20 de noviembre

Otra vez aquí, tercer día de nuestro encuentro. O, mejor dicho, cuarto día y tercer encuentro. Ayer estaba tan fatigada que no logré escribir nada y tampoco leer. Sintiéndome inquieta y no sabiendo qué hacer, me pasé el día dando vueltas entre la casa y el jardín. El aire era bastante templado y durante las horas más cálidas me senté en el banco que está junto a la forsizia. Alrededor, el prado y los bancales estaban en el más completo desorden. Mirándolos, volvió a mi mente la pelea por las hojas caídas. ¿Cuándo fue? ¿El año pasado, hace dos años? Yo había pasado una bronquitis que no terminaba de curarse, las hojas estaban ya todas sobre la hierba y se arremolinaban por todas partes, arrastradas por el viento. Al asomarme a la ventana me había asaltado una gran tristeza; el cielo estaba sombrío, fuera todo ofrecía un aspecto de abandono. Me dirigí a tu habitación, estabas tendida en la cama con los auriculares en las orejas. Te pedí que por favor rastrillases las hojas. Para que me oyeras tuve que repetir la frase varias veces en un tono de voz cada vez más alto. Te encogiste de hombros diciendo: «¿Y eso por qué? En la naturaleza nadie las recoge, allí se quedan pudriéndose y está bien así». En aquel entonces la naturaleza era tu gran aliada, conseguías justificarlo todo con sus inquebrantables leyes. En vez de explicarte que un jardín es una naturaleza domesticada, una naturaleza-perro que cada año se parece más a su amo y que, precisamente como un perro, necesita constantes atenciones, me retiré a la sala sin añadir nada más. Poco después, cuando pasaste por delante de mí para ir a coger algo de la nevera, viste que estaba llorando, pero no hiciste caso de ello. Sólo a la hora de la cena, cuando volviste a salir de tu cuarto y dijiste «¿Qué hay para comer?», te diste cuenta de que todavía estaba allí y de que todavía lloraba. Entonces te fuiste a la cocina y empezaste a trajinar ante los fogones. «¿Qué prefieres —gritabas desde la cocina—, un budín de chocolate o una tortilla?». Habías comprendido que mi dolor era verdadero e intentabas mostrarte amable, darme gusto de alguna manera. Al día siguiente por la mañana, al abrir los postigos te vi en el prado. Llovía con fuerza, llevabas el chubasquero amarillo y estabas rastrillando las hojas. Cuando regresaste alrededor de las seis, yo hice como si nada ocurriera; sabía que detestabas por encima de cualquier otra cosa esa parte de ti que te llevaba a ser buena.

Esta mañana, contemplando desolada los bancales del jardín, he pensado que verdaderamente debería recurrir a alguien para que elimine el abandono en que he caído desde que enfermé. Lo llevo pensando desde que salí del hospital, y, sin embargo, todavía no me decido a hacerlo. Con el paso de los años ha nacido en mí un gran sentimiento de celo por el jardín: por nada del mundo renunciaría a regar las dalias, a desprender de una rama una hoja muerta. Es raro, porque cuando era joven me fastidiaba mucho ocuparme de su cuidado; tener un jardín, más que un privilegio, me parecía un engorro. De hecho, bastaba que aflojase mi atención un día o dos e inmediatamente, sobre ese orden tan fatigosamente alcanzado, volvía a colarse el desorden; y el desorden era lo que me fastidiaba más que cualquier otra cosa. No tenía un centro en mi interior, y por consiguiente no soportaba ver en el exterior lo mismo que tenía en mi interior. ¡Hubiera debido recordarlo cuando te pedí que barrieras las hojas!

Hay cosas que sólo se pueden entender a cierta edad y no antes; entre éstas, la relación con la casa y con todo lo que hay dentro y fuera de ella. A los sesenta o setenta años repentinamente entiendes que el jardín y la casa ya no son un jardín y una casa donde vives por comodidad, o por azar, o porque son bellos, sino que son tu jardín y tu casa, te pertenecen de la misma manera que la concha pertenece al molusco que vive en su interior. Has formado la concha con tus secreciones, en sus capas concéntricas está grabada tu historia: la casa-cascarón te envuelve, está sobre ti, alrededor, tal vez ni siquiera la muerte pueda librarla de tu presencia, de las alegrías y sufrimientos que has sentido en su interior.

Anoche no tenía ganas de leer, de manera que miré la televisión. A decir verdad, más que mirarla la escuché, porque después de menos de media hora de programa me adormecí. Oía las palabras a ratos, como cuando en el tren te hundes en una duermevela y las conversaciones de los demás pasajeros te llegan intermitentes y desprovistas de sentido. Transmitían una encuesta periodística sobre las sectas de este final de milenio. Había varias entrevistas a gurús, auténticos o falsos, y de entre su catarata de palabras llegó a mis oídos muchas veces el término karma. Al escucharlo, volvió a mi memoria el rostro del profesor de filosofía del instituto.

Era joven y, para aquellos tiempos, muy anticonformista. Explicándonos a Schopenhauer, nos había hablado un poco de las filosofías orientales y, refiriéndose a éstas, nos había introducido en el concepto de karma. En aquella ocasión no había prestado gran atención al asunto: tanto la palabra como lo que expresaba me habían entrado por un oído y salido por el otro. Como sedimento, durante muchos años me quedó la sensación de que se trataba de una especie de ley del talión, algo así como «ojo por ojo y diente por diente», o como «el que la hace la paga». Sólo cuando la directora del parvulario me citó para hablarme de tu extraño comportamiento, el karma —y lo que con éste se relaciona— volvió a mi mente. Habías alborotado el parvulario entero. Sin más ni más, durante la hora dedicada a los relatos libres, te habías puesto a hablar de tu vida anterior. Al principio las maestras habían pensado que se trataba de una excentricidad infantil. Ante lo que contabas, habían tratado de desvalorizarlo, de hacer que cayeras en contradicciones. Pero tú no caíste en ninguna, incluso dijiste palabras en un idioma que nadie conocía. Cuando el asunto se repitió por tercera vez, la directora del parvulario me mandó llamar. Por tu propio bien, y por tu futuro, me recomendaban encargar a un psicólogo que siguiera tu caso. «Con el trauma que ha sufrido —decía la directora—, es normal que se comporte así, que trate de evadirse de la realidad». Naturalmente, nunca te llevé al psicólogo, me parecías una niña feliz, tendía más a pensar que esa fantasía tuya no había de imputarse a una perturbación anterior, sino a un orden distinto de las cosas. Tras aquel episodio nunca te incité a hablarme de aquello, ni tú sentiste, por propia iniciativa, la necesidad de hacerlo. Tal vez lo olvidaste todo el mismo día que lo dijiste delante de las maestras boquiabiertas.

Tengo la sensación de que en estos últimos años se ha puesto muy de moda hablar de esas cosas: antaño dichos argumentos eran tema de unos pocos elegidos; ahora, en cambio, están en boca de todo el mundo. Hace algún tiempo, en un periódico, leí que en América existen incluso grupos de autoconcienciación de la reencarnación. La gente se reúne y habla de sus existencias anteriores. Así, un ama de casa dice: «Durante el siglo pasado, en Nueva Orleans, era una mujer de la calle y por eso ahora no consigo serle fiel a mi marido», en tanto que el empleado de una gasolinera, racista, encuentra la razón de su odio en el hecho de haber sido devorado por los bantúes durante una expedición en el siglo XVI. ¡Qué lamentables estupideces! Habiendo perdido las raíces de la cultura propia, se intenta remendar con existencias pasadas lo gris e inseguro del presente. Si el ciclo de las vidas tiene un sentido, me parece, ciertamente, un sentido muy distinto.

En los tiempos del asunto del parvulario yo había conseguido algunos libros, había tratado de saber un poco más a fin de comprenderte mejor. Justamente en uno de aquellos ensayos se decía que los niños que recuerdan con precisión su vida anterior son los que han muerto precozmente y de manera violenta. Ciertas obsesiones que eran inexplicables a la luz de tu experiencia de niña —que si había fugas de gas en las tuberías, el temor de que en cualquier momento se produjese un estallido— me llevaban a inclinarme por esa clase de explicación. Cuando estabas cansada o ansiosa, o en el abandono del sueño, te asaltaban terrores descabellados. Lo que te asustaba no era el hombre del saco, ni las brujas, ni los lobos malos, sino el repentino temor de que en cualquier momento el universo de las cosas se viera atravesado por una deflagración. Las primeras veces, cuando aparecías aterrorizada, en el corazón de la noche, en mi dormitorio, me levantaba y con palabras dulces volvía a acompañarte a tu cuarto. Allí, tendida en la cama, cogida de mi mano, querías que te contase historias que tuvieran un final feliz. Por miedo a que yo dijera algo inquietante, primero me describías la trama con pelos y señales, yo no hacía otra cosa que seguir sumisamente tus instrucciones. Repetía el cuento una, dos, tres veces; cuando me levantaba para regresar a mi cuarto, convencida de que te habías calmado, al cruzar la puerta llegaba a mis oídos tu voz tenue: «¿Es así? —preguntabas—. ¿Es verdad? ¿Acaba siempre así?». Yo entonces volvía sobre mis pasos, te besaba en la frente y al besarte decía: «No puede acabar de ninguna otra manera, tesoro, te lo juro».

Otras noches, en cambio, a pesar de no aprobar el hecho de que durmieses conmigo —no es bueno para los niños dormir con los viejos— no tenía ánimo para enviarte de vuelta a tu cama. Apenas percibía tu presencia junto a la mesita de noche, sin volverme, te tranquilizaba: «Todo está bajo control, nada va a estallar, puedes regresar a tu cama». Después simulaba hundirme en un sueño inmediato y profundo. Sentía entonces tu respiración ligera, inmóvil durante un rato; algunos segundos después, el borde de la cama crujía débilmente, con movimientos cautelosos te deslizabas junto a mí y te dormías, exhausta como un ratoncillo que después de un gran susto alcanza por fin la tibieza de su ratonera. Al amanecer, para seguir el juego, te cogía en brazos, tibia, abandonada, y te llevaba a terminar de dormir en tu cuarto. Al despertarte era muy improbable que recordases nada, casi siempre estabas convencida de haber pasado la noche entera en tu cama.

Cuando esos ataques de pánico te asaltaban durante el día, te hablaba con dulzura. Te decía: «¿No ves lo fuerte que es la casa? Mira qué paredes tan gruesas, ¿cómo quieres que estallen?». Pero mis esfuerzos por tranquilizarte eran absolutamente inútiles: con los ojos muy abiertos seguías observando el vacío delante de ti, repitiendo: «Todo puede estallar». Nunca he dejado de hacerme preguntas sobre ese terror tuyo. La explosión, ¿qué era? ¿Podía tratarse del recuerdo de tu madre, de su final trágico y repentino? ¿O pertenecía a esa vida que, con insólita espontaneidad, habías relatado a las maestras del parvulario? ¿O se trataba de ambas cosas, mezcladas en algún inalcanzable lugar de tu memoria? Quién sabe. A pesar de lo que se suele decir, creo que en la cabeza del hombre hay todavía más sombras que luz. En el libro que compré entonces, de todas maneras, se decía que los niños que recuerdan otras existencias son mucho más frecuentes en la India y en Oriente, en los países donde el concepto mismo es aceptado tradicionalmente. Realmente, no me cuesta nada creerlo. Mira tú si algún día yo me hubiese acercado a mi madre y sin previo aviso me hubiera puesto a hablarle en otro idioma o le hubiese dicho: «No te aguanto, estaba mejor con mi mamá de la otra vida». Puedes estar segura de que no habría aguardado ni al día siguiente para encerrarme en una casa para lunáticos.

A fin de librarse del destino que nos impone el ambiente de origen, aquello que los antepasados nos transmiten por la vía de la sangre, ¿existe alguna fisura? ¡Quién sabe! Tal vez, en la claustrofóbica sucesión de generaciones, alguien consigue en un determinado momento atisbar un peldaño un poco más elevado e intenta con todas sus fuerzas alcanzarlo. Romper un eslabón, renovar el aire de la habitación: éste es, me parece, el minúsculo secreto del ciclo de las vidas. Minúsculo, pero fortísimo; terrorífico por su incertidumbre.

Mi madre se casó a los dieciséis años, a los diecisiete me trajo al mundo. A lo largo de toda mi infancia, mejor dicho, de toda mi existencia, jamás la vi esbozar un gesto cariñoso. El suyo no fue un matrimonio por amor. Nadie la había obligado: se había obligado ella misma porque, por encima de todo, siendo rica pero judía, y conversa por añadidura, ambicionaba poseer un título nobiliario. Mi padre, mayor que ella, barón y melómano, se había sentido seducido por sus dotes de cantante. Tras haber procreado el heredero que el apellido requería, vivieron sumidos en desaires recíprocos y querellas hasta el fin de sus días. Mi madre murió insatisfecha y resentida, sin que jamás la rozase siquiera la duda de que por lo menos alguna culpa le correspondía a ella. El mundo era cruel, dado que no le había ofrecido mejores opciones. Yo era muy diferente a ella y ya a los siete años, una vez superada la dependencia de la primera infancia, empecé a no soportarla.

Sufrí mucho por su causa. Todo el tiempo estaba agitada y siempre se trataba únicamente de motivos externos. Su presunta «perfección» me hacía sentir que yo era mala, y la soledad era el precio de mi maldad. Al principio incluso hacía intentos por tratar de ser como ella, pero eran intentos desmañados que siempre fracasaban. Cuanto más me esforzaba, más desazonada me sentía. Renunciar a uno mismo lleva al desprecio. Del desprecio a la rabia el paso es corto. Cuando comprendí que el amor de mi madre era un asunto relacionado con la mera apariencia, con cómo tenía que ser yo y no con cómo era realmente, en el secreto de mi cuarto y en el de mi corazón empecé a odiarla.

Para evadirme de ese sentimiento me refugié en un mundo totalmente mío. Por las noches, en la cama, con la luz velada con un paño leía libros de aventuras hasta bien entrada la noche. Fantasear me gustaba mucho. Durante un periodo soñé que era pirata: vivía en el mar de la China y era una pirata muy especial, porque no robaba para mi provecho, sino para entregarlo todo a los pobres. De las fantasías de bandidaje pasaba a las filantrópicas: pensaba que, después de diplomarme en medicina, me iría al África a curar negritos. A los catorce años leí la biografía de Schliemann y al leerla comprendí que jamás de los jamases podría dedicarme a curar a la gente porque mi única verdadera pasión era la arqueología. Entre todas las innumerables actividades que imaginé emprender, me parece que ésta fue la única verdaderamente mía.

Y, efectivamente, por realizar ese sueño combatí la primera y única batalla con mi padre: la de ir en el instituto al Liceo Clásico. Él no quería ni oír hablar del asunto, decía que no servía para nada, que, si realmente quería estudiar, era mejor que aprendiese idiomas. Pero al final me salí con la mía. En el momento en que atravesé el portal del instituto estaba absolutamente segura de que había ganado. Era una ilusión. Cuando al terminar los estudios superiores le comuniqué mi intención de entrar en la universidad, su perentoria respuesta fue: «Ni hablar». Y yo, tal como se estilaba entonces, obedecí sin decir esta boca es mía. No hay que creer que ganar una batalla equivale a haber ganado la guerra. Se trata de un error de juventud. Cuando pienso en ello ahora, creo que si hubiera seguido luchando, si le hubiese plantado cara, al final mi padre habría terminado por ceder. Aquella negativa categórica formaba parte del sistema educativo de aquellos tiempos. En el fondo, no se pensaba que los jóvenes fuesen capaces de tomar decisiones propias. Por consiguiente, cuando expresaban alguna voluntad diferente, se intentaba ponerlos a prueba. En vista de que yo había capitulado ante el primer obstáculo, para ellos había sido más que evidente que no se trataba de una verdadera vocación, sino de un deseo pasajero.

Para mi padre, como para mi madre, los hijos eran ante todo una obligación mundana. En la misma medida en que se desentendían de nuestro desarrollo interior, trataban con extremada rigidez los aspectos más banales de la educación. A la mesa tenía que sentarme erguida, con los codos pegados al cuerpo. Que al hacerlo pensara solamente en cuál sería la mejor manera de suicidarme, no tenía la menor importancia. La apariencia lo era todo, más allá sólo existían cosas inconvenientes.

Por lo tanto, crecí con la sensación de ser algo así como una mona que tenía que estar bien adiestrada y no un ser humano, una persona con sus alegrías y sus pesadumbres, con su necesidad de ser amada. De esta desazón pronto nació en mi interior una gran soledad, una soledad que con el paso de los años se volvió enorme, una especie de vacío en el que me movía con los gestos lentos y torpes de un buzo. La soledad también nacía de las preguntas, de preguntas que me planteaba y a las que no sabía dar respuesta. Ya desde los cuatro o cinco años miraba a mi alrededor y me preguntaba: «¿Por qué estoy aquí? ¿De dónde vengo yo, de dónde vienen todas las cosas que veo a mi alrededor, qué es lo que hay detrás, han estado siempre aquí, incluso cuando yo no estaba, seguirán estando para siempre?». Me planteaba todas las preguntas que se plantean los niños sensibles cuando se asoman a la complejidad del mundo. Estaba convencida de que también los mayores se las planteaban, de que tenían la capacidad de darles respuesta; en cambio, después de dos o tres intentos con mi madre y con la niñera, intuí que, no solamente no sabían darles respuesta, sino que ni siquiera se las habían planteado.

Se acrecentó así la sensación de soledad, ¿comprendes? Me veía obligada a resolver cada enigma contando sólo con mis fuerzas; cuanto más tiempo pasaba, más preguntas me hacía sobre todas las cosas, eran preguntas cada vez más grandes, cada vez más terribles, de sólo pensarlas daban miedo.

El primer encuentro con la muerte lo tuve hacia los seis años. Mi padre tenía un perro de caza que se llamaba Argo; tenía un carácter manso y cariñoso y era mi compañero de juegos preferido. Durante tardes enteras le metía en la boca papillas que hacía con barro y hierbas, o bien lo obligaba a hacer de cliente de la peluquería, y él, sin rebelarse, daba vueltas por el jardín con las orejas cargadas de horquillas. Pero un día, justamente mientras le estaba probando un nuevo peinado, me di cuenta de que tenía bajo la garganta un bulto. Hacía ya algunas semanas que no tenía ganas de correr y saltar como antes; si yo me acomodaba en un rincón para comer mi merienda ya no se me echaba delante suspirando esperanzado.

Un mediodía, al volver de la escuela, no lo encontré esperándome ante la cancela. Al principio pensé que habría ido a alguna parte con mi padre. Pero cuando vi a mi padre tranquilamente sentado en su estudio y que Argo no estaba a sus pies, sentí en mi interior una gran agitación. Salí gritando a pleno pulmón, llamándolo por todo el jardín: volví dos o tres veces adentro y lo busqué, explorando la casa de cabo a rabo. Al llegar la noche, en el momento de dar a mis padres el beso obligatorio de las buenas noches, reuniendo todo mi valor le dije a mi padre: «¿Dónde está Argo?». «Argo —repuso él sin levantar la vista del periódico—, Argo se ha marchado». «¿Y por qué?», pregunté yo. «Porque estaba harto de que lo fastidiaras».

¿Indelicadeza? ¿Superficialidad? ¿Sadismo? ¿Qué había en aquella respuesta? En el momento exacto en que escuché esas palabras, algo se rompió en mi interior. Empecé a no conciliar el sueño por las noches, de día era suficiente una nimiedad para hacerme estallar en llanto. Al cabo de un par de meses llamaron al pediatra. «La niña tiene agotamiento» dijo, y me suministró aceite de hígado de bacalao. Nadie me preguntó nunca por qué no dormía ni por qué llevaba siempre conmigo la pelotita mordisqueada de Argo.

A ese episodio le atribuyo el comienzo de mi edad adulta. ¿A los seis años? Pues sí, exactamente a los seis años. Argo se había marchado porque yo había sido mala; por lo tanto, mi conducta influía sobre lo que me rodeaba. Influía haciendo desaparecer, destruyendo.

A partir de aquel momento, mis acciones no fueron jamás neutras, finalidades en sí mismas, con el terror de volver a equivocarme las reduje paulatinamente al mínimo, me volví apática, vacilante. Por las noches apretaba entre mis manos la pelota y llorando decía: «Argo, por favor, regresa. Aunque me haya equivocado te quiero más que a nadie». Cuando mi padre trajo a casa otro cachorro, no quise ni mirarlo. Para mí era, y tenía que seguir siendo, un perfecto extraño.

En la educación de los niños imperaba la hipocresía. Recuerdo perfectamente que en cierta ocasión, paseando con mi padre cerca de un seto, había encontrado un petirrojo tieso. Sin temor alguno lo había recogido y se lo había mostrado. «Deja eso —había gritado él en seguida—, ¿no ves que está durmiendo?». La muerte, como el amor, era un tema que había que evitar. ¿No habría sido mil veces preferible que me hubiesen dicho que Argo había muerto? Mi padre hubiera podido cogerme en brazos y decirme: «Lo he matado yo porque estaba enfermo y sufría. Allá donde se encuentra ahora es mucho más feliz». Seguramente habría llorado más, me habría desesperado, durante meses y meses habría ido al sitio donde estaba enterrado y le habría hablado largamente a través de la tierra. Después, poco a poco, habría empezado a olvidarme de él, me habrían interesado otras cosas, hubiera tenido otras pasiones y Argo se habría deslizado hacia el fondo de mis pensamientos como un recuerdo, un hermoso recuerdo de la infancia. De esa forma, en cambio, Argo se convirtió en un pequeño muerto que cargaba en mi interior.

Por eso digo que a los seis años era ya mayor, porque en lugar de alegría lo que tenía era ansiedad y en vez de curiosidad, indiferencia. ¿Eran mi padre y mi madre unos monstruos? No, en absoluto; para aquellos tiempos eran unas personas absolutamente normales.

Sólo al llegar a vieja mi madre empezó a contarme algo de su infancia. Su madre había muerto cuando ella era todavía niña; antes que a ella había dado a luz un varón que había muerto a los tres años de pulmonía. Ella había sido concebida inmediatamente después y no sólo había tenido la desdicha de nacer hembra, sino que además nació el mismo día en que había muerto su hermano. Para recordar esa triste coincidencia, desde que era una lactante la habían ataviado con colores de luto. Sobre su cuna campeaba un gran retrato al óleo de su hermano. Servía para que tuviera presente, tan pronto abría los ojos, que era solamente un reemplazo, una desteñida copia de alguien mejor. ¿Comprendes? ¿Cómo culparla entonces por su frialdad, por sus elecciones equivocadas, por esa manera suya de estar lejos de todo? Hasta los monos, si se crían en un laboratorio aséptico en vez de criarse con su verdadera madre, al poco tiempo se vuelven tristes y se dejan morir. Y si nos remontásemos más allá todavía, para ver a su madre y a la madre de su madre, a saber qué otras cosas encontraríamos.

Habitualmente la desdicha sigue la línea femenina. Al igual que ciertas anomalías genéticas, va pasando de madre a hija. Al pasar, en vez de atenuarse, se va volviendo cada vez más inextirpable y profunda. En aquel entonces, para los hombres era muy diferente: tenían la profesión, la política, la guerra; su energía podía salir fuera, expandirse. Nosotras no. Nosotras, a lo largo de generaciones y generaciones, hemos frecuentado tan sólo el dormitorio, la cocina, el cuarto de baño; hemos llevado a cabo miles y miles de pasos, de gestos, llevando a cuestas el mismo rencor, la misma insatisfacción. ¿Que me he vuelto feminista? No, no temas: sólo trato de mirar con lucidez lo que hay detrás.

¿Te acuerdas cuando íbamos, la noche del 15 de agosto, a mirar los fuegos de artificio que disparaban desde el mar? Entre todos ellos había, de vez en cuando, alguno que aunque estallaba no lograba elevarse hacia el cielo. Pues cuando pienso en la vida de mi madre, en la de mi abuela, cuando pienso en muchas vidas de personas que conozco, en mi mente aparece justamente esa imagen: fuegos que implosionan en vez de ascender hacia lo alto.