Enfrentados a odios imposibles de aplacar, a disputas interminables, muchos israelíes han llegado a la conclusión de que mejor sería prepararse para la lucha. Cierto que las bajas podrían ser aterradoras, pero al menos la libertad quedaría reafirmada y mantenida la dignidad. Vivir a la sombra de la aniquilación es algo insufrible. Convertirse en un satélite de Estados Unidos es demasiada amargura. Mejor sería, opinan estos israelíes, seguir adelante en absoluta soledad. El apoyo oficial a los asentamientos de Gaza o de la Ribera Occidental y de los Altos del Golán implica que también en el seno del gobierno se planta resistencia a la influencia norteamericana. Estos colonos, como ha señalado Terence Smith, del New York Times, no están repartidos al azar, sino que sus asentamientos forman un dibujo intencionado. Parece evidente que se les tiende a considerar parte permanente del sistema de defensa de Israel. Al contrario de lo que dicen algunos, no están en donde están sólo para incrementar el poder negociador del gobierno. Israel obviamente se ha propuesto mantenerlos a toda costa, incluso en el caso de llegar a un eventual acuerdo de paz.
Uno de los físicos más destacados de Israel, Yuval Ne’eman, se encuentra entre quienes adoptan una línea dura y sostienen que no se debería ceder ni un metro de terreno. El profesor Ne’eman, hasta hace poco principal científico en el Departamento de Defensa y principal asesor de Shimon Peres en la materia, dimitió el pasado invierno debido a la firma del acuerdo transitorio con Egipto. Ne’eman dijo que Israel, en efecto, había caído en el engaño de Henry Kissinger, y que a cambio de la renuncia a los campos petrolíferos de Abu Rudeis recibió solamente un papel sin ningún valor fechado en Washington. Ne’eman acusó a Rabin de haber interpretado erróneamente los términos del acuerdo ante su propio gabinete de ministros. Israel se había dejado convencer para hacer concesiones unilaterales. «Y a resultas de esas concesiones —escribió el Jerusalem Post, resumiendo la postura de Ne’eman—, Israel ha pasado a ser un satélite en la órbita de Estados Unidos, cuya administración actualmente se limita a dárselo a bocados a los árabes, a fin de asegurarse su provisión constante de crudo». Era una absoluta falta de realismo, según Ne’eman, pensar en una ayuda masiva y a largo plazo procedente de Estados Unidos «tal como está el ambiente». Israel debiera haber obtenido un ineludible compromiso político por parte de los norteamericanos. El gobierno había cometido una pifia de enormes proporciones. Israel cedió; los egipcios no renunciaron a nada. «A fin de apaciguar los temores que suscita otro bloqueo petrolífero y dar muestras de cierto éxito político tras el hundimiento de Vietnam, los norteamericanos necesitaban como el agua el acuerdo del Sinaí». El gabinete israelí recibió un borrador del acuerdo, al que dio su aprobación, aunque poco después llegó otro borrador del que se habían suprimido algunas promesas hechas con anterioridad. Este nuevo documento, que no prometía nada, no era el mismo que aprobó el gabinete. Ne’eman cree que Kissinger, como un trujimán de bazar, esperaba que los israelíes iniciaran la negociación. Por el contrario, Israel aceptó el planteamiento de Kissinger, concediéndolo todo a Egipto y posponiendo el acuerdo final con Estados Unidos. Al entregar los pozos de Abu Rudeis, Israel pasó a ser completamente dependiente de Estados Unidos en lo que al petróleo se refiere. «Hemos perdido toda apariencia de ser un estado independiente y digno de respeto, que defiende sus propios intereses nacionales».
El profesor Ne’eman considera que Kissinger es «un improvisador despiadado, que sólo ve las cosas con pocos meses de previsión». Considera que la paz entre Israel y los árabes «es una quimera, una utopía». La administración Ford «ha descartado a Israel, que le parece una mera molestia. Sólo puede estar al servicio de una intención: entregárselo a los árabes rodaja a rodaja, año tras año, a fin de incrementar la influencia en la región e impedir un corte del suministro de crudo». Eso es lo que significa la política «paso a paso». Ne’eman tampoco espera que ese regalo por etapas se detenga en las fronteras anteriores a 1967. En cuanto a los árabes, en 1973 gozaron de la «victoria» que, de acuerdo con el diagnóstico de los «psicoanalistas políticos», tanto necesitaban para fortalecer su amor propio, y están en consecuencia «embriagados de poder. Lejos de darse por satisfechos, ahora están convencidos de que por fin se les presenta la ocasión de destruir Israel. Y no mediante un ataque a gran escala, sino en una serie de golpes sucesivos». El profesor Ne’eman no culpa a Estados Unidos, pues tiene todo el derecho a desarrollar su propia estrategia política. Culpa al gobierno de Israel: a pesar de sus eslóganes rimbombantes, es débil e inepto. Afirmó que jamás toleraría la presencia de las tropas sirias en Líbano, pero ya en los primeros compases de la guerra civil se esforzó por reducir la impresión de que se había producido una invasión siria. «Con nuestras propias manos sellamos el destino de Líbano», dijo el profesor Ne’eman según el Jerusalem Post. Ne’eman también acusa al gobierno de producir «la falsa impresión» de que se «salvó en 1973 gracias al transporte aéreo estadounidense. Es demasiado tarde para corregir esta impresión, pero no tanto como para no desgajarnos de la dependencia que tenemos del armamento norteamericano. Y un corte de suministro estadounidense no tendría por qué ser un desastre».
Llegados a este punto empiezo a preguntarme si las opiniones del profesor Ne’eman son tan sólidas como osadas. Casi todos mis informadores están de acuerdo en que Israel se estaba quedando sin municiones en 1973. Siempre he estado tan dispuesto como el que más a liberarme de los grilletes del sentido común, creo que es un afán muy corriente entre escritores, pero a pesar de mis esfuerzos nunca he conseguido quitármelos del todo, y el sentido común aquí me lleva a preguntarme: «Si los rusos, los franceses y los norteamericanos mismos siguen suministrando armas sofisticadas a Arabia Saudí, a Egipto y a otras naciones árabes, ¿cómo va a defenderse Israel?».
El profesor Ne’eman cree que Israel puede seguir adelante por sí solo. «De todos modos —añade—, no podemos contar con que siga llegando masivamente la ayuda norteamericana». Por esas razones es partidario de mantener los asentamientos judíos en Judea y en Samaria y en la Ribera Occidental. Ne’eman se formula esta pregunta: «¿No cree que de ese modo sólo conseguiremos que se desate una nueva guerra?». Y su respuesta es que son las concesiones territoriales más bien las que desembocarán en la guerra: «Si renunciamos a la Ribera Occidental será posible lanzar un ataque en masa que Israel tal vez, y sólo tal vez, podría resistir pese a sufrir entre cincuenta y cien mil bajas, y que bien podría terminar en otra resistencia como la de Masada, sólo que en el Monte Carmelo, y si nos damos prisa. Por otra parte, hacer frente a las presiones es algo que eleva las probabilidades de llegar a un acuerdo de alguna clase, por más que ahora no son muy altas. Y si se produjera la guerra, llegaría en unas condiciones tales que aún nos permitirían la victoria. Sea como fuere, la cuestión no consiste en idear una alternativa a la guerra, sino en hallar una alternativa a la matanza masiva, a librar una guerra de defensa en vez de tener que ponernos a montar el cadalso». Israel ha de depender de sí mismo. Al poner fin a su dependencia de Estados Unidos, podría volver a convertirse en «un aliado fuerte y dejar de ser un satélite despreciado».
La postura es ésta: si no trazamos la línea divisoria nosotros, terminarán por descuartizarnos. Debemos olvidarnos de los acuerdos políticos, fiarlo todo a nuestra fuerza. Desconozco qué grado de realidad contiene todo esto; sospecho que es bien poco.
Sin embargo, no hay alternativas fáciles. Todas ellas están llenas de complicaciones, vejaciones, pena negra.
Trato de ensamblar las piezas del rompecabezas, de «alcanzar la claridad», como decía uno de mis profesores. Qué bonito sería alcanzarla. Sin embargo, todo este asunto se resiste a la clarificación. Asuntos como la historia islámica, la política israelí, las ambiciones de Rusia, los problemas norteamericanos —en el extranjero e interiores— se interponen en ese afán, por no hablar de los desórdenes del Tercer Mundo y la crisis de la civilización occidental. En vez de alcanzar la claridad, uno se contagia del caos. Y he descubierto que hablar con las figuras públicas más prominentes, sobre las que uno lee en la prensa y en los libros, no siempre resulta de utilidad. Mis conversaciones menos provechosas han sido las sostenidas con personas que presumiblemente tenían mucho que decir.
Apenas tiene ningún sentido hablar con Henry Kissinger. De entrada, no desea hablar. En realidad prefiere no hablar. Asimismo, ya lo ha dicho todo. Sus puntos de vista están recogidos en mil sitios, son conocidos en todo el mundo. Ya está todo dicho.
Brilla el sol en Washington. Me conducen a la antesala del despacho del señor Kissinger. Entreveo lo que me parece el perro del secretario, un setter dorado, e inspecciono los retratos de Benjamín Franklin y de J. Q. Adams, así como los objetos pertenecientes a las colecciones Hepplewhite y Duncan Phyfe que se hallan en la Sala James Monroe. Mientras espero, sorbo un vaso de whisky y leo los panfletos donde se describe la sala, que me ha entregado junto con la copa un cortés ayudante. Aparece entonces el señor Kissinger, un hombre de rostro redondo y notable cabellera, los prietos rizos formando densas oleadas; es una suerte de norteamericano sumamente extranjero, que habla la lengua de Harvard y de Washington. Me conduce a su comedor privado, donde el camarero nos sirve sendos cuencos de sopa, un guiso de ternera y postres demasiado sabrosos para comérselos. El señor Kissinger prueba el pudding e, impaciente, lo aparta. Dice que no me puede conceder el permiso de que cite yo sus palabras. Me parece bien, no hay problema. Todo el mundo lo cita de una manera sobreabundante. No sólo he asistido a interminables conversaciones sobre Kissinger con personas que lo conocen bien, sino que he leído el libro de Matti Golan y un memorándum de Martin Lipset donde se recogen las opiniones de Kissinger sobre Israel. He sabido tantas cosas al respecto que se me salen por las orejas. Así pues, ¿qué he venido a hacer aquí? Tengo curiosidad por ver si consigo entender qué siente el secretario de Estado acerca de Israel. Según el memorándum de Lipset, Kissinger dijo que no consideraba que su «religión» pudiera llevarlo a debilitar su apoyo a Israel. Sus parientes murieron en un campo de concentración; él sufrió las consecuencias emocionales, como es natural. De haber sabido que la situación de Oriente Medio iba a dar lugar a tantas complicaciones y tan poco después de ser nombrado secretario, quizás habría rechazado el nombramiento. Sin embargo, haría sin duda todo lo posible por lograr el mejor acuerdo de paz.
El secretario me hace frente con gran seriedad. Ha bajado el tono de voz, habla con piedad de sus sentimientos judíos. No puedo quitarme de la cabeza la idea de que seguramente una grabadora está en marcha debajo de la mesa. Sin duda que grabará esta conversación para protegerse. ¿Por qué no iba a hacerlo? No hay ningún motivo para que corra el menor riesgo con un visitante que podría citar errónea y lesivamente sus palabras. Es difícil de juzgar si me está diciendo de veras lo que siente en lo más hondo o lo que cree que yo deseo oír de sus labios. Dice que la sombra de la aniquilación se proyecta sobre él igual que sobre otros judíos, que también su alma sobrelleva la pesada carga de los temores que le inspira la seguridad de Israel. Si el mundo no está a la altura del desafío que supone el mantenimiento de esa seguridad, eso significaría el fin de nuestra civilización. Se presenta como un recio defensor de Israel, cuyos esfuerzos no son en cambio apreciados como debieran. Ha concedido más tiempo a Oriente Medio que cualquier otro secretario de Estado. Estados Unidos, el único apoyo con que cuenta Israel, en realidad tiene mayor interés por los árabes. La impresión que desea transmitir es que él se ha interpuesto entre Israel y sus enemigos del gobierno norteamericano. Cuando deje el cargo, y tendrá que dejarlo pronto, entiende que lo echarán de menos las mismas personas que ahora lo acosan sin descanso. El señor Kissinger tiene la destreza de un manipulador magistral, pero por sutil que sea su tacto aún lo siento. Por si acaso pudiera servir de algo, desea convencerme de su calidez. No obstante, en esa calidez hay puntos gélidos, un aventar amenazas que tiene quizás por hábito inveterado cuando habla con los judíos norteamericanos: más les vale meterse en la cabeza que al dejarse utilizar como grupo de presión por parte de los líderes israelíes, en realidad no hacen nada en pro ni de Israel ni de sí mismos. Si sobreviniera el desastre de la derrota israelí, también iban a verse metidos hasta el cuello. Por eso más les vale dejar de hacer tanto ruido en Washington, dejar de minar la posición de su protector, que no es otro que el mismísimo Henry Kissinger.
Kissinger no llega a decirlo literalmente. Es un hombre que tiene cierta cultura (o que al menos no se ha desprovisto de esa apariencia), un estudioso muy serio de la historia y la política. Es posible que a estas alturas haya adquirido el desprecio que muestran los tipos importantes de Washington por un mero profesor de universidad. La gente suele hablar de su doblez, de su frialdad, de su cinismo; es posible que sea, en efecto, fríamente cínico y escabroso. Para aguantar su postura en el Washington nixoniano, un hombre ha de tener recursos, presencia de ánimo, complejidad, dones en múltiples facetas, algunas de ellas sin duda desagradables. Mientras hablamos, me viene a la memoria una frase del libro de Golan. Habla de la diplomacia de enlace que practica Kissinger: «El registro de las conversaciones pone de manifiesto un patrón de engaños y promesas incumplidas tal que haría enrojecer a los propios héroes de Kissinger, Metternich y Castlereagh».
«Ah —dice Kissinger, que por fin aparta la mirada y parece dar por concluida su intervención. Si la Biblia se hubiera escrito en Uganda… Todos estaríamos mucho mejor».
Se disculpa y me deja con la sensación de que preferiría seguir charlando, pero le espera una tediosa comisión del Congreso.
Joe Alsop, a quien también visito en Washington, es uno de los partidarios más leales que tiene Kissinger. A Alsop tampoco le faltan enemigos. Muchos lo tienen por un halcón enloquecido, un militarista. Es posible que lo sea. Voy a tomar una copa con él, no a manifestarle mi apoyo a sus opiniones. Sus puntos de vista a veces me han repugnado, pero siempre he disfrutado de su compañía. Me resulta grata su voz de Dr. Magoo. Sus gafas redondas se le caen hasta la punta de la nariz. Me recibe sentado en su biblioteca de Georgetown, con libros del suelo al techo, tomando un té en una taza enorme; de vez en cuando aguijonea a sus visitas, pero las sabe entretener. Vale la pena escuchar sus recuerdos. Se alarga en demasía. Se refiere con demasiada frecuencia a su novela washingtoniana preferida, Democracy, de Henry Adams. Pero no le importa cambiar de conversación. No es un cascarrabias opresivo; es más bien pintoresco. Suele argüir ligando una larga serie de interrogaciones agresivas, puntuadas todas por un «¿eh?», o «¿no te parece, eh?». «¿Tiene Israel amigos mejores, más firmes que yo o que Henry, eh? ¿Y dónde se meterán los demás cuando las cosas vengan mal dadas, eh?». (No menciona el nombre de los demás, pero habla de los partidarios de Israel en el Senado y en el Congreso). «¿Dónde tendremos que ir a buscarlos cuando nos llegue la hora, eh, eh? ¿Tú crees que tendrán los arrestos de entrar en combate, o te parece que se desvivirán por salvar políticamente el pellejo, eh? Dime, ¿eh?». Camina por su biblioteca, una figura encorvada, aunque todavía fuerte. «Yo estaré ahí cuando haga falta —me dice. ¿Qué pasa con esos israelíes? ¿Cómo es que no pueden resolver de una maldita vez sus diferencias internas, eh? ¿O es que quieren que los pillen como pillaron a los británicos y a los franceses en 1939? ¿Quieren luchar como ratas acorraladas? ¿No es precisamente eso lo que tratan de evitar por todos los medios? De todos modos, ¿no estaré yo con ellos? Hasta el final, ¿eh? Admiro a esos tipos. Saben cómo luchar. Pero ahora no están muy amistosos conmigo, ¿eh?».
«Creen que tu carta a “querido Amos” la inspiró Kissinger», le comento.
«Bobadas. Fue cosa mía. Es lo que he pensado siempre, en todo momento, y lo saben de sobra, ¿no es cierto? Rabin era uno de mis amigos más queridos en Washington. Lo quería como a un hermano. ¿Y no crees que están demasiado reacios a ceder territorios, eh? ¿No te parece que no están nada dispuestos a comprar la paz con territorios?».
Pero es que hasta la fecha así no han comprado nada.
Más avanzada la primavera, los lirios florecen y desaparecen, caen las flores de los árboles. La primavera de este año de 1976 es más fría de lo normal. En marzo me cuentan los amigos de Israel qué bella está allí la estación. Recuerdo las anémonas de las laderas de Galilea. Dennis Silk me envía unos poemas y me cuenta en una carta que le deprime la política. Se entretiene con un juguete fabricado en la China comunista; podría resultarle de utilidad en el teatrillo de títeres para el que escribe obras de ocasión. John Auerbach me dice por carta que trabaja en el centro vacacional que tiene el kibbutz en la costa, que se encarga de las reservas por teléfono y prepara las vacaciones de verano. A propósito de la política me cuenta que lleva treinta años en Israel y que está más confuso con cada año que pasa. Los políticos se pelean entre sí «pese a vivir en un mundo hostil, y las provisiones de armas crecen día a día por todas partes». Hay problemas en Israel por el Monte del Templo; hay manifestaciones y revueltas en la Ribera Occidental. Sería terrible que tales luchas terminasen por ser crónicas y que, si las represalias siguen a las matanzas, se desarrollase una situación como la del Ulster, en la que Jerusalén sería Belfast. Precisamente Jerusalén, por cuya conversión en una ciudad pacífica y decente tanto se ha desvivido Teddy Kollek.
La raíz del problema es sencillamente ésta: que los árabes nunca estarán de acuerdo con la existencia de Israel. Walter Laqueur escribe que la cuestión no estriba en la de las fronteras ni en la formación de un estado palestino[22]. El meollo de la cuestión, como lo expresa Elie Kedourie, estriba en el derecho de los judíos, «hasta ahora una comunidad sujeta al Islam, a ejercer su soberanía política en una zona considerada como parte de los dominios musulmanes». Y Laqueur, que cita a Kedourie, se pregunta «¿por qué… de repente, tras veintiocho años negándose a conceder ese derecho a los judíos, iban los árabes a mostrarse de acuerdo en reconocerlo precisamente cuando el poder y la influencia árabe han experimentado tan notable incremento?». Los movimientos nacionalistas no renuncian al territorio nacional.
Un estado binacional no duraría mucho, asegura Laqueur. En una «Palestina laica y democrática» sería inevitable el estallido de una guerra civil. ¿Y qué perspectivas tiene una paz garantizada por las potencias extranjeras? ¿Qué potencias? ¿Las Naciones Unidas? ¿Europa? Es algo que «se puede descartar sin ulterior comentario». La Unión Soviética ha demostrado poco o ningún interés por poner fin al conflicto. No ha pedido al «Frente de Rechazo» árabe que se muestre más receptivo a las propuestas de paz. La Unión Soviética «probablemente podría torpedear cualquier acuerdo de paz que no fuera de su gusto». El corolario de todo ello consiste en que la Unión Soviética tendrá que ser consultada para que preste su aprobación a un acuerdo eventual. No es probable que los rusos garanticen un acuerdo que «dé a sus amigos y clientes árabes menos de lo que desean». En cuanto a las garantías norteamericanas, son «problemáticas casi en idéntica medida». Las garantías debieran abarcar la intervención militar, y tanto el Congreso como la nación se muestran más bien aislacionistas. Aun cuando se produjera un caso de clara agresión se oirían los gritos de «no más vietnams». Asimismo, si siguen su curso las tendencias actuales, Estados Unidos tal vez ni siquiera pueda intervenir, «pues cada vez se encuentra más atrás que la Unión Soviética en cuanto a preparación militar». Los árabes tal vez hablen de «liquidar» Israel, pero como Israel dispone de armas de destrucción masiva, la OLP y el «Frente de Rechazo» tendrían quizás que pagar semejante intentona con la aniquilación de su propio pueblo. «Cuando se den cuenta de que la única alternativa a la coexistencia es la mutua extinción, seguramente sea posible hallar una solución al conflicto», escribe Laqueur.