21 de diciembre
Como resultado de toda esa larga inspección en el desván, al final sólo bajé el belén y el molde para tartas que habían sobrevivido al incendio. «Vaya por el nacimiento —dirás tú—, pero el molde, ¿qué tiene que ver?». Pues ese molde pertenecía a mi abuela, es decir a tu tatarabuela, y es el único objeto que ha quedado de toda la historia femenina de mi familia. Con la larga permanencia en el desván se ha oxidado mucho, lo llevé inmediatamente a la cocina y en el fregadero, utilizando la mano buena y las esponjas adecuadas, traté de limpiarlo. Piensa en la cantidad de veces que, durante su existencia, ha entrado y salido del horno, cuántos hornos diferentes y cada vez más modernos ha visto, cuántas manos diferentes y, sin embargo, parecidas lo han rellenado de masa. Si lo traje abajo fue para que siguiese viviendo, para que tú lo utilices y acaso, a tu vez, lo dejes para que lo usen tus hijas, para que en su historia de humilde objeto resuma y rememore la historia de nuestras generaciones.
Cuando lo vi en el fondo del baúl, volvió a mi recuerdo la última ocasión en que estuvimos juntas. ¿Cuándo fue? Hace un año, tal vez un poco más de un año atrás. A la hora de la siesta habías entrado en mi dormitorio sin llamar a la puerta; yo estaba descansando tendida en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho y tú, al verme, habías estallado en llanto sin contenerte lo más mínimo. Tus sollozos me habían despertado. «¿Qué hay? —te pregunté, al tiempo que me sentaba—. ¿Qué ha pasado?». «Pasa que pronto te vas a morir», me contestaste, llorando con más intensidad aún. «Ay, Dios, esperemos que no sea tan pronto —repuse riendo, para después añadir—: ¿Sabes qué? Te voy a enseñar a hacer algo que yo sepa hacer y tú no; así cuando yo ya no esté lo harás y te acordarás de mí». Me levanté y me echaste los brazos al cuello. «Pues entonces —te dije para dominar la emoción que me asaltaba a mí también—, ¿qué quieres que te enseñe a hacer?». Enjugándote las lágrimas, meditaste un rato y después dijiste: «Una tarta». Por lo tanto, fuimos a la cocina y emprendimos una larga batalla. En primer lugar, te negabas a ponerte el delantal, porque decías: «¡Si me lo pongo, después tendré que ponerme también rulos y calzar pantuflas, qué horror!». Después, cuando había que montar las claras a punto de nieve, te quejabas de que te dolía la muñeca, te enfadabas porque la mantequilla no se amalgamaba con las yemas, porque el horno nunca estaba suficientemente caliente. Al lamer la espátula con que había diluido el chocolate, se me manchó de marrón la nariz. Al verme te echaste a reír. «A tu edad —decías—, ¿no te da vergüenza? ¡Tienes la nariz marrón, como la de un perro!».
Para confeccionar este sencillo postre tardamos una tarde entera y dejamos la cocina en un estado que daba lástima. Repentinamente había brotado entre nosotras una gran liviandad, una alegría fundada en la complicidad. Sólo cuando la tarta entró dentro del horno por fin, cuando la viste oscurecerse poco a poco a través del cristal, de pronto recordaste por qué la habíamos hecho y volviste a llorar. Yo trataba de consolarte, delante del horno. «No llores —te decía—, es cierto que me marcharé antes que tú, pero cuando ya no esté todavía estaré, viviré en tu memoria con bellos recuerdos: verás los árboles, la huerta, el jardín, y acudirán a tu mente todos los momentos felices que hemos pasado juntas. Lo mismo te ocurrirá al sentarte en mi butaca; al preparar la tarta que hoy te he enseñado a hacer, me verás ante ti con la nariz color marrón».