Tarifa lunes, 6 de octubre
El lunes fueron a desenterrar su cuerpo.
Yo lo observé todo desde la distancia. Ya no estaba en mis manos.
La pequeña excavadora entró marcha atrás, giró y se plantó delante de la tumba. Las cámaras filmaron la primera paletada. El murmullo aumentó.
Yo estaba en cuclillas entre unas tumbas católicas, con la capucha puesta para no ser reconocida. Aquella parte del cementerio, tan abandonada antes a su suerte, ahora aparecía llena de gente; periodistas, equipos de televisión y curiosos en general. La muerte de Patrick se había convertido en noticia internacional en dos días. Periodistas y productores de televisión se habían hecho con mi número de teléfono y empezaron a llamarme el sábado. Decliné todas sus propuestas de entrevista remitiéndolos a Richard Evans. Todo lo que tenía que decir ya se lo había dicho a The Reporter. Algunos también habían conseguido mi dirección electrónica. Querían saber más de nuestra vida de pareja, del tipo de hombre y persona que era. Querían arrancarme todos y cada uno de los recuerdos que me quedaban.
Daba largos paseos a lo largo de la playa. A tramos, me quitaba los zapatos y caminaba descalza al borde del agua, con los vaqueros remangados. Hacía frío para bañarse, pero el mar tiraba de mí y me atraía y deseé haber podido lanzarme y nadar, nadar como había nadado hacía mucho tiempo durante mis años de estudiante. Cuando flotaba en medio del agua, desaparecía todo lo que me rodeaba.
Al otro extremo de la ciudad, hacia el este, había playas vírgenes, pedregosas e inaccesibles, y unas ruinas plagadas de botellas rotas y condones usados. Cuando el viento era demasiado molesto me dirigía al barrio viejo que estaba enclaustrado entre murallas medievales y que tenía el mismo trazado árabe de sinuosas callejuelas que la barriada de Alfama en Lisboa. Pasé por el bar llamado Blue Heaven Bar donde Terese conoció al imbécil que le robó sus pertenencias. En el Café Central, el restaurante que me había recomendado Tom McNerney, comí una ensalada marroquí con atún y menta.
Había dormido toda la noche un sueño pesado, un sueño carente de color y de sueños, hasta que me despertó la llamada de McNerney para contarme que la policía española había decidido abrir la tumba de Patrick.
La presión de la prensa americana y europea había despertado a la burocracia.
Le iban a hacer la autopsia. La investigación criminal había empezado.
Las imágenes de la apertura de la tumba llegaron rápido a la red.
Me senté ante el ordenador habitual tras la recepción e introduje tres euros para una hora de Internet. Resultaba más cercano y concreto leer sobre la muerte de Patrick que presenciarla. En mi interior, no acababa de asentarse su significado.
Nunca más.
Reparación, pensé en cambio. Justicia. Es lo que importa ahora. La apertura de la tumba era un primer paso, pronto serían detenidos esos hijos de puta y todo el mundo lo vería.
Hojeé un par de periódicos españoles, pero me costaba leer; para mí, el español era una lengua hablada. Luego pasé a la prensa de Nueva York.
The Reporter caracterizaba la apertura de la tumba como un logro de la justicia. Había varios artículos sobre notorios casos de esclavitud en el mundo, pero nada nuevo sobre el incendio del hotel en París, sobre la muerte de Michail Jetjenko o sobre Alain Thery. Seguían sin citar su nombre. Tampoco se decía nada sobre los documentos de Jetjenko.
En cambio, rebosaban de elogios al trabajo de Patrick.
Ya podíais haber comprado sus escritos mientras vivía, pensé y apagué la conexión. Me incliné hacia atrás. Empecé a pensar en irme de allí, abandonar aquella ciudad dejada de la mano de Dios. Había autocares que iban a Málaga y luego solo había que volar.
A casa, pensé. ¿Sería posible? ¿Volver como si nada hubiera ocurrido? ¿Ponerse las viejas ropas, vivir la vieja vida?
Me salté todos los correos de periodistas y abrí los dos últimos de Benji.
En uno me contaba lo apenado que estaba. Que el mundo era un lugar horroroso donde el amor no tenía posibilidad alguna.
Había copiado unos versos de Auden de Cuatro bodas y un funeral.
The stars are not wanted now: put out every one
Pack up the moon and dismantle the sun…
Había enviado tres bocetos de escenografía al Cherry Lane Theatre, ideas sueltas, me escribía, para tener algo que mostrar en la próxima reunión. Apenas pude abrirlos. Benji tenía que mantener el interés de los clientes hasta que yo volviera a casa.
Iba a cerrar el buzón electrónico cuando descubrí un correo de Caroline Kenney entre todos los que había desechado. Su visión de color lila me sobrevino como un vago recuerdo, como de otra época. París estaba infinitamente lejos.
«Oh, my darling, oh, my dear», escribía. Varias líneas presentándome sus condolencias y luego una PD:
«Mañana voy a ver a Guy de Barreau. He estado buscando a Alain Thery pero ha dejado la ciudad. Se rumorea que está en alguno de sus yates, en Saint-Tropez o en Puerto Banús».
Pulsé para responderle pero no supe qué decirle y apagué el ordenador. Los versos seguían rondándome en la cabeza cuando la pantalla se quedó a oscuras.
…Pour away the ocean and sweep up the Wood.
For nothing now can never come to any good.
Me desperté con uno de esos programas de entrevistas en el televisor. Fuera todavía había luz, se oía el claxon de los coches. Me había tumbado en la cama y había estado cambiando de canal. Luego debí de quedarme dormida. No podía recordar haber estado nunca tan cansada.
El mando había rodado al suelo, lo recogí y empecé a buscar un canal de noticias.
Acabó una secuencia de política interior española y luego dieron paso a una conexión con Tarifa. La cámara ofreció una vista panorámica de los barcos de pesca y, más allá, de la estatua de Cristo que había en la punta de un malecón para bendecir la ruta marítima. Subí el volumen, la voz de un locutor español: «Ha sido aquí, en Tarifa, donde el cuerpo de un periodista americano…». El rostro de Patrick, imagen on-line… «sospechas de haber sido asesinado…».
Corte a la playa y aparición de un joven negro en pantalla.
«Lo reconocí de inmediato», decía el hombre en un inglés pintoresco. En el texto subtitulado respondía al nombre de James, inmigrante.
«Patrick Cornwall viajaba aquella noche en el barco. Decía que iba a escribir del viaje desde África en un periódico americano».
Todos los ruidos de la calle habían desaparecido. ¿Qué coño de barco? ¿De qué hablaba ese tipo? ¿África?
«La travesía del estrecho fue espantosa», decía el inmigrante James. «Se levantó una tempestad y la embarcación empezó a tambalearse, se llenaba de agua y la gente caía al mar, creo que perecieron casi todos».
«Pero tú sobreviviste», dijo el periodista en un inglés peor que el de James.
«Doy gracias a Dios por permitirme vivir», dijo James mirando al cielo. Hablaba el inglés chapurreado de alguna de las antiguas colonias británicas. La entrevista estaba subtitulada en español.
«Tú has elegido dar la cara pese al riesgo de que te devuelvan a tu país —dijo el reportero—. ¿Por qué quieres contarlo?».
«Estoy en deuda con Dios por haberme salvado del mar», dijo James.
«¿Y estás completamente seguro de que Patrick Cornwall, el periodista americano, iba en tu barco?».
«Decía que iba a escribir sobre nosotros», dijo James. «Yo le pregunté si quería ayudarme a entrar en América. Era un hombre bueno».
Luego desapareció el inmigrante y la cámara volvió a enfocar la playa hasta el castillo en ruinas donde estaba el reportero con el micrófono en la mano.
«La muerte del periodista americano Patrick Cornwall ha originado grandes titulares alrededor del mundo y dirigido las miradas hacia la costa sur de España», voceaba el reportero para ahogar el estruendo de las olas. «La muerte de toda persona es una tragedia, pero no parece que haya habido otro delito que no sea el contrabando ilegal de personas que se produce continuamente aquí, en nuestras costas».
Empezó la retransmisión de un partido de fútbol. Me vi obligada a levantarme y salir al balcón, dejar que el azote del viento me devolviera la calma.
No era posible. Traté de imaginarme a Patrick en una embarcación por un mar tempestuoso. En chinos y chaqueta, agarrándose a la borda. ¿Podía haber estado tan equivocada?
Se habría vuelto loco, la verdad, haber cruzado la frontera y cometido aún más estupideces para conseguir su reportaje, «este es un viaje a las tinieblas…».
Dentro de la habitación, mi móvil sonó y saltó. Era Richard Evans.
—¿Qué coño es esto? —gritó al oído—. Tengo en mis manos un telegrama de AP. ¿Estuvo haciendo Patrick algún tipo de reportaje de viajes?
—No puede ser cierto —dije y cerré las puertas del balcón—. Nunca habría abordado una embarcación de esas.
—¿Por qué no?
—Ni siquiera subía al transbordador…
Richard Evans me interrumpió.
—Estoy contigo en que suena a historia fantasiosa, vaya testimonio, con olas y personas que se abren paso por medio de un mar despiadado. Pero no es eso lo que publicamos ayer en The Reporter. ¿Me he perdido algo? Los abogados me llaman enloquecidos.
Me senté en la cama. La cabeza me daba vueltas.
—Ese James tiene que haberse confundido —dije—. Quizá solo quiere salir en televisión.
—Pues todo el mundo le cree. Está confirmado que una embarcación zozobró en el estrecho la noche anterior. Al parecer, han hallado varios muertos. —Richard Evans sostuvo el teléfono en la mano mientras se dirigía a algún otro, oí otras voces, un televisor al fondo. Vamos a controlar esto, claro, pero por ahora lo sacamos de la red.
—¿A qué te refieres?
—Los demás periódicos ya han modificado su versión. No podemos quedarnos solos en el mundo y afirmar que Patrick Cornwall fue asesinado por una banda criminal, eso echa por tierra nuestra credibilidad. Nosotros debemos poner un cuidado muy especial, porque él trabajaba para nosotros, en términos de integridad.
—Pero es la verdad —dije débilmente sin saber si creía en mí misma.
—No se trata tanto de lo que es verdad —dijo Evans—, sino de lo que podamos probar.
Su teléfono produjo chirridos y oí que el ruido enmudecía, los ruidos de fondo desaparecían. Había hablado con el volumen puesto.
—Yo estoy tan interesado como tú —dijo en voz más baja—, pero la directiva está encima de mí, cree que estoy implicado personalmente.
—Pero todo lo que iba a escribir, todo su reportaje, es cierto —dije.
—Seguiremos investigando —dijo Evans—, no podemos hacer otra cosa. Controlar y volver a controlar, periodismo a pie de obra. Así que hasta pronto.
Cuando más tarde bajé a la recepción y me conecté a la red, los artículos habían desaparecido de la portada de The Reporter. Quedaba una discreta referencia a un artículo más breve, escondida bajo los titulares del encuentro a alto nivel programado entre Estados Unidos, Israel y los dos líderes palestinos.