4 de diciembre

La mirla sigue estando delante de mí, sobre la mesa. Tiene algo menos de apetito que días pasados. En vez de llamarme sin descanso, se queda quieta en su sitio, ya no asoma la cabeza por el agujero de la tapa, veo apenas asomar las plumas de la cúspide de su cabeza. Esta mañana, a pesar del frío, he ido al vivero con los Razman. Estuve indecisa hasta el último momento, la temperatura era como para desalentar hasta a un oso, y, además, en un recoveco oscuro de mi corazón había una voz que me decía: «¿Qué te importa plantar más flores?». Pero, mientras marcaba el número de los Razman para anular el compromiso, desde la ventana vi los colores apagados del jardín y me arrepentí de mi egoísmo. Tal vez no vuelva a ver otra primavera, pero tú seguramente las verás.

¡Qué desazón, estos días! Cuando no estoy escribiendo doy vueltas por las habitaciones sin lograr apaciguarme en ningún sitio. No hay ni una actividad, entre las pocas que puedo llevar a cabo, que me permita acercarme a un estado de quietud, que por un instante aparte mis pensamientos de los recuerdos tristes. Tengo la sensación de que el funcionamiento de la memoria se parece un poco al del congelador. ¿Tienes presente lo que ocurre cuando de él sacas algún alimento conservado largo tiempo? Al principio está rígido como una baldosa, carece de olor, de sabor, está recubierto por una pátina blanca; pero cuando lo pones al fuego, poco a poco recobra su forma y su color, llena la cocina con su aroma. De la misma manera, los recuerdos tristes dormitan largo tiempo en una de las innumerables cavernas de la memoria; se mantienen allí durante años, decenios, la vida entera. Después, un buen día vuelven a la superficie, el dolor que los había acompañado vuelve a estar presente, tan intenso y punzante como lo era aquel día de hace tantos años.

Te estaba hablando de mí, de mi secreto. Pero para contar una historia es necesario empezar por el principio, y el principio está en mi juventud, en el aislamiento un poco anómalo dentro del cual había crecido y seguía viviendo. En mis tiempos, para una mujer la inteligencia era una cualidad sumamente negativa de cara al matrimonio; para las costumbres de aquella época una esposa no debía ser más que una productora estática y adorante. Una mujer que hiciese preguntas, una mujer curiosa, inquieta, era lo último que se podía desear. Por eso la soledad de mi juventud fue verdaderamente grande. A decir verdad, alrededor de los dieciocho o veinte años, dado que era agraciada y de bastante buena posición económica, tenía a mi alrededor enjambres de pretendientes. Pero apenas demostraba saber hablar, apenas les abría mi corazón con los pensamientos que se agitaban en su interior, a mi alrededor se hacía el vacío. Naturalmente, también hubiera podido quedarme callada o simular ser lo que no era, pero, por desgracia —o por suerte—, a pesar de la educación recibida, una parte de mí estaba todavía viva y esa parte rehusaba mostrarse con falsedad.

Concluido el instituto, como ya sabes, no proseguí los estudios porque se opuso mi padre. Se trató de una renuncia muy difícil para mí. Precisamente por eso estaba sedienta de saber. Apenas un joven decía que estaba estudiando medicina yo lo acribillaba a preguntas, quería saberlo todo. Lo mismo hacía con los futuros ingenieros, con los futuros abogados. Esa conducta mía desorientaba mucho, parecía que la actividad me interesaba más que la persona, y tal vez así fuese efectivamente. Cuando hablaba con mis amigas, con mis compañeras de colegio, tenía la sensación de que pertenecíamos a mundos que estaban a años luz. La gran línea divisoria entre ellas y yo era la malicia femenina. En la misma medida en que yo carecía completamente de ella, mis amigas la habían desarrollado hasta su máxima potencia. Detrás de su aparente arrogancia, detrás de su aparente seguridad, los hombres son extremadamente frágiles, ingenuos: llevan en su interior resortes muy primitivos, basta apretar uno de éstos para que caigan en la sartén como pescaditos fritos. Yo lo comprendí bastante tardíamente, pero mis amigas lo sabían ya entonces, a los quince o dieciséis años.

Con natural talento aceptaban misivas o las rechazaban, escribían las propias con una u otra entonación, concertaban citas y no acudían, o acudían muy tarde. Mientras bailaban, frotaban la parte adecuada del cuerpo y, al hacerlo, miraban al hombre a los ojos con la expresión intensa de las jóvenes cervatillas. Ésa es la malicia femenina, ésos son los halagos que llevan a tener éxito con los hombres. Pero yo, date cuenta, era como una patata, no entendía absolutamente nada de lo que ocurría a mi alrededor. Aunque pueda parecerte extraño, había en mí un profundo sentimiento de lealtad y esa lealtad me decía que jamás, jamás, podría enredar a un hombre. Pensaba que algún día encontraría a un joven con quien pudiera hablar hasta bien entrada la noche sin cansarme; hablando y hablando nos daríamos cuenta de que veíamos las cosas de la misma manera, de que experimentábamos las mismas emociones. Entonces nacería el amor, se trataría de un amor fundado en la amistad, en la estima, no en la facilidad del enredo.

Yo quería una amistad amorosa, y en eso era muy viril, viril en el sentido antiguo. Era la relación en condiciones de igualdad, creo, lo que infundía terror a mis pretendientes. Así, lentamente, había terminado por verme relegada al papel que habitualmente corresponde a las feas. Tenía muchos amigos, pero se trataba de amistades en una sola dirección: acudían a mí solamente para confesarme sus penas de amor. Mis amigas se iban casando una tras otra. Durante cierto período de mi vida, creo que no hice otra cosa que asistir a bodas. Mis coetáneas empezaban a tener niños y yo era siempre la tía soltera, vivía con mis padres, en casa, y estaba casi resignada a seguir siendo señorita eternamente. «A saber qué tienes en la cabeza —decía mi madre—, ¿será posible que no te guste Fulano, ni tampoco Mengano?». Para ellos era evidente que mis dificultades con el otro sexo eran consecuencia de mi carácter singular. ¿Que si lamentaba eso? No lo sé.

A decir verdad, no sentía en mi interior el deseo ardiente de formar una familia. La idea de traer un hijo al mundo me provocaba cierta desconfianza. Había sufrido demasiado de niña y tenía miedo de hacer sufrir de la misma manera a una criatura inocente. Además, aunque vivía aún en casa de mis padres, era totalmente independiente, dueña y señora de cada hora de mis jornadas. A fin de ganar algún dinero daba clases de recuperación de griego y latín, mis materias predilectas. Aparte de eso, no tenía otros compromisos: podía pasar tardes enteras en la biblioteca municipal sin tener que rendir cuentas a nadie, podía hacer excursiones a la montaña cada vez que me diera la gana.

En otras palabras, mi vida, comparada con la de otras mujeres, era libre, y yo tenía mucho miedo de perder esa libertad. Y, sin embargo, toda esa libertad, toda esa aparente felicidad, a medida que pasaba el tiempo la sentía cada vez más falsa, más forzada. La soledad, que al principio me había parecido un privilegio, empezaba a pesarme. Mis padres se estaban volviendo viejos, mi padre había sufrido un ataque de apoplejía y caminaba mal. Yo lo acompañaba diariamente, cogiéndolo del brazo, a comprar el periódico. Por aquel entonces tenía veintisiete o veintiocho años. Viendo mi imagen reflejada junto a la de él en los escaparates, de pronto me sentí también yo vieja y comprendí cuál era el rumbo que estaba tomando mi vida: de ahí a poco él se iba a morir, mi madre lo seguiría, yo me quedaría sola en una gran casa llena de libros; para pasar el tiempo tal vez me pondría a bordar o acaso a pintar acuarelas y los años irían volando uno tras otro. Hasta que alguien, una mañana, preocupado al no verme desde hacía días, llamaría a los bomberos: los bomberos desfondarían la puerta y encontrarían mi cuerpo tendido en el suelo. Estaba muerta, y lo que de mí quedaba no era muy distinto del casco seco que dejan en el suelo los insectos cuando mueren.

Sentía marchitarse mi cuerpo de mujer sin haber vivido y eso me inundaba de una gran tristeza. Además me sentía sola, muy sola. Desde que existía no había tenido nunca a nadie con quien hablar, quiero decir con quien hablar de verdad. Ciertamente era muy inteligente, leía mucho, como decía mi padre con cierto orgullo, a fin de cuentas: «Olga nunca se casará porque tiene demasiada cabeza». Pero toda esa supuesta inteligencia no conducía a ninguna parte, qué sé yo: no era capaz de emprender un gran viaje, ni de estudiar algo en profundidad. Me sentía las alas despuntadas por el hecho de no haber ido a la universidad. En realidad, la causa de mi ineptitud, de mi incapacidad de lograr que mis dotes dieran fruto, no provenía de eso. En el fondo, Schliemann había descubierto Troya siendo un autodidacta, ¿no? Mi freno era otro: un pequeño muerto en mi interior, ¿te acuerdas? Era él quien me frenaba, era él quien me impedía avanzar. Yo me quedaba quieta y aguardaba. ¿A qué? No tenía la menor idea.

El día que Augusto vino por primera vez a nuestra casa había nevado. Lo recuerdo porque en esta comarca rara vez nieva y porque, precisamente a causa de la nieve, ese día nuestro invitado a comer llegó con retraso. Como mi padre, Augusto se dedicaba a la importación de café. Había venido a Trieste para interesarse por la compra de nuestra empresa. Después de su ataque de apoplejía mi padre, que no tenía herederos varones, había decidido deshacerse de la empresa para pasar en paz sus últimos años. A primera vista, Augusto me pareció muy antipático. Venía de Italia, como decíamos nosotros, y al igual que todos los italianos tenía una afectación que yo encontraba irritante. Es extraño, pero a menudo ocurre que determinadas personas, importantes en nuestra existencia, al principio no nos gustan nada. Tras la comida mi padre se retiró a descansar y a mí me dejaron en la sala acompañando a nuestro huésped en espera de que para él llegase la hora de coger el tren. Estaba de lo más fastidiada. Durante esa hora, o poco más, que pasamos juntos, lo traté sin muchos miramientos. A cada pregunta suya contestaba con un monosílabo, y si él se quedaba callado, yo también. Cuando, ya ante la puerta, me dijo: «Mis respetos, señorita», le tendí la mano con la misma distancia con que una aristócrata se la concede a un hombre de rango inferior.

«Para ser italiano, el señor Augusto es simpático», había dicho mi madre esa noche mientras cenábamos. «Es una persona honrada —había contestado mi padre—. Y también hábil en los negocios». En ese momento, adivina lo que ocurrió. Mi lengua actuó por su cuenta: «¡Y no lleva anillo de boda!», exclamé con repentina vivacidad. Cuando mi padre repuso: «Efectivamente, el pobre es viudo», yo ya estaba roja como un tomate y profundamente avergonzada.

Dos días después, al volver de dar una clase, encontré en la entrada de casa un paquete envuelto en papel de plata. Era el primer paquete que recibía en mi vida. No conseguía imaginar quién podía habérmelo enviado. Bajo el paquete había una nota. ¿Conoce estos dulces? Debajo, la firma de Augusto.

Por la noche, con esos dulces sobre la mesita de noche, no lograba conciliar el sueño. «Los habrá enviado por cortesía hacia mi padre», decía para mis adentros, y, mientras tanto, me comía una tras otra las piezas de mazapán. Volvió a Trieste tres semanas después, «por negocio», según dijo durante el almuerzo, pero en vez de marcharse en seguida como la vez anterior, se quedó en la ciudad algún tiempo más. Antes de despedirse le pidió permiso a mi padre para llevarme a dar un paseo por la ciudad en su coche, y mi padre, sin siquiera consultarme, se lo concedió. Toda la tarde estuvimos dando vueltas por las calles de la ciudad; él hablaba poco, me pedía información sobre los monumentos y después se quedaba callado, escuchándome. Me escuchaba, eso era para mí un auténtico milagro.

La mañana del día en que se marchó me hizo enviar un ramo de rosas rojas. Mi madre estaba de lo más excitada, yo simulaba no estarlo, pero para abrir el sobre y leer la nota aguardé muchas horas. En breve sus visitas se volvieron semanales. Todos los sábados venía a Trieste y volvía a partir hacia su ciudad el domingo. ¿Recuerdas lo que hacía el Principito para domesticar al zorro? Iba todos los días a plantarse ante su madriguera y aguardaba a que saliera. De esa manera, poco a poco, el zorro aprendió a conocerlo y a no tenerle miedo. No sólo eso, sino que aprendió también a emocionarse ante la vista de todo aquello que le recordase a su pequeño amigo. Seducida mediante la misma táctica, yo también, esperándolo, empezaba a agitarme desde el jueves. El proceso de domesticación había empezado. Después de un mes, toda mi vida orbitaba alrededor de la espera del fin de semana. En poco tiempo, una gran confianza se había establecido entre nosotros. Con él, por fin, podía hablar: él apreciaba mi inteligencia y mi anhelo de saber; yo apreciaba su mesura, su disponibilidad para escuchar, esa sensación de seguridad y protección que los hombres maduros pueden brindar a una mujer joven.

Nos casamos en una sobria ceremonia el día 1 de junio de 1940. Diez días después, Italia entró en guerra. Por razones de seguridad, mi madre se refugió en una aldea de montaña, en el Véneto, en tanto que yo me instalé en L'Aquila con mi marido.

A ti, que la historia de aquellos años solamente la has leído, que en vez de vivirla la has estudiado, te parecerá extraño que yo nunca haya aludido a todos los trágicos sucesos de aquel período. Teníamos el fascismo, las leyes raciales, había estallado la guerra y yo seguía ocupándome tan sólo de mis pequeñas desdichas personales, de los desplazamientos milimétricos de mi ánimo. Pero no creas que mi actitud era excepcional, todo lo contrario. Salvo una pequeña minoría politizada, todos se comportaban de la misma manera en nuestra ciudad. Mi madre, por ejemplo, consideraba que el fascismo era una payasada. Cuando estábamos en casa definía al duce como «ese vendedor de sandía». Pero después iba a cenar con los jerarcas y se quedaba charlando con ellos hasta tarde. De la misma manera yo encontraba absolutamente ridículo y fastidioso participar en el «sábado italiano», marchar y cantar vistiendo los colores de una viuda. Sin embargo, igualmente acudía, pensaba que se trataba de una molestia a la que había que someterse para vivir tranquilos. Ciertamente, una conducta de esa clase no es grandiosa, pero es muy corriente. Vivir tranquilos es una de las máximas aspiraciones de los hombres: lo era en aquel entonces y probablemente sigue siéndolo.

En L'Aquila nos alojamos en la casa de la familia de Augusto, un gran apartamento en la primera planta de un palacete nobiliario del centro. Los muebles eran oscuros, pesados: había poca luz y el aspecto era siniestro. En cuanto entré, sentí que se me oprimía el corazón. ¿Aquí es donde tendré que vivir, me pregunté, con un hombre al que conozco desde hace apenas seis meses, en una ciudad en la que no tengo ni siquiera un amigo? Mi marido comprendió en seguida el estado de desconcierto en que me hallaba y durante las primeras dos semanas hizo todo lo que pudo por distraerme. Día sí, día no cogía el coche e íbamos de excursión por las montañas de los alrededores. Ambos éramos muy aficionados a las excursiones. Viendo aquellas montañas tan hermosas, esos pueblos encastillados en las cimas como si fuesen pesebres, me había tranquilizado un poco, en cierto sentido me parecía no haber abandonado el Norte, mi casa. Seguíamos hablando mucho. Augusto amaba la naturaleza, sobre todo los insectos, y mientras paseábamos me explicaba un montón de cosas. Gran parte de lo que sé sobre las ciencias naturales se lo debo precisamente a él.

Al terminar esas dos semanas, que fueron nuestra luna de miel, él reemprendió su trabajo y yo empecé mi propia vida, sola en la gran casa. Me acompañaba una vieja criada, que se encargaba de las principales faenas domésticas. Como todas las esposas burguesas, yo sólo tenía que programar el almuerzo y la cena: por lo demás, no tenía nada que hacer. Adopté la costumbre de salir todos los días, sola, a dar largos paseos. Recorría de cabo a rabo las calles a paso vivo, tenía en la cabeza muchos pensamientos y no lograba poner claridad entre ellos. ¿Lo quiero, me preguntaba deteniéndome repentinamente, o todo ha sido un gran deslumbramiento? Cuando estábamos sentados a la mesa, o por las noches en la sala, lo miraba y al mirarlo me preguntaba: ¿qué es lo que siento? Sentía ternura, eso era seguro, y con toda certeza él sentía lo mismo hacia mí. Pero ¿era eso el amor? ¿Simplemente eso? No habiendo sentido nunca otra cosa, no lograba encontrar una respuesta.

Después de un mes llegaron a oídos de mi marido las primeras murmuraciones. «La alemana —habían dicho voces anónimas— anda sola por las calles a todas horas». Yo estaba estupefacta. Habiendo crecido entre costumbres diferentes, nunca hubiera podido imaginarme que unos inocentes paseos pudiesen causar escándalo. Augusto estaba disgustado, comprendía que para mí el asunto era incomprensible, pero, sin embargo, en favor de la paz ciudadana y por su propio buen nombre, igualmente me rogó que interrumpiera mis salidas solitarias. Después de seis meses de esa clase de existencia me sentí completamente apagada. El pequeño muerto interior se había convertido en un muerto enorme; yo actuaba como una autómata, tenía la mirada opaca. Cuando hablaba, sentía distantes mis palabras, como si salieran de la boca de otra persona. Entretanto, había conocido a las esposas de los colegas de Augusto y me veía con ellas en un café del centro.

A pesar de que éramos más o menos coetáneas, en realidad teníamos muy poco que decirnos. Hablábamos el mismo idioma, pero ése era el único punto en común.

Al regresar a su ambiente, en breve Augusto empezó a comportarse como un hombre de su tierra. Durante las comidas nos manteníamos casi callados, cuando yo me esforzaba por contarle algo me contestaba sí o no, con monosílabos. Por las noches frecuentemente se iba al círculo; cuando se quedaba en casa se encerraba en su despacho para ordenar su colección de coleópteros. Su gran sueño era descubrir algún insecto que nadie conociese todavía, y así su nombre perduraría para siempre en los libros de ciencias. Yo hubiera querido perpetuar el nombre de otra manera, vale decir, con un hijo: ya tenía treinta años y sentía que el tiempo se deslizaba cada vez más rápidamente a mis espaldas. Desde ese punto de vista, las cosas funcionaban muy mal: después de una primera noche más bien decepcionante, no había ocurrido gran cosa más. Tenía la sensación de que, por encima de todo, lo que quería Augusto era encontrar en casa a alguien a la hora de comer, alguien a quien exhibir con orgullo en la catedral los domingos; parecía no interesarle gran cosa la persona que había detrás de esa imagen reconfortante. ¿Adónde había ido a parar el hombre agradable y disponible del tiempo del galanteo? ¿Era posible que el amor tuviese que terminar de esa manera? Augusto me había contado que en primavera los pájaros cantan con más fuerza para complacer a las hembras, para inducirlas a construir el nido con ellos. Había obrado también él de la misma manera: una vez seguro de tenerme en el nido, había dejado de interesarse por mi existencia. Yo estaba allí, le brindaba calor y basta.

¿Lo odiaba? No; te parecerá extraño, pero no lograba odiarlo. Para odiar a alguien es necesario que te hiera, que te haga daño. Augusto no me hacía nada, ésa era la cuestión. Es más fácil morirse de nada que de dolor: una puede rebelarse ante el dolor; ante la nada, no.

Naturalmente, cuando hablaba con mis padres les decía que todo iba bien, me esforzaba por mostrar una voz de joven esposa feliz. Estaban seguros de haberme dejado en buenas manos y yo no quería que esa seguridad de ellos se resquebrajase. Mi madre seguía ocultándose en las montañas, mi padre se había quedado solo en la torre familiar con una prima lejana que lo atendía. «¿Novedades?», me preguntaba una vez al mes; y yo contestaba que no, que todavía no. Le importaba mucho tener un nietecito, con la senilidad lo había invadido una ternura que antes nunca había tenido. Lo sentía un poco más cerca de mí a causa de ese cambio y lamentaba decepcionar sus expectativas. Al mismo tiempo, sin embargo, no tenía suficiente confianza como para contarle los motivos de mi prolongada esterilidad. Mi madre me enviaba largas cartas que chorreaban retórica. Escribía en la hoja «mi adorada hija», y debajo enumeraba minuciosamente todas las pocas cosas que le habían ocurrido ese día. Por último siempre me comunicaba que había terminado de tejer la última prenda para el nieto que tenía que llegar. Mientras tanto yo me consumía, al mirarme todas las mañanas en el espejo me veía cada vez más fea. De vez en cuando le decía a Augusto por las noches: «¿Por qué no conversamos?». «¿De qué?», contestaba él sin levantar la mirada de la lupa con la que estaba observando algún insecto. «No sé —respondía yo—, tal vez nos podamos contar algo». Entonces él meneaba la cabeza: «Olga —decía—, tú realmente tienes la fantasía enferma».

De todos es sabido que los perros, después de una larga convivencia con el amo, terminan poco a poco por parecérsele. Yo tenía la sensación de que a mi marido le estaba ocurriendo lo mismo: cuanto más transcurría el tiempo, más se parecía en todo y de todas las maneras a un coleóptero. Sus movimientos ya no tenían nada de humano, no eran fluidos, sino geométricos, cada gesto se desarrollaba con movimientos mecánicos. E igualmente su voz carecía de timbre, ascendía desde algún lugar no precisado de la garganta con un ruido metálico. Se interesaba de manera obsesiva por los insectos y por su trabajo, pero, aparte de esas dos cosas, no había nada que le causara el más mínimo arrebato. En cierta ocasión, sosteniéndolo con unas pinzas, me había mostrado un insecto horrible, creo que se llamaba grillo topo. «Mira qué mandíbulas —me había dicho—, con ellas verdaderamente puede comer de todo». Esa misma noche soñé con él bajo esa forma, era enorme y devoraba mi vestido de novia como si fuese de cartón.

Después de un año empezamos a dormir en cuartos separados: él se quedaba despierto con sus coleópteros hasta tarde y no quería molestarme, o, por lo menos, eso es lo que dijo. Contándote así lo que era mi matrimonio, te parecerá algo extraordinariamente horrible, pero realmente no tenía nada de extraordinario. En aquel entonces casi todos los matrimonios eran así, pequeños infiernos domésticos en los que tarde o temprano uno de los dos tenía que sucumbir.

¿Por qué no me rebelaba? ¿Por qué no cogía mi maleta para regresar a Trieste?

Porque entonces no había ni separación ni divorcio. Para romper un matrimonio tenía que haber malos tratos graves, o había que tener un temperamento rebelde, huir, largarse a vagabundear por el mundo para siempre. Pero, como sabes, la rebeldía no forma parte de mi carácter, y Augusto no sólo jamás había levantado contra mí ni un dedo, sino ni siquiera la voz. Jamás me hizo falta nada. Los domingos, al regresar de la misa, nos metíamos en la pastelería de los hermanos Nurzia y me compraba todo lo que me diera la gana. No te será difícil imaginar con qué clase de sentimientos me despertaba todas las mañanas. Después de tres años de matrimonio tenía en la mente un solo pensamiento, y era el pensamiento de la muerte.

Augusto nunca me habló de su anterior esposa: las pocas veces que yo, discretamente, le pregunté algo, cambió de tema. Con el tiempo, caminando durante las tardes de invierno por esas habitaciones espectrales, me convencí de que Ada —así se llamaba su primera esposa— no había muerto por enfermedad o accidente, sino que se había suicidado. Cuando la criada no estaba en casa, yo pasaba el tiempo desatornillando tablones, desmontando los cajones: buscaba furiosamente un rastro, un indicio que confirmase mis sospechas. Un día de lluvia, en el falso fondo de un armario, encontré unos vestidos de mujer, eran los de ella. Saqué uno, oscuro, y me lo puse: teníamos la misma talla. Contemplándome en el espejo empecé a llorar. Lloraba quedamente, sin sollozos, como quien sabe que su destino ya está marcado. En un rincón de la casa había un reclinatorio de madera maciza que había pertenecido a la madre de Augusto, una mujer muy devota. Cuando no sabía qué hacer, me encerraba en aquel cuarto y allí me quedaba durante horas, con las palmas unidas. ¿Rezaba? No lo sé. Hablaba, o trataba de hablar, con Alguien que suponía se hallaba por encima de mi cabeza. Decía: «Señor, haz que encuentre mi camino, si es éste mi rumbo ayúdame a soportarlo». La asistencia habitual a la iglesia, a la que me había visto obligada por mi condición de esposa, me había llevado a volver a plantearme muchas preguntas, unas preguntas que llevaba sepultadas en mi interior desde la infancia. El incienso me aturdía, igual que la música del órgano. Escuchando la lectura de las Sagradas Escrituras algo vibraba débilmente en mi interior. Pero cuando encontraba por la calle al párroco sin los paramentos sacros, cuando miraba su nariz a manera de esponja y sus ojos algo porcinos, cuando escuchaba sus preguntas banales e irremediablemente falsas, ya nada vibraba en mí y me decía: «Pues ya está, no es más que un embuste, una manera de conseguir que las mentes débiles soporten la opresión bajo la cual les toca vivir». Pese a todo, en el silencio de la casa, me gustaba leer el Evangelio. Encontraba que muchas palabras de Jesús eran extraordinarias, me cargaba de fervor hasta el extremo de repetirlas en voz alta muchas veces.

Mi familia no era nada religiosa: mi padre se consideraba un librepensador y mi madre, conversa desde hacía ya dos generaciones, como te he contado, acudía a misa simplemente por puro conformismo social. Las pocas veces que le había preguntado algo acerca de los asuntos de la fe me había dicho: «No sé, nuestra familia no tiene religión». Sin religión. Esa frase tuvo el peso de un peñasco en la fase más delicada de mi infancia, cuando me hacía preguntas sobre las cosas más grandes. En esas palabras había una especie de marca de infamia: habíamos abandonado una religión para abrazar otra hacia la cual no sentíamos el menor respeto. Éramos unos traidores, y en cuanto traidores, para nosotros no había sitio ni en el cielo ni en la tierra, en ningún lugar.

De tal suerte, aparte de las pocas anécdotas que me habían enseñado las monjas, no había conocido nada más sobre el saber religioso. Hasta los treinta años. El reino de Dios está dentro de nosotros, repetía para mis adentros al tiempo que caminaba por la casa vacía. Lo repetía e intentaba imaginar dónde se encontraba. Veía a mi ojo meterse en mi interior como un periscopio, escrutar los vericuetos del cuerpo, los repliegues mucho más misteriosos de la mente. ¿Dónde estaba el reino de Dios? No conseguía verlo, alrededor de mi corazón había bruma, una bruma pesada y no las colinas verdes y luminosas que imaginaba eran el paraíso. En los momentos de lucidez me decía: «Estoy volviéndome loca, como todas las solteronas y las viudas, lentamente, imperceptiblemente, he caído en el delirio místico». Después de cuatro años de esa clase de vida, cada vez me costaba más distinguir las cosas falsas de las verdaderas. Las campanadas de la catedral cercana sonaban cada cuarto de hora; para no oírlas o por oírlas menos me metía algodón en los oídos.

Me había entrado la obsesión de que los insectos de Augusto no estaban muertos ni mucho menos. Por las noches sentía el crujir de sus patas mientras merodeaban por la casa, caminaban por todas partes, trepaban por las paredes empapeladas, reptaban sobre las baldosas de la cocina, se arrastraban por las alfombras de la sala. Estaba allí, en la cama, y contenía el aliento esperando que entrasen en mi cuarto a través de la rendija inferior de la puerta. A Augusto trataba de ocultarle ese estado mío. Por la mañana, con una sonrisa en los labios, le comunicaba qué pensaba preparar para el almuerzo; seguía sonriendo hasta que él salía de casa. Con la misma sonrisa estereotipada lo recibía a su regreso.

Igual que mi matrimonio, la guerra también había llegado a su quinto año. Durante el mes de febrero habían caído bombas sobre Trieste. Bajo el último ataque, la casa de mi infancia había quedado completamente destruida. La única víctima había sido el caballo que mi padre utilizaba para su calesa, lo habían encontrado en medio del jardín con dos patas arrancadas.

En aquel entonces no había televisión, las noticias viajaban mucho más lentamente. De la pérdida de nuestra casa me enteré al día siguiente, mi padre me telefoneó. Ya por cómo él había dicho «dígame», yo me di cuenta de que algo grave había ocurrido; tenía la voz de una persona que ha dejado de vivir tiempo atrás. Sin tener ya un sitio mío al que regresar me sentí verdaderamente perdida. Durante dos o tres días di vueltas por la casa como en estado de trance. No había nada que lograse sacarme de ese aturdimiento: en una secuencia única, monótona y monocromática, veía desplegarse uno detrás de otro mis años hasta la muerte.

¿Sabes cuál es un error en el que siempre incurrimos? El de creer que la vida es inmutable, que una vez metidos en unos raíles hemos de recorrerlos hasta el final. En cambio, el destino tiene mucha más fantasía que nosotros. Justamente cuando crees encontrarte en una situación que no tiene escapatoria, cuando llegas al ápice de la desesperación, con la velocidad de una ráfaga de viento cambia todo, queda patas arriba, y de un momento a otro te encuentras viviendo una nueva vida.

Dos meses después del bombardeo de la casa terminó la guerra. Yo viajé inmediatamente a Trieste, mi padre y mi madre ya se habían trasladado a un apartamento provisional con otras personas. Había tal cantidad de asuntos prácticos de que ocuparse que después de una semana ya casi me había olvidado de los años que había pasado en L'Aquila. También Augusto llegó un mes después. Tenía que volver a coger las riendas de la empresa que le había comprado a mi padre, durante aquellos años de guerra había delegado su administración y no había trabajado casi nada con ella. Además, mi padre y mi madre ya no tenían vivienda y habían envejecido mucho de veras. Con una rapidez que me sorprendió, Augusto decidió abandonar su ciudad para trasladarse a Trieste, compró esta torre en la meseta y antes del otoño vinimos a vivir aquí todos juntos.

Contrariamente a mis previsiones, mi madre fue la primera en dejarnos, murió poco después de comenzar el verano. Su temple empecinado había quedado minado por aquel período de soledad y de miedo. Con su desaparición volvió a manifestarse vivamente en mí, con prepotencia, el deseo de tener un hijo. Nuevamente dormía con Augusto y pese a ello, por las noches, entre nosotros no ocurría nada o casi nada. Yo pasaba mucho tiempo en el jardín, sentada en compañía de mi padre. Precisamente fue él quien me dijo, durante una tarde soleada: «Para el hígado y para las mujeres, las aguas pueden resultar milagrosas».

Dos semanas después, Augusto me acompañó a coger el tren hacia Venecia. Allí, a última hora de la mañana, cogería otro tren hacia Bolonia, y, tras otra combinación, al atardecer tenía que llegar a Porretta Terme. A decir verdad, yo no creía gran cosa en los efectos de las aguas termales; si había decidido partir era sobre todo por un gran deseo de soledad, sentía la necesidad de estar en compañía de mí misma de una manera diferente de la que había vivido durante los años anteriores. Había sufrido. Casi todo estaba muerto dentro de mí, yo era como una pradera después de un incendio, todo se veía negro, carbonizado. Sólo con la lluvia, el sol, el aire, lo poco que había quedado debajo podría poco a poco encontrar la energía para volver a crecer.