16 de diciembre
Anoche nevó; apenas me desperté vi todo el jardín blanco. Buck corría como un loco por el prado, saltaba, ladraba, cogía con la boca una rama y la lanzaba por los aires. Más tarde vino a visitarme la señora Razman; tomamos un café y me invitó a que pasáramos juntas la Nochebuena. «¿Qué es lo que hace todo el día?», me preguntó antes de marcharse. «Nada —contesté—. Miro un poco la televisión, pienso un rato».
Acerca de ti, nunca me pregunta nada; elude discretamente el tema pero por el tono de su voz comprendo que te considera una ingrata. «Los jóvenes —dice a veces en medio de la conversación—, no tienen corazón, no tienen ya el respeto que tenían antaño». A fin de que no prosiga yo asiento, pero para mis adentros estoy convencida de que el corazón sigue siendo el mismo de siempre, sólo que hay menos hipocresía, eso es todo. Los jóvenes no son egoístas por naturaleza, de la misma manera que los viejos no son naturalmente sabios. Comprensión y superficialidad no son asuntos de años, sino del camino que cada uno recorre. En algún sitio que no recuerdo, hace muchos años, leí un lema de los indios americanos que decía: «Antes de juzgar a una persona, camina durante tres lunas con sus mocasines». Me gustó tanto que, para no olvidarlo, lo copié en la libreta de notas que está junto al teléfono. Vistas desde fuera, muchas existencias parecen equivocadas, irracionales, locas. Mientras nos mantenemos fuera es fácil entender mal a las personas, sus relaciones. Solamente estando dentro, solamente caminando tres lunas con sus mocasines pueden entenderse sus motivaciones, sus sentimientos, aquello que hace que una persona actúe de una manera en vez de hacerlo de otra. La comprensión nace de la humildad, no del orgullo del saber.
¿Quién sabe si meterás los pies en mis pantuflas después de haber leído esta historia? Espero que sí, que irás chancleteando mucho tiempo de una habitación a otra, que darás más vueltas por el jardín, del nogal al cerezo, del cerezo a la rosa, de la rosa a esos antipáticos pinos negros que están al final del prado. Lo espero, no para mendigar tu compasión, ni para que me des una absolución póstuma, sino porque es necesario para ti, para tu futuro. Entender de dónde venimos, qué hubo antes de nosotros, es el primer paso para poder avanzar sin mentiras.
Esta carta se la tenía que haber escrito a tu madre y en cambio te la he escrito a ti. Si no la hubiese escrito, entonces sí que mi existencia habría sido verdaderamente un fracaso. Cometer errores es natural, irse sin haberlos comprendido hace que se vuelva vano el sentido de una existencia. Las cosas que nos ocurren nunca son finalidades en sí mismas, gratuitas; cada encuentro, cada pequeño suceso encierra un significado, la comprensión de nosotros mismos nace de la disponibilidad para recibirlos, la capacidad de cambiar de dirección en cualquier momento, de dejar la vieja piel como las lagartijas al cambiar la estación.
Si aquel día hace casi cuarenta años no hubiese vuelto a mi mente la frase de mi cuaderno de griego, si allí no hubiese puesto un punto antes de volver a avanzar, hubiera seguido repitiendo las mismas equivocaciones que había cometido hasta aquel momento. Para librarme del recuerdo de Ernesto hubiera podido buscarme otro amante, y después otro y otro más; en la búsqueda de una copia de él, en el intento de repetir lo que ya había vivido, habría experimentado con docenas de hombres. Nadie habría sido igual al original y yo habría seguido cada vez más insatisfecha y acaso ya vieja y ridícula, me habría rodeado de hombres jóvenes. O también habría podido sentir odio por Augusto, en el fondo también a causa de su presencia me había resultado imposible asumir decisiones más drásticas. ¿Comprendes? Encontrar escapatorias cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil de este mundo. Siempre existe una culpa exterior, hace falta mucha valentía para aceptar que la culpa —o, mejor dicho, la responsabilidad— nos pertenece tan sólo a nosotros. Sin embargo, ya te lo he dicho, es ésta la única manera de seguir avanzando. Si la vida es un recorrido, se trata de un recorrido siempre cuesta arriba.
A los cuarenta años comprendí desde dónde tenía que arrancar. Comprender adónde quería llegar ha sido un largo proceso, lleno de obstáculos, pero apasionante. ¿Sabes? Ahora, a través de la televisión, de los periódicos, me entero, leo cosas sobre esta gran proliferación de gurús: hay un montón de gente que de la noche a la mañana se pone a seguir sus dictámenes. A mí me da miedo la abundancia de todos estos maestros, los caminos que propugnan para encontrar la paz interior y la armonía universal. Son las antenas de un gran desconcierto general. En el fondo —y tampoco tan en el fondo—, estamos a finales de un milenio, y aunque las fechas son pura convención igualmente atemorizan, todos están a la espera de que ocurra algo tremendo, quieren estar preparados. Acuden entonces a los gurús, se inscriben en escuelas para reencontrarse consigo mismos y después de asistir un mes ya están impregnados de esa arrogancia que distingue a los profetas, a los falsos profetas. ¡Qué grande, enésima, espantosa mentira!
El único maestro que existe, el único verdadero y creíble, es la propia conciencia. Para dar con ella hay que mantenerse en silencio —en soledad y en silencio—, hay que estar sobre la tierra desnuda, desnudo y sin nada alrededor, como si ya estuviésemos muertos. Al principio no percibes nada, lo único que sientes es terror, pero después, en lo profundo, lejana, empiezas a oír una voz. Es una voz tranquila y tal vez al principio te irrite con su trivialidad. Es extraño: cuando lo que esperas es oír las cosas más grandes, aparecen ante ti las pequeñas. Son tan pequeñas y tan obvias que podrías gritar: «Pero, ¿cómo? ¿Esto es todo?». Si la vida tiene un sentido —te dirá la voz—, ese sentido es la muerte, todas las demás cosas sencillamente giran alrededor de ella. Vaya descubrimiento, observarás a estas alturas, vaya hermoso y macabro descubrimiento, que hemos de morir lo sabe hasta el último de los hombres. Es cierto, con el pensamiento lo sabemos todos, pero saberlo con el pensamiento es una cosa y saberlo con el corazón es otra completamente distinta. Cuando tu madre me acometía con su arrogancia, yo le decía: «Me haces doler el corazón». Ella se reía. «No seas ridícula —me contestaba—, el corazón es un músculo, si no corres no puede dolerte».
Muchas veces intenté hablar con ella cuando ya había crecido lo suficiente como para entender, quería explicarle el proceso que me había llevado a apartarme de ella. «Es cierto —le decía—, hubo en tu infancia un momento en que te descuidé, tuve una grave enfermedad. Estaba enferma, si hubiera seguido ocupándome de ti habría sido peor. Ahora estoy bien —le decía—, podemos hablar de aquello, debatirlo, empezar otra vez desde el principio». Ella no quería saber nada, «ahora la que está mal soy yo», decía, y rehusaba hablar. Odiaba la serenidad que yo estaba logrando, hacía todo lo posible por resquebrajarla, por arrastrarme al interior de sus pequeños infiernos cotidianos. Había decidido que la infelicidad era su estado. Se había atrincherado en sí misma a fin de que nada pudiese ofuscar la idea que había labrado sobre su existencia. Claro, racionalmente se decía que deseaba ser feliz, pero en realidad —en el fondo— a los dieciséis o diecisiete años ya se había cerrado toda posibilidad de cambiar. Mientras yo lentamente me iba abriendo a una dimensión diferente, ella se quedaba inmóvil con las manos apoyadas en la cabeza y aguardaba que las cosas se le cayeran encima. Mi nueva serenidad la irritaba, cuando sobre mi mesita de noche veía los Evangelios, decía: «¿De qué necesitas consolarte?».
Cuando Augusto murió, ella no quiso ni siquiera asistir al funeral. En los últimos años él había padecido una forma bastante grave de arteriosclerosis y daba vueltas por la casa hablando como un crío, cosa que ella no soportaba. «¿Qué es lo que quiere ese señor?», gritaba apenas aparecía él, arrastrando las pantuflas, ante la puerta de una habitación. Cuando él desapareció ella tenía dieciséis años, y no lo llamaba papá desde que tenía catorce. Murió en el hospital una tarde de noviembre. El día anterior lo habían ingresado por un ataque al corazón. Yo estaba con él en la habitación; no llevaba pijama, sino un camisón blanco que se ataba por la espalda. Según los médicos, había pasado lo peor.
La enfermera acababa de traer la cena cuando él, como si hubiera visto algo, se levantó repentinamente y dio tres pasos hacia la ventana. «Las manos de Ilaria —dijo con una mirada opaca—, ningún otro miembro de la familia las tiene así». Después volvió a la cama y se murió. Yo miré hacia fuera por la ventana. Caía una fina lluvia. Le acaricié la cabeza.
Durante diecisiete años, sin dejar trasparentar nada, había conservado aquel secreto dentro de sí.
Es mediodía, hay sol y la nieve se está derritiendo. Delante de casa, sobre el prado, aparece a trechos la hierba amarillenta, de las ramas de los árboles caen gotas de agua una tras otra. Es extraño, pero con la muerte de Augusto me di cuenta de que la muerte, en sí misma, ella sola, no acarrea ninguna clase de dolor. Hay un vacío repentino —el vacío es siempre igual— pero justamente es en ese vacío donde cobra forma la diversidad del dolor. Todo lo que no se ha dicho en ese espacio se materializa y se dilata, se dilata y sigue dilatándose. Es un vacío sin puertas, sin ventanas, sin vías de escape, y lo que allí queda suspendido se queda para siempre, está sobre tu cabeza, contigo, a tu alrededor, te envuelve y te confunde con una niebla densa. El hecho de que Augusto supiera lo de Ilaria y jamás me hubiese dicho nada me hundió en un desaliento gravísimo. A estas alturas hubiera querido hablarle de Ernesto, de lo que había sido para mí, hubiera querido hablarle de Ilaria, hubiera querido discutir con él muchísimas cosas, pero ya no era posible.
Tal vez ahora puedas entender lo que te dije al principio: los muertos pesan, no tanto por su ausencia, como por lo que entre nosotros y ellos no ha sido dicho.
Tal como después de la desaparición de Ernesto, también tras la desaparición de Augusto yo había buscado consuelo en la religión. Hacía poco había conocido a un jesuita alemán, tenía apenas algún año más que yo. Percatándose de mi incomodidad con las funciones religiosas, tras un par de entrevistas me propuso que nos viésemos en algún sitio que no fuese la iglesia.
Dado que a los dos nos gustaba caminar, decidimos pasear juntos. Venía a buscarme todos los miércoles por la tarde calzando zapatos de montañero y llevando una vieja mochila; su cara me gustaba mucho, tenía el rostro surcado y serio de un hombre que ha crecido en las montañas. Al principio me intimidaba el hecho de que fuese cura, todas las cosas que le contaba se las contaba a medias: tenía miedo de causar escándalo, de atraer condenas sobre mi cabeza, juicios sin compasión. Después, cierto día, mientras descansábamos sentados sobre una piedra, me dijo: «Usted se hace daño a sí misma, ¿sabe? Solamente a sí misma». A partir de ese momento dejé de mentir, le abrí mi corazón como no lo había hecho con ninguna otra persona desde la muerte de Ernesto. Hablando y hablando, muy pronto olvidé que tenía ante mí a un eclesiástico. Contrariamente a otros curas que había conocido, no empleaba palabras de condena ni de consuelo, todo lo empalagoso de los mensajes más corrientes le era extraño. Había en él una especie de dureza que a primera vista parecía una forma de rechazo. «Sólo el dolor hace crecer —decía—, pero al dolor hay que enfrentarlo directamente; quien se escabulle o se compadece está destinado a perder».
Vencer, perder, los términos guerreros que utilizaba servían para describir una lucha silenciosa, totalmente interior. En su opinión, el corazón del hombre era como la tierra, una mitad iluminada por el sol y la otra en la sombra. Ni siquiera los santos tenían luz en todas partes. «Por el simple hecho de que existe el cuerpo —decía—, somos sombra de todas maneras, somos anfibios como las ranas: una parte de nosotros vive aquí, en lo bajo, y la otra tiende hacia lo alto. Vivir es tan sólo tener conciencia de esto, saberlo, luchar para que la luz no desaparezca derrotada por la sombra. Desconfíe de quien es perfecto —me decía—, de quien tiene las soluciones ya listas en el bolsillo, desconfíe de todo, salvo de lo que le dice su corazón». Yo le escuchaba fascinada, nunca había encontrado a nadie que expresase tan bien todo aquello que desde hacía tiempo se agitaba en mi interior sin lograr salir fuera. Con sus palabras cobraban forma mis pensamientos, repentinamente tenía un camino ante mí, recorrerlo ya no me parecía imposible.
A veces en la mochila llevaba algún libro por el que sentía un cariño especial; cuando hacíamos un alto en el camino me leía algunos fragmentos con su voz clara y severa. A su lado descubrí las oraciones de los monjes rusos, la oración del corazón, comprendí los pasajes del Evangelio y de la Biblia que hasta entonces me habían parecido oscuros. Durante todos los años que habían pasado desde la desaparición de Ernesto yo ciertamente había recorrido un camino interior, pero era un camino que se limitaba al conocimiento de mí misma. A lo largo de aquel camino me había encontrado, en determinado momento, ante una pared: sabía que más allá de esa pared el camino proseguía, más luminoso y más amplio, pero no sabía cómo superar el obstáculo. Un día, durante un chaparrón repentino, nos guarecimos dentro de una gruta. «¿Qué se hace para tener fe?», le pregunté allí dentro. «No se hace, la fe viene. Usted ya la tiene, pero su orgullo le impide admitirlo, se plantea demasiadas preguntas, complica las cosas que son simples. En realidad, sólo tiene un miedo tremendo. Déjese llevar y lo que ha de venir vendrá».
Volvía a casa de aquellos paseos cada vez más confundida, más insegura. Era desagradable, ya te lo he dicho, sus palabras me herían. Muchas veces sentí deseos de no volver a verlo más, el martes por la noche me decía «ahora le llamo por teléfono, le digo que no venga porque no me encuentro bien»; en cambio no le telefoneaba. El miércoles por la tarde lo esperaba ante la puerta, puntual, con sus zapatones y su mochila.
Nuestras excursiones duraron poco más de un año, sus superiores lo apartaron de su encargo de un día para otro.
Tal vez lo que te he contado te lleve a pensar que el padre Thomas era un hombre arrogante, que había vehemencia o fanatismo en sus palabras y en su visión del mundo. No era así: en el fondo era la persona más plácida y mansa que yo haya conocido jamás, no era un soldado de Dios. Si algún misticismo había en su personalidad, era un misticismo totalmente concreto, anclado en los asuntos cotidianos.
«Estamos aquí, ahora», repetía constantemente.
Al despedirse, ante la puerta me entregó un sobre. Había dentro una tarjeta postal con un paisaje de pastizales montañeses. «El reino de Dios está dentro de vosotros» estaba impreso arriba en alemán, y detrás él, con su caligrafía, había escrito: «Sentada bajo la encina no sea usted, sino la encina; en el bosque sea el bosque, en el prado sea prado, entre los hombres sea como los hombres».
El reino de Dios está dentro de vosotros, ¿recuerdas? Esa frase ya me había impresionado cuando vivía en L’Aquila como esposa infeliz. En aquel entonces, cerrando los ojos, deslizándome con la mirada hacia el interior, no conseguía ver nada. Tras mi encuentro con el padre Thomas algo había cambiado, seguía sin ver nada, pero ya no se trataba de una ceguera absoluta: a lo lejos empezaba a haber un resplandor, de vez en cuando, y durante brevísimos instantes lograba olvidarme de mí misma. Era una luz pequeña, débil, apenas una llamita, habría bastado un soplo para apagarla. Pero el hecho de que existiera me daba una extraña levedad, no era felicidad lo que sentía, sino júbilo. No había euforia, exaltación, no me sentía más sabia ni más en lo alto. Lo que dentro de mí crecía era tan sólo una serena conciencia de existir.
Prado sobre el prado, encina bajo la encina, persona entre las personas.