22 de diciembre

Hoy, después de desayunar, fui al cuarto de estar y empecé a preparar el nacimiento en el sitio de siempre, cerca de la chimenea. Como primera medida dispuse el papel verde, después las planchas de musgo seco, las palmas, el cobertizo con San José y la Virgen dentro, el buey y el asno, y alrededor la multitud esparcida de los pastores, las mujeres con ocas, los músicos, los cerdos, los pescadores, los gallos y gallinas, las ovejas y carneros. Sobre el paisaje, con una cinta de papel adhesivo tendí el papel azul del cielo; la estrella cometa me la metí en el bolsillo derecho de la bata, en el izquierdo los tres Reyes Magos; después me dirigí al otro extremo de la habitación y colgué la estrella sobre el aparador; debajo, un poco aparte, dispuse la hilera de los Reyes con sus camellos.

¿Te acuerdas? Cuando eras pequeña, con el furor de la coherencia que caracteriza a los niños, no soportabas que la estrella y los tres Reyes estuviesen desde el primer momento cerca del belén. Tenían que estar alejados y acercarse lentamente, la estrella un poco antes y los tres Reyes inmediatamente detrás. De la misma manera, no soportabas que el Niño Jesús estuviese en el pesebre antes de tiempo, y, por lo tanto, lo hacíamos planear desde el cielo hasta el establo a la medianoche en punto del día veinticuatro. Mientras acomodaba las ovejas sobre su alfombrilla verde, volvió a mi mente otra cosa que te gustaba hacer con el nacimiento, un juego que te habías inventado y que nunca te cansabas de repetir. Me parece que, al principio, te habías inspirado en la Pascua. Efectivamente, al llegar la Pascua teníamos la costumbre de esconderte en el jardín los huevos pintados. En Navidad, en vez de huevos, tú escondías ovejitas: cuando yo no me daba cuenta cogías alguna del rebaño y la ocultabas en los sitios más inverosímiles, después te me acercabas, dondequiera que estuviese, y empezabas a balar con acento de desesperación. Entonces empezaba la búsqueda, yo dejaba lo que estuviera haciendo y contigo pisándome los talones entre risas y balidos daba vueltas por la casa diciendo: «¿Dónde estás, ovejita extraviada? Deja que te encuentre y te ponga a salvo».

Y ahora, ovejita, ¿dónde estás? Estás allá lejos mientras escribo, entre los coyotes y los cactus; cuando estés leyendo esto, probablemente estarás aquí y mis cosas ya estarán en el desván. Mis palabras, ¿te habrán puesto a salvo? No tengo esta presunción, acaso tan sólo te hayan irritado, habrán confirmado la idea ya pésima que de mí tenías antes de marcharte. Tal vez sólo puedas comprenderme cuando seas mayor, podrás comprenderme solamente si has llevado a cabo ese misterioso recorrido que conduce desde la intransigencia a la piedad.

Piedad, fíjate bien, no pena. Si sientes pena, yo bajaré como esos duendecillos malignos y te haré un montón de desaires. Lo mismo haré si en vez de ser humilde eres modesta, si te emborrachas de chácharas en vez de quedarte callada. Estallarán las bombillas, los platos se caerán de los estantes, las bragas irán a parar a la araña central, no te dejaré tranquila desde el amanecer hasta bien entrada la noche, ni un solo instante.

No es cierto: no haré nada. Si estás en alguna parte, si tengo la posibilidad de verte, sólo me sentiré triste tal como me siento cada vez que veo una vida desperdiciada, una vida en la que no ha logrado realizarse el camino del amor. Cuídate. Cada vez que, al crecer, tengas ganas de convertir las cosas equivocadas en cosas justas, recuerda que la primera revolución que hay que realizar es dentro de uno mismo, la primera y la más importante. Luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer.

Cada vez que te sientas extraviada, confusa, piensa en los árboles, recuerda su manera de crecer. Recuerda que un árbol de gran copa y pocas raíces es derribado por la primera ráfaga de viento, en tanto que un árbol con muchas raíces y poca copa a duras penas deja circular su savia. Raíces y copa han de tener la misma medida, has de estar en las cosas y sobre ellas: sólo así podrás ofrecer sombra y reparo, sólo así al llegar la estación apropiada podrás cubrirte de flores y de frutos.

Y luego, cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve.