasta que el whisky se me subió y me picó la nariz.
—¿De su mujer?
—Decía que tenía una esposa maravillosa. —Harry sonreía mientras exprimía en un vaso rodajas de lima y hojas de menta. Machacaba el hielo poniéndolo en la palma de una mano y batiendo el mortero como si fuera un bate de béisbol—. No quería seguir viajando, echaba de menos Nueva York. Iban a tener hijos, decía, deseaba una familia propia. —Añadió ron y soda, echó unos cubitos de hielo y puso la copa sobre la barra donde la recogió un camarero—. Le dije que apretara fuerte. Los hijos son lo mejor que le puede ocurrir a un hombre, cuando llegan, todo lo demás palidece. Yo tengo cuatro, mellizos los dos últimos.
Volvió a secarse las manos y me devolvió la foto.
—Ahí no tienes nada que hacer, mujer.
Bajé la mirada y me encontré con la de Patrick, dejé que el pelo me cayese delante de la cara a modo de telón echado a nuestro alrededor. Ya estaba bien. No podía seguir al acecho de su sombra. Podía hablar de mí en un bar, pero si realmente me amaba, ¿iba a arriesgarlo todo por un simple reportaje? Yo quería volver a mi vida, a construir mundos de ficción que se desmontaban tras la última función.
«Lo sé —le dije quedamente, acaricié con el dedo la línea de su barbilla—, sé que has vuelto a tomar el camino más difícil y ¿sabes por qué lo sé? —Acompañé cada palabra con un golpe en la barra—. Por ser tan jodidamente complicado».
Apuré el whisky. Al levantar la vista empezaron a tambalearse las botellas de la pared.
—Imaginemos lo siguiente —dije inclinándome hacia delante, quedando casi medio tendida sobre la barra—. Un hombre viaja a París. Echa de menos su casa. Asegura que va a volver, estamos hablando de Nueva York, es decir, Nueva York de América. Explícame tú, que estás casado, ¿por qué un hombre actúa así?
—Difícil de responder —dijo Harry estirándose para coger una botella de ron.
Lógicamente, no se llamaba Harry, fue una idea absurda que se me ocurrió después de dos o tres whiskies. Que fuese inmortal como el bar que abrió hacía casi cien años, el primer bar de Europa, rezaba al dorso de un librito con recetas de combinados que había enfrente del mostrador y que alardeaba de que aquí se había inventado el bloody mary.
—Me dijo que había hecho algo mal —prosiguió el barman que no se llamaba Harry.
—Lo sé, lo sé, por eso vino aquí, para hurgar en el caso de la esclavitud laboral, para redimir a este puto mundo, pero qué va.
El barman batía nuevas copas con una varilla.
—Pensé que había sido infiel o algo por el estilo, de lo triste que estaba. ¿Pero sabes lo que hizo?
Moví la cabeza y la sala empezó a tambalearse más aún. El barman sonreía.
—Se había llevado prestado the baby money. Me dijo que era como si hubiera hurtado el futuro a su hijo y tenía que restituir el dinero, tenía que concluir el trabajo antes de regresar a casa.
Me atraganté, tosí y tragué saliva mientras las palabras revoloteaban dentro de mí. El dinero solo lo había prestado. Pensaba volver. No me había estafado.
Luego, el resto cayó por su propio peso: por eso no había vuelto a casa. No podía mirarme a los ojos y decirme que se había gastado el dinero de nuestro hijo en un reportaje que no había concluido.
—Le dije que se lo tomara con calma —prosiguió el barman—, que el dinero no contaba para esos diablillos, era el amor, amarlos hasta la muerte, lo único que importaba.
Fui a coger el vaso pero fallé, el vaso voló y fue a estrellarse entre los pies de unos hinchas británicos de fútbol.
—Sorry —balbucí.
El barman barrió las trizas de cristal a mis pies.
—¿Quieres un consejo? —Señaló la foto de Patrick—. Olvídate de ese hombre. Está casado, va a tener un hijo. No tienes nada que rascar.
Cogí la fotografía en la que se había derramado mi vaso, pasando por el rostro de Patrick y formando un riachuelo sobre la madera oscura, hasta desembocar en mis rodillas.
—Me parece que va siendo hora de llamar a un taxi —dijo el barman que no se llamaba Harry.
La puerta estaba entreabierta y dejaba pasar un hilo de luz a ras del suelo. La abrí del todo y salí a un pasillo que conducía a otra habitación mucho mayor que la habitación del hotel que había sido, ahora lo entendía, mi sala de espera. La luz del día fluía desde una serie de claraboyas. Patrick estaba inclinado frente a su ordenador, en un escritorio que ocupaba el centro de la habitación.
«¿Pagamos por todo esto? —dije—. ¿Supiste todo el tiempo de la existencia de estas habitaciones?».
«He de tener un lugar donde pueda trabajar», dijo Patrick.
«¿Por qué no me dijiste que estabas aquí?».
«Han encontrado al niño», dijo, y supe que se refería al bebé cuya madre había muerto en el hospital de Los Cristianos.
«¿Está vivo?», quise preguntarle, pero Patrick había desaparecido. Fui en su busca de habitación en habitación y la alarma empezó a sonar porque el edificio estaba a punto de precipitarse al río. Volví a correr escaleras arriba porque había olvidado algo. Benji y Duncan, el coreógrafo, estaban allí, el trabajo seguía, aunque estábamos a punto de hundirnos y el agua inundaba el edificio planta por planta mientras ululaba la alarma.
Me desperté de golpe, enredada entre las sábanas. La colcha había caído al suelo y era noche oscura al otro lado de la ventana. El sueño me produjo una sensación que quise atrapar. Había olvidado algo y tenía que recordarlo. La alarma siguió sonando y reparé en que era mi teléfono móvil lo que parpadeaba y zumbaba en la mesilla de noche. La hora en pantalla: 01.23.
—Ya era hora de dar con uno de vosotros. No entiendo por qué no se deja oír. —Era la voz de la madre de Patrick—. ¿Es que os hemos hecho algo? ¿Ha sido otra vez su padre? ¡Que tenga que resultar tan difícil organizar nada!
—Pero ¿eres tú? Hola —dije, y me quedé sentada, tiesa como un palo.
Tenía que haber ocurrido algo para que mi suegra llamase en mitad de la noche. En seguida comprendí que desde donde llamaba no era noche. Ante mí, vi el sofá de cuero claro del salón donde se sentaban a comer cuando estaban solos. La mesa del salón solo la ponían si tenían invitados. Candelabros de plata, servilletas bordadas y cuatro platos. Eleonor Cornwall siempre se esmeraba demasiado.
—Tengo que saberlo ya, ahora que no puedo valerme para cocinar sola, tengo que encargar la comida y siempre quieren contar con tiempo de sobra.
Me incliné hacia delante, recogí la colcha del suelo y me la eché encima. La cabeza me tronaba y la boca me sabía a pescado pocho. ¿Para qué iba a encargar comida? Entonces recordé que iban a celebrar su aniversario de boda dentro de unas semanas… ¿El cuarenta?
—Por el hecho de que él y su padre tengan opiniones distintas, no tiene que distanciarse de la familia, no es esa la clase de educación que le hemos dado.
—Por supuesto que iremos —le dije cansada.
—No es que sea un aniversario muy ortodoxo y no va a ser nada especial.
—¿Cuántos años hace que os casasteis?
—Cuarenta y siete. Y ya somos viejos para divorciarnos.
Tuve un destello y vi ante mí cómo Patrick y yo, sentados en el sofá, comíamos en silencio mirando la televisión, como si ya nos tuviéramos muy vistos. Había sentido pánico ante un momento así y ahora no deseaba nada mejor que creer en ello.
Mientras Eleonor peroraba del menú que había pensado para la celebración, solo vendrían los más allegados y no dejaría de ser una celebración sencilla, es decir, alrededor de catorce parientes más unos cuantos vecinos y antiguos colegas de hospital de Robert, yo sopesé la posibilidad de contarle cómo estaban las cosas. Patrick no hubiese querido. Probablemente quería volver a casa y enseñarles el premio Pulitzer, pero no tenerlos en vilo. Veía a su padre ante mí, sentado en su biblioteca, leyendo literatura médica. Tenía unos dos mil volúmenes. «Esto —decía— es ciencia sin concesiones. Tiene su importancia en este mundo». «A diferencia de lo que yo hago», apuntillaba Patrick, y volvían a empezar.
Salí a rastras de la cama y corrí al cuarto de baño con el móvil en la mano.
—Os llamamos en cuanto Patrick regrese de París —dije y apagué el móvil sin esperar respuesta.
Luego vomité. Me enjuagué la cara con agua fría durante un buen rato. Cuando volví a la cama, el eco de la conversación se había esfumado. Me abracé a la colcha, que estaba hecha un bulto, y la estreché con fuerza entre mis brazos. Cerré los ojos y pensé en el cuerpo de Patrick junto al mío.
«Idiota —farfullé—. No entiendes que yo me cago en el dinero, que lo único que quiero es que estés aquí, conmigo».
Después, de repente recordé un detalle del sueño: tenía un niño en brazos. Lo había dejado en algún lugar de la casa, pero no sabía dónde.