21 de noviembre
He leído en alguna parte que Manzoni, mientras estaba escribiendo Los novios, se levantaba contento todas las mañanas porque iba a encontrarse de nuevo con sus personajes. De mí no puedo decir lo mismo. Aunque hayan transcurrido muchos años, no me da el menor placer hablar de mi familia: en mi memoria, mi madre se ha mantenido inmóvil y hostil como un jenízaro. Esta mañana, a fin de airear un poco mis sentimientos hacia ella, mis recuerdos, me fui a dar un garbeo por el jardín. Había llovido durante la noche. Hacia occidente el cielo estaba claro, mientras que detrás de la casa aún se cernían unos nubarrones violetas. Antes de que empezara a llover otra vez volví a entrar en la casa. Poco después se produjo el temporal. Había en la casa tal oscuridad que tuve que encender las luces. Desconecté la televisión y la nevera para que los rayos no las estropeasen; cogí después la linterna, me la metí en el bolsillo y me vine a la cocina para cumplir con nuestro encuentro cotidiano.
Sin embargo, apenas me hube sentado, me di cuenta de que todavía no estaba preparada: tal vez había demasiada electricidad en el aire; mis pensamientos iban de un lado a otro como si fuesen chispas. Entonces me puse de pie y, seguida por el impávido Buck, me puse a dar vueltas por la casa sin una meta precisa. Fui a la habitación en que había dormido con tu abuelo, después a mi actual dormitorio —que antaño había sido de tu madre—, después al comedor, que no se utiliza desde hace mucho tiempo, y por último a tu habitación. Al pasar de un cuarto al otro, recordé la impresión que me había producido la casa la primera vez que puse los pies en ella: no me había gustado nada. No la había escogido yo, sino Augusto, mi marido, que además la había escogido a toda prisa. Necesitábamos un sitio donde establecernos y la espera no se podía prolongar más. Dado que era bastante grande y tenía jardín, le había parecido que esa casa satisfacía todas nuestras exigencias. Desde el momento de abrir la cancela, me pareció de mal gusto, mejor dicho, de pésimo gusto; en los colores y en las formas, no había ni un solo fragmento que armonizase con los demás. Vista desde un lado parecía un chalet suizo; desde el lado contrario, con su gran ventanilla central y la fachada de tejado escalonado, podía ser una de esas casas holandesas que se asoman a los canales. Si mirabas desde lejos sus siete chimeneas de formas diferentes, te dabas cuenta de que el único sitio en que podía existir era en un cuento de hadas. Había sido construida en los años veinte, pero no había ni un solo detalle que pudiera relacionarla con las casas de aquella época. Me inquietaba el hecho de que no tuviese una identidad propia y tardé muchos años en acostumbrarme a la idea de que era mía, de que la existencia de mi familia coincidía con sus paredes.
Justamente mientras estaba en tu habitación, un rayo cayó más cerca que los otros e hizo saltar los fusibles. En vez de encender la linterna, me tendí en la cama. Fuera la lluvia caía con fuerza, el viento soplaba a ráfagas y dentro se oían diferentes sonidos: crujidos, pequeños golpes, los ruidos de la madera que se acomoda. Con los ojos cerrados, durante un instante la casa me pareció un navío, un gran velero que avanzaba a través del prado. El temporal se aplacó hacia la hora de la comida y a través de la ventana de tu habitación vi que se habían desgajado dos gruesas ramas del nogal.
Ahora estoy nuevamente en la cocina, en mi puesto de batalla: he comido y he lavado los pocos platos que he ensuciado. Buck duerme a mis pies, postrado por las emociones de esta mañana. A medida que pasan los años, las tormentas lo sumen cada vez más en un estado de terror del que le cuesta recobrarse.
En los libros que compré cuando tú ibas al parvulario encontré una frase que decía que la elección de la familia en la que a uno le toca nacer está guiada por el ciclo de las existencias. Una tiene cierto padre y cierta madre porque sólo ese padre y esa madre le permitirán entender algo más, avanzar un pequeño, un pequeñísimo paso. Pero si así fuera, me había preguntado entonces, ¿por qué nos quedamos inmóviles durante tantas generaciones? ¿Por qué en vez de avanzar retrocedemos?
Hace poco, en el suplemento científico de un periódico he leído que tal vez la evolución no funciona como siempre hemos pensado que funciona. Según las últimas teorías, los cambios no se producen de una manera gradual. La pata más larga, el pico con una forma diferente para poder explorar otros recursos, no se forman poco a poco, milímetro a milímetro, generación tras generación. No. Aparecen repentinamente: de madre a hijo todo cambia, todo es diferente. Para confirmarlo tenemos los restos de esqueletos, mandíbulas, pezuñas, cráneos con dientes diferentes. De muchas especies jamás se han hallado formas intermedias. El abuelo es de una manera y el nieto de otra, entre una y otra generación se ha producido un salto. ¿Y si se diera lo mismo en la vida interior de las personas?
Los cambios se acumulan imperceptiblemente, poco a poco, y al llegar a cierto punto estallan. Repentinamente una persona rompe el círculo, decide ser diferente. Destino, herencia, educación, ¿dónde empieza una cosa y dónde termina la otra? Si te detienes a reflexionar, aunque sea un solo instante, casi en seguida te asalta un gran miedo ante el misterio que todo esto encierra.
Poco antes de casarme, la hermana de mi padre —la amiga de los espíritus— había encargado a un amigo suyo, astrólogo, que me hiciera mi horóscopo. Un día se me plantó con un papel en la mano y me dijo: «Mira, éste es tu futuro». Había en esa hoja un dibujo geométrico, las líneas que unían entre sí los signos de los planetas formaban muchos ángulos. Apenas lo vi, recuerdo haber pensado que ahí dentro no había armonía ni continuidad, sino una sucesión de saltos, de giros tan bruscos que parecían caídas. Detrás, el astrólogo había escrito: «Un camino difícil. Tendrás que armarte de todas las virtudes para recorrerlo hasta el final».
Aquello me causó un fuerte impacto. Hasta ese momento mi vida me había parecido muy trivial: claro que había tenido dificultades, pero me habían parecido dificultades insignificantes, más que abismos eran simples encrespamientos de la juventud. Pero incluso cuando más tarde me hice esposa y madre, viuda y abuela, jamás me aparté de esa aparente normalidad. El único acontecimiento extraordinario, si es que se puede llamar así, fue la trágica desaparición de tu madre. Sin embargo, bien mirado, en el fondo aquel cuadro de las estrellas no mentía: detrás de la superficie sólida y lineal, detrás de mi rutina cotidiana de mujer burguesa, había en realidad un movimiento constante que estaba hecho de pequeñas ascensiones, de desgarramientos, de oscuridades repentinas y de abismos profundísimos. A lo largo de mi vida la desesperación me ha embargado con frecuencia, me he sentido como esos soldados que marcan el paso manteniéndose quietos en el mismo sitio. Cambiaban los tiempos, cambiaban las personas, todo a mi alrededor cambiaba y yo tenía la sensación de estar siempre quieta.
La muerte de tu madre dio un golpe de gracia a la monotonía de esa marcha. La idea que tenía de mí misma, ya de por sí modesta, se derrumbó en un solo instante. Si hasta ahora, decía para mis adentros, he avanzado uno o dos pasos, de pronto, he retrocedido, he alcanzado el punto más bajo de mi trayecto. En aquellos días temí no resistir más, me parecía que esa mínima cantidad de cosas que había entendido hasta entonces había sido borrada de un solo golpe. Por suerte no pude abandonarme a ese estado depresivo, la vida proseguía con sus exigencias.
La vida eras tú: llegaste, pequeña, indefensa, sin tener a nadie más en el mundo, invadiste esta casa silenciosa y triste con tus risas repentinas, con tus llantos. Mirando tu cabezota de niña oscilar entre la mesa y el sofá, recuerdo haber pensado que no estaba todo perdido. El azar, con su imprevisible generosidad, me había ofrecido una ocasión más.
El Azar. En cierta ocasión, el marido de la señora Morpurgo me dijo que en la lengua hebraica esa palabra no existe: para indicar algo que se refiere a la casualidad se ven obligados a utilizar la palabra «aza», que es de origen árabe. Es cómico, ¿no crees? Cómico, pero también tranquilizador: donde hay Dios, no hay sitio para el azar, ni siquiera para el humilde vocablo que lo representa. Todo está ordenado y regulado desde las alturas, cada cosa que te ocurre, te ocurre porque tiene un sentido. He experimentado siempre una gran envidia por quienes abrazan esa visión del mundo sin vacilaciones, por su elección de la levedad. Por lo que a mí respecta, con toda mi buena voluntad no he logrado hacerla mía más de un par de días seguidos; delante del horror, delante de la injusticia, siempre he retrocedido: en vez de justificarlos con gratitud, siempre nació en mi interior un sentimiento muy grande de rebeldía.
Ahora, de todas maneras, me preparo para realizar una acción realmente azarosa, enviarte un beso. Cuánto los detestas, ¿eh? Rebotan en tu coraza como pelotas de tenis. Pero no tiene la menor importancia, te guste o no te guste igualmente te envío un beso. No puedes hacer nada porque en este momento, transparente y ligero, ya está volando sobre el océano.
Estoy fatigada. He releído lo que he escrito hasta ahora con cierta ansiedad. ¿Comprenderás algo? Muchas cosas se agolpan en mi cabeza, para salir se dan empellones entre sí, como las señoras frente a los saldos de temporada. Cuando razono nunca consigo mantener un método, un hilo conductor que con sentido lógico lleve desde el principio hasta el final. Quién sabe, a veces pienso que se debe al hecho de que nunca fui a la universidad. He leído muchos libros, he sentido curiosidad por muchas cosas, pero siempre con un pensamiento puesto en los pañales, otro en los hornillos, otro en los sentimientos. Un botánico, si pasea por una pradera escoge las flores con un orden preciso, sabe qué es lo que le interesa y qué es lo que no le interesa en lo más mínimo; decide, descarta, establece relaciones. Pero si el que pasea por la pradera es un excursionista, escoge las flores de manera muy distinta: una porque es amarilla, otra porque es azul, una tercera porque es perfumada, la cuarta porque está al borde del sendero. Creo que mi relación con el saber ha sido justamente así. Tu madre siempre me lo echaba en cara. Cuando discutíamos yo siempre sucumbía en seguida. «Careces de dialéctica —me decía—. Como todos los burgueses, no sabes defender lo que piensas».
Del mismo modo que tú estás empapada de una inquietud salvaje y desprovista de nombre, así tu madre estaba empapada de ideología. Para ella era una fuente de reprobación el hecho de que yo hablase de cosas pequeñas y no de las grandes. Me tildaba de reaccionaria y enferma de fantasías burguesas. Según su punto de vista yo era rica y, en tanto que rica, entregada a lo superfluo, al lujo, naturalmente proclive al mal.
Por cómo me miraba a veces, yo estaba segura de que, en caso de haber un tribunal del pueblo presidido por ella, me habría condenado a muerte. Yo tenía la culpa de vivir en una torre con jardín en vez de en una barraca o en un piso del extrarradio. A dicha culpa se añadía el hecho de haber heredado una pequeña renta que nos permitía a ambas vivir. A fin de no cometer los errores que habían cometido mis padres, me interesaba por lo que decía o, por lo menos, me esforzaba por llevarlo a la práctica. Nunca me burlé de ella ni jamás le di a entender hasta qué punto era extraña a cualquier idea totalizadora, pero de todas formas ella debía percibir mi desconfianza ante sus frases hechas.
Ilaria fue a la Universidad de Padua. Hubiera podido muy bien ir a Trieste, pero era demasiado intolerante como para seguir viviendo a mi lado. Cada vez que le proponía ir a visitarla me contestaba con un silencio cargado de hostilidad. Sus estudios avanzaban muy lentamente, yo no sabía con quién compartía la casa, nunca había querido decírmelo. Como conocía su fragilidad, estaba preocupada. Había ocurrido lo del mayo francés: universidades ocupadas, movimiento estudiantil. Oyendo las pocas cosas que me contaba por teléfono, me daba cuenta de que ya no lograba seguirle el paso, estaba siempre muy enardecida por algo y ese algo cambiaba constantemente. Obedeciendo a mi papel de madre, intentaba comprenderla, pero era muy difícil: todo estaba agitado, todo era escurridizo, había demasiadas ideas nuevas y demasiados conceptos absolutos. Ilaria, en vez de expresarse con palabras suyas, enhebraba un eslogan tras otro. Yo temía por su equilibrio psíquico: el hecho de sentirse miembro de un grupo con el que compartía las mismas certezas, los mismos dogmas absolutos, reforzaba de una manera preocupante su natural tendencia a la arrogancia.
Cuando llevaba seis años en la universidad me preocupó un silencio más prolongado que los anteriores, y cogí el tren para ir a verla. Nunca lo había hecho desde que estaba en Padua. Cuando abrió la puerta se quedó aterrorizada. En vez de saludarme, me agredió: «¿Quién te ha invitado? —y sin darme siquiera el tiempo de contestarle, añadió—: Deberías haberme avisado, justamente estaba a punto de salir. Esta mañana tengo un examen importante». Todavía llevaba el camisón puesto, era evidente que se trataba de una mentira. Simulé no darme cuenta y le dije: «Paciencia, quiere decir que te esperaré, y después festejaremos juntos el resultado». Poco después se marchó de verdad con tanta prisa que se dejó sobre la mesa los libros.
Una vez sola en la casa, hice lo que cualquier otra madre habría hecho: me di a curiosear por los cajones, buscaba una señal, algo que me ayudase a comprender qué dirección había tomado su vida. No tenía la intención de espiar, de ponerme en plan de censura o inquisición, estas cosas nunca han formado parte de mi carácter. Sólo había en mí una gran ansiedad y para aplacarla necesitaba algún punto de contacto. Salvo octavillas y opúsculos de propaganda revolucionaria, no encontré nada, ni un diario personal o una carta. En una de las paredes de su dormitorio había un cartel con la siguiente inscripción: «La familia es tan estimulante y ventilada como una cámara de gas». A su manera, aquello era un indicio.
Ilaria regresó a primera hora de la tarde. Tenía el mismo aspecto de ir sin aliento que cuando salió. «¿Cómo te fue el examen?», pregunté con el tono más cariñoso posible. «Como siempre —y, tras una pausa, agregó—: ¿Para esto has venido, para controlarme?». Yo quería evitar un choque, de manera que con tono tranquilo y accesible le contesté que sólo tenía un deseo: que hablásemos un rato las dos.
«¿Hablar? —repitió incrédula—. Y, ¿de qué? ¿De tus pasiones místicas?».
«De ti, Ilari», dije entonces en voz baja, tratando de encontrar su mirada. Se acercó a la ventana, mantenía la mirada fija en un sauce algo apagado. «No tengo nada que contar; por lo menos, no a ti. No quiero perder el tiempo con charlas intimistas y pequeñoburguesas». Después desplazó la mirada del sauce a su reloj de pulsera y dijo: «Es tarde, tengo una reunión importante. Tienes que marcharte». No obedecí: me puse de pie, pero en vez de salir me acerqué a ella y cogí sus manos entre las mías. «¿Qué ocurre? —le pregunté—. ¿Qué es lo que te hace sufrir?». Percibía que su aliento se aceleraba. «Verte en este estado me hace doler el corazón —añadí—. Aunque tú me rechaces como madre, yo no te rechazo como hija. Querría ayudarte, pero si tú no vienes a mi encuentro no puedo hacerlo». Entonces la barbilla le empezó a temblar como cuando era niña, y estaba a punto de llorar, apartó sus manos de las mías y se volvió de golpe. Su cuerpo delgado y contraído se sacudía por los sollozos profundos. Le acaricié el pelo; su cabeza estaba tan caliente como heladas sus manos. Se dio la vuelta de golpe y me abrazó escondiendo el rostro en mi hombro. «Mamá —dijo—, yo… yo».
En ese preciso instante se oyó el teléfono.
—Deja que siga llamando —le susurré al oído.
—No puedo —contestó enjugándose las lágrimas.
Cuando levantó el auricular su voz volvía a ser metálica, ajena. Por el breve diálogo comprendí que algo grave tenía que haber ocurrido. Efectivamente, en seguida me dijo: «Lo siento, pero realmente ahora debes marcharte». Salimos juntas, en el umbral cedió y me dio un abrazo rapidísimo y culpable. «Nadie puede ayudarme», musitó mientras me abrazaba. La acompañé hasta su bicicleta, atada a un poste poco distante. Estaba ya montada sobre el sillín cuando, metiendo dos dedos debajo de mi collar, dijo: «Las perlas, ¿eh? Son tu salvoconducto. ¡Desde que naciste nunca te has atrevido a dar un paso sin ellas!».
Después de tantos años, éste es el episodio de la vida con tu madre que más frecuentemente evoco. A menudo pienso en él. ¿Cómo puede ser, me digo, que entre todas las cosas que hemos vivido juntas aparezca siempre, ante todo, este recuerdo? Hoy, precisamente, mientras por enésima vez me lo preguntaba, dentro de mí resonó un proverbio: «Allá va la lengua donde duele la muela». Qué tiene que ver, te preguntarás. Tiene que ver, tiene muchísimo que ver. Aquel episodio vuelve a presentarse a menudo en mis pensamientos porque es el único en que tuve la posibilidad de hacer que las cambiaran. Tu madre había roto a llorar, me había abrazado: en ese momento se había abierto una grieta en su coraza, una hendidura mínima por la que yo hubiera podido entrar. Una vez dentro habría podido actuar como esos clavos que se abren apenas entran en la pared: poco a poco se ensanchan, ganando algo más de espacio. Me habría convertido en un punto firme en su vida. Para hacerlo debería haber tenido mano firme. Cuando ella dijo «realmente ahora debes marcharte», debería haberme quedado. Debería haber cogido un cuarto en algún hotel próximo y volver a llamar a su puerta cada día; insistir hasta transformar esa hendidura en un paso abierto. Faltaba muy poco, lo sentía.
No lo hice, en cambio: por cobardía, pereza y falso sentido del pudor obedecí su orden. Yo había detestado la invasividad de mi madre, quería ser una madre diferente, respetar la libertad de su existencia. Detrás de la máscara de la libertad se esconde frecuentemente la dejadez, el deseo de no implicarse. Hay una frontera sutilísima; atravesarla o no atravesarla es asunto de un instante, de una decisión que se asume o se deja de asumir; de su importancia te das cuenta sólo cuando el instante ya ha pasado. Sólo entonces te arrepientes, sólo entonces comprendes que en aquel momento no tenía que haber libertad, sino intromisión: estabas presente, tenías conciencia, de esa conciencia tenía que nacer la obligación de actuar. El amor no conviene a los perezosos, para existir en plenitud exige gestos fuertes y precisos. ¿Comprendes? Yo había disfrazado mi cobardía y mi indolencia con los nobles ropajes de la libertad.
La idea del destino es un pensamiento que aparece con la edad. Cuando se tienen los años que tienes tú, generalmente no se piensa en ello, todo lo que ocurre se ve como fruto de la propia voluntad. Te sientes como un obrero que, poniendo una piedra tras otra, construye ante sí el camino que habrá de recorrer. Sólo mucho más adelante te das cuenta de que el camino ya está hecho, alguien lo ha trazado para ti, y todo lo que puedes hacer es avanzar. Es un descubrimiento que habitualmente se produce hacia los cuarenta años: entonces empiezas a intuir que las cosas no dependen solamente de ti. Es un momento peligroso durante el cual no es raro resbalar hacia un fatalismo claustrofóbico. Para ver el destino en toda su realidad has de dejar que transcurran algunos años más. Hacía los sesenta, cuando el camino a tus espaldas es más largo que el que tienes delante, ves una cosa que antes nunca habías visto: el camino que has recorrido no era recto, sino que estaba lleno de bifurcaciones, a cada paso había una flecha que señalaba una dirección diferente; a cierta altura se abría un sendero, en otro sitio una senda herbosa que se perdía en los bosques. Cogiste alguno de esos desvíos sin darte cuenta, otros ni siquiera los viste; no sabes adónde te habrían llevado los que dejaste de lado, si a un sitio mejor o peor; no lo sabes, pero igualmente sientes añoranza. Podías haber hecho algo y no lo has hecho, has vuelto hacia atrás en vez de avanzar. Como el juego de la oca, ¿te acuerdas? La vida se desarrolla más o menos de la misma manera.
A lo largo de los cruces de tu camino te encuentras con otras vidas: conocerlas o no conocerlas, vivirlas a fondo o dejarlas correr es asunto que sólo depende de la elección que efectúas en un instante. Aunque no lo sepas, en pasar de largo o desviarte a menudo está en juego tu existencia, y la de quien está a tu lado.