El estado anímico de Jacob Leib Talmon es a la vez fervoroso y deprimido. Enérgico, dramático conversador, vierte en su conversación sus amplios conocimientos históricos. Tiene un aire profesoral, un punto de gordura que conviene a su imagen. Viste muy correctamente, con una corbata bien elegida; no es uno de esos israelíes que llevan la camisa abierta, hombres de pelo en pecho. La conversación es seria, aunque quizá fuera mejor decir «atormentada». Expresa de manera exhaustiva lo que llevo meses oyendo, todas las suspicacias, las dudas, los temores. La crisis es grave. Un amigo israelí me lo ha advertido en más de una ocasión: «Por lo que más quieras, no te dejes embaucar por lo que dicen aquí los intelectuales. Tú, precisamente tú, tendrías que darte cuenta». Recuerdo ahora esta advertencia, pero al mismo tiempo me percato de lo profundamente alterado que está el profesor, cómo se le desgarra el corazón. Me habla de la historia judía, de la historia europea, de la historia universal, pero en medio de cada una de sus frases, de corte académico, se interrumpe para decir «a fin de cuentas, ¿no ganó Hitler en lo que a los judíos se refiere? Al menos un tercio de los seis millones de personas que murieron en los campos de exterminio eran la mejor esperanza para el futuro de Israel: sionistas, demócratas liberales, todos ellos con una alta educación, perfectamente formados. Y fueron destruidos, gaseados, incinerados. Millones de personas que «se hicieron humo». La propia «cuestión judía» se hizo humo. «Los judíos orientales que han venido a Israel son admirables a su manera, pero carecen de los conocimientos modernos que tanto necesitamos. Sí, mientras los judíos padecían las atrocidades de Hitler la conciencia del mundo estaba pendiente de ellos, pero cuando murieron también murió esa conciencia. Antes de 1939, los judíos del Centro y del Este de Europa crearon una civilización rica, vitalista: una cultura, una literatura, instituciones. Y cuando desapareció, sólo quedaron las sinagogas para dotar de coherencia a la vida judía en estos tiempos cada vez más laicos. Ésa es una de las razones que explican el auge del clericalismo judío en Israel. Nuestros políticos se ven obligados a aprovechar todo lo que pueda servir para aglutinarnos».
El profesor Talmon, que enseña historia política de Europa, va mucho más allá de Israel. Cuando habla de las nuevas formas del nacionalismo israelí, también comenta las variedades francesa y eslavófila. El nacionalismo integral, como él lo llama, equivale a una sola cosa: el poder de los muertos sobre los vivos. Tiene un intenso temor del extremismo nacionalista y fanático que se da en Israel. Comentamos el debate sobre las futuras fronteras. Es una locura, dice, remontar esa argumentación al judaismo de la Edad de Bronce e invocar la enemistad de los malaquitas y los edomitas, reclamar unos derechos eternos —pasados, presentes y futuros— sobre Tierra Santa, combinar las visiones escatológicas con el armamento moderno. Lo que más preocupa a Talmon es que en cualquier otro lugar tales movimientos han sido de forma invariable intensamente antisemitas. Los nacionalistas místicos de Israel han empezado a emplear un lenguaje propio de una guerra santa. Los extremistas árabes también invocan una guerra santa, la yihad. La situación es explosiva. La supervivencia judía no sólo está amenazada por los enemigos árabes, sino también socavada desde dentro en opinión de Talmon.
Tras la victoria de 1967, Israel pudo considerarse aunque fuera pasajera y brevemente como una potencia militar. También pudo considerarse, según apunta Talmon en el manuscrito que me envió, «como uno de los pocos países que aún tenía un claro concepto de su propósito en el hastiado mundo contemporáneo[15]». Esto último es algo que considero de capital importancia. Los israelíes vivieron una guerra, y no el equivalente moral de una guerra que buscaba William James, para adquirir firmeza. Presa de su preocupación por la decadencia de la civilización, víctimas de su orgullo (orgullo y preocupación a partes iguales), tenían algo que enseñar al mundo. El desconcertado, perplejo remanente de seres humanos que salió a rastras de Auschwitz había demostrado que era capaz de cultivar una tierra baldía, de industrializarla, de construir ciudades, de crear una sociedad, realizar investigaciones, filosofar, escribir libros, sostener una gran tradición moral y, por último, crear un ejército de duros combatientes.
En 1973, la guerra erosionó gravemente su confianza. Los egipcios atravesaron el Canal de Suez. De pronto volvió a abrirse el abismo. Francia e Inglaterra abandonaron a Israel. El bloque de naciones con voto en las Naciones Unidas revivió el sentimiento de que «no se debe contar con Israel en el concierto de las naciones». Mientras Israel combatía por su propia vida, los implicados en el debate sopesaban sus pecados y, sobre todo, los problemas de los palestinos. En este siglo de desórdenes, los refugiados han tenido que huir de muchos países. En India, en África, en Europa, millones de seres humanos han tenido que darse a la fuga, han sido transportados, esclavizados, han cruzado en estampida las fronteras, han muerto de inanición, pero sólo el caso de los palestinos sigue abierto de manera permanente. En lo tocante a Israel, el mundo está hinchado de conciencia moral. Los juicios morales, un espectro en toda Europa, pasan a ser un gigante en toda regla cuando se habla de Israel y de los palestinos. ¿Se debe todo ello a que Israel ha asumido las responsabilidades de una democracia liberal? ¿Se debe a otras razones? Lo que Suiza es a las vacaciones de invierno y la costa de Dalmacia a los turistas veraniegos, es lo que son Israel y los palestinos para la necesidad de justicia que sienten los europeos: una especie de zona turística de la moral.
Dice Talmon que el derecho de Israel a la existencia ha de conquistarse mediante esfuerzos especiales, «mediante una expiación especial, mediante el mero hecho de ser mejor que los demás». Éste es el tormento y la paradoja más persistente de Israel. «Exigimos más a este estado», dice Sartre. Pero como la soberanía de Israel está cuestionada y la opinión pública mundial no está dispuesta a reconocer que se trata de un país como cualquier otro, exigirle más es incurrir en un absurdo cruel. A juicio de Talmon, Israel se va convirtiendo en «un estado gueto». ¿Cabe exigir más a un «estado gueto»? No será fácil rastrear esta encantadora paradoja hasta sus orígenes. Las propias tradiciones morales de los judíos seguramente tienen algo que ver con ello. Por otra parte, muchos radicales europeos, me parece, han postergado toda expectativa moral y han preferido predecir que la historia, que es en sí misma una suerte de motor moral, desarrollará sociedades justas por medio de la lucha de clases y la revolución. No exigen que el campesino africano o el fellah analfabeto sea moral de acuerdo con nuestros criterios (con nuestros criterios pretéritos, habría que puntualizar). Sin embargo, algunos parecen creer que los judíos, con su preciada, refinada historia de sufrimientos, tienen una obligación incomparable, consistente en soportar el peso de la carga moral que todo el resto del mundo ha desestimado.
Por eso, dice Talmon, Israel, que tan orgulloso y confiado estaba tras 1967, de la noche a la mañana se ha visto reducido a la mendicidad, mientras sus enemigos mortales, gracias a sus petrodólares, se han convertido en los banqueros e inversores más poderosos del mundo. Los embajadores de los países más orgullosos del mundo se prosternan ante los príncipes del petróleo. Los hombres de negocios norteamericanos, británicos y franceses presionan para venderles ordenadores, reactores nucleares, misiles, aviones, sistemas industriales completos. Sólo Estados Unidos, al menos por el momento, puede permitirse el lujo de respaldar a Israel. El afable y alterado profesor Talmon, al tratar de filtrar esta avalancha de causas y efectos por medio del tamiz de su erudición, menciona en un instante a los asmoneos y los romanos, y al siguiente menciona a Marx y a Lenin o a Charles Maurras, Auguste-Maurice Barres y a la Iglesia Católica. ¿Le serían más fáciles las cosas si no supiera tantas? Aunque él es la fuente de la que emanan esos veloces pensamientos, a veces parece ser la diana de los mismos.
Hacia el final de nuestra charla, el profesor Talmon habla de Israel y de la palabra «judería». El destino de la judería en Israel y en la Diáspora se halla tan estrechamente ligado, dice, que la destrucción de Israel acarrearía la destrucción de «la existencia corporativa de los judíos en el mundo entero, y una catástrofe que podría destrozar a la judería estadounidense».
Última sesión con Moshe, el masajista. Echaré en falta sus breves charlas sobre anatomía no porque me aporten nueva información (tiende a repetirse), sino porque me gusta su aire de adolescente en la mediana edad, su cara entre fresca y desgastada, la inocencia de su profética actitud frente al templo del cuerpo. Abre su mochila y saca sus frascos de aceites y ungüentos; empapa toallas en agua hirviendo para aplicármelas a la espalda, me coloca un reposapiés bajo los tobillos, y mientras me masajea me explica sus técnicas, revela las misteriosas relaciones entre los músculos y los órganos. Todo resulta asombrosamente moderno, científico, maravilloso. Al mismo tiempo es antiquísimo, como de Esculapio. Cuando me pregunta por el papel de los masajistas en la literatura, sólo acierto a pensar en el ciego de La hoguera del mediodía, la novela de Rayner Heppenstall. Y vagamente pienso en algún personaje de una novela japonesa. ¿Era el Diario de un viejo loco, de Junichiro Tanizaki? Tanizaki ha trazado el retrato de algunos de los hipocondríacos más extraordinarios que hay en ficción. No, era en El cuento de un ciego, de Tanizaki, donde aparece el masajista en que estoy pensando. Le describo a Moshe el masaje al estilo japonés. No se desviste uno; se le aplica el masaje a través de la ropa. «Inteligente —dice Moshe. A través de la ropa no hay fricción». Nunca ha oído hablar del libro de Heppenstall, toma nota del título. Habla del futuro de la fisioterapia en este país, como profesión para los jóvenes israelíes. Me habla de un joven que estaba atraído por la profesión. El padre del muchacho entró hecho un basilisco en la casa de baños donde trabaja Moshe. «Me soltó una reprimenda —dice Moshe—, pero yo lo aplaqué. Le convencí de que era un arte, una verdadera vocación. Empezó a ver la luz».
Al final, Moshe se pone el abrigo. «Me temo que éste es el adiós». Tomamos un trago de genuina tzuica rumana. Se puede comprar tzuica excelente en Jerusalén. Se encuentra vodka polaca con sabor a hierbas, o Stolichnaya, en la tienda del comerciante armenio del otro lado del valle, pero no hay nada como esta tzuica clara de los Cárpatos. Comparto esta extraordinaria quintaesencia de ciruela con Moshe porque siento verlo marchar. Me pregunto qué hace falta para seguir siendo tan intenso ya en la edad madura. Se le cae el cabello, pero sus sentimientos son todavía nuevos. Confía que no olvidaré la práctica de visualizar mentalmente las cifras del uno al nueve. No hay nada mejor cuando uno tiene dolor de cuello. Si se entera de que hay algún buen masajista en Chicago, me enviará su nombre y dirección.