En Stanford, donde pasamos unos cuantos días y cambiamos el gris escudo de hielo que cubre «Chicagolandia» por el verde cítrico de «Jubiladolandia», conozco al profesor Yehoshafat Harkabi (creo que también tiene el rango de general), especializado en el conflicto árabe-israelí. El profesor Harkabi, titulado por la Universidad Hebrea en filosofía y en literatura árabe, también tiene una carrera militar. De 1955 a 1959 fue jefe de inteligencia de las Fuerzas de Defensa de Israel. En Palo Alto es un estudioso dedicado a sus investigaciones. El rostro del profesor es el de un hombre que ha pasado más tiempo a pleno sol que entre los anaqueles de una biblioteca. Tiene los ojos más claros que la piel; es la suya una mirada límpida, gris; lleva el cabello revuelto, tiene la boca recta, agradable. Su trato resulta tan placentero como el de un hombre decidido, pese al lastre de sus problemas. Se nos ofrece un almuerzo de homenaje en el club de la facultad por mediación de un viejo amigo mío, el doctor Henry Kaplan, radiólogo que dirige el nuevo laboratorio de investigaciones sobre el cáncer que se ha creado en Stanford. Nos sirven varios costillares de ternera de gran tamaño, aunque sin demasiada carne, de modo que no nos distraemos de la conversación.

Ya había leído el libro del profesor Harkabi, Palestinians and Israel, escrito en 1974. En 1967 también había visto los campos de los refugiados árabes. Eran mucho más sórdidos que los arrabales de chabolas de Hooversville en nuestro período de la Depresión: aquéllos eran sórdidos, eran la miseria, pero eran provisionales. Los campos que vi en Jordania ya tenían entonces casi una veintena de años. Me pareció que los habitaban sobre todo mujeres y niños, abuelas y ancianos. El pasado mes de noviembre, en la Ribera Occidental, pasé por algunos campos semejantes, ya vacíos, donde se pudrían las estrechas chabolas. Muchos de esos refugiados tienen un empleo, han sido realojados en pequeñas ciudades, en pueblos. Sin embargo, la mejoría económica no ha aplacado los ánimos de los árabes. Si acaso, ha agudizado su descontento. Ahora bien, en fecha tan reciente como es 1972 el profesor Harkabi escribió que esas personas de la Ribera Occidental estaban «preocupadas por las nuevas ocasiones de mejorar su nivel de vida», que se mostraban indiferentes en lo tocante a su futuro político y que de hecho estaban «autodespolitizados[17]». Con esto no pretendió herir ninguna sensibilidad. Tan sólo quiso dar a entender que estaban de sobra ocupados en mejorar su nivel de vida, contentos de dejar la política en manos de los políticos, sobre todo en manos de los políticos de los estados árabes.

No es ésta la situación de 1976. Leyendo los periódicos, escuchando la radio, viendo la televisión, los campesinos palestinos, así como los palestinos que habitan en los pueblos, han cobrado conciencia de que la atención del mundo está pendiente de sus problemas políticos. Cierto, el gobierno militar de Israel ha sido benévolo; las llagas purulentas de los campos de refugiados, en los que tantos miles de palestinos vivieron bajo la administración jordana, empiezan a secarse y a sanar, pero no hay aún un asentamiento a la vista. Para Israel, la ocupación es costosa y vergonzante. Israel, nacido de un movimiento de liberación nacional, parece negar ahora a los palestinos idénticas libertades políticas.

Nosotros los occidentales no entendemos el problema árabe, apunta el profesor Harkabi; por desgracia, tampoco los israelíes conocen gran cosa del mismo. Y más les valdría entender cuáles son las verdaderas razones del conflicto. Los líderes políticos de Israel, si de veras han de afrontar el problema de manera racional para proceder a resolverlo, tendrán que entender quiénes son los árabes, sobre qué es posible basar la paz. Harkabi habla rápidamente, sin circunloquios. Los sionistas no llegaron a Palestina provistos de un plan para expulsar a los árabes. Los sionistas tenían la esperanza de crear un estado judío, pero cuando Herzl fracasó en su intento por obtener una carta internacional que garantizase la existencia de tal estado, los sionistas se limitaron a la adquisición de terrenos para proceder a su cultivo. Esas tierras las compraron a los árabes, no las tomaron por la fuerza. Los judíos habían vivido en Palestina de forma continuada desde la antigüedad. La llegada de los colonos judíos procedentes de Europa tampoco vino a interferir con la pugna de los árabes por su autodeterminación. Hasta hace poco no había un movimiento popular nacionalista árabe, ni hubo tampoco una lucha por la autodeterminación. De aquellos primeros tiempos —las décadas de 1880 y 1890— escribe Harkabi que «los árabes palestinos dieron pocas muestras de tener especial apego por la tierra, y muchos de sus líderes vendieron sus terrenos, aun cuando de puertas afuera protestaban por ello». He oído sostener, por cierto, que hubo un movimiento por la autonomía palestina antes de la Primera Guerra Mundial.

Los británicos, así como los judíos, propusieron en los años veinte diversas soluciones que fueron rechazadas por los líderes extremistas árabes. Hubo revueltas, hubo matanzas. Los colonos judíos organizaron sus unidades de defensa, que se convirtieron en el núcleo del futuro ejército israelí. «La intransigencia árabe forzó la partición y la creación del estado judío», escribe Harkabi. Los árabes no quisieron tener nada que ver con la resolución de las Naciones Unidas que dio lugar a la partición; rechazaron el plan para la creación de un estado palestino autónomo y lo atacaron por todos los flancos. A lo largo del conflicto, la sociedad palestina, que nunca había sido demasiado fuerte ni cohesionada, se hizo pedazos. «La mayor parte de las familias adineradas» abandonó el país. Los líderes árabes también llevaban tiempo marchándose de Palestina, según informa un historiador nacionalista árabe, Walid al-Qamhawi[18]. Buscaban «la tranquilidad en Egipto, Siria, Líbano». Abandonaron «el peso de la lucha y el sacrificio a los trabajadores, los aldeanos, la clase media… Estos factores, el miedo colectivo, la desintegración moral, el caos en todos los terrenos de la vida, fueron los que desplazaron a los árabes de Tiberíades, de Haifa, Jaffa y decenas de pueblos de menor tamaño». Harkabi concluye que «si los palestinos se vieron desplazados, en su mayor parte se desplazaron por sí solos».

Parece un juicio severo, aunque Harkabi no exime a los sionistas de toda responsabilidad. Será cualquier otra cosa, salvo insensible hacia los árabes. Con todo, acerca de los líderes árabes escribe que cuando hablan de «una solución justa a la cuestión palestina» se refieren lisa y llanamente a borrar del mapa la cuestión israelí: «El Islam no reconoce ni independencia ni igualdad a los judíos». En la jerga de los nacionalistas árabes, Israel es «una de las bolsas de resistencia imperialista más peligrosas para la lucha de los pueblos», y es preciso «liquidarla». Cualquier cambio de actitud entre los árabes entrañaría mucho más que mera diplomacia o política. Los estados árabes, sean feudales o izquierdistas, reconocen solamente la religión del Islam. Toleran a los judíos, a los maronitas, a los coptos, pero sólo en calidad de minorías bajo la supremacía islámica. Los terroristas de Fatah han apelado a los líderes religiosos del Islam para que proclamen que su guerra contra los judíos es una yihad: es preciso librar una guerra santa para crear una república laica.

El acuerdo ideal desde el punto de vista israelí podría alcanzarse si existiera algún modo de suavizar los endurecidos prejuicios que han segregado los siglos. Pero es empeño inútil, sobre todo cuando reina un humor de nacionalismo acalorado, soñar siquiera con transformar la cultura árabe o albergar esperanzas de que se desarrollen nuevos órganos. Los órganos altruistas no van a estallar de la nada para crecer de repente. Si la izquierda europea más afín pudiera aportar nuevos corazones, dudo que los trasplantes surtieran el efecto deseado. Harkabi cita a uno de los fedayines sirios, quien ha dicho que «estuve entre los que hace cinco años pensaban que deberíamos acabar con los judíos, pero ahora no puedo imaginar que, si ganásemos de la noche a la mañana, nos fuera posible matar siquiera a la décima parte. Es algo que no puedo concebir, ni como hombre ni como árabe. Y en tal caso ¿qué deseamos hacer con esos judíos?… Pienso que entre muchos judíos, los que viven en Palestina y en especial los judíos árabes, existe un intenso deseo de regresar a sus países de origen, ya que los esfuerzos del sionismo por transformarlos en una nación homogénea y cohesionada han fracasado… Hemos hecho que los judíos piensen continuamente, desde hace veinte años, que tienen el mar delante y el enemigo detrás, y que no les queda más remedio que luchar para defender sus vidas».

Los palestinos, dice Harkabi, forman un grupo distinto dentro de los árabes. No se sienten a sus anchas, ni menos aún «en casa», en los países árabes vecinos. «Entre los refugiados —escribe— se ha desarrollado un estado de ánimo que estigmatiza la asimilación en las sociedades árabes convecinas como un acto de deslealtad». Algunos palestinos se resisten a todo esfuerzo por mejorar sus condiciones de vida en los campos, por temor a que tales mejoras sean tomadas por reconocimiento de que han renunciado a toda esperanza de regresar. Harkabi distingue entre la primera generación de refugiados, con sus anhelos por recobrar sus tierras y sus propiedades, sus idílicos días de antes del desastre, y la generación más joven, que ha cambiado la nostalgia por el odio y que tiene por objetivo no la recuperación de las aldeas que perdieron sus padres, sino regresar en calidad de conquistadores y señores. Esta nueva generación, que mezcla el marxismo con el terrorismo, ha elegido a Mao Ze Dong, a Fanon y al Che Guevara por teóricos de cabecera, y sus preferencias ideológicas les han granjeado las simpatías y el respaldo de la izquierda europea.

Los palestinos son panarabistas, pero su familiaridad con los estados árabes «no siempre sirve para que tales estados sean afectos a los palestinos, pues ya están hartos de tanta amargura y tanto rencor», escribe Harkabi de un modo un tanto pintoresco. Han recibido apoyo, pero también han sido víctimas de explotaciones y abusos.

La opinión del profesor Malcolm H. Kerr, expresada en 1971 en The Arab Cold War («La guerra fría de los árabes»), es que «un mito occidental que viene de antiguo sostiene que la causa palestina sirve de unión a los estados árabes cuando están divididos en casi todo lo demás. Más ajustado a la realidad sería decir que cuando los árabes están con ánimo de cooperar, suele hallar expresión [ese ánimo] en un acuerdo que les lleva a rehuir toda acción en Palestina, mientras que cuando deciden disputar unos con otros la política de Palestina pasa a ser enseguida un asunto en disputa. La perspectiva de que uno u otro de los gobiernos árabes pueda provocar unilateralmente hostilidades con Israel despierta serios temores entre los demás, preocupados entonces por su seguridad o, cuando menos, por su reputación política». Los ejércitos de los estados árabes vecinos entraron en Israel en 1948 no tanto para proteger a los palestinos cuanto, más bien, para impedir que sus rivales expandieran su territorio.

Los que estamos fuera de todo esto somos la desesperación de los arabistas. No conseguimos librarnos de nuestra mitología occidental acerca del mundo musulmán. Nuestro propio uso del término «árabe» nos hace convictos de ignorancia. Es difícil explicar el verdadero estado de las cosas en Oriente Medio cuando hay personas que ni siquiera pueden tener la esperanza de despojarse de sus hábitos mentales, de su romanticismo, de sus distorsiones partidistas o ideológicas. Recurrí al libro del profesor Kerr sobre las luchas intestinas entre Nasser y sus rivales, en un esfuerzo por entender algo acerca de la política que rige en los territorios que circundan Israel. Me llevé un buen susto al leer la relación que hace Kerr de la lucha disputada en 1970 entre la guerrilla palestina y el ejército del rey Hussein de Jordania. Los fedayines palestinos pasaban en sus jeeps cargados de armas por las calles de Ammán. Se condujeron, escribe Kerr, «como un ejército de ocupación: extorsionaron a los individuos para que hicieran aportaciones financieras, a veces también a los extranjeros, tanto en sus domicilios como en lugares públicos; hicieron caso omiso de todas las normas del tráfico rodado; no dieron de alta sus vehículos, se negaron a detenerse en los puestos de control del ejército; se jactaban de su papel de arma del destino en contra de Israel, despreciaron la valía del ejército. Su misma presencia en Ammán, lejos de los campos de batalla, parecía un desafío al régimen en toda regla». A la guerrilla no le iban nada bien las cosas contra las patrullas fronterizas israelíes, aunque «con su propio ejército, su financiación, sus servicios sociales, su diplomacia internacional, los fedayines habían dado inicio a la construcción de un estado incipiente dentro de Jordania». El gobierno jordano, tras su derrota de 1967, tuvo que aceptar a diversos grupos de resistencia palestinos, pero trató de contenerlos y controlarlos. Hussein aspiraba a evitar una guerra; algunas de las organizaciones palestinas también deseaban mantener la paz, si bien una minoría extremista, el Frente Popular para la Liberación de Palestina, encabezado por el doctor George Habash, se desmandó por completo. Para Habash, los gobiernos de Arabia Saudí, Kuwait, Líbano y Jordania dependían de los Estados Unidos y eran «por tanto, de manera implícita, colaboradores de Israel». El FPLP boicoteó a la OLP de Yasher Arafat tildándola de burocrática y antirrevolucionaria. Habash y sus correligionarios comenzaron a dar a la lucha un carácter más revolucionario por medio de los secuestros de personas y de transportes, con una fuerte propaganda antijordana. Con la esperanza de preservar la unidad, el resto de los grupos palestinos se abstuvieron de verter sus críticas, aun cuando no veían con buenos ojos la línea dura que había adoptado el Frente Popular. Hubo inevitables colisiones entre los revolucionarios y el gobierno jordano. Ciertos elementos del ejército jordano de Hussein aborrecían a los guerrilleros palestinos. «A lo largo de los últimos dos años habían segregado una reserva de resentimiento especial contra la arrogancia de los palestinos. La tensión política se manifestaba mezclada estrechamente con las diferencias sociales entre el orgullo de los hombres procedentes de un medio tribal, adiestrados bajo la mirada paternal de los británicos, cuya vida y forma de subsistencia estuvo basada en el servicio leal a la corona hachemí, y los taimados urbanitas, con gran movilidad social y facilidad de ideología, jóvenes irreverentes que encabezaban el movimiento de resistencia». El profesor Kerr encuentra cierto parecido entre esos jóvenes y los yippies que en Estados Unidos aparecieron a caballo entre la generación beat y los hippies: según apunta, era una situación pareja a la que vivió la policía de Chicago al enfrentarse a las manifestaciones estudiantiles. Es una analogía inexacta, pero útil pese a todo.

En junio de 1970, la guerrilla del Frente Popular se apoderó de hoteles, tomó por rehenes a europeos y a norteamericanos, amenazó con volar los edificios. Un comité interárabe sumamente preocupado por la situación logró un acuerdo de paz en julio, después de que Hussein despidiera a ciertos oficiales suyos para satisfacer las exigencias del FPLP. En septiembre, el FPLP procedió al secuestro de cuatro aviones occidentales. A pesar de la defensa de la paz en que se empeñó Nasser, Hussein ya no pudo rehuir el enfrentamiento abierto. Desde 1967, él y Nasser estaban unidos por una serie de intereses comunes, aunque Hussein nunca tuvo demasiada confianza en una amistad tan transparentemente táctica. Los palestinos eran clientes de Nasser; Hussein había sido su enemigo, uno de esos gobernantes reaccionarios a los que siempre había denunciado.

A mediados de septiembre, los comandos palestinos preparados para una huelga general en apoyo de sus exigencias, básicamente una purga total del régimen de Hussein, iban a dejar al rey de Jordania con «la autoridad nominal, nada más». Ese temerario desafío palestino fue demasiado para Hussein y sus oficiales. El 17 de septiembre, el ejército atacó a los palestinos. «No sólo las fortalezas de los fedayines, sino también los centros de población palestina en general, sobre todo los arrabales de las colinas que rodean Ammán, repletos de refugiados, fueron el blanco de una serie de bombardeos a quemarropa, realizados con ametralladoras, fuego de mortero y artillería pesada».

Una fuerza iraquí compuesta por más de veinte mil soldados acuartelada en Jordania con la misión de proteger a la resistencia palestina optó por no intervenir. Una columna armada del ejército sirio sí cruzó la frontera, pero se retiró al cabo de unos días de sangrientos combates.

Los beduinos de Hussein masacraron a unas treinta y seis mil personas. El ejército jordano, dice Kerr, «mató a más palestinos en 1970 que Moshe Dayan en 1967». Lo patético del caso no pasó por alto a los palestinos residentes en la Ribera Occidental bajo la ocupación israelí. ¿Qué anunciaba acerca de las perspectivas de sus propias aspiraciones en caso de que fueran devueltos a la soberanía hachemí? Algunos refugiados de la Ribera Oriental decidieron que era preferible vivir bajo el gobierno israelí que seguir expuestos a las carnicerías del ejército jordano. Y tampoco se les escapó el patetismo a los israelíes, quienes añadieron una hiriente observación de su cosecha. Si ése era el modo en que se trataban los árabes unos a otros, se preguntaron: ¿qué trato estaba reservado para la población israelí en caso de que los árabes se salieran con la suya?

En el contexto del mundo árabe, Nasser recibió duras críticas, ya que su amistad con Hussein lo convertía en cómplice de la masacre. La habilidad política por la que tantas veces había sido ensalzado dio como resultado, una vez más, la muerte de miles de árabes. Al valorar la trayectoria de Nasser, el profesor Kerr reconoce su valía política y lo ve como «un hombre de notable y carismática personalidad, de gran habilidad política», un parangón de Bismarck cuyo antecedente «tal vez fuera, de hecho», Napoleón III. Napoleón también tuvo «grandes ambiciones personales y para su país», y «socavó su credibilidad internacional al ser demasiado cambiante, demasiado conspirador, hasta terminar por pifiarla con una demostración de fuerza en la cual la aparición de la destreza militar no pudo suplir lo que de veras importaba».

El objetivo de Nasser había consistido en unir al mundo árabe, expulsar del poder a sus líderes más reaccionarios y corruptos, acabar con el estado judío, pero sin embargo se encontró con la frustración de Yemen, con la derrota en el Desierto del Sinaí, y su «habilidad política» no dio lugar a nada tan impresionante como los cadáveres que vi con mis propios ojos tras la Batalla del Desierto del Sinaí en 1967, muchos de ellos en estado de putrefacción, hediondos, supurantes. Un más que notable carisma personal, una importante habilidad política se habían ido al traste por sí solos, y ésos eran los resultados. Me pregunté cómo me habría sentido si hubiera hecho yo los cálculos y hubiera sido el responsable de tales matanzas. Entre los muertos ya me sentí como si tuviera que sacar a rastras algo pesado, enfermizo, que se me había pegado como una garrapata. ¿Cómo era posible que nadie soportase la culpa de todo eso? Probablemente, la profesión a la que me dedico desde hace tantos años me ha hecho un ingenuo. Los hombres que se dedican a la política están hechos de otra pasta. En el desierto nos llegó la noticia de que Nasser había hecho un gesto de dimisión a la vez que había organizado manifestaciones de adhesión y lealtad a su persona. Bajo el peso de tantos cadáveres, tuvo la presencia de ánimo y la inteligencia necesaria para hacer lo que debía. Cualquier otro podría haberse pegado un tiro. El profesor Kerr sugiere que el Desastre de Ammán sí fue más de lo que Nasser podía soportar, y parece inclinarse a creer que esa última desgracia le provocó un ataque cardíaco fatal. Egipto era un país demasiado pobre, demasiado débil para respaldar las ambiciones bismarckianas de Nasser, y él mismo, si Kerr está en lo cierto, carecía de la fuerza suficiente para soportar el creciente peso del fracaso.

He oído que a Harkabi lo llaman halcón, pero a mí me parece un hombre más equilibrado que la mayoría de las personas con las que he hablado de los problemas árabe-israelíes. Me lo parece profundamente, pues las cuestiones morales que suscita este conflicto son para él de la mayor importancia. Reconoce que los árabes se han dejado llevar a engaño, pero insiste en el significado moral de la existencia de Israel. Israel representa algo en la historia occidental. Las cuestiones en liza no son tan sencillas como los partisanos ideológicos tratan de pintarlas. Los sionistas no pecaron a propósito de injusticia, los árabes no carecieron de culpa. Rectificar los males tal como los árabes quisieran verlos corregidos implicaría la destrucción de Israel. Es preciso dar protección, respaldo y compensaciones a los refugiados árabes, pero Israel no se suicidará por ellos. A estas alturas, los árabes sólo se imaginan su regreso a sangre y fuego; Israel no accederá a desangrarse y a arder. Sin embargo, toda negativa absoluta de las injusticias sufridas por los árabes es, no obstante, un serio obstáculo para la paz.

A Golda Meir a veces se la acusa de sostener que los sionistas no causaron a los árabes ninguna ofensa. En el Sunday Times londinense del 15 de junio de 1969 dice literalmente que «no es que existiera un pueblo palestino residente en Palestina que se considerase el pueblo palestino y que nosotros llegásemos y los expulsáramos para arrebatarles su país. Ellos no existían como tales». Hablando con toda precisión, está en lo cierto. «Palestino» es una palabra a la que han dado relevancia muy recientemente los nacionalistas árabes. Los árabes siempre defendieron que el problema palestino era un problema panárabe. Para ellos, Palestina era el sur de Siria. En la época de la Declaración Balfour, los nacionalistas árabes rechazaron la idea misma de una entidad palestina más o menos independiente, insistiendo en que las tierras de los árabes eran un todo indivisible. Para la señora Meir, esto no es una nimiedad. Bajo la influencia de la propaganda árabe, el mundo entero habla hoy en día de una «patria palestina» y de un «pueblo palestino»; la propia palabra «Palestina» se ha convertido en un arma. ¿Y qué hay de los árabes que fueron desplazados en 1948? Muchos, qué duda cabe, se desplazaron por sí solos. Cuando comenzaron las hostilidades, huyeron no al exilio, sino al territorio conocido de la Ribera Occidental. Marie Syrkin, profesora de la Universidad de Brandeis, escribe que «nadie disfruta al ver que su propiedad es aprovechada por otros, ni siquiera aunque reciba compensaciones. Pero la misma proximidad de la región abandonada, aunque sea hipnótica e inasequible, es la auténtica medida de lo mínima que fue la pérdida nacional sufrida por los árabes en Palestina. Por causas tan baladíes como el realojamiento en una nueva población urbana o por una nueva construcción subterránea, muchas personas son desplazadas a distancias mucho mayores y a un entorno mucho más desconocido, por comparación con los cambios que hubieron de afrontar los refugiados árabes en su mayoría. Nasser no tuvo escrúpulos a la hora de evacuar pueblos enteros para construir la presa de Asuán, sin tener en consideración las objeciones de los habitantes afectados, y la impresionante facilidad con que la Unión Soviética desplazó en repetidas ocasiones a poblaciones de número muy considerable, a veces muy lejos de su razón de ser política o social, constituye todo un récord. Sólo en el caso de los árabes se ha elevado el patriotismo de pueblo al rango de causa sagrada[19]».

Es manifiestamente cierto que muchos otros han desplazado a los campesinos de sus tierras. No obstante, el argumento del tu quoque es insuficiente; está garantizado que se produzcan injusticias. En 1967 hubo más refugiados: ¿qué fue de ellos?

Estas injusticias son un tormento y una amenaza para los judíos; amenazan con desposeerles de sus logros. Bajo el poder de Hitler, los judíos eran los leprosos de Europa. No, eran peor aún que leprosos. Los leprosos estaban aislados, cuidados, tratados médicamente. No hay palabra que designe lo que fueron los judíos de Europa entre 1939 y 1945. Después de la guerra, los supervivientes huyeron. No fueron bien recibidos en otros países. Fueron a Palestina, a Israel. Allí se les unieron unos ochocientos mil refugiados judíos procedentes de las tierras árabes, expulsados por el nacionalismo exacerbado, por los revolucionarios, a menudo despojados de sus propiedades. Hermán Melville no fue el único que manifestó su espanto ante la desolación del territorio hoy disputado al cual llegó en sus viajes. Mark Twain escribió en The Innocents Abroad («Inocentes en el extranjero») que «Palestina se asienta sobre una tela de arpillera y un montón de cenizas. Pende sobre ella el hechizo de una maldición que ha marchitado sus campos y ha sajado su energía… Nazaret es el desamparo; en ese vado del Jordán por donde entraron los anfitriones de Israel en la Tierra Prometida con sus cantos de regocijo uno encuentra sólo un mísero campamento de fantásticos beduinos… Palestina es un lugar desolado y desabrido. ¿Por qué había de ser de otro modo? ¿Es posible que la maldición de la Deidad otorgue belleza a una tierra? Palestina ya no pertenece a este mundo del trabajo diario. Está consagrada a la poesía y a la tradición. Es un paisaje del sueño».

En ese desapacible paisaje del sueño plantaron sus huertos los sionistas, sembraron sus campos, construyeron una sociedad pujante. No se han cosechado demasiados éxitos entre los nuevos estados que nacieron después de la Segunda Guerra Mundial. Israel es uno de ellos; Líbano es, o era, otra excepción.

Kedourie dijo en Londres que era una lástima que los judíos hayan tenido que politizarse. ¿Era necesario que establecieran un nuevo estado en una de las zonas de más alto riesgo que hay en el mundo? El nacionalismo, dio a entender, era un mal que los judíos no tenían por qué añadir a su muy dolorosa historia. Creo que lo que quiso decir es que lamentaba que así fuera, no que culpase a nadie por ello. Al ir más allá de su enunciado asumo toda la responsabilidad. Sin embargo, es difícil aplicar proposiciones razonables a los supervivientes del Holocausto. Para ellos podría parecer que habían logrado huir de un espíritu más profundo y más enloquecido que el que podamos conocer todos los demás, una furia alejadísima de la mentalidad de los eruditos, historiadores y estudiosos que tratan de explicarlo e incluso muy remoto de las «causas» que los estudiantes de psicología y la sociedad misma por lo común comentan; una perversidad más perversa que la que cualquiera de nosotros podría calibrar en sus hipótesis al uso. Es posible que quienes sobrevivieron al horror de los campos de exterminio desearan unirse después unos con otros. Es posible que su deseo fuera vivir en comunidad y en calidad de judíos. De todos modos, es absurdo hablar de las alternativas. La fundación del nuevo estado era inevitable. Fue una necesidad desesperada, inapelable, la que dio con los supervivientes judíos en Oriente Medio. No trataron de resolver ningún problema histórico en abstracto. Tuvieron que hacer frente a la extinción.

¿Qué tuvieron que afrontar los árabes cuando llegaron aquellos refugiados judíos? «El peor de los destinos que podía sobrevenir a los árabes —escribe Walter Laqueur, uno de los estudiosos de Oriente Medio mejor capacitados que hay— era la partición de Palestina y el estatuto de minoría que se adjudicó a algunos árabes dentro del estado judío». La fundación de Israel no estuvo exenta de pecado, no fue pura, añade, pero tampoco hubo forma de evitar el conflicto, ya que «no existía la base necesaria para alcanzar un compromiso[20]». En tal caso, ¿cómo contempla la culpa de los sionistas? Su pecado no fue otro que comportarse de la misma manera que otros pueblos. Las naciones-estado nunca han cobrado existencia propia pacíficamente y sin cometer injusticias. En el centro de cada estado, en su mismo fundamento, como ha dicho hace poco un escritor, yace una masa de cadáveres. «La tragedia histórica del sionismo —dice Laqueur— radica en que apareciese en la escena internacional cuando ya no quedaban espacios libres en el mapa del mundo». Con el tiempo, las crueldades de las naciones establecidas desde antaño se vuelven difusas, caen en el olvido. En nuestro tiempo, los pecados de los poderosos rara vez salen a colación. Los rusos han expulsado de sus territorios nativos a los chechenos, a los kalmikos, a los alemanes del Volga, a otras poblaciones en masa. Sus problemas ni siquiera se comentan en la ONU. Así pues, la cuestión se halla en este punto: lo que otros han hecho con manga ancha es precisamente el delito del que se acusa a los judíos a pequeña escala. Cuanto más débil es uno, más conspicuas son sus ofensas; cuanto más precaria sea su condición, más hostiles serán las críticas que deba esperar.

Los estados árabes independientes se crearon después de que los Aliados desmantelasen el Imperio Otomano. La esperanza de Lord Balfour consistía entonces en que los árabes, recién liberados de la opresión turca, no envidiasen a los judíos el exiguo 1 por ciento de los territorios liberados que se adjudicó para la creación de un estado nacional judío. «Un pequeño rincón —pues geográficamente no pasa de ser eso, al margen de lo que sea desde el punto de vista histórico— en lo que hoy son los territorios árabes: eso es lo que se ha de entregar a un pueblo que durante cientos de años se ha visto separado de su tierra», escribió Balfour. Esa vaga esperanza ha sido rechazada de plano.

El brillante y joven escritor israelí, A. B. Yehoshua, ha estremecido a sus lectores al sugerir que hay en los judíos algo que despierta la demencia entre otros pueblos. La crueldad de los alemanes para con los judíos fue una singular manifestación de esa demencia. Yehoshua detecta una insania similar entre los árabes, como también empieza a crecer en Rusia. «Tal vez haya algo excepcional en nuestra condición de judíos —escribe—, en todos los riesgos que asumimos, en el hecho de vivir al filo de un abismo y saber además cómo hacerlo. Para nosotros, nuestra naturaleza judía es clara, la sentimos como tal, pero cuesta decir que el mundo también la entiende, y debido a cierta clase de lógica uno puede justificar incluso esa falta de entendimiento, porque cuando uno se topa de lleno con el fenómeno del “judío” resulta que es algo no por cierto fácil de entender. Para las naciones que se han encontrado con nosotros en determinadas circunstancias históricas, como es el caso de los alemanes y los árabes, nuestra propia existencia y la incertidumbre que a sus ojos causa nuestra naturaleza bien podría constituir la chispa que encienda cualquier clase de demencia que ya les afecte en ese momento». No hace falta estremecerse ante tales especulaciones en torno a uno de los grandes crímenes de nuestro tiempo: un crimen como ése bien podría darse de nuevo. Descártese la posibilidad de que un poder de las tinieblas o un espíritu del mal cause todo esto, y uno se verá obligado a pensar que algunos de nosotros, sin saber cómo, tal vez provoquemos en otros la locura y el ánimo homicida.

Es esa «incertidumbre que causa nuestra naturaleza» lo que los judíos se han propuesto dejar atrás en Israel, renunciando al «misterio» y convirtiéndose en hombres sencillos, en prosaicos agricultores, obreros, mecánicos y soldados, en parte por rechazar el carácter que habían adquirido en el exilio, en parte por evitar el prender esa chispa «que encienda cualquier clase de demencia que ya afecte» a sus enemigos potenciales. Los judíos que conocen bien la historia judía no pueden evitar ver brotes de demencia por todas partes. ¿Ha intentado alguien entender por qué han destacado tanto los médicos judíos en el desarrollo de la psiquiatría moderna? La experiencia nos lleva a pensar que la cordura no es algo sólido, estable, fiable. De ahí el énfasis de los israelíes en la normalidad. Yehoshua habla de la «normalización» de los judíos en su propio país. De no haber tenido que combatir contra los árabes, opina que ésa —que es la tarea principal del sionismo— se hubiera alcanzado.

«¿Por qué se encolerizan tantísimo todas las naciones juntas, por qué imaginan los pueblos una cosa vana?», se pregunta Haendel en el Mesías citando las Escrituras. Bueno, aquí estamos, unos cuantos milenios después, empeñados aún en imaginar cosas vanas. Y ahí está Israel, ahora una nación en el concierto de las naciones. Los sionistas nunca estuvieron dispuestos a perder su condición de judíos en las tierras del exilio a través de la asimilación. Sea como fuere, la asimilación no dio los resultados deseados o tal vez previstos: en una época de marcado declive, ¿a qué iba uno a asimilarse? Sin embargo, la sociedad israelí en conjunto no puede evitar ciertas clases de asimilación. Si bien es una sociedad «normalizada», también es una sociedad «politizada». Un pequeño estado en crisis perpetua está forzado a mantener la paz con las superpotencias, a adquirir armas sofisticadas a precios desorbitados, a dominar su manejo, a vivir en una situación de movilización parcial; ha de hacer negocios, analizar correctamente la política fiscal estadounidense, el ambiente reinante en el Congreso, el poder de los medios de comunicación de Estados Unidos. Por pura necesidad, en aras de la supervivencia, ha de sumergirse en los problemas de Norteamérica. ¿Es injusto decir que debido a su preocupación por los asuntos norteamericanos, los judíos de Tel Aviv se parecen a los judíos neoyorquinos o a los judíos de Chicago? Israel ha de tener en cuenta al mundo entero, ha de estar pendiente de la locura del mundo entero hasta un extremo que frisa lo grotesco. Y todo ello porque los israelíes quisieron vivir al estilo judío en un estado judío.

Al día siguiente me encuentro de nuevo en «Chicagolandia». Como el Antiguo Marinero empujado hacia el Polo:

Y entonces llegaron ambas a la vez, la bruma y la nieve,

y arreció un frío pavoroso:

y el hielo, hasta la altura del mástil, llegó flotando,

verde como una esmeralda.

Hacia el norte, desde mi ventana, se ve la nueva Torre Sears, que no es de tonalidad esmeralda, sino de un verde pizarroso bajo esta luz. Recuerda un gráfico de barras, y es más alta que una docena de icebergs puestos uno encima del otro. Me hace pensar en los transistores de fabricación japonesa, en cientos de miles de transistores, apilados y a la espera de ser enviados quién sabe a dónde.

Sé cómo caldear mi espíritu en esta ciudad. Llamo a Morris Janowitz, colega mío en la universidad, y concierto una cita para vernos en el Eagle, un bar de barrio. Me apetece hablar de Israel con él. El Eagle es un bar-restaurante que ocupa una esquina. Hay recordatorios de la época del New Deal, fotografías de estrellas de cine, obras de arte que alivian un poco la penumbra. Mi obra de arte preferida, de todas las que se exponen, es un panel de madera alargado, en forma de luna creciente, rescatado de una escuela primaria que fue hace tiempo demolida. Cuando era niño, un panel muy similar decoraba el salón de actos de mi escuela; seguramente el mismo pintor los hacía por docenas. Representa el perfil de Chicago tal como era en 1906. En primer plano aparece una muñeca con aspecto algo idiotizado, adornada con una diadema. Tan regio personajillo se llama Yo sí, y representa el espíritu de Chicago. Sobre la barra cuelga un sonrosado retrato de Franklin Delano Roosevelt tal como era en 1932, y un águila que es el emblema de la Administración para la Recuperación Nacional, así como fotos de personalidades del cine antiguo. Los asiduos de mayor edad aún saben identificarlas, y así se sienten como en sus casas.

Janowitz es un tipo con la mente puesta en la comunidad, siempre atento a toda clase de ideas que sirvan para introducir mejoras en la universidad y a impedir que el barrio aún se deteriore más de lo que está. Es el responsable de que hayan aparecido excelentes librerías de lance en la calle 57. Está implicado en la planificación social del desarrollo de barriadas nuevas. Ahora mismo está muy liado con una nueva comunidad del South Loop, cerca de los antiguos depósitos del ferrocarril. Sabe muy bien cómo se comporta la policía, qué tasa de criminalidad local tenemos por comparación con las de Cambridge, Massachussets, o New Haven; sabe cómo les va a las familias que se han acogido a las subvenciones estatales, en qué andan los chiquillos negros que acuden aún a las escuelas de Chicago. No hay en Janowitz nada que responda a lo que se llama una mentalidad sencilla. Cómo describirlo: es un tipo compacto, sólido; no tiene mucho color, aunque la suya es la palidez de una complexión fuerte; tiene un rizo de cabello negro que a veces le cae sobre las gafas. Lee muchísimo, pero apenas le importan las novelas o la poesía. Ha dominado materias que a mí me matarían. Es el autor de The Professional Soldier, un estudio sociológico de los estamentos militares. Ha escrito largo y tendido sobre el papel de las fuerzas armadas en la política de los países tercermundistas. Asimismo, ha estudiado los problemas urbanos en relación con la educación, la criminalidad, el bienestar social. Conoce como la palma de su mano esta ciudad inmensa, asquerosa, brillante, mezquina. El sentir de Janowitz por Chicago es una de las cosas que nos unen tanto. Es posible que no le importen gran cosa Conrad, Tolstoi o Stendhal, pero es a pesar de todo, como se suele decir por aquí, «gente de mi tipo». Valoro sus conocimientos y su inteligencia. Piensa deprisa, piensa a fondo. No se puede uno permitir el irse por las ramas de una ensoñación cuando él hace uso de la palabra. Torrencial, sensato, habla con un ligero acento de Nueva Jersey. Su último libro trataba sobre el estado del bienestar, pero hoy hablamos de Israel. Proviene de una familia hondamente implicada en las cuestiones del sionismo, siempre ha sido un firme partidario de Israel. Su destino es una de sus preocupaciones primordiales.

Janowitz me pregunta cómo valoro la situación de Israel, qué recomendaría yo. Le respondo que dudo mucho que mi juicio tenga ningún valor. Sólo soy un aficionado, estoy en fase de aprendizaje. Sin embargo, puedo contarle y le cuento lo que he sabido gracias a observadores expertos e inteligentes.

Muchos de ellos, digo, creen que Israel debería haberse retirado de la Ribera Occidental hace ya mucho tiempo, claro está que en términos ventajosos. Ninguna persona responsable habla de una retirada que dejase a Israel expuesto a determinados riesgos militares. Sin embargo, el gobierno está desesperadamente decidido a mantener la ocupación. Algunos de los asesores del rey Hussein de Jordania le dicen ahora que debería rechazar los ofrecimientos de Israel y no regresar a la región. Los palestinos a Jordania sólo le suponen problemas y quebraderos de cabeza. La línea que han adoptado estos asesores del rey es la siguiente: «Tuvimos que gobernar a esas personas mientras otros las sobornaban. Ahora, que gobiernen los israelíes y nosotros nos encargamos de los sobornos». Con la fortaleza que les presta el dinero del petróleo y el apoyo del mundo entero, los estados árabes no creen que exista ninguna necesidad de negociar con Israel. Planean su eventual destrucción y contemplan sus disensiones y desórdenes internos con evidente satisfacción. Por otra parte está el problema de los zelotes ultraortodoxos que insisten en que asentarse en la Ribera Occidental es un derecho que poseen por don divino. Los árabes enojados interpretan la reticencia del gobierno de Rabin a la hora de frenar a estos colonos como muestra de aprobación e incluso como política que alienta de manera encubierta. Los nacionalistas religiosos israelíes no forman por sí mismos un grupo político, pero sí cuentan con el apoyo parlamentario de los derechistas. He hablado con algunos estudiantes de Oriente Medio que entienden que nada es tan peligroso para Israel, en estos momentos, como ese nacionalismo de carácter religioso. Lo consideran antisionista, ya que los líderes del movimiento sionista nunca mostraron ambiciones territoriales de corte religioso. En Estados Unidos, incluso quienes muestran simpatía por Israel y le prestan su apoyo no ven que haya ninguna razón por la cual se deba contar con el patrocinio de Estados Unidos para ese expansionismo religioso. Por otra parte, muchos israelíes temen la idea de que Israel pase a ser un satélite estadounidense y, al simpatizar con movimientos como Gush Emunim, tal vez tratar de reafirmar su independencia política. Lo que vienen a decir, en efecto, es que no sacrificarán su independencia solamente porque Estados Unidos les dé más de doscientos mil millones de dólares al año. Los israelíes son presa de grandes inquietudes cuando piensan en la posibilidad de que el destino de su país se decida en otra parte y sin su concurso: en Washington por ejemplo. ¿Se les puede culpar por eso? Norteamérica, Dios nos asista, no es un país cómodo cuando es preciso confiar en él. Y Nixon, aunque nos dio un susto de muerte, fue a fin de cuentas un amigo consistente de Israel. ¿Qué hará la siguiente administración? Cuando hayan terminado las elecciones y los votos y aportaciones económicas de los judíos ya no importen, ¿quién sabe qué propuestas de paz puede plantear?

Janowitz no descarta la posibilidad de que un nuevo presidente se muestre rudo, brutal incluso. Señala, sin embargo, que desde el primer momento ha sido propio de la política estadounidense el proteger a Israel. Sin la aprobación y la ayuda norteamericana, Israel jamás habría llegado siquiera a existir. Y los norteamericanos afirman desde hace ya bastante tiempo que sólo ellos pueden propiciar la paz en Oriente Medio. No obstante, esa dependencia resulta muy difícil de asumir. Entre 1967 y 1973, los israelíes se sintieron por fin libres de todo patrocinio. Ahora, los críticos más encendidos e iracundos de Rabin lo acusan de entregar Israel a los pies de los norteamericanos. Preferirían seguir solos antes que convertirse en títeres y vivir de las sobras y limosnas; por consiguiente, insisten en que no cederán ni un palmo de la Ribera Occidental, ni un centímetro del Sinaí. Sin embargo, apunta Janowitz, la ocupación de la Ribera Occidental posibilita que la comunidad internacional culpe a Israel de todo lo que no funciona como debiera en Oriente Medio; la ocupación fortalece el movimiento palestino; la ocupación cuesta muchísimo dinero a Israel y no trae consigo más que penalidades. Es cierto que Israel ha tenido una actuación y unos resultados excepcionales; la tasa de crecimiento agrario en la Ribera Occidental ha sido altísima desde 1967 gracias a los israelíes, pero los árabes no desean vivir bajo el gobierno de Israel. Insisten en la autodeterminación. Debido a la tasa de natalidad existente entre los árabes, la anexión equivaldría a autoinfligirse una derrota: los árabes rápidamente superarían de largo a los judíos tanto en cuanto a población como en cuanto al voto. ¿Cómo resolvería el estado democrático judío el problema de la superpoblación?

La defensa de Israel es «la tarea primordial de la comunidad judía», dice Janowitz, que ahora se refiere a la comunidad judía norteamericana. Sin embargo, la gente vive en un estado de excitación nerviosa; siempre que ha hablado con determinados grupos sobre los problemas que arrastra Israel, ha sido víctima de ataques verbales, y sus atacantes a veces han dado a entender que él colabora con la causa árabe. Si uno aspira a que lo quiera todo el mundo, más le vale no hablar de la política israelí. Su postura es que así como «la fuerza militar creó Israel y lo mantiene vivo, sólo un acuerdo político podrá garantizar su pervivencia tanto física como moralmente». Añade que «el futuro de los judíos depende de que se entremezclen con acierto el impulso sionista y los dilemas de los judíos esparcidos por el mundo entero».

Las crisis interminables han producido «respuestas fanáticas y frenéticas» dentro de Israel. Acerca de los asentamientos paramilitares y religiosos de los Territorios Administrados, dice que los colonos religiosos tienen razones históricas comprensibles para insistir en su empeño por establecerse en regiones de densa población árabe, y que en condiciones razonables esto no tendría por qué suponer un verdadero problema. «Ahora bien, en las actuales circunstancias son profundamente perjudiciales para la búsqueda de una solución política al conflicto árabe-israelí». Los líderes políticos de Israel han de oponerse a la ulterior expansión de tales asentamientos.

Metódico y disciplinado, al día siguiente Janowitz me envía un informe en el que amplía algunos de los puntos que abordó durante nuestro almuerzo. «Los israelíes deben comenzar a generar iniciativas realistas, propuestas viables para alcanzar un acuerdo de paz —escribió. Deben esbozar un extenso conjunto de propuestas que tratar con los territorios de la Ribera Occidental, ya que la Ribera Occidental representa las aspiraciones de los palestinos». Es preciso ofrecer a discusión una serie de propuestas preliminares. «Uno de los posibles puntos para el diálogo debiera ser alguna forma viable de condominio. El territorio de la Ribera Occidental, con una serie de ajustes mutuos, podría servir como base del estado palestino. Sin embargo, tendría que ser un estado que reconozca la interdependencia del mundo contemporáneo. Ese condominio entrañaría la creación de algunas agencias conjuntas, como por ejemplo en lo tocante a telecomunicaciones, transporte, moneda y diversos acuerdos conjuntos sobre gobernabilidad y comercio. Habría acuerdos especiales con otros estados árabes. La cuestión capital sería la garantía absoluta de seguridad militar y la prevención del terrorismo. A manera de paso inicial, podría crearse una fuerza policial conjunta, jordano-israelí, para llevar a cabo todas esas tareas».

Con una propuesta semejante podrían abrirse las negociaciones en Ginebra. Esas negociaciones deberían comenzar de inmediato. Janowitz dice que hay motivos fundados para creer que a Rusia le interesaría un acuerdo de esta clase, aunque Rusia no se implicaría directamente en las actividades necesarias para el mantenimiento de la paz. Tal vez otros estados árabes —Arabia Saudí, por ejemplo— sí podrían prestar su respaldo a semejante condominio. Los saudíes «podrían implicarse en la vaticanización de los Santos Lugares no judíos que hay en Jerusalén». La cuestión del acceso a los Santos Lugares es tan capital para los árabes como la seguridad de la Ribera Occidental para los israelíes.

¿Por qué iba a estar dispuesta la Unión Soviética a considerar el respaldo a un plan semejante? Los soviéticos temen otra «ronda militar», las consecuencias de la cual podrían ser muy peligrosas: el riesgo de una escalada bélica les preocupa en grado extremo. «Les importa la extensión de las armas nucleares a Oriente Medio —dice Janowitz. Ha de ser primordial en la política israelí la exploración de todas las posibilidades conducentes a impedir que se introduzcan las armas nucleares en su arsenal. Es esencial de cara a la seguridad a largo plazo, de cara a su postura moral en el seno de la comunidad internacional. Por supuesto, es posible que a Israel no le quede más remedio que desarrollar armas nucleares, pero semejante paso ha de ser una medida por tomar sólo como último recurso. Es preciso crear una organización internacional que incluya la Agencia Internacional de Energía Atómica, y que esté dotada del poder de impedir la introducción de las armas nucleares en Oriente Medio».

Janowitz reconoce que algunos líderes políticos e intelectuales israelíes están convencidos de que otra ronda de combates es algo inevitable, y que piensan que semejante dedicación fortalecerá a Israel y generará condiciones más favorables ante una negociación. No pone en duda que en otra guerra el ejército israelí se desempeñará con valor y con mayor eficacia que en 1973. Pero la suya no podrá ser una victoria decisiva. Una nueva escalada bélica «daría por resultado un punto muerto, una nueva, quizás larga fase de rearme». Las pérdidas serían desmedidas, el coste humano enorme. Otra guerra «desgarraría el tejido social de Israel, sembrando profundas tragedias y devastación».

En cuanto a Estados Unidos, el apoyo de Israel por parte de sus líderes políticos «sigue siendo poderoso y resistente, aunque se enfrenta a graves presiones. El apoyo del estamento militar norteamericano a Israel es igualmente intenso, pero ésa no es una cuestión en liza, ya que los militares estadounidenses seguirán al pie de la letra las órdenes de sus dirigentes civiles. Sin embargo, los líderes tanto políticos como militares de Estados Unidos desean que Israel afronte las realidades de la tensión, las confrontaciones del momento. Estados Unidos, no por razones económicas sino debido a la realidad de la situación internacional, dará pequeños pasos que tal vez sea posible interpretar como maniobras para debilitar a Israel. La única alternativa consiste en que Israel, con el respaldo de la comunidad judía de Norteamérica, comience de inmediato a avanzar hacia una solución que sirva para reforzar los compromisos de Estados Unidos en apoyo de Israel».

La comunidad judía norteamericana «ha aportado recursos vitales para que el estado de Israel sea posible». Su ayuda en el pasado «tuvo que darse sin condiciones específicas, pues los norteamericanos están lejos del frente de combate. Sin embargo, casi desde el establecimiento del estado de Israel está claro que su existencia política a largo plazo no podría alcanzarse solamente mediante la fuerza militar; a su debido tiempo, los árabes iban a ganar la guerra. Es imprescindible un acuerdo político con el respaldo militar. Semejante acuerdo implica la solución de la cuestión palestina y del estatus de los lugares venerados por las distintas religiones en la Ciudad Vieja. La comunidad judía norteamericana ha descuidado su responsabilidad de aportar algo a la solución de estos dos asuntos en liza. La resolución de ambas cuestiones es esencial para la seguridad de Israel».

En este momento, el panorama no puede ser más feo. Hay sin embargo síntomas positivos. Es posible que la anarquía reinante en Líbano haya asustado y serenado a los sirios. «Sea cual fuere, Israel ha de tomar la iniciativa política», asegura Janowitz. Es evidente que ello entraña grandes riesgos, pues la situación es delicada. «El equilibrio interior de Israel está debilitado y fragmentado». No obstante, es necesario emprender acciones inmediatas. Las luchas intestinas de los diversos líderes han de terminar cuanto antes. Han de poner en peligro si es preciso sus propias carreras políticas. No es momento de pensar en la fortuna personal de cada uno. «En mi opinión —dice Janowitz—, es necesario convocar elecciones en Israel. Al margen de quién gane, los líderes políticos tendrán que actuar con más sobriedad y ser más responsables».

Atenazado por la crisis y rodeado por estados hostiles, Israel ha seguido siendo coherentemente democrático. No todos los países permitirían la celebración de elecciones libres en un territorio ocupado. Sin embargo, estas elecciones llegan tarde; tendrían que haberse convocado hace ya mucho tiempo. Desde el principio, habría que haber animado a los árabes de la Ribera Occidental a que creasen alternativas políticas a la OLP No hay razón alguna para pensar que con la prosperidad de que gozan estén ansiosos por ponerse en manos de extremistas y terroristas. Sin embargo, los israelíes no fueron muy realistas en 1967. Cuando Janowitz visitó Israel en 1970 y fue de gira a ver las instalaciones militares, un general israelí le dijo cuando estaban juntos, a orillas del Canal de Suez, que «tenemos la esperanza de mantener estas posiciones durante los próximos cincuenta años».

Los estados de reciente creación a menudo pasan por apuros cuando muere el padre fundador, comenta Janowitz. Ben-Gurion poseía la autoridad necesaria para controlar a las facciones encontradas e imponer decisiones impopulares, pero necesarias. Ahora no hay nadie que lo haga. Tampoco hay tiempo para suplicar al Cielo un sucesor.

He confeccionado lo que equivale más o menos a un programa de estudios personal sobre Israel: la lectura a conciencia de docenas de libros y veintenas de documentos. A veces, uno se deja seducir y da en pensar que todo lo que sea susceptible de estudio y esté escrito es también susceptible de una adaptación razonable, pero entonces recuerda que quienes mejor conocen la materia son los que se muestran más pesimistas. Y a veces a uno le sobreviene la impresión de que una adaptación razonable tal vez sea la más remota de las posibilidades. Estoy leyendo un artículo[21] de David Gutmann, que pertenece a un grupo de profesores que asistieron a un congreso sobre la región celebrado el pasado verano y viajó por ella, recibiendo informes de los líderes árabes e israelíes, a los que formularon abundantes preguntas. El profesor Gutmann cita textualmente un discurso pronunciado ante la Asamblea Nacional de Siria por el general Mustafá T’Las, ministro de Defensa. Tras elogiar a un héroe de guerra que mató a veintiocho israelíes, el general dijo lo siguiente: «A tres los descuartizó con un hacha y los decapitó después. Dicho de otro modo, en vez de emplear la pistola para rematarlos empuñó un hacha para cortarles la cabeza. Con uno de ellos luchó cuerpo a cuerpo, despojándose del hacha para romperle el cuello y devorar su carne en presencia de sus camaradas. Se trata de un caso muy especial. ¿Será preciso que lo señale y lo proponga para que se le conceda la Medalla de la República? Otorgaré esa medalla a todos los soldados que consigan matar a veintiocho judíos, y los llenaré de apreciaciones y de honores por su valentía». Los líderes egipcios y sirios hablan de la fundación de Israel como si fuera «el pecado original». ¿Tan grande es ese pecado que justifica no ya el homicidio, sino también el canibalismo? Los comentaristas y los estudiosos —de izquierda, de derecha o de centro— hablan de imperialismo y socialismo, de nacionalismo en Oriente Medio. ¿Habrá que añadir el canibalismo a la lista de «ismos»? ¿Es este discurso en pro de devorar la carne del enemigo una táctica que pretende amedrentar, una forma de mostrar los dientes, calculada sólo para inspirar terror? ¿Es sencillamente algo parecido al chiste del tragaldabas que hace Lemuel Gulliver ante un liliputiense acobardado? Me inclino a pensar que el general dijo muy en serio lo que dijo. Rompámosle el cuello al enemigo, arranquémosle la carne a dentelladas. El nuevo nacionalismo no ha revivido lo mejor que tiene el Islam ni, a juzgar por su pavorosa crueldad, lo mejor que tiene el alma humana.

En Europa Occidental y en Estados Unidos, los intelectuales de izquierda han seguido utilizando el conocido vocabulario marxista-leninista, con la esperanza de llegar a una solución radical y de culpar de los problemas de Oriente Medio a las superpotencias rivales, sobre todo al imperialismo de Estados Unidos. Para Sartre, es evidente que sólo el socialismo árabe podrá traer aparejadas la paz y la justicia, y mediante socialismo se refiere lisa y llanamente al socialismo revolucionario, al producto de la lucha de clases y de la violencia. Dudo que viera con buenos ojos que a un soldado enemigo le partan el cuello o que lo canibalicen. También desde la izquierda, Noam Chomsky lanza la advertencia, en Peace in the Middle East?, de que Israel puede terminar por ser absolutamente dependiente del capitalismo norteamericano. En el capítulo que titula «Una perspectiva radical» escribe lo siguiente: «En estos tiempos es corriente describir a Israel como herramienta del imperialismo occidental. Como descripción, no es ni mucho menos exacta; como previsión bien pudiera serlo. Desde el punto de vista de los intereses imperiales norteamericanos, tal dependencia sería bien acogida por múltiples razones. Permítaseme señalar que una rara vez se toma en consideración. Estados Unidos tiene una gran necesidad de que exista un enemigo internacional, de modo que la población pueda movilizarse con eficacia, como sucedió en el pasado cuarto de siglo, en apoyo del empleo del poder norteamericano por todo el planeta, lo cual redunda en beneficio del desarrollo de un estado capitalista sumamente militarizado, sumamente centralizado, en lo que al interior se refiere. Esta política naturalmente entraña graves costes sociales y requiere la connivencia de una población pasiva y aterrorizada. Ahora que empieza a erosionarse el consenso de la Guerra Fría, los militaristas norteamericanos acogen con los brazos abiertos las amenazas de que sea objeto Israel. Con un cinismo inmenso, explotan ansiosamente el peligro que corre Israel y sostienen que sólo el espíritu marcial de Norteamérica y el poderío militar norteamericano serán capaces de salvar a Israel del genocidio que respaldan los rusos. Esta campaña ha tenido éxito e incluso cuenta con el apoyo de la izquierda liberal».

El eslogan bolchevique que hacía referencia a que «el principal enemigo está en casa», que ahora tendrá unos sesenta años, no ha perdido ni un ápice de eficacia. Para los radicales estadounidenses, el principal enemigo tiene su base en Washington, fuente de todo mal. Sin embargo, ¿es posible achacar la culpa de la amenaza genocida, o la capacidad de llevarla a cabo por la obsesión del derramamiento de sangre, a «un estado capitalista sumamente centralizado»? Me siento reacio a creer que ese «capitalismo de estado» sea tan diabólico, conspirador y todopoderoso como indica Chomsky. ¿Necesita acaso enemigos en el extranjero para mantener nuestra connivencia, nuestro terror, nuestra pasividad? Ya estamos aterrorizados, ya somos suficientemente pasivos debido a los atracos, las violaciones, los asesinatos que se dan en nuestras ciudades. Mucho más claro que los sombríos tejemanejes de un capitalismo estatal centralizado es el hecho de que los jóvenes, a veces meros adolescentes de doce o catorce años, llevan armas automáticas en las calles de Beirut y que asesinan con total impunidad, y que cerca de treinta mil personas han muerto violentamente en Líbano durante poco más de un año.

T. S. Eliot habló en cierta ocasión de los estadistas, de los que dijo que eran los más destacados de los puercos de Gadaria. Ay, si sólo fueran los estadistas… Hay muchísimos otros que se han dado a la estampida.