El New York Times informa el 5 de mayo sobre un discurso que el anterior secretario de Defensa, James R. Schlesinger, ha pronunciado en una reunión de la Comisión Norteamericana de Asuntos Públicos Israelíes. Según dice, la administración Ford está socavando el apoyo moral a Israel al ejercer una presión excesiva para que haga concesiones a los árabes. Considera que tratamos ahora a Israel como tratamos a Vietnam del Sur durante las negociaciones de paz de 1972-73, cuando culpamos a los survietnamitas de nuestro fracaso en llegar a un acuerdo de paz. Durante las negociaciones de París, Kissinger a menudo se quejó de que Nguyen Van Thieu obstaculizaba todos sus esfuerzos por alcanzar un acuerdo. «A la sazón, el señor Thieu cedió a resultas de las promesas de ayuda por parte de Estados Unidos, así como de las amenazas implícitas del presidente Richard M. Nixon», dice el Times. El señor Schlesinger habla de «la reciente vietnamización de Israel». El señor Kissinger, que carga con una parte considerable de la responsabilidad por lo ocurrido en Vietnam, pide a Israel que confíe en él a la hora de garantizar su posición en Oriente Medio. No contento con eso, parece exigir a Israel que ponga solamente en él toda la fe que pueda tener.

Qué lástima que el gran Metternich no naciera en Uganda.

En marzo, Laqueur escribió que Israel mantenía una postura firme, pero que no tenía otra estrategia. Hace ya mucho tiempo que no se han producido nuevas estrategias en política exterior; sólo se dan reacciones a los movimientos que hagan los otros. ¿Qué podría hacer Israel? Laqueur pensaba que sería realista por parte de Israel decir al mundo entero que no tiene la menor intención de anexionarse territorios árabes, que está dispuesto a respetar la resolución 242 de las Naciones Unidas, que hace hincapié en que «es inadmisible la adquisición de territorio por medio de la guerra». Laqueur sugiere que Israel debería declararse deseoso de evacuar los territorios por etapas, «a lo largo de un período de cinco a diez años, dentro del marco de un acuerdo general de paz que implique el reconocimiento de Israel y la rectificación regulada de las fronteras de 1967 en aras de su propia seguridad». Tras expresar estas recomendaciones, Laqueur añade que ha pasado mucho tiempo desde que se hicieron a los árabes propuestas concretas de coexistencia.

Sin embargo, a finales de mayo me alegré al leer un artículo del Servicio de Télex del Chicago Tribune en el que se decía que el embajador en Londres, Gideon Rafael, había descrito las propuestas israelíes para las conversaciones de paz. No han recibido mucha atención. La prensa estaba entonces ocupada con la confesión de un excongresista por Ohio, que puso a su novia, un bombón que hablaba por los codos, en nómina de la agencia federal. Cuando termine este fascinante episodio de la historia norteamericana, esas nuevas propuestas tal vez alcancen los titulares de primera plana. En una de ellas se exige una moratoria sobre el programa de armamento. Los muchos cientos de miles de millones de dólares que se han ahorrado con un acuerdo de desarme podrían utilizarse para el reasentamiento de los refugiados y el desarrollo de Oriente Medio. Israel también ha propuesto que termine el estado de guerra, que las fuerzas armadas se retiren hasta fronteras seguras y reconocidas, que se negocie un acuerdo sobre el problema de los refugiados, que se reabra el Canal de Suez y otras rutas náuticas a la libre navegación de mercancías. Por último, se contiene la sugerencia de que las grandes potencias actúen como observadores mientras duren las negociaciones entre árabes e israelíes.

Es probable que los árabes hagan caso omiso de estas últimas propuestas, pero al menos indican que Israel no se ha anclado en un inmovilismo inflexible, que no está paralizado por la terquedad de las rivalidades políticas, que no carece de un liderazgo definido. Sus líderes, está claro, aún son capaces de encontrar un consenso. Es probable que las matanzas del norte (llamarlas asesinato masivo no es ninguna exageración) les hayan hecho entrar en razón.

Nadie puede saber cuál es con exactitud la cifra de víctimas en Líbano. ¿Y si lo supiéramos, qué? ¿Sería más abrumador hablar de cuarenta mil muertos que de treinta mil? Sólo cabe preguntarse cómo se registran todas esas matanzas en el ánimo y en el espíritu de la raza. Se ha estimado que los Jmeres Rojos han destruido la vida de un millón y medio de camboyanos, al parecer como parte de un plan de mejora y renovación del pueblo. ¿Qué significado puede tener esa fabricación en masa de cadáveres? En la antigüedad, las murallas de las ciudades que eran capturadas en Oriente Medio a veces se decoraban con los pellejos de los vencidos. Esa costumbre terminó por desaparecer. Ahora bien, la ansiedad de matar por fines políticos —o de justificar las matanzas acudiendo a tales fines— sigue siendo tan aguda como siempre lo ha sido.