Praga dos meses después

La varita blanca me recorría el vientre untado de gelatina. Algo se movía en la parte baja de la imagen del ordenador, los contornos de un cuerpo diminuto que, ovillado, flotaba a cámara lenta, una pulsación placentera.

—El corazón —dijo el médico y señaló con el lápiz—. Mire qué perfecto y qué bien late.

Sonreí porque era lo que se esperaba de mí, pero lo único que veía era una imagen electrónica en la pantalla. Una figura abstracta.

—¿Tal vez quiera oír los latidos del corazón?

Asentí y él aplicó el estetoscopio contra mi vientre hinchado. Me alcanzó los auriculares. Oí un murmullo, un flujo sordo, un bombeo. Como cuando se enciende una radio antigua, esos intervalos entre emisoras en las que nadie emite. El médico desplazó la bandeja, frío metal contra la piel. De repente estaba allí. Un pequeño pálpito rápido y constante, y las lágrimas brotaron de mis ojos, todo el tórax se contrajo. Me quité los auriculares y se los di al médico. Aparté la cara y me enjugué los ojos.

Vivía. Vivía realmente en mis entrañas.

—Un espabilado gorrioncillo —dijo el médico y arrancó una hoja de papel que me alcanzó—. ¿Quieres saber qué va a ser?

Me quité el pringue del vientre. ¿Gorrión?

—Es decir, si va a ser niña o niño —añadió.

Negué con la cabeza. Niño o niña, qué más daba. Ambos necesitábamos alimento y algún sitio donde vivir. Atención sanitaria, en el peor de los casos. Los meses hasta el parto eran una exigencia contra reloj de todo lo que debía solucionar.

Me levanté del sillón, rígida y torpe.

—Entonces escribo el cuatro de mayo —dijo el médico—. Eso significa que ahora estás en la semana veinte de gestación.

Me puse la falda de cinta elástica y los leotardos.

—¿Entonces no sufre ningún… daño? —dije y miré a la pantalla. Él había bloqueado la imagen del feto en la total quietud de un momento pasado. Una impresora estaba cargando una copia de papel.

—¿Te preocupa algo? —Él frunció el ceño—. ¿Hay algo que yo deba saber?

—Seguro que solo son los nervios —dije. La memoria emitía fogonazos de piedra y mampostería contra la cara del hombre que se abalanzaba sobre mí entre matorrales de espinos. No me despertaba sentimiento alguno, era como si le hubiera pasado a otra.

—Pareces un poco pálida —dijo y añadió que debía de ingerir alimentos que no entendí. Grabé sus palabras en la cabeza para comprobarlas en el diccionario que llevaba en el bolso. Empezaba a recuperar la lengua, pero mi nivel apenas correspondía al de un niño de seis años.

—Dale esto a la enfermera y ella te dará cita para un nuevo control —dijo y me dio la copia en blanco y negro—. Y espero que te vaya bien.

Pasé directamente al lavabo y saqué el diccionario. Bílkoviny era proteína y zehlick significaba hierro.

Vrabec era gorrión. Un pájaro que quería volar. Palpitando impaciente.

En la recepción, la enfermera me extendió un formulario.

—Oí decir que aquí se podía ser… invisible —dije. Anónima era la palabra que buscaba, pero no supe cómo se decía en checo. El médico trató de hablar en alemán conmigo cuando oyó mi acento, pero eso fue peor.

La enfermera me miró por encima de sus gafas.

—En todo caso, necesito nombre y fecha de nacimiento. También es bueno que tengamos un número de teléfono, algún sitio donde podamos dar contigo. No remitimos ningún dato si tú no quieres.

Miré el formulario. Allí había casilleros para nombre, año de nacimiento, dirección y nacionalidad, y un casillero vacío que se burlaba de mí: Padre.

Garabateé deprisa los datos que me había pedido.

—El número de teléfono… es que justamente ahora —dije.

La enfermera examinó con atención alarmante lo que yo había escrito.

—Terese Wallner —leyó—. ¿Y usted nació en 1978?

—Hmm —dije confusamente, esperando que no tuviera que mostrarle el pasaporte.

Según este, yo había nacido en 1988 y acababa de cumplir los veinte años. Ally Cornwall tenía treinta y cuatro cuando desapareció. Yo era baja y tenía un aspecto poco reconocible, fácil de cambiar. Con el maquillaje adecuado podía tener entre veinte y cuarenta y cinco años. Había funcionado con la casera y a nadie le importó cuando me puse a buscar trabajo. Un pasaporte de la Unión Europea era más que suficiente. Por contra, ningún personal sanitario lo aceptaría. Para el parto tendría que conseguir uno nuevo. Tendría que empezar a preguntar por ahí.

La ventaja era que no tendría que teñirme el pelo de rubio, verano nórdico, como decía el envase. Un gasto innecesario.

Saqué la cartera y pagué la cuota sanitaria. Mientras la enfermera metía el dinero en la caja, observé el formulario ante mí.

Nombre del padre.

Antes o después me vería obligada a rellenar la casilla. «Desconocido» debería escribir e insistir en que no lo sabía, pero había guardado ciertas cosas en una carpeta dentro de la maleta, en la habitación que alquilaba. El anillo de casada. La foto que había arrastrado a lo ancho y largo de Europa. Alguna vez debería hablarle al hijo de su padre. Cuando fuera lo suficientemente mayor para aprender a callar.

Me asaltó otro pensamiento.

—¿Esto queda registrado en algún sitio, verdad? —pregunté.

El verbo «registrar» estaba incrustado en mi vocabulario, aprendido a los tres años en medio de la burocracia comunista.

—No, solo consta aquí, entre nosotros, en el consultorio, para no traspapelarte con otra —respondió la enfermera. Me dedicó una mirada que decía que todas nosotras, con nuestras barrigas hinchadas, éramos las mismas.

—Me refiero a si… luego, en el hospital y eso.

—Si el bebé nace aquí, en la República Checa, entonces se registra el nacimiento.

—¿También la paternidad?

—Sí, claro. —La mujer grapó mi formulario con la copia en blanco y negro—. Si sabes de quién se trata, por supuesto —añadió.

—¿Cómo era antes? —dije eludiendo su comentario—. Bajo el régimen comunista, Husák… 1970. ¿También lo registraban entonces?

La enfermera rompió a reír.

—¿Me estás tomando el pelo? Esos registraban con quién te veías, el desayuno que tomabas, los libros que leías. Pues claro que registraban a los padres de las criaturas.

Entonces sonó la campanilla y entró una mujer con la panza al viento, la mirada gacha y un velo alrededor de la cabeza.

Terese Wallner obtuvo cita para un nuevo control un mes más tarde.

Salí a la calle del edificio que albergaba, escondido, el consultorio médico en un piso normal del barrio de Malá Strana. Diciembre había llegado a Praga con un frío que cortaba el aire. Me calenté las manos con el vaho y me ceñí el abrigo en torno al cuerpo, un abrigo de caballero, de lana, desastrado, comprado en una tienda de segunda mano, que calculé que me duraría todo el tiempo. Metí las manos en los bolsillos y anduve con pasos rápidos en dirección al río.

También funcionó hoy. Yo era Terese. Una joven mujer sueca de visita en Praga por tiempo indefinido.

Había ensayado un exagerado acento sueco y poco a poco me fui acostumbrando a sonar como uno de los personajes de The Muppet Show. Si alguien me preguntaba, mi checo me venía de parte de mi abuela que había nacido en Bohemia, no sabía exactamente dónde. Habíamos perdido el contacto con esa rama de la familia. Aprender mejor checo era uno de los motivos de mi estancia en Praga.

Hasta ahora había tenido suerte y no me había encontrado a ningún sueco. Por contra, un hombre para el que yo trabajaba, estando un día más borracho que de costumbre, le dio por acusar a mi gente de haber robado la Biblia de Plata. Huí de allí antes de que me exigiera que la devolviese.

Se admitió que Alena Cornwall había muerto.

En estricto sentido jurídico, no podía declararse muerta, ya que no se había encontrado su cuerpo, pero habían contado su trágica historia.

De vez en cuando entraba en algún café-Internet, nunca dos veces seguidas al mismo, y leía lo que se contaba.

Al día siguiente del entierro de Patrick, Richard Evans escribió una crónica en la edición digital de The Reporter, donde elogiaba la gesta periodística de Patrick Cornwall. Escribía también sobre la valentía de su esposa, Alena Cornwall, que desapareció semanas después de la muerte de su marido. Una carta dirigida a su ayudante indicaba que se había quitado la vida en aquel proceloso mar del desaliento, el mismo mar que se había cobrado la vida de Patrick Cornwall.

Debió conseguir la foto de nuestra boda y Benji tuvo que ayudarle, porque citaba mi última carta: «No puedo seguir viviendo. Espero que encuentres el amor y si lo haces, Benji, mantenlo a cada instante».

El nombre de Patrick volvió a aparecer un mes más tarde, en las páginas de espectáculos, cuando George Clooney declaró que estaba enfrascado en un proyecto cinematográfico; le había afectado el compromiso para con la justicia de Patrick Cornwall y quería contar su historia. Luego volvió a hacerse el silencio.

Alain Thery desapareció poco a poco del flujo de noticias. El atentado de Puerto Banús había conmovido a media Europa y había copado las portadas de la prensa durante semanas. Uno de los cuerpos calcinados apareció maniatado con esposas, lo que era indicio de asesinato premeditado. Por otro lado, dijeron que había sido un ataque terrorista perpetrado contra la jet-set como símbolo del despreciable estilo de vida de Occidente.

Alain Thery fue identificado rápidamente, un eminente empresario y una cara conocida en la vida de la farándula de Francia y de la Costa del Sol española. Muchos lamentaban su muerte. Incluso el presidente francés declaró que el atentado llamaba a redoblar los esfuerzos de toda Europa contra la criminalidad y el terrorismo.

Pero no encontraron un culpable. La pista terrorista fue archivada cuando ningún grupo reclamó su autoría al cabo de unas semanas. Lo último que leí es que probablemente se trató de un autor solitario.

Nunca creí que la policía vinculase el crimen a Alena Cornwall. Por contra, había otros que podían hacerlo: los hombres que me violaron en Tarifa y la red criminal que se extendía por toda Europa y más lejos de sus fronteras.

La voz en aquel solar baldío, cuando me tumbaron con la cara contra las cañas, ovillada y esperando la muerte: «… Y no trates de esconderte. Daremos contigo donde quiera que estés».

Por eso permití que muriera en el mar.

Cuando me levanté y sentí tierra firme bajo mis pies, arena y piedras cortantes, fue como volver a nacer. Me arrastré el último trecho, congelada y exhausta, y fui a parar a una playa solitaria junto al club de tenis, unos cuantos kilómetros al oeste de Puerto Banús.

Aún se veían las llamas a lo lejos, un par de embarcaciones con reflectores circulaban a prudente distancia del yate en llamas.

Me oculté tras unos matorrales hasta el amanecer y, cuando el club de tenis abrió sus puertas, me colé y me sequé con un secador de mano que había en los lavabos. Saqué la bolsa del dinero de su escondite y extraje un par de billetes, mojados, de diez euros. Metí el resto dentro de las bragas y salí en busca de la carretera. La recorrí descalza hasta que llegué a una parada de autobús.

En la terminal de autobuses de Marbella, abrí la consigna automática y me cambié de ropa, me puse vaqueros, un jersey y deportivas nuevas, y me guardé el pasaporte de Terese Wallner. Metí el vestido de Armani en una bolsa de plástico y la tiré a una papelera. Luego subí a bordo de un autocar que iba a Madrid y no desperté hasta que estuvimos lejos, en el centro de España.

Entonces me planteé qué camino debía seguir. Al norte desde luego que no, allí estaba Francia, y al sur estaba la frontera exterior de Europa, donde habría que enseñar el pasaporte. Caí en la cuenta de que, si había empezado a recordar el francés, también el checo estaría oculto en algún lugar de mi memoria. Saber idiomas me facilitaba confundirme entre la multitud, y la República Checa era miembro de la Unión Europea y del Acuerdo de Schengen, el acuerdo de libre circulación entre países de Europa.

«Ni siquiera miran el pasaporte», me dijo el tal Alex. Fui al Blue Heaven Bar a preguntar por él y se presentó allí al cabo de una hora. Resuelto y guapo a su manera, un tanto descuidada. Y claro que tenía un pasaporte en venta. La edad no encajaba, claro, y no nos parecíamos, pero qué más daba, dijo. «Rubia, sueca y ciudadana europea, con eso vale. Con que te tiñas el pelo entras en el país que te dé la gana».

Tuve taquicardia cada vez que crucé una frontera, pero en ninguna me pidieron el pasaporte.

No experimenté sensación de reencuentro cuando llegué a la estación de Praga. Necesitaba trabajo y vivienda. Lo demás era irrelevante.

Dormí siete noches en un albergue de la Escuela Superior de Comercio, luego obtuve información sobre un cuarto de alquiler. La dueña tenía más de setenta años y vivía sola en un piso de siete habitaciones. Compartí cocina y baño con dos estudiantes de Dresde a quienes saludaba «buenos días y buenas noches» al cruzarnos. Debía encontrar algo distinto, preferiblemente un piso propio, pero era difícil conseguir algo barato. La casera me había dejado claro que no quería oír gritos de niño en el piso. Echaba de menos a Husák, decía, los viejos tiempos, cuando reinaba el orden. Entonces no había necesitado de inquilinos para ir tirando.

Nunca hablé con nadie más que lo estrictamente necesario, ni siquiera en la tienda. El riesgo de ser descubierta siempre estaba presente. La única solución era la soledad.

Sentía ganas de llamar a Benji, solo por la alegría de decirle: «Hola, soy yo».

Pero la red criminal podía rastrear llamadas, buscar a la gente que yo conocía. Bajo ninguna circunstancia podía entablar contacto con nadie de mi pasado.

Pero alguna vez pensé que había una persona. Si seguía viva. Una persona que nadie podría relacionar con Alena Cornwall, porque ni siquiera yo sabía cómo se llamaba.

Pero su nombre figuraba en algún registro.

Ahora no, pensé, pero quién sabe si en el futuro… Cuando pueda dedicar mis días a desempolvar viejos archivos. Cuando pueda permitirme el lujo de pensar en mí misma.

Apreté el paso todo lo que pude bajando por las empinadas calles de Malá Strana. Era un barrio donde nunca había estado. En un bar de mala muerte me compré una hamburguesa para comer de camino. Bílkoviny y zehlick, proteínas y hierro.

Me detuve frente al río. En la otra orilla cabrilleaban los decorados navideños de Nové Mesto. El aire permanecía estancado en el frío y el agua se desplazaba lentamente, como aceite viscoso.

Reconocí las casas de la otra orilla. El agua oscura. Y una embarcación que se deslizaba a lo largo del muelle.

Era distinto, pero estaba segura de que fue aquí donde estuvimos. Aquella vez de hacía treinta años, mi único recuerdo. Cuando me había agarrado por la cintura con sus fuertes manos y me levantó para ver mejor los barcos.

Di unos pasos al lado. Aquí exactamente. Miré la superficie negra del agua, desapareció el rumor del tráfico y oí un tono en la cabeza, una voz grave a mi espalda, como una caricia en el cuello.

«En la escuela te dirán que es el río Moldava…».

¡Su voz! Cálida y pegada a mi oreja mientras me mantenía levantada para que pudiera ver. Y la barca allí abajo era pequeña, solo un viejo, con gorra en la cabeza.

«… pero es todos los ríos del mundo. Corre por Austria y allí se convierte en Danubio y luego prosigue su curso hacia el oeste y se convierte en pequeños ríos que se incorporan a otros ríos y se convierten en el Rin, que se extiende hasta el Atlántico y se junta con el mar y todos los mares y ríos del mundo están unidos, siempre es la misma agua».

Y veo el vaho que recorre mi oreja, es el vaho de su boca, hace tanto frío, y también respiro y me río cuando mi vaho se mezcla con el suyo.

«También nosotros somos agua», me dice. «Más que nada somos agua».

«Nooo», le digo, «Nijak ne».

Y me río por lo estúpido, porque yo no soy agua, y me doy la vuelta para decírselo y entonces le veo.

«Le veo».

Los dientes un tanto torcidos y los labios finos, da vueltas a mi alrededor para que le mire a los ojos, pardos, y azul la bufanda que lleva alrededor del cuello, mi rostro pegado al suyo. Un destello de seriedad, algo negro en sus ojos.

«No confíes en lo que te diga nadie… Alena milenka…».

Luego vuelve a reír y me sube a hombros, grito porque quiero bajar y saber lo que quiere decir, no comprendo.

Pero él camina hacia el puente contoneándose y cantando en voz alta para que la gente se le quede mirando.

People are strange, when you’re a stranger

Faces look ugly when you’re alone…

Y conozco tan bien la letra, pero no es a Jim Morrison a quien escucho sino la voz de papá. Con descuidado acento checo.

When you’re strange

Faces come out of the rain

When you’re strange

No one remembers your name

When you’re strange, when you’re strange, when you’re strange…

El teatro estaba en una anodina calle perpendicular a Vaclav Namesti. Reparé en que habían puesto los fotogramas de la representación en la vitrina junto a la entrada, reproducidos en un tono marrón sucio que pegaba con una escenografía que recordaba a la era comunista. Quedaba una semana para el estreno.

La chica de la taquilla apenas levantó la vista, profundamente sumida en un libro. El interior del salón estaba vacío, pausa entre ensayos. Me detuve delante del escenario. Mientras contemplaba el cuadro escénico, repetí en checo unas réplicas para mí misma, en silencio.

«Hay un roble a la orilla del mar con el tronco rodeado de cadenas doradas».

Lo escuchaba tan a menudo como podía para introducir ritmo y poesía en mi escaso idioma. Para evitar sentirme como un crío.

Había algo que no encajaba. Moví primero la cabeza a un lado y luego al otro para descubrir lo que me molestaba en aquella escenografía. Había una asimetría no resuelta.

El espacio escénico era desnudo y lúgubre. El director había escogido situar el marco de Tres hermanas de Chéjov en la guerra fría y en un estado comunista cuyo nombre no citaba, donde el sueño era emigrar a Estados Unidos. No era una versión muy exacta, pero el interés del público era grande incluso antes del estreno.

Me llevó unos minutos, luego vi lo que estaba mal. Subí deprisa la escalerilla del escenario y bajé un retrato de James Dean que colgaba de la pared, símbolo del anhelo de las hermanas por Occidente. La alcayata se soltó al manipularla un poco. Me mojé un dedo y lo restregué contra el tapete para paliar las marcas del hueco.

Luego coloqué la alcayata un metro a la izquierda, la fijé al fondo y volví a colgar el retrato. Retrocedí hasta el borde del escenario y contemplé el resultado.

—¿Qué estás haciendo? ¿Estás loca?

Era uno de los que trabajaban en el escenario, un joven rubio.

—No puedes tocar la escenografía, ¿comprendes?

—Perdón. —Bajé torpemente del escenario, maldito vientre.

El joven tenía un destornillador en la mano y sujetaba una escalera, iba a ajustar la iluminación. No pude dejar de echar una mirada al cuadro escénico. Ahora encajaban las medidas.

—¿Qué estás haciendo en el escenario? —Señaló a James Dean con el destornillador—. ¿Pensabas robar el retrato o qué?

—No, solo quería… perdón, no es nada. —No necesitas decir nada a nadie.

Él meneó la cabeza subiendo la escalera. Salí por la puerta lateral que conducía a la parte de atrás del escenario. Bajé la vista cuando me topé con uno de los actores en el pasillo. Basta ya de errores.

Sigue siendo invisible.

Anduve con la mirada gacha hasta el cuarto de la limpieza, al lado de los camerinos, abrí la puerta y descolgué mi bata de una percha. Ocultaba las formas y me hacía parecer gorda, no embarazada. Enganché las fregonas y salí marcha atrás. Giré con el carro de la limpieza y lo empujé pasillo adelante.