Llegan continuamente mensajes de Teddy Kollek, el alcalde. Nos invita a Alexandra y a mí a un concierto, a visitar un yacimiento arqueológico, a tomar el té con el Patriarca griego. Lo tiene todo en mente, nunca deja de consultar, de recordar, de agradecer. Sus puntillosos apuntes me hacen sentirme algo lerdo. Kollek es lento y pesado, pero se mueve con gran rapidez. Es un hombre de una actividad furiosa. Es un alma que salta obstáculos, que no filosofa. Nunca descansa su cara pasivamente sobre sus maxilares; los pliegues que tiene son los de un hombre de muy avezada astucia. Tiene la nariz recta, corta, gruesa y dominante; tiene una coloración rubicunda; sus cabellos, pelirrojos, le caen sobre la frente cuando entra en acción. A Balzac le habría gustado el alcalde. Kollek es a Jerusalén lo que el viejo Papá Goriot era a sus hijas, lo que el Primo Pons era a los objetos artísticos. Ahora bien, no hay categoría capaz de contener a un fenómeno de semejante fuerza. Cuando está de servicio (en realidad, nunca descansa) recorre la ciudad en coche. Es capaz de llevarte a dar una vuelta por los suburbios que ha construido en Jerusalén Este. Llega en el autobús amarillo que es propiedad municipal acompañado de varios ayudantes (los especialistas en horticultura, en sanidad, en actividades recreativas), dispuesto a enseñar a quien sea los parques que ha creado a partir de solares desiertos en varios parajes. Hay incluso un parque para invidentes, con indicaciones en braille que describen el paisaje y las plantas. Jardinero aficionado, parece conocer todos y cada uno de los matorrales que crecen en la ciudad. Y además, cómo no, conoce a los donantes de cada uno de ellos. Como una computadora, recuerda a la perfección los nombres de los filántropos y su secretario toma buena nota. «En ese hueco se podría encajar un terreno para unos columpios y un parque infantil. Enviemos a Fulano de Tal una carta al respecto». Kollek tiene conocidos en el mundo entero; conoce a los más grandes, a los ricos, a los personajes de más relumbrón de todos los países. En este sentido es bastante similar a Meyer Weisgal. Todo el mundo se pone al servicio de sus fines, y a nadie parece perjudicar el prestar tales servicios, sino al contrario. Kollek tiene un gran talento para hablar a las claras— con sus ojos azules indica una total claridad—, a pesar de lo cual respeta todas las formalidades. Siempre sabe sacar punta a una frase de rigor, es un hombre de cierta cultura. Tiene unos modales vieneses, a los que añade unos toques de elegancia británica. Habla el inglés con fluidez, y lo habla con un ligero acento británico. Cuando recibe a invitados ingleses de corte erudito, sea en la materia que sea, se muestra expansivamente feliz y contento. Cuando pasó un día con Sir Isaiah Berlín se sintió como en el cielo. Le obsequió con un almuerzo glorioso, equivalente a un banquete en toda regla, e hizo un chiste de lo más erudito sobre Kant y Königsberg. Sus memorias, si alguna vez tuviera tiempo de ponerse a escribirlas, fascinarían al mundo entero. No habló con demasiada bondad de la autobiografía de Golda Meir, publicada hace poco. Una obra decepcionante. Estoy de acuerdo con él. La señora Meir, una mujer de carácter poderoso, parece haberse impuesto una férrea autocensura sobre sus sentimientos más fuertes, y en su libro ha adoptado el estilo de cortesía al uso entre los congresistas norteamericanos: «el distinguido caballero del gran estado de Arkansas», y tonterías por el estilo. Lo hace obviamente por razones políticas. Aún a día de hoy identificada por completo con el gobierno de Israel, Golda Meir no desea ofender a nadie, ni menos aún crearse enemigos entre sus partidarios y defensores norteamericanos. Sus amables palabras sobre el presidente Nixon, y sobre otros dignatarios, seguramente las dice con total sinceridad, pero en cambio se muestra picajosa con sus lectores, se niega a darles lo que bien pudiera haber dado. En vano se pone uno a escarbar bajo tantos cumplidos, tratando de averiguar cuáles son sus sentimientos más profundos. Dudo que Kollek se impusiera restricciones semejantes. Siendo como es una fuerza de la naturaleza, sin necesidad de adular a nadie sabe dejar bien claros cuáles son sus sentimientos.
Cuando hace buen tiempo, Kollek va de acá para allá por toda la ciudad al estilo israelí, con la camisa abierta. En diciembre se le puede ver con un gorro de piel, una bufanda anudada al cuello y la chaqueta abrochada, pero nunca con abrigo, pues se mueve tan deprisa que un abrigo sería un estorbo. Dos damas ya de avanzada edad me contaron cómo se apropió del taxi en que ellas viajaban. Acababan de indicar al taxista que las llevase a la Ciudad Vieja cuando un desconocido de gran envergadura salió disparado del Hotel King David, subió de un salto junto al taxista y en voz baja, en tono perentorio, le dio una dirección. Una de las damas se enojó de un modo violento; la otra se echó a reír al relatarme el suceso. «No nos hizo dar un gran rodeo», comentó. Por lo visto, el alcalde iba sin tiempo, de modo que no pidió disculpas. Kollek, que sabe ser de una cortesía rayana en la extravagancia, a veces también es un oso. Con todo, pocos alcaldes habrá en el mundo que resulten personalmente tan atentos para con las necesidades de sus votantes. El anciano señor Freudenthal, propietario de la papelería Graphos, me comentó que estaba sumamente molesto porque debido a que el ayuntamiento se vio obligado a estrechar la acera en que tenía su establecimiento, le había bloqueado la entrada de su tienda al instalar un semáforo tan cerca de la entrada que los clientes tenían que entrar o salir de costadillo. «Fui a ver al alcalde para comunicárselo —me dijo—, ¿y qué me dijo el alcalde? Pues se quitó el sombrero y vino conmigo de inmediato a realizar una inspección en persona. Estuvo de acuerdo, era lamentable. Me prometió que desplazaría el poste del semáforo». En esta época en la que tanto importan las relaciones públicas, todo el mundo se siente más o menos escéptico ante un comportamiento semejante. Todo el que conozca mundo tendrá suspicacias respecto a Kollek. Yo trato de tener presente que no es buena cosa optar por la aspereza en las percepciones. Es cierto, las cosas no son lo que parecen. Ahora bien, las cosas pueden convertirse de un modo desconcertante exactamente en aquello que parecen. La petición del señor Freudenthal fue debidamente atendida; retiraron el semáforo de la puerta.
Lo que resulta completamente genuino en Kollek, algo completamente libre de todo ingrediente añadido, es el amor que profesa por Jerusalén. Es algo que ni siquiera sus detractores ponen en duda. Es posible que ni los árabes ni los cristianos acepten al gobierno de Israel, pero no es menos cierto que están satisfechos con la administración de Kollek. Me han dicho incluso que sin los votos de los árabes Kollek no hubiera logrado la reeleción en el cargo. En broma, más de uno se refiere a él como si fuera un político árabe. Tiene unas relaciones excelentes con los líderes religiosos de las comunidades musulmanas. Les va mucho mejor con su administración que bajo el gobierno jordano. A Kollek le encanta interpelar a los eclesiásticos por medio de sus títulos honoríficos y rimbombantes. «Su Beatitud», dice por ejemplo, y en su enorme rostro se pinta una sonrisa luminosa que manifiesta todo su deleite. Probablemente sean ecos del Imperio Austro-húngaro, el gusto por la tradición y la jerarquía. Sea como fuere, lo cierto es que a Kollek le gusta esa manera de tratarse. Es feliz cuando ha de saludar al anciano Patriarca griego. A mí también me sienta de maravilla, a qué voy a negarlo. El Patriarca es un hombre venerable, de barbas tan espesas que parecen nacerle en las cuencas de los ojos; trastabilla un poco cuando camina hacia nosotros. Besa a Kollek en ambas mejillas, con solemnidad y con gesto de calidez. Éste ocupa un cómodo sillón a la izquierda del trono. Se nos sirve café y un coñac griego de siete estrellas. La conversación, que transcurre indistintamente en francés y en inglés, resulta animada. «Su Beatitud», no obstante, parece fatigado. Acaba de regresar de un encuentro con el obispo de Amán. Al parecer, el Papa ha propuesto una fecha única para la observancia de la Pascua en ambas iglesias, y el obispo griego de Amán parece dispuesto a aceptarla. Al Patriarca, en cambio, se le nota intranquilo, no sea que la Iglesia católica aparezca así ante el mundo entero como la única, gran representante del cristianismo. En la pared está colgada una fotografía coloreada del Patriarca con el Papa; fue tomada cuando el Papa visitó Jerusalén. Cuando el Patriarca hace un comentario en particular vehemente sobre las disposiciones pascuales de ambas iglesias, se vuelve hacia la fotografía como si quisiera comprobar qué efecto ha causado su argumento. Al tener noticia de que Alexandra nació en el seno de la fe ortodoxa griega, el Patriarca le obsequia con una crucecita de oro. Cuando se la abrocha en la nuca, Kollek me hace una pregunta con evidente inquietud: «No le importará a usted, ¿verdad? ¿No tendrá ninguna objeción ante semejante obsequio, eh?». No, ni muchísimo menos. Me divierte la escena, tanto como me divierte la preocupación de Kollek por mis posibles suspicacias de religión.
Al igual que muchos millares de israelíes, Kollek mantiene unas intensas y complejas relaciones con el mundo exterior. A menudo me embarga la impresión de que la vida en este minúsculo país es un poderoso estimulante, aunque también pienso que sólo los más devotos se dan por satisfechos con lo que pueden encontrar sin salir de las fronteras de Israel. Los israelíes suelen ser grandes viajeros. Necesitan al mundo. Cuando sienten la necesidad —y es una necesidad que se les plantea a menudo—, se sienten en la obligación de viajar lejos. Los países vecinos, países árabes, les están vedados. Viajan en cambio a Europa o a América. Si no desean quedarse atrasados en su terreno, los hematólogos, los matemáticos, los sociólogos han de salir por el mundo. Sin embargo, no lo hacen impelidos solamente por la necesidad profesional de estar al día. El amor y la fascinación se entremezclan con las consideraciones puramente prácticas. Desde el siglo XVIII, época en que las revoluciones comenzaron a liberarlos de los guetos, los judíos europeos se apresuraron a ingresar en las sociedades modernas, no en vano adoraban todo lo que éstas representaban —las ciudades, la vida política, la cultura, los grandes hombres, las oportunidades de medro personal—, por todo lo cual tenían verdadero afán. Ni siquiera el Holocausto destruyó esa vocación. Hoy en día, provistos de pasaportes israelíes, ya no alemanes ni polacos, mantienen idéntico afán, viven el mismo embeleso por el gran mundo que palpitó en sus antecesores.
El extremo al cual llegan las conexiones internacionales de Kollek es sencillamente fabuloso. Conoce a las corporaciones multinacionales, a la banca, a las universidades de renombre, a los partidos políticos del extranjero. Está en contacto constante con brasileños, finlandeses, rodesianos, washingtonianos, parisinos. «Oh, Kim Roosevelt», es capaz de decir, u «¡Oh, Joe Alsop!». Y también conoce estrechamente a los Rothschild y a los Warburg, e incluso a los Habsburgo y a los Romanoff, digo yo. Se trata de relaciones personales que rara vez se quedan en la mera superficie. Y aduce una razón para pensar que conoce bien las escaleras posteriores, los desvanes, los armarios, tanto como los salones y los cuartos de invitados. Sería difícil que alguien que hablase de boquilla, un advenedizo que afirmase conocer a los grandes nombres, le sorprendiera al comentarle un rumor que no le fuera ya conocido. Resplandece cuando los cotilleos son abundantes y jugosos; por lo común, es el primero en hacer aportaciones a esa clase de habladurías. A uno de mis amigos, en los años cuarenta, le gustaba decir que «cuando yo cuento chascarrillos no se trata de mero cotilleo; es historia social». Sin embargo, a pesar del evidente deleite con que atiende Kollek a cualquier trozo suelto de historia social, sigue siendo un idealista impoluto. Lucha por preservar y expandir la ciudad, lucha por introducir toda clase de mejoras en la ciudad que contiene el alma de su pueblo.
El objeto del amplísimo programa de urbanización en que se ha embarcado Kollek es, obviamente, dar a la posesión israelí de la ciudad la calidad de fait accompli. Bajo tremendas presiones aguanta en sus posiciones de un modo admirable. Aunque sea muy capaz de adueñarse de un taxi en plena calle y de salir a toda velocidad con dos damas de edad ya avanzada en el asiento de atrás, su poder dista mucho de ser absoluto. Los grupos derechistas judíos le producen tantos dolores de cabeza como el entrometimiento de los institutos internacionales, las visitas de los más prestigiosos departamentos de bomberos, que lo calumnian por haber desfigurado Jerusalén, o los norteamericanos amantes de la justicia, cuya ecuanimidad puede resultar mortal. Hay en Jerusalén edificios lamentables de nueva construcción, eso es innegable. Yo creo que su mera existencia es algo que humilla a Kollek. Por ejemplo, el Complejo Residencial Wolfson es lo menos atractivo que hay en el mundo. Las muy numerosas ventanas del Hotel Hilton se me antojan iguales que los párpados cargados de los insomnes, ansiosos por encontrar algún descanso. Con el apoyo de una comisión asesora internacional, Kollek ha plantado resistencia a los promotores inmobiliarios, a los arquitectos. No obstante, en ocasiones se ha visto obligado a ceder ante banqueros y promotores. También en Jerusalén hay adefesios arquitectónicos, y hay personas que ven cierta significación política e incluso militar en estas nuevas construcciones. Dicen que están construidas como fortalezas. En el Times londinense del 25 de junio, Hugh Clayton publicó una lista de nueve asentamientos nuevos en la zona de Jerusalén, y añadió que el Comité Ministerial para Asentamientos del gobierno israelí en la actualidad ha sometido a consideración diversas propuestas de la organización sionista mundial para crear otros siete nuevos asentamientos. Según dice, «el gobierno de Estados Unidos ha calificado de ilegales estos asentamientos, mientras el presidente del Comité Ministerial para Asentamientos, Israel Galili, afirma que lamenta esta controversia con Estados Unidos, aunque da por sentado que habrán de continuar llevándose a cabo, todo lo cual parece indicar que no cree que los líderes estadounidenses vayan más allá de una oposición meramente verbal». No está del todo claro, a mi entender, qué punto de vista adopta Kollek sobre la política de asentamientos del gobierno israelí.
Sobre un fundamento tanto histórico como psicológico, puedo entender y entiendo (no sin la ayuda de los expertos) las objeciones de los musulmanes ante la idea de una Jerusalén controlada por el estado de Israel. También es posible interpretar las actitudes de los cristianos, al menos si uno es un hombre razonable y está decidido a entenderlas. En cambio, me desconciertan las posturas de los que no tienen ningún interés, de los que carecen de creencias religiosas, y que sin embargo exigen tal o cual forma de control compartido, o la creación de una ciudad «libre» (y es que tengo edad suficiente para recordar la deprimente historia de la Ciudad Libre de Danzig), e incluso una Jerusalén «neutral». En una de sus frecuentísimas entrevistas, Jean-Paul Sartre se mostró a favor de la postura «neutral».
Kollek a veces se pregunta qué efecto tendrían en la práctica semejantes planteamientos. Uno toma asiento para almorzar con él; él pide una ensalada con aires de virtuoso; le sirven una fuente de dulces envueltos en papeles, que se zampa en un pis-pás. En 1967, Jerusalén era el caos. En 1976, esta antiquísima ciudad es capaz de proporcionar todos los servicios que uno podría encontrar en el más moderno y mejor organizado de los municipios. Nadie ha puesto seriamente en tela de juicio la imparcialidad de Kollek; ha construido viviendas, guarderías y escuelas para judíos y árabes por igual. Kollek tiene a gala enterarse de cuáles son las últimas novedades para traerlas a su ciudad. Se representan obras teatrales ante niños árabes que jamás habían visto un teatro. Por vez primera se respetan por igual todos los lugares sagrados. Kollek no ha caído en la ingenuidad de contar, a cambio de sus desvelos, con la gratitud y la cooperación de los árabes. De entrada, el mundo árabe en pleno acusaría de traición a todos los árabes que manifestaran su agradecimiento, y los extremistas incluso los señalarían para que fueran castigados de acuerdo con su ideario. Además, Kollek lleva en el mundo de la política el tiempo suficiente para entender que cuando la gente tiene cubiertas sus necesidades cotidianas es que goza de libertad para concentrarse en la ideología y para reafirmar su independencia por medio de actos hostiles. Con eso y con todo, a menudo tiendo a pensar que Kollek desea mostrar al mundo, y muy en especial al mundo árabe, las cosas que se pueden lograr por medio del sentido común y de la liberalidad; su aspiración consiste en convencer a todo el mundo de que lo que es viable a pequeña escala también puede alcanzarse a mayor magnitud. Las exigencias de autonomía y autogobierno que plantean los árabes en Jerusalén representan algo que a la sazón habrá que tener muy en cuenta. Kollek sin duda es consciente de ello; soy de la opinión de que está preparado para considerar toda propuesta razonable en lo tocante a una administración compartida. Los árabes saben que no es una persona ni mezquina ni arbitraria. Con su justicia ha demostrado que la coexistencia no sólo es posible, sino también deseable. Es, de hecho, el valor político más en alza de Israel.
Ya en el siglo pasado, el Sector Judío de Jerusalén era, según todos los testimonios de que se dispone, uno de los lugares más sucios de la tierra. Era poco menos que una escombrera; las ratas y los perros pululaban por los despojos, escarbaban a la greña; la basura se arrojaba directamente a la calle. Y ésa había sido la costumbre durante muchísimo tiempo. Cuando los árabes conquistaron la ciudad en el siglo XVII, según señala David Landes, profesor en Harvard, «encontraron las rocas de la cumbre del Monte Moriah, donde antaño se alzaba el Templo, cubiertas por toneladas de basura, que habían izado y vertido laboriosamente a modo de insulto y profanación. Los árabes limpiaron el roquedo y erigieron la bella mezquita que hoy se conoce como Cúpula de la Roca o Mezquita de Omar. Sin embargo, respetaron el caos existente en desdoro a los judíos de Jerusalén[9]». Viajeros como Pierre Loti se sintieron horrorizados por el comportamiento antihigiénico de los judíos de Jerusalén, que aleteaban cual murciélagos por sus callejones abovedados. Han de ser muy perversos, entendió Loti, para merecer semejante penuria. Ésa era la prueba de que, en efecto, habían perpetrado un grandísimo delito contra el Redentor que había surgido en el seno de su comunidad.
Ya no se ven por ninguna parte judíos como los que describió Loti. Kollek ha emprendido la construcción de un nuevo Sector Judío dentro de la Ciudad Vieja. La principal de las reliquias que se conservan en la zona es la Sinagoga de Ben Zakkai, demolida por los jordanos cuando se adueñaron de ella en 1948. Kollek hace todo cuanto está en su mano por no caer en un espíritu de venganza. Se muestra conciliador, constantemente razonable. Parece que se dijera que la cruel historia de esta ciudad puede haber llegado a un punto en que se detenga. En este sentido es menos psicólogo que racionalista: ¿cómo no van a darse cuenta los habitantes de qué es lo que más les interesa? ¡Qué pregunta tan propia de un judío! Semejante apelación al juicio y a la razón trata de ir más allá de donde alcanza la historia árabe. He leído últimamente un documento del profesor Yehoshafat Harkabi, de la Universidad Hebrea, en el que sugiere que los estudiosos árabes e israelíes cooperen en un análisis conjunto del conflicto. «Es posible que con esto denote una fe desmesurada en el poder de la razón —dice—, pero es que creo que éste sería un paso importante hacia la paz». El profesor Harkabi me informó de que su ensayo apareció publicado en Les Temps Modernes, la revista de Sartre. «Y también apareció traducido al árabe en Tel Aviv —escribe—, aunque no pudo distribuirse en los países árabes[10]».
«¿Una fe desmesurada en el poder de la razón?». Mejor habría hecho el profesor si hubiera hablado de fe judía, de anhelo judío, incluso de trascendentalismo judío.
Las persianas dobles no mantienen a raya la luz de la mañana. Me despierta, voy a poner el agua al fuego para hacer el té. Algunas flores crecen a la sombra, en el largo pasillo del Mishkenot Sha’ananim. La ventana de la cocina da a un pequeño jardín, o ni siquiera: es apenas un terrario con tabiques de cristal, abierto al cielo. Las flores son exóticas aves del paraíso, demasiado exuberantes para mi gusto al menos. Dejamos la puerta abierta mientras nos tomamos el té, contemplando el Monte Sión más allá del Gai-Hinnom. Shahar insiste en que el aire de Jerusalén es nutritivo para el intelecto —tal era, al menos, la creencia de uno de los grandes rabinos— y recuerda el salmo en el que se canta a la vestidura de luz propia de Dios. En Jerusalén esto es algo que se puede tomar muy en serio. Un personaje de uno de los extraordinarios cuentos de Isaac Bashevis Singer, al contemplar el cielo en Israel, da en pensar lo siguiente: «No, esto no es un khamsin normal y corriente, sino una llama traída del Sinaí. El firmamento no es sólo la atmósfera, sino que es el cielo en que habitan los ángeles, los serafines, Dios mismo». También ésta es una muestra del trascendentalismo judío, aunque se produzca en una parte muy distinta de la mente. Con Singer parece como si un muelle se tensara en los momentos apropiados del relato. Yo me siento inclinado a resistirme a la imaginación cuando funciona de este modo. Sin embargo, también yo siento que la luz de Jerusalén tiene poderes purificantes y que filtra la sangre y los pensamientos; no me prohíbo, así pues, la reflexión de que la luz tal vez sea la vestidura externa de Dios.
Voy a la puerta y miro en dirección al Desierto de Judea. No veo tanto el terreno cuanto la silueta de un ser de proporciones enormes. Tiene grisáceo el pellejo. Los edificios, empequeñecidos por la distancia, también son grisáceos. Prescindo de las barreras de la racionalidad y tengo la impresión de que ahora oigo el Monte Sión, además de verlo. He explorado el cerro. En lo alto hay una iglesia rodeada de andamios, desde los que trabajan los albañiles en los muros. Hay ciertos edificios de corte monástico, y muchas, muchísimas tumbas (la parte interior pluricelular de la ciudad está repleta de huesos). Por los caminos polvorientos se ven los burros, alguna vez un camello. La parte más occidental de la muralla que rodea la Ciudad Vieja, del siglo XVI, termina en una carretera angosta y asfaltada. No hay razón alguna por la cual debiera tener voz ese cerro, ninguna razón para que emita una nota audible solamente para un hombre que la contempla desde el otro lado del valle. ¿Qué es lo que ha de comunicar? Debe de ser que un mundo del que se ha extirpado todo el misterio aún hace que nuestro moderno corazón nos duela, e incrementa nuestra capacidad de sugestión. Esa capacidad de sugestión es bienvenida en poesía. Cuando hace erupción en un momento poco propicio, en un contexto racional, uno llama corriendo a la policía; esa policía psicológica expulsa inmediatamente el «animismo» criminal de que uno era víctima. Así se restaura la respetable aridez de cada cual. No obstante, no olvidaré con qué llegué a comunicarme.
Entro en un patio de suelo enlosado en el Sector Griego y veo que está cubierto por un emparrado. El único tallo del que surge esa parra ancha y generosa brota de un pequeño agujero, que se hunde poco más de un metro en el suelo. La luz titila entre la cubierta enramada. Ese día no deseo ir a ninguna otra parte. Tuve la misma sensación cuando visité la iglesia armenia, cuando el viejo bibliotecario me enseñó su colección de manuscritos miniados. Me explicó que bajo el suelo de la iglesia se hallaba una antiquísima cisterna, que aportaba el grado de humedad preciso para la conservación de esas antigüedades veneradas. Como entonces, traté de sentarme y de quedarme inmóvil durante una eternidad, en medio de aquella penumbra grata y acogedora, insuperable.
El origen de este deseo no puede ser más obvio: proviene del contraste entre la política y la paz. El más ligero retorno de la belleza basta para que uno sea consciente de lo hondas que son las heridas sociales que tiene, de lo doloroso que es pensar continuamente nada más que en las agresiones y la defensa, las superpotencias, la diplomacia, el terrorismo y la guerra. Tales preocupaciones hacen que mengüe el arte hasta no ser más que pura nada. Ponen en peligro incluso los tipos más elementales de experiencia estética, la mera capacidad de reaccionar ante lo que el filósofo David Wight Prall (al cual leí en un curso que impartió Eliseo Vivas en Wisconsin, en 1937) llamaba «superficies estéticas». En una entrevista, Gore Vidal ha consignado la debilidad que tienen los norteamericanos por los vocablos ingeniosos, bonitos y certeros; supongo que no sería yo plenamente norteamericano si no la compartiese, y de ahí las «superficies estéticas». Sin embargo, Prall se refería a la vida cotidiana, a las experiencias corrientes, a una taza de café, a los pliegues de una cortina, a un cubo bajo el desagüe del canalón. «Demorada, amorosa contemplación» de sabores, colores, formas y fragancias. Creo que esta capacidad de contemplar es algo que también ha sufrido graves perjuicios. Y esto a su vez me trae a las mientes la observación de A. B. Yehoshua sobre la dificultad (o más bien imposibilidad) de eliminar por completo el ruido enorme de la vida moderna, aunada a «la ausencia de soledad, la inviabilidad de estar solo en el sentido espiritual del término, de encauzar una vida de creatividad intelectual».
En Occidente, en Estados Unidos, no estamos sujetos a tal presión, aunque también tenemos mecanismos que operan en nuestro interior, que responden a estímulos mucho más remotos, a fantasmas de crisis que desencadenan inacabables circuitos de cálculos angustiados. Lo que empuja al alma al terreno de lo público, en primer lugar, es la realidad de la amenaza que pesa sobre la civilización y sobre nuestra propia existencia; en segundo lugar, nuestro deber de esforzarnos por resistir (tal como concebimos la resistencia); en tercero, la influencia de las discusiones públicas en la prensa, en televisión, en los libros y en los auditorios donde se pronuncian conferencias, o bien en las mesas de los restaurantes y en las oficinas; en cuarto lugar, tal vez, radica nuestro profundo deseo de que el alma entre en la sociedad. Si este movimiento fuera político en el sentido más elevado del término, no habría nada de qué quejarse. «Con las palabras y los hechos nos insertamos en el mundo humano —escribió Hannah Arendt en La condición humana—, y esa inserción es como un segundo nacimiento». El hombre aspira a la inmortalidad, dijo también. A fin de ver cumplida tal finalidad, debe afirmar su identidad por medio de las palabras y los hechos, y es precisamente ahí donde interviene la política. Es único y privativo de la política el «enseñar a los hombres cómo sacar a la luz la radiante grandeza que poseen».
Ahora bien, estoy pensando en asuntos menos áticos. El peso material de la vida cae sobre nuestros hombros cada vez con mayor gravedad. Para Hannah Arendt, semejante presión no es algo genuinamente político, sino más bien social y económico. Es posible que tenga toda la razón. Yo no conozco la teoría; empleo el término «política» en el sentido más amplio, y con ello me refiero a todo lo que forma parte de la esfera pública de la vida. Así las cosas, la tecnología es política, el dinero es política, la vida cotidiana en los Estados Unidos es política en todos sus aspectos. Es algo que para nosotros ha pasado a ser una pasión: nuestra vida social y nacional, con sus partidos y sus cuestiones en liza; nuestras ciudades, nuestras leyes sobre la tenencia de armas, nuestros índices de criminalidad, nuestras necesidades de construcción de nuevas viviendas, nuestras tasas de interés, nuestros problemas derivados de la tercera edad, nuestra posición en el mundo, nuestra revolución sexual, nuestra revolución racial, nuestra gasolina, nuestros deportes, nuestra climatología misma. Desde luego que no son asuntos políticos en el sentido griego del término, pero ¿de qué otro modo vamos a calificarlos? Ruskin llamaba a todo esto la adoración del propio yo. Dijo que «el desgobierno generalizado» había dado lugar a la existencia de un nutrido populacho en toda Europa, que en otros continentes era más nutrido si cabe, y que ese populacho tenía existencia «en la adoración de sí mismo». Es un tipo de población que «ni puede ver nada bello en derredor, ni puede concebir nada virtuoso, nada por encima de sí mismo; hacia toda muestra de bondad y de grandeza no tiene más sentimientos que los de los seres inferiores: miedo, odio, hambre…». Y esto es posible tomárselo en serio, muy en serio, aun sin estar plenamente de acuerdo. Para una gran parte de la población del mundo entero, ¿qué es la contemplación amorosa y demorada, qué es el arte? Proust, quien no en vano tradujo a Ruskin al francés, aborda este asunto de la política y el arte de un modo indirecto, a la manera del novelista: por una parte está Bergotte Vinteuil, el amor de la música que tiene Swann; por otra, lo mundano, el esnobismo, el asunto Dreyfus, la Gran Guerra. Proust aún era capaz de mantener igualada la balanza. De esto hace ya más de seis décadas.
Cierro la puerta ante la visión del Monte Sión y subo al mostrador de recepción a recoger los periódicos matutinos. El Mishkenot está construido en cuesta, de modo que la entrada al vestíbulo se encuentra en la planta superior a nuestro apartamento. En el mostrador me atiende Annie. Es una joven morena, deliciosa, marroquí de nacimiento. No está muy contenta de un tiempo a esta parte, pero el abatimiento realza su belleza. Es algo que ni siquiera en sueños podría decirle. Intercambiamos algunos comentarios. Mi francés anticuado, de los años cuarenta, le hace gracia. Me entrega el Post de Jerusalén y el International Herald Tribune. Echo un vistazo a los titulares y una película se interpone entre la luz y yo. Se me hunde el ánimo una octava más. Bajo al apartamento a ver qué ha sido de los rehenes holandeses, de los rehenes ingleses, de los libaneses, los portugueses, los angoleños.
Estoy leyendo un libro del cual no pierdo ripio, ni tampoco me alejo demasiados días: Aleksandr Blok: The Journey to Italy («El viaje a Italia»), de Lucy Vogel, publicado en 1973. Así escribe Blok sobre un episodio de su viaje: «Tengo la necesidad de compartirlo con los demás. ¿Por qué? No es porque quiera decir a los demás algo divertido acerca de mí, ni porque quiera hacerles saber algo acerca de mí que se me antoja poético, sino debido a otra cosa, a una “tercera fuerza” intangible que no me pertenece a mí ni pertenece a los demás. Esta fuerza es la que me hace ver las cosas del modo en que las veo, e interpretar cuanto acontece desde una perspectiva particular, y describirlo entonces como sólo yo sé describirlo. Esa tercera fuerza es el arte. Y no soy un hombre libre, y aunque estoy al servicio del gobierno me encuentro en una posición ilegal, porque no soy libre. Estoy en realidad al servicio del arte, esa tercera fuerza que desde el punto de vista del mundo, de la realidad exterior, me transporta a otro mundo, a un mundo propio, que es el mundo del arte. Por consiguiente, si hablo en calidad de artista tengo el deber de informarte sin pretender de ninguna manera imponerte mis puntos de vista (ya que en el mundo del arte no existe nada que se asemeje a la presión), sin obligarte a pensar que el descenso bajo tierra y el ascenso a la montaña que he descrito antes poseen infinidad de rasgos en común, si no con el proceso de la creación, sí al menos con uno de los modos de comprender la obra de arte.
”La mejor preparación para alcanzar esa comprensión consiste en experimentar esa clase de sentimiento que surge en el paseante cuando de pronto se halla en el claro de un bosque, en tierra de las mariposas macaón, o junto a un acueducto, en la base de un monte. No quiero decir que éste sea el único método; hay muchos otros que resultan de toda confianza: por ejemplo, padecer grandes infortunios o ser víctima de agravios e injusticias en la vida, o bien experimentar la profunda fatiga física que acompaña a una prolongada inactividad mental. Pero se trata de alternativas por así decir muy extremas, y la primera vía es para mí la más natural, la más fidedigna. Se puede alcanzar mediante reiterados intentos, con esfuerzo, o mediante méritos propios. Sin embargo, trabajar con total coherencia en una tarea tan insólita no es fácil para nadie que viva con las prisas de nuestra civilización. Hoy en día todo el mundo tiene prisa». Esto lo escribió Blok en 1909.
La doctora Z, ginecóloga, vino de Rumania cuando tenía sesenta años, y a los setenta y cinco sigue trabajando a pie firme. Dice que la medicina socializada de Israel no le facilita la vida. Examina a más de sesenta mujeres cada día. De vez en cuando convence a los jóvenes para que se casen con la muchachita a la que han dejado preñada. Da consuelo a las jóvenes esposas judías de los países árabes, que lloran porque llevan dos meses casadas y aún no han concebido. Cuando anochece y cierra la consulta, sube las escaleras hasta su apartamento y se tiende. Tras un día de duro trabajo come pistachos, pues dice que le devuelven la energía.
Uno de los colegas de la doctora Z examinó a los siete hijos de un trabajador procedente del Norte de África. «Me alegra poder confirmarle que no tiene el menor problema ninguno de ellos», dijo al padre. Éste se subió por las paredes. «No he traído a estos niños al médico para que me diga que no tienen ningún problema. Los he traído para que reciban tratamiento». Agarró una silla y amenazó al médico con golpearlo. «¡Deles tratamiento!», le gritó. El médico les recetó placebos a todos ellos. Su enfermera le apremió para que recetase al padre un laxante de los más potentes. El médico se resistió a la tentación.
Preparados para hacer frente a las complicaciones, siempre bajo una gran presión, los israelíes han conseguido apañárselas no sólo con sus enemigos, sino también con sus amigos de trato más difícil. A mediados de diciembre, los jerusalemitas preguntaban: «¿Has leído la carta de Alsop? ¿Has visto alguna vez cosa semejante? Esto tiene que ser obra de Kissinger. ¿No te parece increíble?». Hablaban de un artículo de Joseph Alsop que publicó el New York Times Magazine el 14 de diciembre de 1975, titulado «Carta abierta a un amigo israelí». El «querido Amos» con que encabezaba su carta no es otro que Amos Eiran, director general del Despacho del Primer ministro y asesor político del mismo. Eiran, que antiguamente fue asesor de la Embajada de Israel en Washington, es un hombre de cuarenta y tantos años de edad, firme, atractivo. La simetría de sus rasgos faciales le da un aire de calma tal como nadie podría poseer si se encontrase en su situación. Tiene ese mismo aplomo constante, ajeno a toda emoción, que su jefe, Rabin.
Rápidamente me hago con una copia de la carta de Alsop. Mi primera reacción consiste en pensar que una carta personal se envía directamente a un amigo, que no se publica en los periódicos. Alsop ha anunciado recientemente su próxima jubilación, pero un periodista de fama mundial difícilmente dejará a un lado su interés por las cuestiones públicas, ni renunciará a su magia tal como hiciera el Próspero de Shakespeare, ni romperá su vara de mando, ni arrojará su libro al mar. Próspero sólo tuvo que renunciar a una pequeña isla, no a los intereses globales de una superpotencia. La carta al «querido Amos» demuestra que Alsop no ha pasado de la política para recluirse en la oración, y que su estado anímico sigue siendo tan imperial como siempre ha sido. Habla de sí mismo con modestia suficiente. Se presenta meramente como el amigo americano del señor Eiran. «Cualquier estadounidense ha de poner siempre por delante los intereses de Estados Unidos, de modo que he pensado mucho en el modo en que Israel afecta a los intereses norteamericanos. Algunos de sus efectos han sido adversos, de modo harto evidente, en lo tocante a la relación de Estados Unidos con el mundo árabe. Sin embargo, tales consideraciones quedan sobradamente compensadas, a mi juicio, en cuanto uno aplica a las relaciones entre Israel y Estados Unidos la prueba del ácido. Se trata de una prueba macabra. Debido a la peligrosa situación en que se encuentra la nación israelí, nosotros los norteamericanos hemos de pensar en todo momento cómo nos afectaría la definitiva destrucción de Israel». Alsop es un gran amigo de Israel, aunque no lo fue desde el comienzo. En una conversación particular, el señor Rabin me ha referido que no estaba del todo a favor de la creación de un estado judío en Palestina, aunque hace ya muchos años que cambió de opinión. Rebosa admiración por las virtudes militares de los israelíes. Ha prestado su apoyo a Israel en el desarrollo de varias crisis de envergadura. Aunque habla rotundamente a su «querido Amos» sobre la destrucción de Israel, añade «¡que el cielo no quiera!». Sigue diciendo que si tal desenlace sobreviniera, daría por resultado «tamaña inundación de culpas, de odios, de recriminaciones», que «podría corroer de manera fatal todo el tejido de nuestra sociedad. De ahí que desde hace mucho tiempo crea firmemente que Estados Unidos ha de asumir la supervivencia de Israel, aun cuando sólo sea para garantizar la pervivencia de aquellos valores norteamericanos que más estimo. Ahí tiene usted mi punto de vista definitivo en lo que a su país concierne».
¿A qué se debe que Alsop haya escrito semejante carta abierta, en la que advierte a Israel del peligro de destrucción que corre, y en la que le recuerda que sólo tiene un protector? Se debe a que «han surgido graves problemas entre Israel y Estados Unidos». De hecho, Alsop está asombrado ante la ingratitud de Israel hacia Kissinger, el Secretario de Estado. Al forjar los acuerdos con Egipto en el Monte Sinaí, Kissinger obtuvo el margen que tan desesperadamente se necesitaba para que Israel respirase con mayor comodidad. Sin embargo, a lo largo de la pasada primavera y en todo Israel, Alsop halló pruebas de que existe «una campaña contra Kissinger». Un personaje de gran proyección dijo a Alsop que «estaríamos mucho mejor sin ese judío en el Departamento de Estado». Incluso «una mujer tan crucial como Golda Meir», por la que Kissinger siente «auténtica reverencia», se permitió hacer un chiste sobre «mi antiguo amigo Henry».
Aunque hostil, el Congreso ratificó a regañadientes el trato cerrado por Kissinger en el Sinaí, continúa Alsop. De ninguna manera puede Israel dar por sentado el apoyo constante de la opinión pública norteamericana. La opinión pública empieza a volverse contra Israel, y es preciso idear formas para que cambien las tornas de esta tendencia. ¿Cuál es la causa de este peligroso cambio de actitud? Data de la llamada «crisis» de marzo de 1975. Kissinger no podría haber reanudado su diplomacia de enlace entre Jerusalén y El Cairo si no le hubieran invitado tanto Israel como Egipto a que siguiera intentándolo. Y en el pasado mes de marzo «se habría negado a poner el pie en el Air Force One caso de no haber creído que tras las negociaciones de turno el gobierno israelí terminaría por cumplir las exigencias mínimas del presidente Sadat de cara a un acuerdo interino». El primer ministro Rabin, señala Alsop, ha indicado que «tenía plena confianza en poner a todo su gobierno de su parte». Había «engañado por inadvertencia» al secretario de Estado. Ésa fue la razón de que el presidente Ford se viera impelido a enviar una carta personal e iracunda al señor Rabin. Dicho en dos palabras, es probable que sin la intención de engañar a nadie, Israel se hubiera comportado de manera engañosa. Hubo intrigas en el gabinete israelí. Uno de los rivales putativos de Rabin, ambicioso y deseoso de sustituirlo, se encontraba en posición de saber que el Estado Mayor de Israel consideraba que la retirada de tropas de los pasos de Mitla y de Gidi era en el fondo aceptable. Este rival afirmó que Rabin no podía aceptar semejantes concesiones. «Me horroriza —dice Alsop— la mala práctica, típica de los norteamericanos, de escoger uno u otro bando cuando se trata de política ajena, de modo que no daré más pistas para identificar a este miembro del gabinete, con la sola excepción de que es necesario añadir que tenía control personal de ocho de los votos del Knesset».
Cierto discípulo traicionó a Jesucristo. Sería impropio que alguien ajeno a todo esto dijera su nombre, pero lo hizo mediante un beso, y sus iniciales eran J. I.
Cesaron entonces las negociaciones entre Egipto e Israel, y Kissinger, aunque entendió a la perfección las dificultades y las estrecheces por las que pasaba Rabin, se sintió decepcionado. El presidente Ford, en cambio, se sintió tan ofendido que remitió una carta. Es posible que a Alsop le horrorice la mala práctica, tan estadounidense, de escoger entre un bando y otro en política ajena, lo cual no impidió que dijera al señor Eiran que «en una cuestión en la que se dirime la guerra o la paz, de la mayor trascendencia para sus aliados norteamericanos, la política doméstica de Israel, tan exacerbada y lesivamente competitiva, ha terminado por llevar las riendas del asunto. Eso, solamente eso, es lo que desencadenó las complicaciones entre su país y el mío, al menos por parte estadounidense, que es el lado por el cual están ustedes en peligro. Por injusto que sea, una complicación de Israel con Estados Unidos podría ser fatal para el primero, mientras que una complicación con Israel no pone en grave peligro a Estados Unidos».
Sería harto difícil que un observador político —en Israel, cualquier ciudadano es un observador político— supiera qué se desprende de todo esto. Lo que Alsop dijo con rotundidad suficiente fue: pongan la casa en orden, pónganse en formación, no se salgan de la línea. ¿Estaban inspiradas sus amenazas en el secretario de Estado? ¿En el mismo presidente? ¿O acaso las había asumido Alsop por su cuenta, un ciudadano particular de Estados Unidos, aunque también señalado por el destino precisamente para chasquear el látigo del destino con el mejor estilo del circo de Toulouse-Lautrec?
Israel, apunta Alsop, no se ha adaptado a la realidad de que las relaciones estadounidenses con los países árabes ya no es la que era. «Tal adaptación es ahora más urgente que nunca, a menos que ustedes, los israelíes, quieran aún ver más graves problemas entre nuestros países. Realizar esa adaptación es algo que de ninguna manera les exigirá que se plieguen invariablemente a las opiniones norteamericanas. Siempre habrá sitio de sobra para entablar discusiones de profundidad. No obstante, la nueva situación [en la cual Estados Unidos aparta primero a Egipto, después al resto del mundo árabe, de la influencia rusa] sin lugar a dudas exige de ustedes que mantengan la política doméstica de Israel estrictamente al margen de todas las futuras negociaciones de Oriente Medio que afecten vitalmente a la política nacional estadounidense. Y debo añadir, no sin pesar, que exige de ustedes que eviten todo intento futuro de influir en nuestra política nacional en Oriente Medio mediante cualquier clase de interferencia en la política interior de Estados Unidos. Por desdicha, eso fue precisamente lo que hicieron ustedes durante la primavera pasada, una vez rotas las negociaciones en marzo». Alsop habla solamente del fracaso de Israel a la hora de «adaptarse»; no dice nada de que Egipto reconociera el derecho de Israel a existir como estado, y tampoco menciona los esfuerzos árabes por influir en la política norteamericana en Oriente Medio. ¿No hay un boicot por parte de las empresas que hacen negocios con Israel? ¿No se tiene un registro de los grupos árabes de presión?
En Jerusalén me han preguntado a menudo qué pienso de todo esto. ¿Había obligado Kissinger a Alsop a escribir la carta? Respondí que no soy especialista en tales cuestiones, que una intriga tan bizantina se me escapa del todo. Kissinger tenía… a punto estuve de decir que tenía muchos detractores en Israel, pero seguramente se ajuste más a la verdad decir que tiene muy pocos admiradores. Ni él ni los israelíes saben muy bien cómo tomarse el hecho de que sea judío. Los israelíes tal vez se quejarían menos de él si perteneciera a la iglesia baptista o si fuera católico irlandés. Está extendida la creencia de que retrasó el envío de ayuda durante la Guerra del Yom Kippur porque deseaba que los egipcios disfrutasen de una victoria limitada y que recuperasen el amor propio perdido. Al final, según se cuenta, fue el secretario de Defensa, James R. Schlesinger, quien fue a ver a Nixon y le presionó para que enviase suministros rápidamente a Israel. En el libro de Matti Golan, The Secret Conversations of Henry Kissinger («Las conversaciones secretas»), publicado en 1976, se acusa al secretario de Estado de duplicidad en la negociación de un acuerdo de alto el fuego con los rusos, que impidió a los israelíes la destrucción de los dos ejércitos egipcios que tenían cautivos. Parece ser que antes de despegar con rumbo a Moscú en el momento más crítico de la Guerra del Yom Kippur, Kissinger prometió a Simchah Dinitz, embajador de Israel, que llevaría a cabo las conversaciones con los rusos con toda lentitud, a fin de dar tiempo a que Israel culminara sus objetivos militares, aunque según Golan tan pronto tomó tierra se acordaron los términos del alto el fuego, y el Presidente Nixon pidió de inmediato a Golda Meir que anunciase su aceptación del trato que Kissinger había cerrado sin evacuar consultas con ella. La señora Meir «quedó perpleja, enfurecida». Durante una reunión del Gabinete recibió un mensaje del ministro británico de Asuntos Exteriores en el que le apremiaba para que accediera al alto el fuego. «Tanto ella como los otros ministros comprendieron que no sólo no le había consultado nada Kissinger, sino que le había informado del acuerdo después de comunicárselo al ministro británico de Exteriores». Israel se lo tomó como un insulto, incluso como una traición por parte de Kissinger. Es posible que los rusos amenazasen con una intervención unilateral. Es improbable que hubieran permitido a Israel destruir los dos ejércitos egipcios y tal vez tomar El Cairo. Además, ¿qué hubiera hecho Israel con El Cairo? Una semana más de combates habría costado otro millar de vidas israelíes, como dijo Abba Eban con gran sensatez durante nuestro almuerzo en el Knesset. Lo que en Kissinger se llama «traición», en un secretario de Estado no judío podría haberse aceptado con un mero encogimiento de hombros, como elemental gesto de diplomacia, es decir, como una de las formas naturales que tiene la perfidia.
Alsop es una persona grata de conocer. La expresión de su rostro estrecho, típico de Nueva Inglaterra, hace pensar en que se ha despojado de gran parte de lo superfluo, de que ha visto toda la grandeza y toda la miseria del siglo, de que se ha cualificado para adentrarse en reinos de mayor hondura de pensamiento, por comparación con lo que se ofrece a las personas de a pie. Da la impresión de que hubiera sobrevivido a una ordalía anglosajona, de que hubiera sufrido todas las privaciones y hubiera aceptado todas las responsabilidades. Es la quintaesencia del aristócrata de Nueva Inglaterra, aunque también es un hombre de mundo, tozudo, obstinado: nunca deja de emitir la impresión de que es un hombre del destino, así sea al estilo norteamericano, diría yo. Una vez pasé una tarde con él en Georgetown. Me contó anécdotas apasionantes de sus experiencias en China. Recuerdo también uno de sus relatos sobre una dama de la corte de la reina Ana, o tal vez fuera de Versalles, que se lavaba el pelo en tan contadas ocasiones que una vez hallaron una familia de ratones anidada en su peinado. También me contó un buen chiste sobre un senador de los estados del sur en un burdel de Washington… en los viejos y buenos tiempos en que los senadores tenían tiempo para ir a los burdeles. Habló de mobiliario y decoración del siglo XVIII, de antigüedades chinas, de arqueología griega, de literatura. No sé si conocía a fondo o no los asuntos de los que hablaba, porque me lo pasé tan bien que me importó un comino. Pasaba de la alta cultura al lenguaje barriobajero de los infantes de marina sin el menor problema. Y era de un modo distintivo cualquier cosa menos un mero columnista afiliado al Sindicato de Prensa. Tenía un amplio concepto del destino de las naciones, de la pugna planetaria entre el bien y el mal, del papel que desempeñaba Estados Unidos en el siglo XX, de su propia participación en algunos acontecimientos históricos. Tras una tarde como aquélla, uno terminaba con la sensación de que vestía su poder un poco a la ligera, pero que tenía poder a mansalva y que podría emplearlo con efectos devastadores. ¡Hay que ver cómo impactan a la gente estos hombres del destino! El «querido Amos» de su carta apesta a «flagrante intromisión extranjera», a «intervención planeada de antemano» por parte de Israel en los asuntos internos de Estados Unidos, causando no pocos problemas a Kissinger en el Congreso, «retorciendo el brazo» de las autoridades a los amigos de Israel, amigos que sólo pueden ser, a la postre, los propios judíos estadounidenses. También en eso Alsop recuerda bastante a lo que decían el general George Brown, del Mando Unificado, y Ernest Bevin, en sus peores ataques de antisionismo. (Ben-Gurion siempre anduvo con mucho cuidado para distinguir entre antisemitismo y antisionismo; nunca creyó que Bevin fuese antisemita).
El hecho de que Israel dependa de Estados Unidos es evidente. ¿Qué es lo que tienta a los publicistas norteamericanos a explicitarlo de modo que todo el mundo lo vea con tal crueldad?
Desde una estrecha ventana de la Fundación van Leer contemplo a los dignatarios extranjeros que llegan al portal de al lado, la residencia presidencial. Se ha formado una guardia de honor; una banda militar toca el «Hatikvah», que no es por cierto el más alegre de los himnos nacionales. Las limusinas vienen y van, sombrías y lustrosas, y las motocicletas petardean estrepitosamente. Me regalo un paseo por la Ciudad Nueva —o más nueva— y visito la librería de Herbert Stein. El señor Stein es un librero a la antigua usanza: enjuto, pálido, con el ceño fruncido y un frondoso bigote castaño claro. Sin clasificar aún, en la trastienda, hay pilas y pilas de libros que crían moho en alemán, en árabe, en francés, en inglés y en hebreo. El señor Stein poco puede ofrecer al turista que compra volúmenes de bolsillo o en rústica. Su fuerte son los historiadores, los sabios, los místicos y los comentaristas del Talmud, así como las novelas alemanas de los años veinte, hermosamente impresas en un tipo de papel que ya no se ha vuelto a ver. También tiene un buen fondo de libros de viaje, de guías, de manuales de cocina, y los libros más vendidos de mi juventud: Vicki Baum, George Warwick Deeping, Emil Ludwig e incluso Richard Harding Davis.
Más avanzado el día, mi amigo el profesor Joseph Ben-David me lleva al pobladísimo Souk, el mercado público. Los viernes cierra temprano. Asistimos a las prisas y las compras de última hora antes del sabbath. Los productos perecederos se abaratan a medida que se aproxima la hora cero. Compramos plátanos, rosas, diminutas mandarinas, poco mayores que una nuez. Ben-David ha traído una bolsa de redecilla para transportar nuestras adquisiciones. Estamos a poco más de un kilómetro del corazón comercial de Jerusalén, pero la presencia de los comerciantes y mercachifles orientales y norteafricanos hace que parezca mucho más distante. Los chiquillos empujan carretillas y van gritando «¡Hola, hola!» para que los transeúntes les hagan sitio. Según cierran los puestecillos, algunas mendigas embozadas se acercan a escarbar entre los despojos. No está limpio el aire esta tarde, sino gris, caluroso, pesado. Dejamos las flores y la fruta en el coche de Ben-David y echamos a caminar por las callejas. Las que albergan una cisterna debajo se hinchan ligeramente por el medio, como si aflorase un montículo. Unos cuantos adolescentes dan patadas a un balón en pequeños campos de juego. En todas las comunidades —kurda, yemení, polaca de habla yiddish— se procede a fregar y a barrer, a adecentarse y a acicalarse para la celebración del sabbath. Algunos hombres de avanzada edad, con gorros de piel y largos gabanes, ya caminan despacio, con un aire especial, hacia sus sinagogas. Todo esto desaparecerá, dice Ben-David, con la inevitable expansión del centro de Jerusalén. Hace casi treinta años era asistente social en el barrio, dedicándose a la rehabilitación de jóvenes delincuentes. He aprendido a pensarme dos veces casi cualquier cosa antes de proponerle una opinión a Ben-David, porque tiene una tolerancia limitada en cuanto a las opiniones un tanto vagas y las formulaciones inexactas. Es un hombre de corta estatura, compacto. Su mirada azul resulta afable, e incluso puede parecer contemplativo y soñador, pero se inflama con facilidad. Nuestras conversaciones se convierten en ásperas discusiones si no le cedo el terreno; como lo respeto, invariablemente termino por recoger velas. Además, yo he venido de Chicago y volveré a Chicago, lo cual rebaja mi animosidad de contendiente. Sin embargo, debido a su aire apacible, cuando nos encontramos y me tiende la mano y sonríe, siempre me llama la atención la dureza de su palma, la fuerza con que me estrecha la mano.
Entramos en una sinagoga yemení. Los más tempraneros han dejado los zapatos junto a la puerta, al estilo de los árabes. Barbudos, de rostro cetrino, están sentados junto a la pared. Se ven sus pies calzados sólo con calcetines en el reposapiés de sus reclinatorios. Es tradicional leer los viernes el Cantar de los Cantares en voz alta, y ahora están recitándolo, entonándolo en largos versos, con una cadencia totalmente ajena a las lenguas europeas. Es un cántico que recuerda los recitados colectivos que se oyen al pasar junto a una escuela primaria llena de niños árabes.
Ben-David sabe mucho sobre las vidas de los judíos procedentes de los países árabes. A menudo hace hincapié en el hecho de que también ellos son refugiados que han huido de las persecuciones, personas cuyas propiedades fueron confiscadas. La opinión mundial se concentra en los refugiados palestinos, mientras estos judíos orientales —cerca de un millón— no reciben consideración de ninguna clase. Hacer turismo está muy bien, pero se nos llena la cabeza de noticias, presagios, especulaciones.
Ben-David, que sigue con atención la prensa norteamericana, dice que «el Congreso, me parece, ha perdido los papeles en la cuestión de Angola. Ha reducido el poder del presidente para intervenir en los asuntos internos de países extranjeros. Al negarse públicamente a prestarle su apoyo, ha notificado a los rusos que pueden hacer allí lo que les venga en gana. Se ha pasado por alto al jefe del Ejecutivo. Sólo son ganas de contemporizar, ¿no te parece? Estados Unidos ya no tiene definida una política exterior. Ya no se comporta como una gran potencia. Washington ha soltado los mandos de la nave». Lo que está diciendo se resume en esto: de cara a la supervivencia, Israel depende de Estados Unidos. Y la política exterior norteamericana se bate en retirada. La agónica atención de los israelíes está pendiente de lo que suceda en Estados Unidos. Una atención tan reconcentrada prácticamente equivale a un intento de realizar sortilegios para evitar el desastre. Del Congreso, Ben-David pasa a Kissinger: «Los rusos han hecho uso de su poder disuasorio para modificar la balanza de poder mundial a su favor. Kissinger no practica una política determinada». Y añade: «¿Qué clase de persona será? Yo creo que sus gustos personales son los de la jet-set. Forma parte de la beautiful people, como dicen ustedes».
Miramos unas cuantas sinagogas más, pero ya no estoy de humor para disfrutar de las celebraciones del sabbath. Ben-David tiene genuino sentimiento por el barrio y por la paz sabática, pero es evidente que está pensando en otras cosas: los rusos, los árabes, los petrodólares, la indiferencia de los europeos, el desorden y la improvisación de los estadounidenses. Vuelvo a casa a reunirme con Alexandra y entregarle las rosas. Son de un tono rojo oscuro, casi entre el negro y el carmesí. Le han gustado mucho.
De súbito, sin saber ni palabra sobre barcos de guerra, portaaviones y submarinos, me encuentro sin previo aviso estudiando la Sexta Flota y el poder naval de los rusos en el Mediterráneo. Según dice uno de mis expertos, los norteamericanos siguen teniendo ventaja en el litoral norte, pero empiezan a perder presencia en Portugal, ya no tienen tanto peso en España, tal vez no estén seguros por mucho tiempo en Italia y van viendo cómo menguan sus posiciones en Grecia. De súbito, por espacio de varios días se me llena la cabeza de estadísticas sobre «días de operatividad naval», me desbordan los temibles nombres de las armas. A partir de 1947, los rusos han desplegado entre cuarenta y un centenar de barcos en el Mediterráneo, incluidos los cruceros ligeros del tipo Kresta y Kynda. Uno de sus dos portahelicópteros, el Moskva o el Leningrad, está siempre presente en el Mediterráneo. En el otoño de 1975, el nuevo portaaviones Kiev, que desplaza cuarenta mil toneladas, estaba listo para salir del Mar Negro. Bajo estas aguas de sirenas navega aproximadamente una docena de submarinos rusos. Hay aviones rusos con base en tierra que pueden atacar a la Sexta Flota y regresar a sus bases sin tener que repostar: la Fuerza Soviética de Acoso. Los norteamericanos, por su parte, disponen del F-14, que es superior. El F-14 «puede mantenerse a cierta distancia de la fuerza de transporte, y por medio del misil Phoenix es capaz de destruir seis blancos simultáneamente sin comprometer ningún otro blanco que se halle más próximo», según explica Alvin Cottrell[11]. Y añade: «Aún será necesario que pasen entre siete y diez años para que los soviéticos puedan poner en funcionamiento un transporte de aviones de tipo similar al norteamericano, con catapulta de turbina, y cazas modernos semejantes al F-4 y al F-14. La Marina de Estados Unidos cuenta con una larga historia de manejo de estos barcos, una experiencia que se ha transmitido de generación en generación». Sin embargo, ahí están los oficiales novatos, inexpertos pero provistos de un armamento aterrador. Son armas que nunca se han utilizado en serio. Nadie sabe qué eficacia tienen los hombres todavía bisoños que las empuñan, ni si los oficiales son superiores de veras buenos y están a la altura, cosa que acepto con el aliento contenido. Y pensar que ayer mismo estaba leyendo a Henry James y los diarios de Baudelaire… Hoy, mis pensamientos se centran casi del todo en los satélites soviéticos de vigilancia, que centellean en el cielo nocturno, y en el control de lo que los profesionales llaman «puntos neurálgicos»: Gibraltar, Sicilia, la zona próxima a la entrada occidental del puerto del Pireo. Los rusos han sabido sacar partido a la disputa por Chipre, a las diferencias entre los estados árabes, incluso a las disensiones entre España y el Reino Unido por Gibraltar, a fin de aislar a Estados Unidos y debilitar su posición en el Mediterráneo. Israel es el único aliado de confianza que tiene Estados Unidos en toda la cuenca mediterránea. El monopolio occidental del Mediterráneo toca a su fin. Los rusos han creado una posición dominante en la región. En palabras del doctor Cottrell, «no serían tan abiertamente optimistas si de veras creyeran estar en el umbral desde el cual alcanzarán… la preeminencia en la zona». Podrían haber desembarcado con facilidad tropas en Egipto ya en 1973. Y si el gobierno de Líbano quisiera pedir ayuda militar a Estados Unidos en su pugna por la supervivencia, los norteamericanos podrían haber contestado que el poder naval soviético imposibilita pensar siquiera en tal opción.
Publicado postumamente, el estudio en tres volúmenes titulado The Venture of Islam («La aventura del Islam»), de Marshall Hodgson, mi difunto colega en la Universidad de Chicago, recibe ahora reseñas favorables entre los entendidos. Ahora que me ha vuelto a entrar la pasión lectora, me propongo adquirir los tres volúmenes. Marshall era un vegetariano pacifista, un cuáquero, sumamente raro, sumamente infeliz, encantador y extravagante. Era un hombre gratamente contradictorio en su manera de ver el mundo: ¿por qué iba a enamorarse un pacifista del Islam militante? Las hijas pequeñas de Marshall, las gemelas, padecían una enfermedad congénita del sistema nervioso que a la postre fue fatal. A menudo me encontraba con Marshall en la quinta planta del Edificio de Ciencias Sociales —se negaba a hacer uso del ascensor, subía las escaleras corriendo— y allí conversábamos. Ese asunto tan doloroso no lo rehuía jamás. Le preguntaba cómo estaban las niñas. No dormían bien. Su esposa y él pasaban la noche en vela, relevándose uno al otro. Su cara de insomne a menudo estaba hinchada, congestionada; se le salían los ojos de las cuencas; se mostraba brusco, incomprensible a veces, porque había pasado la noche leyéndoles a las niñas cuentos de hadas. Con un hilillo de voz comentaba qué desgarrador era todo, cuánto entendían las niñas la situación. Parecían tener muy claro que iban a morir. Con lágrimas en los ojos se apresuraba a regresar a sus estudios. Fui de vez en cuando a visitarlo a su casa. Los Hodgson vivían al estilo de los estudiantes de licenciatura, en un edificio de apartamentos de Hyde Park, no muy lejos de la famosa Taberna de Jimmy, el alegre centro de las buenas voluntades y la suciedad encostrada en todos los rincones. En casa de los Hodgson uno comía helado de vainilla y hablaba de asuntos muy serios. Las niñas siempre estaban cabizbajas, debido tal vez a una debilidad del cuello. La familia se trataba con el máximo respeto, empleando el lenguaje arcaico de los cuáqueros. Marshall, absorto en sus asuntos, absolutamente pedante, no sabía ser informal. Era siempre igual, doquiera que estuviese: serio, teórico, intelectual, tercamente virtuoso. Se mantenía físicamente en forma. Devoraba los comestibles de diario y las suculencias con una boca ávida y roja, a bocados pequeños y veloces. En la cena del Comité de Pensamiento Social, mientras sostenía un gran fresón con los dedos de ambas manos, a la manera de una ardilla, miró de reojo mi plato, una buena chuleta, y me preguntó: «¿Está bien hecha tu carroña?».
Tenía ideas románticas sobre el Islam. Me dijo, y probablemente tenía razón, que yo no lo entendía. Aunque una vez me escribió una carta diciéndome que deseaba sumarse a los manifestantes de Misisipí en pro de los derechos civiles, no sentía la menor simpatía por el sionismo. Terminada la guerra de 1967, exclamó: «¡Vosotros, judíos, no tenéis nada que decir sobre la tierra de los árabes!». Al calor de la discusión dijo bastantes cosas de mal gusto incluso. Cierto es que muy pocas personas entienden de veras las complejidades de la historia árabe, y a Marshall le ponía frenético ver cierta estructura propia de las ideas políticas occidentales impuesta con total ignorancia en Oriente Medio. Sin embargo, sabía tan poca cosa de los judíos como yo de los árabes. Los estados-nación rara vez, si es que existe algún ejemplo, se han creado sin violencia, sin injusticias. Hodgson creía que los judíos se habían comportado como si los árabes fuesen una raza inferior, colonial, y no los herederos de una gran civilización. Cierto es que los árabes llegaron a estas tierras como conquistadores hace ya muchos siglos, claro. Pero esa clase de argumentos no los esgrimía nadie con Marshall. Los árabes eran su pueblo. Él fracasó en su intento, si lo hizo, por entender qué significa Israel para los judíos. No es que los judíos no le importasen —era cuáquero y liberal, un hombre de sentimientos humanos—, sino que nunca supo muy bien qué importancia tenían.
Hace algunos años, Hodgson salió a hacer jogging una tarde muy calurosa, en Chicago, y murió de un ataque al corazón.
Vaya donde uno vaya por Israel, está sujeto a toda clase de reconocimientos. Se ven ojos, narices, perfiles, posturas, gestos conocidos. El profesor Harkabi y mi primo Louie, de Lachine (Quebec), son muy parecidos. Tomemos a otra pareja: ese hombre calvo, de voz grave, pecho anchísimo, ¿es el capataz de una fábrica de Nazaret o es el hijo del doctor Tir, que llegó a ser capitán de la Marina mercante norteamericana? Uno empieza a sospechar que una variopinta banda de espíritus opera a partir de un número limitado de tipos faciales y corporales. Es una experiencia a la par placentera e ingrata. Los ojos, las pecas, las bocas, los dedos resultan palmariamente familiares, pero se trata de parecidos engañosos. Cuando uno se encuentra con un mandamás del partido tal o un ministro del gabinete cual que se parecen a un agente de una aseguradora de Montreal o a un profesor de un instituto de Brooklyn, se siente bastante desconcertado. Y es que uno da en pensar acerca de los jefes de Estado como personajes singulares. Son seres remotos, como Woodrow Wilson; pestañean con nobleza sobre las cabezas de la multitud, como Franklin D. Roosevelt; los inviste una peculiar esencia histórica, como al general De Gaulle.
Cierto, Ben-Gurion tenía todas las trazas de un líder. Golda Meir, cuando la conocí en 1959, hablaba por los codos de sus nietos, pero incluso en aquella ocasión tenía todo el aire de ser una personalidad capital. El primer ministro Rabin carece de esa apariencia, aunque tal vez la adquiera con el tiempo, sobre todo si sigue años en el poder. ¿Por qué han dejado los grandes líderes políticos de expresarse mediante su rostro a la manera clásica? John F. Kennedy sin duda tenía ese distintivo, mientras Lyndon B. Johnson parecía dar a entender que no lo necesitaba, que él mismo era el distintivo. En cuanto a Richard Nixon, la apariencia física es algo que no figura en su imaginación; su aspecto es algo de lo que aparentemente se esconde en las honduras, allí donde transcurre la auténtica acción. Y pienso en otros destacados políticos a los que he visto en persona: a Willy Brandt poniéndose un sombrero de vaquero que le acaban de regalar a la orilla de un río truchero en Colorado, a Harold Wilson con el pelo revuelto y una manera de estrechar la mano de quien saluda de lo menos halagüeño que existe. Supongo que los franceses serán los últimos que renuncien a esa apariencia tan cargada de electricidad, a ese carisma si se quiere. Una vez estaba yo deseoso de conocer a St.-John Perse, el diplomático y poeta. Abrió los ojos al máximo, con gesto de chamán, a la vez que pronunció mi nombre; se condujo como un médium clarividente, con una mirada que taladraba la máscara que a uno le protegiese de una manera dramática. La suya era una presencia que continuamente se enroscaba y se desenroscaba cual serpiente. Un líder israelí me describió a Valéry Giscard d’Estaing diciendo que tenía una personalidad computerizada. «Es un tecnócrata, y tiene toda la pinta de serlo». Leonidas Bréznev al parecer se preocupa por su aspecto. Se dice que una vez preguntó a un diplomático estadounidense: «¿Le parece que tengo un rostro brutal?». Ésas son las cosas que se oyen cuando uno se levanta de la mesa e ingresa en la vida misma.
El primer ministro Rabin posee una calidad de lo más llano. El Rabin a quien conocimos Alexandra y yo durante un almuerzo parece un ciudadano particular que se encontrase en una difícil situación pública. Hombre de recia complexión y mediana estatura, tiene un cuello robusto, una cara que se le agranda por las entradas, tez clara y rojiza. Parece inteligente, valeroso, dispuesto a asumir lo que sea. Es evidente que vive en un continuo esfuerzo por ser sensato; aceptar esa obligación no le simplifica más la vida. Habla inglés correctamente, con muchas guturales israelíes. Tal vez no tenga ese aspecto significado, pero tiene el carisma. También se percibe en su domicilio, aun cuando la residencia de Rabin no es imponente. De no ser por los hombres armados con ametralladoras que guardan la entrada, uno creería estar en una acogedora casa de Washington o de Filadelfia. Bebemos jerez con los Rabin y con Amos Eiran y su esposa. Amos Eiran es director general del Despacho del primer ministro. A la hora del almuerzo se nos suman el joven Rabin hijo, soldado de permiso, y su novia. Los jóvenes no hablan durante el almuerzo. La esposa del primer ministro es esbelta y morena, una conversadora animada. («Tiene clase», dice después Alexandra). La señora de Rabin sabe, de algún modo, que hemos venido a escuchar lo que desee decir su marido.
¿Y qué es lo que cuenta el máximo dirigente de un país con tantos problemas a sus invitados norteamericanos? Uno casi está seguro de que se limitará seguramente a repetir lo que tan a menudo ha dicho en público. ¿Qué otra cosa puede hacer? Yo no soy periodista. Soy otra clase de individuo, más ensoñador. Con todo y con eso, el señor Rabin ha de tener cuidado conmigo.
Por mi parte, me espeluzna hacer perder el tiempo a las personas que están ajetreadas y tienen tantas tareas pendientes. Recuerdo una anécdota a propósito de Lyndon Johnson: a un entrevistador al que había intimidado, y que estaba hecho un lío, parece que el presidente le espetó la siguiente pregunta: «¿Qué clase de cagarruta de gallina es esa pregunta para hacérsela al jefe del Estado de la nación más poderosa de la tierra?». Qué bien entiendo la renuncia de Samuel Johnson a la hora de intercambiar cumplidos con su soberano.
Sin embargo, el señor Rabin no me hace sentir como si le hiciera perder el tiempo. Durante el almuerzo dijo lo que podía decir, claro que yo no estaba allí para conseguir una primicia en exclusiva. Creo que el señor Rabin era consciente de esto; el señor Rabin lo había entendido a las claras, trataba de guiar la conversación de manera útil. Rabin tiene un talante comedido y preciso. Un hombre que esté en su posición tiene la obligación de parecer estable, «normal», aunque nada tiene de «normal» su situación. Su gobierno no es muy sólido, tiene que hacer frente a las luchas intestinas, a la fuerza de los árabes, a sus petrodólares, a la presión rusa y a Washington. El Congreso es, por el momento, proisraelita, pero el Departamento de Estado no lo es. El informe de Harold Saunders, ayudante delegado comisionado para los Asuntos de Oriente Próximo y el Sudeste asiático, al Comité del Congreso sobre Relaciones Internacionales, en el que subrayaba la importancia crucial de la cuestión palestina, dejó desolados a los israelíes; lo consideraron prueba de que la facción proárabe del Departamento de Estado recibía por razones tácticas el apoyo expreso de Kissinger en persona. Y aquí está el señor Rabin, dando una perfecta apariencia de estabilidad en medio de tan violentos temblores de tierra. La situación es complicada hasta rayar en la desesperación. No es de extrañar que tenga tan subido el color de la tez.
Comenzamos por un asunto liviano. Como Amos está con nosotros, es inevitable que hablemos de Alsop y de su carta dirigida a su «querido Amos». Aunque Alsop habla de la destrucción de Israel, no hay razones para tomárselo muy en serio; él, desde luego, no es peligroso. En cierto modo, es el amigo que afirma ser, y está claro que la suya es una maniobra de distracción. De acuerdo con Rabin, Alsop se hizo partidario y defensor del estado de Israel tras visitar el campo de batalla con algunos soldados israelíes. Tras haberlas visto muy crudas durante varios días con los combatientes, regresó desbordante de entusiasmo por los judíos, convertido en un hombre completamente distinto del que era antes. Observo que a Alsop también le preocupa el declive de los criterios rectores en Norteamérica. Creo que le cuesta trabajo tragar que la mayoría protestante haya dejado de ser la parte cultural e intelectualmente dominante. Rabin, que conoció bien a Alsop cuando fue embajador en Washington, dice que a menudo hablaron de esa cuestión y se muestra de acuerdo en que Alsop lo siente de manera particularmente aguda. Alsop es muy amigo de adoptar poses llamativas; una de las actitudes que más le agradan es la del patricio norteamericano, una raza casi extinta. Cuando Alsop reprende a Israel y a la judería estadounidense, tal vez expresa el descontento que le produce la influencia menguante de su propia clase.
Pasamos a otras cuestiones. Los árabes, dice Rabin, no tienen ningún interés por las concesiones territoriales; nunca se darán por satisfechos con ellas. Se consideran dueños y señores de esta tierra. Los judíos y los cristianos son tolerados en las sociedades musulmanas sólo como ciudadanos de segunda clase. Por lo tanto, no tiene el menor sentido hacer ofertas, decir a los árabes que les daremos tal o cual territorio a cambio del reconocimiento y la paz. La única esperanza consiste en que, a medida que los países árabes se enriquezcan y se modernicen, se tornen menos hostiles, se concentren más en la producción de bienes que en la lucha. Yo no digo nada, pero albergo grandes dudas a ese respecto. Se puede verificar la teoría de Rabin observando lo que sucede en Líbano: ahora mismo, los extremistas y los fanáticos se han puesto al día y asesinan a la gente en las calles que fueron prósperas de Beirut. Probablemente es más fácil negociar con un monarca feudal que con los futuros líderes, hoy jóvenes aún, izquierdistas e influidos por Europa. Rabin dice que la fuerza de los árabes menguará cuando Europa y Estados Unidos desarrollen recursos energéticos independientes. Me pregunto cuánto hará falta para que eso sea una realidad. ¿Seis años, ocho, diez? Durante ese tiempo, Israel necesita recibir cientos de miles de millones de dólares de Estados Unidos, que tiene que pensar también en defender sus propios intereses en el mundo árabe. Tampoco le digo nada al señor Rabin. He venido a escuchar, no a disentir. Por eso me limito a comentar que Estados Unidos no está resolviendo sus problemas energéticos a gran velocidad.
Pregunto al señor Rabin en qué términos describiría los objetivos de Rusia en la región. Dice que los rusos generan el desorden en Oriente Medio por inquietar a Estados Unidos, pero que evitarán a toda costa una guerra mundial. Cualquier confrontación directa es innecesaria. Tienen la esperanza de «finlandizar» Europa Occidental. Cuando muera Tito, tratarán de hacerse con Yugoslavia. No ven con buenos ojos las nuevas aperturas democratizantes de los partidos comunistas de Italia y de Francia, pero si esos partidos llegaran a hacerse con el poder, Estados Unidos tal vez tendría que retirarse de Europa Occidental, dejando a Rusia en condición de única potencia continental. De ahí la «finlandización». Este término, que ahora se emplea como moneda corriente, denota que algunas de las conquistas de Rusia se pueden lograr mediante un tratamiento blando. Los soviéticos no han hecho en Helsinki lo que hicieron en Praga.
Al final del almuerzo, la conversación gira hacia un asunto importante y muy desatendido: la opinión pública. Rabin reconoce que Israel no ha sido eficaz en su manera de publicitarse. Le digo que la propaganda árabe sí es sumamente eficaz, y que los árabes han conseguido granjearse el apoyo del público en el mundo entero. Sí, tienen gran facilidad en esas cuestiones, dice el señor Rabin; da a entender que no es uno de los mayores problemas de Israel. Le muestro mi desacuerdo.
Los árabes disfrutan de una ventaja significativa en las simpatías de la izquierda. Raymond Aron calculó que la intelectualidad francesa estaba «marxificada en un 80 por 100». La intelectualidad francesa ha conservado un prestigio inmenso, inmenso e inexplicable, pues hay no pocos intelectuales en Estados Unidos que hoy dirán sin temor a equivocarse que París se encuentra culturalmente al mismo nivel de Buenos Aires. No obstante, el prestigio adquirido con los siglos no se dilapida en unas cuantas décadas, y la actitud francesa aún tiene gran predicamento en muchas partes del mundo. En Francia, en Alemania, en Inglaterra y en Estados Unidos, los intelectuales de izquierda, cuando hablan de Israel, siguen empleando las categorías del marxismo-leninismo: capital financiero, colonialismo e imperialismo. Los nacionalistas árabes sólo tienen que invocar los eslóganes anticapitalistas y antiimperialistas para conseguir el apoyo de Occidente. Existe, además, una tradición considerable de semitismo izquierdista en Francia y en Alemania. La historia del antisemitismo socialista, por desgracia, es tan larga como sucia, aunque dudo mucho que ese antisemitismo ya arcaico, de izquierda, haya sobrevivido entre los intelectuales europeos. No son manifiestamente antisemitas. Les basta con saber que Israel sobrevive gracias a las subvenciones estadounidenses, que sirve a los objetivos imperialistas en Oriente Medio. (Sartre, por cierto, ha negado esto en redondo). No obstante, existe en Europa una reserva repleta de simpatías izquierdistas de la que pueden servirse y se sirven Egipto, Siria y la OLP. Muchos radicales norteamericanos comparten esas mismas simpatías.
Muy brevemente, trato de persuadir a Rabin de que a Israel más le valdría dedicar cierta consideración a la intelectualidad mediática de Estados Unidos. Digo que el país vive un ambiente propenso a la limpieza. Hemos limpiado toda la polvareda de Vietnam, hemos limpiado el Watergate, ahora estamos limpiando las cloacas de la CIA, el FBI, los fraudes de Medicaid. Si los medios de comunicación decidieran plantear el problema de los palestinos o la paz en Oriente Medio ante la opinión pública norteamericana ahora que el país se halla en ese estado de impaciencia, invocando al gobierno para que «limpie» los asuntos pendientes, el resultado podría ser desastroso para Israel. Rabin dice que es consciente de ello. Dudo que los más altos funcionarios de Israel entiendan cuál es el peligro; juzgo sólo por lo que he visto y he oído en mi país. Allí no son demasiado conocidos los hechos básicos de la cuestión. Por ejemplo, muy pocos estadounidenses parecen saber que cuando las Naciones Unidas propusieron en 1947 la creación de dos estados distintos, judío y árabe, los judíos aceptaron la provisión de independencia política para los árabes palestinos. Fueron las naciones árabes las que rechazaron el plan de las Naciones Unidas, jurándose resistir a la partición por la fuerza y atacar a la comunidad judía en Palestina. Los árabes sí han conseguido convencer a la opinión pública norteamericana de que los judíos atacaron Palestina después de la Segunda Guerra Mundial y evacuaron a la población nativa por la fuerza de las armas.
El profesor Bernard Lewis, de la Universidad de Princeton, adopta el punto de vista según el cual Israel ha de ganar su pugna en Estados Unidos y contar con el respaldo de la opinión pública norteamericana. Es evidente que tiene razón. A estas alturas, los estrategas periodísticos «ecuánimes» (léase hostiles) están reconsiderando la importancia militar de Israel. «Reconsiderar», en este contexto, equivale a sugerir (con ecuanimidad) que Israel no es indispensable para los intereses estadounidenses. De ahí se sigue que podría ser mejor hacer las compras que se precisan dentro del mundo árabe. Raymond Aron lo ha expresado con gran sencillez en La República imperial: Estados Unidos y el mundo, 1945-1973: Estados Unidos se ha convertido en protector y aliado de Israel. «¿Cabe atribuir este alineamiento a la influencia de la comunidad judía de los Estados Unidos? En parte, sin ninguna duda; las decisiones sobre las acciones exteriores de la república norteamericana siempre están sujetas a presiones internas… En lo que se refiere a Oriente Medio y a Israel, los representantes del Comité Judío de Norteamérica presionan al secretario de Estado, tal como lo hacen los representantes de las grandes compañías petrolíferas. En el caso en cuestión, éstos últimos no se han salido con la suya». Aron escribía en 1974, pero ¿por cuánto tiempo ha de durar este estado de hechos? En una de esas conversaciones «objetivas», a medias amenazantes, que me suelen dejar con un terrible dolor de cabeza, un experto norteamericano con conexiones en el Departamento de Estado me dijo lo siguiente a propósito de las advertencias vertidas por Alsop en su carta a su «querido Amos»: «¿Y si el presidente termina por irritarse e incluso enojarse ante los grupos de presión judíos? Supongamos que estallara y dijera públicamente, en una conferencia de prensa, que el grupo de presión judío ha comenzado a ejercer una presión desmedida y por tanto insoportable. ¿Qué efecto tendría una afirmación semejante? Si un presidente tan sólo lo insinuase, causaría graves problemas. Obvio es que el sistema político norteamericano se hallaría entonces en un grave aprieto, pero Israel no debería dar por sentado el poder del grupo de presión de los judíos norteamericanos. También debería considerar los efectos que a largo plazo puede surtir esa presión constante».
En cuanto Alsop se refiere a la táctica de «retorcer el brazo» que emplean los amigos estadounidenses de Israel, las sombras de una doble lealtad y de una ciudadanía de segunda clase comienzan a moverse rápidamente por el horizonte. Sombras parecidas barrieron Francia en 1967, cuando De Gaulle, en su histórica conferencia de prensa, tildó a los judíos de pueblo «seguro de sí mismo, dominante». Al hacerlo, lastimó la sensibilidad de los judíos franceses; probablemente incluso asustó y sobresaltó a no pocos. Obvio es reseñar que lo dijo en calidad de «monarca», disgustado con la desobediencia de los israelíes que en junio emprendieron la guerra en contra de sus deseos.
Nos invitan a cenar unos amigos de Alexandra; como ella, profesores de matemáticas en la Universidad Hebrea. Gente agradable. Los hijos de la pareja, chico y chica, son una delicia. Se acercan a la mesa y nos examinan con todo descaro, rondando por el comedor como dos cachorros de león. Miran nuestros platos para ver cómo comen las costillas los extranjeros. Somos curiosas criaturas, les hacemos reír.
La conversación, como suele ser, rápidamente se centra en asuntos serios. No se oyen muchas conversaciones triviales en Jerusalén. La inflación, los impuestos elevados, el programa de austeridad exigen que todos tengan dos empleos o hagan horas extras. Nos dicen que muchas amas de casa han vuelto a trabajar. Alexandra se ha fijado en lo ajetreados que están muchos de sus colegas matemáticos. Tienen que dar más clases; tienen menos tiempo para investigar.
Después de la cena llegan otros dos invitados, el doctor Eliahu Rips y su señora. Rips proviene de Riga. Cuando los rusos entraron en Checoslovaquia, Rips, estudiante de matemáticas, se prendió fuego a modo de protesta. Los testigos apagaron las llamas y Rips fue internado en un manicomio. Allí dentro, sin libros, resolvió un famoso problema de álgebra. Cuando fue puesto en libertad, emigró y llegó a Israel poco antes de la Guerra del Yom Kippur. Como carecía de adiestramiento militar, fue a un surtidor de combustible y se ofreció a trabajar gratis, por sentir que debía hacer alguna aportación a la defensa de Israel. Durante algunos meses sirvió gasolina sin recibir nada a cambio. Ahora da clases en la Universidad Hebrea. No sólo se ha convertido a la religión ortodoxa, sino que es un creyente devoto. Cuatro días a la semana estudia el Talmud en una yeshiva. No es infrecuente conocer en Israel a matemáticos, físicos o biólogos que sean devotos estudiosos del Talmud. Los centros de estudio están en Israel llenos a todas horas.
Rips se ha casado hace poco con una joven francesa, que es ortodoxa de nacimiento y que practica con escrúpulo su religión. Siendo francesa y ortodoxa, su observancia resulta elegante. No sólo se cubre la cabeza como prescribe la ley, sino que para ello emplea una bella pañoleta de seda. Tiene la estampa de una de aquellas Rebecas morenas de las que se enamoraban los cruzados. No sólo se cubre la cabeza con elegancia, sino que es elegante en su manera de conversar. Hablamos de ciencia y religión, de los límites del conocimiento científico, de la certidumbre de que existen otras clases de conocimiento. Rips, el genio del álgebra, no aporta gran cosa a la charla, aunque la sigue con suma atención. Es un joven esbelto, de piel clara, apuesto. Lo primero en que repara uno es la quietud con que permanece sentado. Denota toda una filosofía de vida. Está cómodo en todas y cada una de sus extremidades y articulaciones. Recuerdo a lo largo de la conversación algo que una vez oí sobre Leibnitz, que era capaz de pasarse tres días sentado y reflexionando. Cuando veo sentado a Rips, comienzo a entender cómo, al realizar los cálculos mentales, podría hallar la solución a problemas que aún no la tienen. Lo que en cambio resulta inimaginable es que este joven apaciblemente abstraído fuera capaz de rociarse de gasolina y de prenderse fuego.
A saber si las personas que gozan de gran respeto saben bien lo que dicen: Laura (Riding) Jackson advierte del peligro que los «pensadores» pueden representar para el resto de la humanidad. Ella ve ese peligro en las formas lingüísticas en que se proyecta el pensamiento, pues pueden «hipnotizar la mente de los lectores debido a la fuerza de la voluntad personal que se infunde en ellas». Otro modo de describirlo sería el llamarlo, como ella hace, «un estilo político de actuación intelectual». Sigue hablando de la «tradición de una raza intelectualmente superior, de cerebros magistrales[12]». Quien estuviera deseoso de compilar una lista de cerebros magistrales vivos a día de hoy no podría omitir el nombre de Sartre. No podría decir que esté de acuerdo en que sea un problema de formas lingüísticas, pero respondo de buen grado a lo que sugiere Riding en el sentido de que en cada generación se reconoce a una raza superior de cerebros magistrales, cuyas ideas (sean la lucha de clases, el complejo de Edipo, la crisis de identidad) nos llegan y caen sobre nosotros como redecillas para capturar mariposas.
Al leer lo que dice Sartre sobre Oriente Medio, me pregunto si de veras sabe qué está diciendo. Y es a pesar de todo un escritor eminente, un normalien; muchas personas a las que respeto le tienen gran estima. Recuerdo haber hablado de él con Edmund Wilson, que se mostraba entusiasta con Sartre. ¿Por qué? Tal vez porque los dos estaban en contra de las mismas cosas. Wilson dijo que Sartre era en efecto vulnerable a muchas clases de crítica, pero que a fin de cuentas era sobre todo un hombre de letras, perteneciente a esa maravillosa constelación en la que figuran los Voltaire, Diderot, Renán, Sainte-Beuve, Taine y Valéry. Ninguna generación que carezca de sus propios hombres de letras podría tenerse por una generación debidamente civilizada. Por eso, un Sartre es un elemento de gran valor en el inventario de la civilización. Raymond Aron, un hombre muy distinto de Wilson, dice que en sus discusiones con Sartre «muy a menudo tenía yo toda la razón, pero incluso entonces comprendía que el suyo era un espíritu creador». Los científicos sociales, que no se jactan de poseer la menor creatividad, a veces adjudican el espíritu creador a la primera mano que ven tendida ante ellos.
A finales de los años cuarenta bajaba a menudo al bar de Port Royal para ver a Sartre. No podría decir que él me viese a mí. Los norteamericanos no tenían ninguna popularidad con él. Las cosas eran muy distintas hace sesenta años. Cuando John Dos Passos y E. E. Cummings viajaron a Francia fue con el objeto de conducir ambulancias durante la Gran Guerra, fueron recibidos con los brazos abiertos, o al menos así lo creyeron. Los jóvenes y ansiosos norteamericanos que se apresuraron a viajar a París después de la Segunda Guerra Mundial recibieron un trato helador. Pienso sin embargo en alguien como Kafú Nagai, un escritor de genio que a comienzos de la década de 1890 había leído a Maupassant y a otros novelistas franceses en Tokio, enamorándose de ellos, por lo cual decidió viajar a conocerlos. A Kafú le costó mucho tiempo cruzar el continente americano. Hizo un alto en Chicago. Pasó más de un año en la Escuela de Magisterio Estatal de Ypsilanti, estado de Michigan. Cuando por fin llegó a París, no encontró a ningún escritor francés que estuviera dispuesto a hablar con él y mucho menos a recibirlo. Los que llegamos de Estados Unidos a finales de los años cuarenta tampoco fuimos los primeros en experimentar el dolor del amor no correspondido.
Había leído La náusea y me había gustado, aunque sólo como curiosidad: no me había afectado, por así decir, ningún órgano vital. Los caminos de la libertad, con su método cinematográfico, su simultanéité, me pareció excesivamente presumido, histórico, frenético, acalorado en demasía. Wyndham Lewis me descubrió el término exacto para explicarlo. Lo llamó «literatura ciclón». A juicio de Sartre, sólo las plagas, las guerras, las masacres, las situaciones de crisis podían revelar lo esencial, la totalidad del ser humano: «l’homme tout entier».
El homme tout entier ha de ser expulsado de la maleza de la hipocresía, en donde tanto le gusta buscar cobijo. Nuestros antepasados construyeron casas, crearon nuestra cultura, nos transmitieron su sabiduría, erigieron estatuas en honor de sus grandes hombres, practicaron virtudes modestas y se circunscribieron a la región de la templanza, señala Wyndham Lewis en su interpretación de Sartre, de 1952, titulada The Writer and the Absolute («El escritor y lo absoluto»). En cambio, nosotros estamos familiarizados con las guerras mundiales, los holocaustos, los bombardeos, los golpes de estado, de modo que «estamos a la fuerza hechos en un molde heroico. Nuestras virtudes son sensacionales; de lo contrario, somos infrahombres de la calaña más vil. Nuestros antepasados inmediatos, pertenecientes a períodos históricos de comodidad, de prosperidad, anteriores a la época en que “la fuerza aérea” amenaza con hacernos pedazos o con caer sobre nosotros desde el cielo, anteriores a que los revolucionarios rescatasen el ambiente inquietante de la Inquisición y del auto de fe, son dignos de toda conmiseración (por más que uno quiera protestar, se les considera con cierto desdén) por no haber tenido jamás la oportunidad de “ser metafísicos” o de sentir “la presión de la historia”». Ésta historia transcurre en una pantalla grande, es una historia de cinerama. Estamos sentados en primera fila viendo la brutal estampida a todo color y tout un.
Baudelaire, muy diferente de Sartre en el hecho de haber recibido una educación formal muy inferior, y en su manera de abordar las cosas pertrechado de un mínimo aparato teórico, habla de su salvaje excitación durante la Revolución de 1848. ¿Y cuál era la causa de esa excitación? «El deseo de venganza —explica con toda sencillez en Mi corazón al desnudo—, el placer natural de la destrucción». De ese impulso se disocia en parte, pues todo lo que sea natural le parece sospechoso. En otros pasajes de sus diarios, Baudelaire se refiere a «un placer aristocrático» que se siente en el acto de la ofensa. Por aquel entonces la ofensa tenía por objeto a la burguesía, claro está. Y ahora a veces pienso que en pleno siglo XX es Estados Unidos quien ha sido elegido por la historia para ocupar el lugar de la burguesía, mientras que Francia, en tanto nación, se ha elevado a la posición de la aristocracia. Estados Unidos es en cierto modo el objeto elegido por esa aristocracia como blanco de sus mofas y befas.
Entre Sartre y cualquier problema político determinado siempre se ha interpuesto Estados Unidos. Hay en el mundo dos superpotencias, pero sólo una le ha parecido inequívocamente maligna. Al hablar de Oriente Medio, su primera preocupación en calidad de amigo de Israel consistía en disociar Israel de los intereses norteamericanos. En una entrevista que he leído recientemente, concedida en 1969[13], Sartre manifiesta una gran simpatía por Israel, afirma que en el conflicto árabe-israelí no hay total justicia en uno u otro bando y defiende a Israel de la acusación de ser mero instrumento del imperialismo estadounidense. Aún es más importante, según explica Sartre, el hecho de que «la economía israelí no está construida de modo que pueda funcionar por sí sola. La economía de un país como Israel debiera estar íntegramente cimentada en Oriente Medio, pero en realidad es una economía cuya mitad corresponde a la que posee un país desarrollado y cuya otra mitad es la de un país subdesarrollado. En su comercio con los países capitalistas e industrializados, Israel tiende a vender fruta, verdura, flores; su economía no puede sostenerse de manera suficiente mediante esa clase de producción agraria y mediante el comercio exterior, ni siquiera mediante la labor de pulimento de diamantes». Concluye este análisis tan maravillosamente original refiriéndose a la ya dilatada dependencia que tiene Israel en cuanto al pago de las reparaciones de guerra por parte de Alemania, y su actual dependencia del dinero aportado por los judíos neoyorquinos proisraelíes. Es absurdo, sostiene, hablar de Israel como si fuera «la cabeza de lanza del imperialismo norteamericano, aunque es cierto que en la actualidad Israel necesita el apoyo de los judíos estadounidenses». De todos modos, los árabes han puesto a Israel en una situación en la que está «condenado, militar y económicamente, a depender no ya del gobierno de los estados imperialistas, sino también de las minorías judías de esos mismos estados, que en gran medida respaldan la política de dichos estados».
Sartre pasa a reprender a quienes sostienen que fueron los árabes quienes iniciaron la guerra de 1967. En este sentido, ya no es viable reprimir la suspicacia que alimenta su despreocupado análisis de la economía israelí y del apoyo que Israel recibe de los judíos estadounidenses de mentalidad imperialista, de modo que me pregunto lo siguiente: ¿sabía bien lo que estaba diciendo este influyente pensador y prominente revolucionario? El presidente Gamal Abdel Nasser fue muy consciente, cuando cerró el Golfo de Aqaba y expulsó a la fuerza estadounidense de pacificación, de que a Israel no le quedaría más remedio que entablar la guerra. Nasser no sólo amenazó la existencia misma del estado de Israel, sino que desafió a los gobiernos de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, que se habían decidido a mantener abierto el puerto de Aqaba. Mohammed Heikal, amigo de Nasser y destacado periodista egipcio, escribió en el mes de mayo, antes de que estallara la guerra, que la seguridad de Israel estaba amenazada, y que se vería en la obligación de atacar. «Quienes sostienen que los árabes dieron comienzo a la guerra —dice Sartre—, quienes insisten en que son criminales, olvidan tener en cuenta la situación de los palestinos, la situación absolutamente insufrible en que malviven los palestinos. También olvidan que los árabes, desde el principio, han sido obligados por las maniobras británicas a adoptar una actitud negativa hacia Israel, actitud que ha persistido desde 1948, cuando se provocó una guerra absolutamente estúpida e innecesaria».
Muchos palestinos han pasado grandes padecimientos, pero no fueron sus sufrimientos la razón de que Nasser emprendiera la guerra en 1967. Nasser no estaba a favor de su realojamiento: los mantuvo pudriéndose en campos de refugiados, los utilizó contra Israel. Los británicos no generaron el conflicto árabe-israelí, aunque tal vez sí lo agravasen. Si los estados árabes no explotaron a propósito a los palestinos en aras de sus intenciones políticas, la interpretación más amable que cabe hacer sobre su conducta es que fueron manifiesta y absolutamente incompetentes. Es cierto que Israel podría haber hecho mucho más, a lo largo de los años, por favorecer a los refugiados. Los esfuerzos que se realizaron para indemnizar a quienes perdieron tierras y hogares distaron mucho de ser mínimamente adecuados. Hannah Arendt sostenía que parte de las reparaciones alemanas debieran haberse reservado para aliviar la situación de los palestinos, aunque este gesto podría haberse interpretado en el sentido de que los nazis habían hecho a los judíos lo mismo que el sionismo a los árabes, paralelismo con el que ninguna persona en su sano juicio podría estar de acuerdo. Con todo, habría servido para paliar las tensiones si una suma considerable se hubiera destinado a una agencia internacional neutral que procediera al pago de las reclamaciones palestinas. El Comité de Conciliación para Palestina, grupo creado por las Naciones Unidas en 1948 para negociar el acuerdo de paz entre árabes e israelíes, hizo una valoración preliminar de 300 millones de dólares sobre las tierras de propiedad árabe. Es esencial añadir que la mayoría de los árabes palestinos temieron las consecuencias que acarrearía la aceptación de tales indemnizaciones.
En cualquier caso, en 1948 los británicos no provocaron la invasión de Israel que llevaron a cabo sus vecinos árabes. Egipto y el resto de países enviaron sus tropas para proceder a la destrucción del estado recién creado cuando expiró el Mandato Británico. «Un día, en el Café de Flore —escribe Raymond Aron—, Sartre y Simone de Beauvoir habían dado rienda suelta a su cólera justiciera contra los británicos. Les señalé que éstos no tuvieron una fácil tarea que cumplir entre judíos y árabes, que no habían dado pábulo al conflicto árabe-israelí, que tan sólo procuraron ejercer el papel de árbitros. A pesar de todo, Simone de Beauvoir y Sartre siempre estaban en pos de la línea divisoria que separase ángeles de demonios, y no veían más que crueldad (o imperialismo) en la actuación británica y en la sagrada causa de los mártires». Más de veinte años después, Sartre aún hablaba del imperialismo británico. Una definición es una definición, y punto. Sartre no destaca precisamente por su flexibilidad. Padece lo que yo denomino «el síndrome larousse». Todo lo que un parisino necesita saber sobre los esquimales o sus kayaks lo encuentra en la larousse, donde aparece un hombrecito amarillo y vestido con pieles, sentado en su kayak. De Gaulle muchas veces ofendió a los rusos al emplear la expresión «del Atlántico a los Urales» para referirse a Europa, tal como cuenta el embajador Charles E. Bohlen en sus memorias[14]. Así se describía Europa en el Petit Larousse de 1907. Siempre hay un pequeño desajuste temporal en la versión francesa de las cosas. Sartre toma su definición del imperialismo del propio Lenin. La esencia del panfleto de Lenin titulado Imperialismo, etapa culminante del capitalismo, escrito en 1916, está tomada a su vez de Imperialismo, de John Atkinson Hobson, publicado en 1902. La verdad es atemporal, qué duda cabe, y no es preciso ponerse al día para tener la razón, pero al tomar postura o al abogar por acciones que pueden costar la vida a no pocas personas, conviene ser tan claro como sea posible en lo que se refiere a la realidad histórica. He ahí el peligro que los «pensadores» constituyen para el resto de la humanidad: comienza a ser muy visible.
En la entrevista de 1969, Sartre muestra su simpatía hacia Israel dentro de una actitud compartida en general por toda la izquierda europea. Al mismo tiempo, desea que se produzca una revolución en el mundo árabe. Espera que los regímenes árabes más izquierdistas o más populares no tengan el menor problema para aceptar la existencia del estado de Israel. En esto, Sartre dirige la orquesta con verdadero brío, pero las melodías que toca no son las de la partitura que ha compuesto con toda la sencillez de su corazón. Los líderes marxista-leninistas del mundo árabe eran hostiles a Israel y siguen siéndolo, más incluso que los príncipes feudales de los reinos petrolíferos. Los marxistas árabes niegan que en Israel pueda existir una verdadera izquierda, aunque Sartre insiste en que «la lucha de clases existe en Israel tal como existe en cualquier otra parte… y hay consiguientemente elementos de movimiento izquierdista». Sin embargo, se lamenta de que «no es posible invitar a árabes e israelíes a un mismo congreso internacional. No es posible porque los árabes no lo quieren». «¿Y por qué ceder siempre al boicoteo árabe?», pregunta el entrevistador. «Porque la izquierda —responde Sartre— parece tener más simpatías por determinados movimientos de liberación, piense por ejemplo en Argelia en nuestro caso, que por un gobierno o un país que hasta estos últimos años no estuvo nunca amenazado como hoy lo está. Para nosotros, el verdadero problema era “¿Qué está ocurriendo en Argelia? ¿Qué sucede en el seno de la izquierda marroquí? ¿Qué significa la presa de Asuán? ¿Ha dado Nasser con objetividad socialista determinados pasos de progreso en Egipto?”… En realidad, es una lástima no invitar a los representantes de la izquierda israelí, pero si los invitásemos, y no caigamos en la hipocresía, equivaldría a prescindir de la participación de los árabes». Dicho de otro modo, hay millones de árabes: políticamente tienen su importancia. Ni el Departamento de Estado ni el Politburó ni Jean-Paul Sartre pueden permitirse el lujo de hacerles caso omiso.
Se plantea a Sartre una nueva pregunta: ¿el objetivo de los árabes en 1948 y de nuevo en 1967 era el exterminio de la población judía de Israel? Sartre responde que sí, aunque se trataba de la eliminación de los judíos en tanto estado. Abunda en su respuesta. Conoce bastante bien a los árabes —árabes de izquierda, claro está—, «y todos los que conozco piensan en Israel como estado, no en una minoría judía: al contrario, “Hemos de construir un estado que llegue a ser árabe o palestino y judío, ésa es nuestra aspiración”, dicen… La idea vertebral de algunas personas dotadas de responsabilidad política consistía en suprimir el estado, no en aniquilar a la minoría judía». A esto, el entrevistador le responde que nació en Alejandría y que vivió en Oriente Medio durante veinticinco años, y que conoce cómo se trata a las minorías —coptos, judíos, otros— en Egipto. Son ciudadanos de segunda clase, dice, «igual que en Estados Unidos los únicos ciudadanos de pleno derecho son los protestantes blancos; en los países árabes, los únicos ciudadanos de pleno derecho son los musulmanes árabes».
Sartre se muestra de acuerdo, pero se resiste y cambia de argumento. El egipcio de a pie, el fellah, no es un ciudadano de pleno derecho. Es analfabeto, por lo cual la plena ciudadanía no está a su alcance. Sólo «ciertos grupos muy poderosos, contra los cuales ha intentado luchar el gobierno egipcio», disfrutan de la plena ciudadanía. Por debajo de ellos no hay una sola categoría que posea derechos políticos. Dicho esto, reconoce que «el problema de las minorías muy a menudo se resuelve en Oriente Medio con las masacres». Sartre exonera a los judíos de la acusación de colonialismo; si fueran colonialistas e imperialistas, su propia lógica lo llevaría a invocar su exterminio, ya que en su dilatada introducción a Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, exhorta a los pueblos oprimidos a que se precipiten sobre sus explotadores y los asesinen. Sólo mediante una matanza pueden alcanzar la libertad las víctimas de la explotación imperialista; sólo así obtendrán el debido respeto, la madurez viril. Han de acabar a tiros con los opresores blancos y redimirse mediante un baño de sangre.
Sólo que la sangre, como tantas otras cosas en Sartre, tal vez sea imaginaria. Por su historial sabemos que la sangre abunda; en 1949, el escritor francés David Rousset, que fue enviado por los alemanes a Buchenwald, redactó un manifiesto en el que se condenaba la aniquilación de millones de prisioneros en los campos de concentración rusos, y Sartre se negó a estampar su firma en el documento. Dijo que firmándolo sólo justificaría o fortalecería el imperialismo norteamericano.
En esta entrevista habla del gran valor que ha conferido a los judíos su sufrimiento, «su herencia de perpetuas persecuciones», algo que tiene un valor infinito. Precisamente por haber sido objeto de tan atroces persecuciones, «el estado de Israel debe dar ejemplo; hemos de exigir más a este estado que a otros». ¿Cómo va a reconciliarse ese destino especial, tan preciado, con el antisemitismo de los países socialistas del Este de Europa? A ojos de Sartre también son países especiales, preciados, y esa incoherencia exige a voces una aclaración. Celosos de su soberanía, estos países socialistas —o presuntamente socialistas— entienden que sus propias comunidades judías poseen una afiliación dual. No son sus ciudadanos iguales que los demás, ya que tienen la libre posibilidad de ir a Israel; Israel, con la Ley del Regreso, ha garantizado que serán bien recibidos. Según Sartre, esto es algo que fomenta el antisemitismo. «Si un ciudadano soviético, o rumano, ahora mismo tiene la tentación de mostrarse antisemita, no posee el derecho de abandonar el país si no es en circunstancias muy especiales, mientras que un judío rumano, por el contrario, puede tenerse por rumano y por israelí, al menos según sea su elección, de modo que los no judíos pensarán que tales personas reciben más favores que ellos y también que no son leales a la patria. Al mismo tiempo, el gobierno los contempla con hostilidad, y afirma que desde el momento en que elijan, o que puedan elegir a Israel, ya no son socialistas. Que acierten o que se equivoquen es algo que no sé, pero sí estoy seguro de que esta clase de actividad sionista es algo muy serio. Yo diría que tendremos que reconocer el derecho de Israel, en tanto estado soberano, a aceptar a todos los judíos que deseen ir allí, pero que no debe hacer una política beligerantemente sionista en el extranjero». ¿Qué indica todo esto? De entrada, una impresionante ignorancia sobre las verdaderas condiciones de vida que existen en el Este de Europa. Los ciudadanos soviéticos viven sujetos a un número inmenso de restricciones. No pueden desplazarse libremente por Rusia, y mucho menos emigrar. Lo que viene a decir Sartre es que los no judíos de Rusia son hostiles hacia los judíos porque éstos podrían ir a Israel siempre y cuando el gobierno les permitiera emigrar, pero también viene a decir que los judíos están oprimidos y que desean irse, por lo cual no son socialistas leales ni buenos ciudadanos soviéticos.
Se trata, qué duda cabe, de la filosofía de Swift, según la cual se extrae la luz del sol de los pepinos y se consigue que las arañas manufacturen seda.
Nadezhda Mandelstam, la viuda del poeta, que conoce los países socialistas mucho mejor que Sartre, señala que el antisemitismo es en Rusia un producto estatal, «propagado desde arriba, que bulle en ese caldero llamado apparat». Andrei Siniavski no está de acuerdo en que el antisemitismo sea algo totalmente impuesto desde arriba. En la conciencia popular, explica, el judío es un espíritu maligno que se ha introducido en el cuerpo de Rusia y que provoca que todo vaya mal. El campesino ruso «sabe» desde hace algún tiempo que Lenin era judío, Stalin un judío de Georgia. En prisión, Siniavski incluso oyó identificar a León Tolstoi como judío.
Lo que se «sabe» en los países civilizados, lo que se pueda dar por sabido, es un gran misterio. Recientemente, un superviviente de Auschwitz que hoy vive en Chicago tuvo ocasión de prestar testimonio ante un jurado, cuyo portavoz le hizo esta pregunta: «¿Por qué fue usted enviado a ese campo de prisioneros? ¿Qué delito había cometido usted?». «Ningún delito. No hubo juicio». «Ésa no puede ser una respuesta fiel a la realidad —dijo el portavoz—. Cuando alguien va a la cárcel es porque ha hecho algo. En su antiguo país debe de tener usted antecedentes penales o cuentas pendientes con la justicia». Cuando leo a Sartre en lo que se refiere a la cuestión judía, me sorprende menos la lejanía de los hechos que se nota en la mente de ese miembro del jurado. Si acaso, me sorprendo yo mismo, me sorprenden mis suposiciones. Es posible invertir una gran cantidad de inteligencia en la pura ignorancia cuando es tan honda la necesidad de vivir en la ilusión.
Los amigos putativos de Israel siempre insisten en que dé al mundo un ejemplo moral: «Tenemos que exigir más a este estado». No todos los estados se hallan expuestos a la misma exigencia. Uno de los ministros de De Gaulle, cuando hablaba de los amigos de Francia en una reunión del gabinete, se encontró con una interrupción por parte del general: una nación tiene intereses, no tiene amigos, le corrigió. ¿Y cómo le habrían ido las cosas a De Gaulle en 1940 si los británicos no hubieran obrado como buenos amigos suyos? Las naciones, a veces, tienen amigos y tienen intereses. Es cierto que hubo (y hay) gente muy dura en el Pentágono, en el Departamento de Estado y en el Congreso, que habría preferido pensar en intereses, no en amistades, pero Estados Unidos ha nutrido a su manera algunos sentimientos morales más o menos amplios; de lo contrario, se habría sentido muy mal sin ellos. Entre 1950 y junio de 1975, Estados Unidos aportaron más de 600 millones de dólares a la Agencia de Apoyo y Obras de las Naciones Unidas (UNRWA) para los refugiados palestinos. Israel aportó algo más de seis millones de dólares. La Unión Soviética no aportó nada, al igual que China; el gobierno argelino, tan preocupado por los palestinos, tampoco hizo ninguna aportación.
Ahora bien, Sartre y otros aparentemente desean que los judíos sean excepcionalmente excepcionales. Tal vez los propios judíos hayan generado esas expectativas. Israel ha realizado esfuerzos extraordinarios para ser un país democrático, equitativo, razonable, capaz de transformarse. De hecho, ha transformado a sus judíos. En la Europa de Hitler eran conducidos a la aniquilación; en 1948, los supervivientes se convirtieron en formidables soldados. Desposeídos de sus tierras, en el exilio se convirtieron en agricultores. Los mamelucos habían decretado que la llanura costera de Palestina fuese un desierto; ellos la convirtieron en un huerto fértil. Es obvio que los judíos aceptaron la responsabilidad histórica de ser excepcionales. Se les ha obligado a seguir siéndolo. Ahora, la cuestión más bien estriba en saber si puede exigírseles más que a otros pueblos. A los demás no se les hacen tales exigencias. A veces me pregunto por qué es imposible que los intelectuales de Occidente (y en especial los franceses, que gozan de tanto prestigio en Siria, Líbano y Egipto, y que tienen relaciones con la izquierda árabe de estos países) digan a los árabes: «También debemos exigiros más a vosotros. También vosotros, y en particular los marxistas que hay entre vosotros, habéis de intentar hacer algo por la hermandad, por la paz con los judíos, pues han padecido monstruosos sufrimientos tanto en la Europa cristiana como bajo el Islam. Israel ocupa más o menos una sexta parte del 1 por 100 del territorio que vosotros llamáis árabe. ¿No es acaso posible adaptar las tradiciones islámicas, reinterpretarlas, desplazar el acento, de modo que sea posible aceptar esa minúscula ocupación? Una gran civilización debiera ser capaz de tener una flexibilidad humana, generosa. La destrucción de Israel no será provechosa para vosotros. Dejemos vivir a los judíos en su diminuto estado». Sin embargo, debe de ser culturalmente una grave falta de respeto pedir a un pueblo que cambie de actitud, aunque sea ligerísimamente. Sea como fuere, Sartre no ha dicho nada de esto. Ha tenido que pensar a fondo en la revolución, la gloriosa e inefable revolución. Una explosión de cientos de millones de árabes puede causar un enorme agujero en la podrida estructura de la burguesía. Tras el éxtasis de los asesinatos, llegará la justicia y la paz. Los fellahin, recuperada la virilidad y la madurez, aprenderán a leer y a ser ciudadanos en toda regla. Etcétera. «Es una vergüenza no invitar a los representantes de la izquierda israelí, pero si los invitásemos, y no caigamos en la hipocresía, equivaldría a prescindir de la participación de los árabes», dijo Sartre.
Últimos paseos por Jerusalén. Más de despedida que por turismo. La lluvia y el frío a veces se producen de forma muy localizada, de modo que a no mucha distancia de la nube que provoca la lluvia se ve el cielo azul. Mi hermano Samuel, que está de visita en Jerusalén con su mujer, me deja pasmado: aparece en la puerta de mi domicilio. En Estados Unidos esto es algo que jamás sucedería. Vivimos cada uno en una punta de Chicago, y nos citamos por teléfono para comer o cenar. Nuestras rutinas nos llevan por caminos distintos. Por eso, debe de hacer treinta años, tal vez más, desde que nos vimos frente a frente, con tiempo por delante, una mañana normal. En silencio, a los dos nos divierte. Mi hermano sonríe con desenfado, está excepcionalmente comunicativo. Nos miramos uno al otro. Con la excepción de los ojos, estamos completamente cambiados. Tenemos los dos esa prueba, los ojos castaños, de que en cada uno de los dos persiste sin alteraciones una esencia ajena a la edad. El resto es todo arrugas. ¿Por qué no íbamos a sonreímos?
El primo Nota Gordon viene de Tel Aviv más entrada la semana, y en una misma habitación se juntan tres rostros de la misma familia. Nota tiene la tez distinta de la nuestra, de un tono marrón claro. Además, lleva gorra al estilo soviético, y tiene algún diente de oro. Pero es evidente que los tres provenimos de la misma reserva genética. Nota fabrica jerséis en Tel Aviv con máquinas de tricotar importadas de Italia. Parece un negocio magnífico, pero no lo es. Ha invertido todo lo ahorrado en veinticinco años en la compra de los permisos de emigración para su esposa, sus dos hijos y sus hermanas. Llegó a Israel sin blanca, y pidió dinero prestado para poner en marcha su pequeña empresa.
Es un hombre sencillo que lleva una vida sencilla, como todos los primos de Riga. Su vivienda es pequeña y está repleta de muebles anticuados. Nuestra prima Liza y su marido, Westreich, son dueños de una tienda de comestibles. Es poco mayor que una despensa, pero les obliga a trabajar diez horas al día. La prima Bella, que allá en Letonia era asistente técnico sanitario, aquí es cajera en unos grandes almacenes. Su hijo, ingeniero, trabaja montando aparatos para la Sony. Bella me habla de una de nuestras primas, que ahora vive con su marido en Ginebra. Durante la ocupación alemana de Riga, esta prima y su hermana trabajaron como esclavas en una fábrica donde se hacían uniformes militares. Antes de la retirada, los alemanes exhumaron miles de cadáveres de las fosas comunes y los incineraron. Las dos jovencitas estuvieron entre los cientos de letones que tuvieron que extraer los cadáveres putrefactos y arrojarlos a las llamas. La hermana menor enfermó y murió.
Nuestros primos europeos, que han vivido las detenciones, la deportación, las masacres y la guerra, se alegran infinito de llevar una vida sencilla. Es curioso, pero tienen el alma más sosegada que la rama norteamericana de la familia. Gozan de menos seguridad, pero tienen menos preocupaciones. Al observar su temperamento, sus modales, me pregunto por los efectos que pueda tener esa expectativa ilimitada en el sentido de la realidad que tenemos los norteamericanos. Lo que algunos disidentes rusos observan en la democracia capitalista, en la sociedad norteamericana, es lo que puede llegar a ser la naturaleza humana cuando dispone de esas oportunidades de expansión. Consideran que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos no han querido saber nada, no han querido ver nada que pudiera entrometerse en esas oportunidades de medro. Tal como lo entienden algunos de esos intelectuales rusos, el mundo estadounidense, un mundo rico, productivo, exuberante —pues Henry James tenía razón: Norteamérica es más un mundo que un país—, sólo ha querido disfrutar de su propio desarrollo nacional y sus ciudadanos de los privilegios del desarrollo personal. Contento con su dinero y su maquinaria, contento con las oportunidades de viajar y comprar, contento con las oportunidades sexuales y de entretenimiento que ofrece, no puso el menor reparo en que Stalin se quedara con los polacos, los húngaros, los rumanos, los checos. El coste consistió en que pagamos con la moneda de las dictaduras comunistas a fin de gozar de libertad, cosa que aún seguimos haciendo con esa forma de apaciguamiento que llamamos distensión disuasiva. Solzhenitsin acusa a Occidente de creer que la libertad es algo que se adquiere de una vez para siempre. A resultas de ello, la nuestra ya no es la libertad del heroísmo y de la virtud, sino algo especioso y trunco, «mero relumbrón, riqueza y vacío», dice Solzhenitsin, y añade: «Así habéis entrado en la era del cálculo. Ya no sois capaces de hacer sacrificios por esa sombra de libertad que existió en otro tiempo: sólo adquirís compromisos. Abandonemos ese territorio, decís, al menos mientras la prosperidad persista siquiera por un tiempo en la tierra que pisamos».
Cuando era estudiante de antropología, albergaba la inmadura ambición de estudiar a diversos grupos de esquimales que, según se decía, habían preferido morir de hambre antes que probar alimentos abundantes, pero que eran tabú. ¿Cuánto, me preguntaba, está un pueblo dispuesto a ceder en aras de la cultura, en aras de sus preocupaciones vitales, y en qué punto la necesidad animal de sobrevivir rompe las constricciones de la costumbre y la creencia? Sospechaba entonces que entre los pueblos primitivos contaban menos los hechos puramente objetivos. Ahora en cambio no estoy ni mucho menos seguro de que una mentalidad civilizada sea más flexible y tenga mayor capacidad de captar la realidad, ni de que tenga reacciones más vivaces, más inteligentes, ante la amenaza de su extinción. Reconozco que como norteamericano estoy más sujeto a las ilusiones que mis primos, pero me pregunto si el israelí veterano de mil adversidades y estrecheces, de guerras y masacres, sabe de veras cómo salvarse. ¿Les ha enseñado qué hacer la experiencia que tienen acumulada de las crisis? He leído que algunos escritores que tratan del Holocausto vertieron críticas acerbas sobre la judería europea, sosteniendo que se condenó debido a su falta de voluntad de renunciar a la comodidad en que vivía, a sus propiedades, a sus hábitos pasivos, a su aceptación de la burocracia, y que de hecho fue conducida a su muerte sin oponer resistencia. No veo qué sentido puede tener el regañar a los muertos. Pero si la historia es en efecto una pesadilla, como dijeron Karl Marx y James Joyce, es hora de que los judíos, pueblo histórico donde los haya, se desperece y despierte de su histórico sueño. A veces pienso que hay dos Israeles. El verdadero es territorialmente insignificante. El otro, el Israel mental, un país de una importancia incalculable, desempeña un papel de enorme relevancia en el mundo, amplio como la totalidad de la historia misma y tal vez tan profundo como el mismo sueño.
Excursión de familia. Con mi hermano y su esposa, con Shimshon, que es uno de sus amigos religiosos y un filántropo, el primo Nota y yo visitamos la Ribera Occidental. Tomamos el paso elevado y evitamos Belén y las muchedumbres navideñas. Conducimos hacia Hebrón. El sol de Judea sobre los campos estriados, los colores rojizos del invierno, el oro claro mezclado con la luz, las terrazas festoneadas por piedras blancas. Limpio y roturado mil veces, el terreno sigue dando a luz las piedras: cada oleada de tierra trae consigo más piedras. Los antiguos sembrados son muy pequeños.
De estas aldeas provienen los árabes que trabajan en la construcción y que se ven en Jerusalén. Hay izquierdistas, e incluso algunos viejos sionistas que se quejan de que así sea. Dicen que es el trabajo de los judíos el que construyó Israel, pero que ahora los árabes realizan todos los trabajos desagradables y forman una clase explotada, ínfima. Seguramente no es ésa la imagen que los trabajadores árabes tienen de sí mismos. Sus salarios han subido, no tiene precedentes la prosperidad de que disfrutan. El panarabismo sin duda les ha influido; son nacionalistas y votarían por la autodeterminación si se convocase un referéndum. Son, sin embargo, trabajadores que se ganan el jornal, no terroristas. Los que participan en las manifestaciones más fogosas, los que arrojan piedras, desafían la ocupación y ponen bombas en Jerusalén y en otras ciudades son los jóvenes, muchos todavía adolescentes. Tienen su contrapartida en los militantes israelíes del movimiento Gush Emunim: hombres jóvenes y también mujeres determinados por motivos religiosos a colonizar la Ribera Occidental. Sus asentamientos implican, según algunos, un rechazo del sionismo, ya que los pioneros sionistas se dieron por satisfechos con un refugio, sin proponerse jamás la recuperación de la Tierra Prometida. Al contrario que los irredentos religiosos, pretendían asentarse en lugares poco poblados; evitaron mayoritariamente las poblaciones árabes. Los primeros kibbutzim se fundaron en las marismas y las dunas. Los árabes de las más antiguas comunidades, como Hebrón, Jericó y Jenin, hoy se sienten amenazados por los colonos judíos que parecen decididos a cumplir la promesa divina. Shimshon, un hombre de negocios de Chicago, ya jubilado, muy observante de los rituales y muy pendiente de todos los asuntos judíos, nos lleva a Gush Etzion y nos muestra con orgullo la Yeshiva, una fortaleza ortodoxa recién construida. Cerca de este lugar, antes de la Segunda Guerra Mundial, una colonia judía sufrió un ataque de los árabes que la borró de la faz de la tierra. Los descendientes de las víctimas cultivan la tierra por los alrededores. Gente recia, curtida, sin duda están armados, y no se dejarán expulsar de allí con facilidad. Sus nuevos edificios de cemento tienen un feo aspecto de Línea Maginot. Los jóvenes llevan la kipá, pero se les ve robustos, con antebrazos de gruesa musculatura. Su barba dista mucho de estar domesticada a la manera rabínica; se les eriza en el rostro. Dejamos esas construcciones militarizadas y vamos a Kiryat Arba, a que nos muestren los edificios de viviendas construidos por los israelíes, supongo que con el permiso del gobierno. Shimshon los mira con buenos ojos. Los sitios en construcción aún están a medio urbanizar; aún no se han plantado hierba ni árboles. La colada, al estilo mediterráneo, cuelga de unos tendederos que se comban bajo las ventanas. Por las aceras recién trazadas, chiquillos de aspecto aislado pedalean en sus triciclos. Es cuando veo a los chicos con sus bicis cuando me siento más incómodo, a sabiendas de la mucha locura que se acumula en el horizonte.
En Líbano, a sólo diez minutos de aquí en avión, las bandas armadas matan a cientos de personas cada semana. Es posible ver los asesinatos por el televisor. Los cadáveres son amarrados a los parachoques de los automóviles y arrastrados por las calles. Beirut ya no tiene fondo. Los reporteros dicen que los cristianos y los musulmanes ya no parecen saber contra quién disparan. Tampoco parece que les importe el porqué.
Cuando más ardua sea la postura del gobierno de Rabin, mayor acaloramiento llegará de los colonos religiosos y de sus partidarios. El gabinete se halla profundamente dividido. El gobierno está demasiado debilitado para tratar con los militantes de Gush Emunim. Ni siquiera ha sido capaz de desalojarlos de lugares como Sebastia y Kadum, donde viven en refugios improvisados, en el mismo centro de la Ribera Occidental.
Nada más ser expulsados de allí los jordanos en 1967, visité estas regiones con Sydney Gruson, del New York Times. Tras ganar la guerra en este frente, los jóvenes soldados israelíes se tomaron unas vacaciones y se dedicaron a pasear por ahí en los automóviles de los árabes. Dos días después, cuando iban de camino a la batalla por los Altos del Golán, aún seguían de celebración. En las torretas de los tanques, abiertas las escotillas, rumbo al Mar de Tiberíades, llevaban maniquíes de escaparate vestidas con ondeantes faldas y blusas árabes, con el tintineo de la bisutería. Yo había llegado horas antes que ellos. No me fue difícil. Me limité a parar un taxi en Tel Aviv, mostrar mis credenciales de periodista e indicar al conductor que me llevase a Galilea. Los taxistas, veteranos de 1948 y 1956, ya viejos para combatir en primera línea, se mostraban encantados de llevarte al frente para ver un poco de jaleo.
Por la Ribera Occidental viajé a lo grande, pues Gruson disponía de coche propio. Me impresionó la eficacia del Times en materia de organización. Al frente del equipo estaba Gruson, que dividía el trabajo y hacía los encargos a cada cual. Los demás éramos meros aficionados sin demasiada coherencia y, sobre todo, sin contactos. Gruson es un hombre de trato agradable, jovialmente profesional. Me ha contestado a la nota que le envié hace unas semanas, en la cual le adjuntaba copia de una declaración —desbordante de admiración, de adoración casi— escrita por Anuar el Sadat sobre Hitler en 1953. Gruson me dio las gracias y me dijo que iba a verificar la autenticidad del documento. En sus archivos tenía una foto de nosotros dos «en el frente», añadía; iba a tratar de encontrarla. En los campos cercanos a Jerusalén, recuerdo, los soldados hurgaban el suelo en busca de minas de tierra. Marcaban las sendas seguras sobre la arena con trozos de tela colgando de alambres.