A última hora de la tarde sacamos todo el vino, el coñac y el resto de las bebidas, así como aceitunas, nueces, quesos, salchichas y galletas. Los visitantes que se van a veces han de celebrar una fiesta de despedida. Isaac Stern y su esposa lo hicieron así; antes que ellos hizo lo mismo Alexander Schneider. No se parece en nada al clásico cóctel norteamericano, donde los invitados se emparejan y charlan tratando de hacerse oír en medio del barullo. A menudo he pensado que un fabricante de aparatos auditivos podría amasar una fortuna si vendiera equipos para entablar una comunicación privada, cara a cara, en los cócteles y en las cenas de gala. Aquí, todo el mundo se sienta a comer y a beber, y suele haber, en general, una única conversación. Los matemáticos, colegas de Alexandra, han venido con sus mujeres; ha venido Dennis Silk, con quien intercambio regalos: me quedo con su ejemplar de Joseph Karo, del profesor Werblowski, y él se queda con mi gabardina de pana reversible, comprada en Milán, porque me parece que le ha gustado mucho. Peter Halban, director del Mishkenot, también aparece, al igual que Hannah, Ariane y Anny, que trabajan aquí; vienen David Shahar y Shula, su mujer. Ha venido Walter Hasenklever, que regresa del Lejano Oriente; han venido nuestros amigos los Daleski, han venido Teddy Kollek y señora. Puntilloso, Kollek no deja pasar una: éramos sus invitados, nos marchamos, ha venido a decir adiós. Para dar color a la tristeza de la ocasión, nos comemos todo lo que hay a la vista y ventilamos las botellas.

A lo largo de la noche hay más suspiros que ronquidos. Pienso cómo será el no ver a John Auerbach y a Nola, mis queridos amigos del kibbutz Sdot Yam, en Cesarea. El taxi nos recoge antes del amanecer; nos levantamos aún acongojados para terminar de hacer las maletas antes de partir. Nunca hemos llegado a aprender cómo es el truco para encender el horno, de modo que calentamos los bollos encima de la tostadora, y a menudo se nos queman. Alexandra abre la puerta para echar un último vistazo al Monte Sión. Arriba ha surgido una complicación. Desde la administración, debido a un exceso de celo, han llamado dos veces para pedir taxis, de modo que hay dos conductores. Me disculpo, pero es inútil. Entre los dos taxistas llegan tranquilamente a un acuerdo. Uno de ellos, de buen natural, nos desea un buen viaje y se marcha.

Al emprender camino al aeropuerto Ben-Gurion, una humareda enorme y suave emana del tubo de escape del viejo Mercedes. «Vamos a perder el avión», dice Alexandra alborozada. Yo no podría soportar el tener que regresar al apartamento vacío, los platos apilados, los papeles que quedan en cada una de las mesas. El conductor sabe exactamente qué ha de hacer y abre la capota. No hay nada que discutir. Enreda con un alambre. El motor funciona. En cinco minutos salimos de la ciudad y bajamos a toda velocidad por una ladera en cuesta.

En sábado no hay hasidíes en el vuelo. Sobre el Mediterráneo tomamos café. Los melosos motores nos tienen en su poder, sobrevolamos lo que sabemos que es la belleza, belleza por encima y por debajo de nosotros, un azul más oscuro y otro más claro, sin sensación de velocidad, de movimiento. Estamos en suspenso, oímos una cosa tras otra, recibimos un refresco tras otro. Tomamos un zumo de naranja con una pajilla cuando sobrevolamos Chipre, ¿o será Creta? ¿Ha señalado el piloto el Adriático? Llegan las cumbres nevadas de los Alpes, las nubes en forma de cúmulos. Algunos pasajeros enredan con las lámparas de sus asientos. Recuerdo cómo denostaba Ruskin la nueva raza de ciudadanos y turistas. «Habéis despreciado el arte… Habéis despreciado la naturaleza, es decir, todas las sensaciones hondas y sagradas que produce el paisaje natural… Habéis tendido un puente de ferrocarril sobre la cascada de Schaffhausen… No existe un solo valle apacible en toda Inglaterra que no hayáis llenado de fuego atronador…».

Las nubes dejan de ser cúmulos; aparecen doradas, sólo que planas y grisáceas bajo nosotros, lanudas, entre el azul intenso que se extiende hacia el norte y el terreno helado. Atravesamos ese cobertor gris y aparece Inglaterra invernal, verde oscura, como un parque boscoso. Y la penumbra doméstica y confortable de Londres, buena terapia para un espíritu perturbado. Nos alojamos en el Hotel Durrant, en George Street.

En George Street, sustituye a la panorámica del Monte Sión la vista de los muros y ventanas victorianas de los museos fronteros. Vemos la bocacalle en la que escribió sus libros el capitán Frederick Marryat, autor de tantas novelas de aventuras en el mar. Para asentar el nerviosismo del viaje disponemos de nuestra botella de tzuica, todavía mediada, todavía excelente para quien tiene los pelos de punta o arrastra algún pesar. La hemos traído bien envuelta en una bolsa de lona impermeable.

Salimos. El gentío de los sábados en Oxford Street. Las bombas de los terroristas tienen tantas probabilidades de estallar aquí como en el Camino de Jaffa. Alexandra quiere comprar un libro de matemáticas, de modo que tomamos un autobús para ir a Foyle’s, en Charing Cross Road. ¡Qué espanto, cuántos libros juntos! Sin embargo, adquiero algunos más para completar mi biblioteca sobre Oriente Medio. Con nuestros paquetes, caminamos despacio hacia Piccadilly, hacia los cines, caso de que pueda hablarse de caminar despacio con el frío que hace. Un actor callejero, con maquillaje de payaso, baila ante dos altavoces que él mismo ha puesto en la acera a la vez que hace malabarismos con el bombín. Sólo consigue frenar el paso del gentío, que parece mayoritariamente no británico (asiáticos, antillanos, españoles). Pero no lo detiene. Miramos las marquesinas en busca de una película apetecible. Hace demasiado frío para pasear, es demasiado temprano para cenar.

Nos decidimos por una película de Tom Stoppard. Terrible. Lo que en realidad queríamos era refugiarnos del frío que azota las calles gris gaviota, comer una chocolatina a oscuras, contemplar cómo se arremolinaban las cosas de un modo inofensivo, recuperándonos del jet-lag. En cualquier otra circunstancia no me hubiera importado tanto que la película fuese tan mala, pero tras pasar tres meses en el clima bonancible de Jerusalén no estamos dispuestos a permitir que una bobaliconada como ésta se nos meta en la cabeza. Es un buen ejemplo de shock cultural. La vacuidad de la película es aleccionadora, por no decir que nos entumece. Me produce una honda impresión la rápida ruina a que están abocadas tantas revoluciones: la de la igualdad, la del sexo, la de la estética. No duraron mucho, ¿verdad? Fueron algo serio, algo necesario, pero rápidamente quedaron al nivel elemental del mero consumo. El gran enemigo de los ideales progresistas no es el establishment, sino el embotamiento ilimitado de quienes los asumen.

La vida en Israel dista mucho de ser envidiable, aun cuando se nota que obedece a un propósito claro y definido. La gente lucha por la sociedad que ha creado, por la vida y el honor. Israel es demasiado pequeño y es un caso demasiado especial para que se agrupe con las democracias de Occidente o para que se ponga en contraste con ellas. También sufre desórdenes, con un notable incremento de la tasa de criminalidad, un gobierno debilitado, una serie de partidos políticos que mira cada cual por sus intereses. Las guerras, como dicen a veces los israelíes, han mantenido lejos del país la vagancia y la corrupción características del Levante. Sin embargo, la conexión de las naciones democráticas con la civilización que las conformaba empieza a aflojarse y enrarecerse. Parece que hubieran olvidado cuál es su cometido prioritario. Parecen haber experimentado o incluso haber apostado con sus libertades, preparándose de manera insensata para el totalitarismo, o quizá deseándolo de un modo no del todo consciente, Joseph A. Schumpeter, en Capitalism, Socialism, and Democracy, está al tanto de una hostilidad creciente al capitalismo que se manifiesta en los países capitalistas. Condenarlo y declarar la aversión que produce ha pasado a ser «casi un requisito en la etiqueta de cualquier discusión». Quienes bien conocen las sociedades totalitarias se preguntan cuándo, si es que ha de llegar el momento, reconocerá el liberalismo el peligro que entrañan. Eso es lo que Solzhenitsin considera que está en la raíz de la crisis espiritual de Occidente. «Tienen ustedes —dice— la sensación de que las democracias podrán sobrevivir, pero no están seguros. Las democracias son islas perdidas en el río inmenso de la historia, cuyas aguas no dejan de aumentar jamás».

En Londres visitamos a Elie Kedourie y a su esposa, Sylvia Haim, una conocida estudiosa de la civilización árabe. Es una mujer de cabello negro, de adorable cara redondeada, que nos trae el té y las pastas y se suma a la conversación. Kedourie es un hombre alto, ligeramente encorvado, con el cabello muy corto. He leído dos de sus libros, The Chatham House Versión y Arabical Polítical Memoirs («La versión de la Casa Chatham») y («Memorias políticas arábigas»), que me han impresionado hondamente. Escribe sin propugnar ninguna tesis, sin colorido retórico, y es dueño y señor de sus asuntos, a menudo enmarañados y sangrientos. Una vez oí decir a mi amigo Edward Shils que la vida intelectual era la vida más apasionada que puede llevar un ser humano; es algo en lo que pienso cuando me paro a considerar a qué se dedica un hombre como Kedourie, y me pregunto si yo podría soportar el apasionamiento y el peligro que entraña esa clase de dedicación, me refiero al peligro emocional y a las responsabilidades mentales. Cuando Kedourie contempla los nuevos nacionalismos del Tercer Mundo, o de los países en vías de desarrollo, es decir, de Asia y África, encuentra algo muy distinto de los desmanes del imperialismo occidental tal como Hobson, Lenin, Toynbee, Sartre y sus discípulos los han descrito. «Se vierten acusaciones de explotación económica, la tiranía y la arrogancia de los europeos se halla bajo sospecha —ha escrito Kedourie en un largo ensayo[16]. Sin embargo, es una simple y obvia verdad: estas regiones de las que se dice que padecen hoy los efectos del imperialismo no han conocido más que el dominio extranjero a lo largo de casi toda su historia. Hasta el advenimiento de las potencias occidentales, su experiencia de gobierno era la insolencia y la codicia de un poder arbitrario y sin cortapisas. Por lo tanto, la irrupción de Occidente en Asia y África no se puede deplorar sobre esta base. Es una maldición lo que Occidente ha llevado a Oriente, desde luego, sólo que— y aquí radica la tragedia —no de manera intencional; desde luego, esa maldición fue considerada, y aún la consideran muchos así, una grandísima ayuda, la más preciosa que Occidente pudo conferir a Oriente para expiar sus presuntos pecados; la maldición misma es tan potente en cuanto a su maleficencia en Oriente como en Occidente. Una urticaria, una enfermedad, una infección se extiende desde Europa Occidental por los Balcanes, el Imperio Otomano, India, el Lejano Oriente y África, devorando el tejido de una sociedad asentada para dejarla debilitada e indefensa ante aventureros ignorantes y sin escrúpulos, para mayor horror y atrocidad: tales son los términos en los que hay que describir lo que Occidente ha hecho al resto del mundo, no voluntariamente ni a sabiendas, sino sobre todo a partir de intenciones excelentes, a partir del ejemplo que podría dar con su prestigio y su prosperidad». La teoría política ha sido la exportación más devastadora que ha hecho Occidente: las constituciones y los partidos políticos, el concepto de lucha de clases, los planes para la reorganización de la sociedad a partir del modelo occidental. ¿Cuáles han sido los resultados de todo ello? Kedourie describe las actitudes que se han desarrollado con estas palabras: «El resentimiento y la impaciencia, la depravación de los ricos y la virtud de los pobres, la culpa de Europa y la inocencia de Asia y África, la salvación a través de la violencia, el advenimiento futuro del amor universal: ésos son los elementos propios del pensamiento del sultán Galiev y de Li Tachao, de Ikki Kita, Michel Aflaq y Frantz Fanon. Ésta es la teoría más popular e influyente hoy en día en Asia y África. Es la última donación de Europa al mundo entero. Como ya comentara Karl Marx, la propia teoría pasa a ser una fuerza material cuando se apodera de las masas; con la prensa impresa, el transistor y la televisión, otros regalos de Europa, ahora es fácil que la teoría, cualquier teoría, se apodere de las masas».

Sentados en el salón de Kedourie, conversamos primero sobre el conflicto árabe-israelí. En el mundo árabe, dice Kedourie, el poder se encuentra sobre todo en manos de los príncipes petrolíferos de la península Arábiga, que son musulmanes fervorosos y esgrimen un pensamiento mínimamente influido por las ideas occidentales, pues siguen absolutamente apegados a la visión tradicional del lugar que ocupan los ciudadanos no musulmanes en una sociedad islámica. Estos fundamentalistas son extremadamente reacios a reconocer la soberanía de un estado israelí establecido en lo que consideran territorio árabe. Occidente no entiende el mundo árabe; tampoco lo entiende Israel, dice Kedourie. Nos muestra un folleto egipcio, compuesto sobre todo por citas del Corán. Su tema principal es la guerra santa. Fue distribuido entre los oficiales y los soldados rasos antes de que estallara la Guerra de Octubre. En la introducción a este panfleto, el teniente general Sa’ad Shazli, que era entonces jefe del Estado Mayor egipcio, dice lo siguiente: «¡Hijos míos, soldados y oficiales! Los judíos han traspasado sus fronteras en la injusticia y la presunción. Nosotros, hijos de Egipto, hemos tomado la determinación de hacerles poner pies en polvorosa, de destruir sus posiciones, de matar y destruir lo necesario, a fin de lavar la afrenta de la derrota de 1967 y restablecer nuestro orgullo y nuestro honor. Matadlos allí donde los encontréis y tened cuidado de que no os engañen, pues son un pueblo traicionero. Tal vez finjan la rendición a fin de aumentar su poder sobre vosotros y mataros entonces con toda vileza. Matadlos sin compasión ni misericordia, pues ellos harían lo mismo».

Decía Sartre que el fellah estaba privado de los beneficios y los derechos de la ciudadanía porque era analfabeto. Para quienes no saben leer, se distribuyeron en 1967 tebeos con ilustraciones inequívocas. En el Desierto del Sinaí encontré algunos ejemplares. Contenían caricaturas antisemíticas de corte nazi. Pensé que habían desaparecido a la vez que Julius Streicher y Der Stürmer. Pero nada desaparece durante demasiado tiempo. Los Protocolos de los Sabios de Sión se distribuyen en los países árabes, impresos a lo grande, pagados con petrodólares. En los años treinta, los nazis adquirieron un apoyo considerable en Oriente Medio; con anterioridad, los franceses contrarios a Dreyfuss habían extendido el antisemitismo en Siria y en Líbano, donde la cultura francesa gozaba de gran predicamento.

Pregunto a Kedourie si hay algunos intelectuales árabes que se disocien en mayor o menor medida del tradicional patriotismo religioso. Me dice que es inútil aplicar nuestros criterios y expectativas occidentales a los intelectuales árabes. Otro arabista, Bernard Lewis, me dirá más adelante que los intelectuales árabes que se expresan con más libertad son los que se encuentran en el mismo Israel, en Jerusalén Este y en los territorios de la Ribera Occidental ocupados por Israel.

Cuando describo a Kedourie mi conversación con Rabin, se muestra de acuerdo con el primer ministro en que la concesión de territorios a los árabes no tendría ningún sentido. Lisa y llanamente, lo que quieren es la expulsión de los judíos. En cambio, no acepta la predicción de Rabin en el sentido de que la modernización a la postre minimizará el conflicto. Una modernización completa servirá con el tiempo para que los estados árabes se sientan fuertes, y esa sensación de fuerza incrementada tal vez disminuya su deseo de resolver el conflicto. El proceso de modernización también genera tensiones en las sociedades y en sus sistemas políticos. Los desórdenes resultantes de la modernización no han facilitado las relaciones de los estados árabes con Israel. Por descontado, la fuerza del petróleo que poseen los árabes disminuirá a medida que se desarrollen otras fuentes energéticas. Los multimillonarios del petróleo realizan adquisiciones industriales muy complejas, pero carecen de la habilidad, de los conocimientos, de la organización necesarias. En Argelia, por ejemplo, un gobierno de guerrilleros antifranceses, ahora inmensamente ricos y libres de toda responsabilidad con el electorado, libres de toda necesidad de tener en cuenta las condiciones vigentes en el mercado mundial, ha optado por la fabricación de acero, aunque hasta la fecha tiene poca cosa que justifique sus inversiones.

En cuanto a los objetivos de Rusia, a juicio de Kedourie la destrucción de Israel probablemente no se cuenta entre ellos, aunque a fin de impedir que Estados Unidos tenga un dominio aún mayor en Oriente Medio los rusos tal vez permitan que sus clientes armados vayan algo más allá de lo debido. Lo que sucede cuando se suministran armas sofisticadas a gentes con hambre de guerra se puede ver a las claras en Líbano, donde mueren centenares de personas cada semana en incomprensibles combates callejeros. Los rusos tal vez se hayan propuesto la organización de unidades «antiimperialistas» en Líbano, pero su armamento se ha empleado para atacar a los cristianos. La ferocidad, el ansia de matar no los controla fácilmente ninguna estrategia política.

A Israel le interesaría negociar con los países árabes por separado, dice Kedourie. Las coaliciones a veces son un fatal estorbo en cualquier negociación. Las diferencias con la coalición austro-húngara durante la Gran Guerra fue el mayor impedimento para la paz. Las naciones árabes son aún más difíciles de tratar en este sentido. Una superpotencia, si quisiera, podría simplificar las negociaciones. Pero no parece que los rusos tengan el menor deseo de alcanzar acuerdos de paz y de orden. En cuanto a los norteamericanos, sería difícil aportar una descripción coherente de su política.

Cuando los judíos decidieron «entrar en política» a través del sionismo, ni siquiera se imaginaban en qué se estaban metiendo. A sus dificultades históricas hubo que añadir los problemas propios de un estado pequeño frente a las tormentas de una hostilidad desatada.

Kedourie no dice nada de un modo improvisado. Sus juicios obedecen a una consideración cabal. Y no es optimista.

Así pues, esto es lo que me traigo a Chicago a nuestro regreso.

El enorme paisaje de Chicago, gris e invernal, ceniciento, con rachas negras. En invierno, hace falta un carácter mineral para vivir aquí. Al cabo de tantos años todavía no alcanzo a creer que las causas sean íntegramente naturales, y sospecho la presencia de un poder lúgubre y desalentador cuyos materiales son las calles, las casas destartaladas, los bloques de viviendas de alquiler, las rejas de hierro, la suciedad, el viento, un hechicero cuya idea es que todo el mundo se tome la ciudad como si fuera algo material, práctico, todo ajetreo. Pero este lúgubre poder también es un comediante del absurdo, de la ironía, y disfruta con el «realismo» de Chicago; disfraza sus más siniestras fantasías en su materialidad, en su construcción, en el pavimento, los desagües y cloacas, las obras de ingeniería, la banca, la electrónica.

Apilamos nuestras maletas en el taxi, que se pone en marcha mientras repica el diente cortante del taxímetro. En los periódicos se informa de una nueva estafa que prolifera en Chicago: los taxistas rompen el sello del taxímetro y lo manipulan. Uno aprende a convivir con tales prácticas. No se deja engañar (es cuestión de honor), pero las tolera. La resistencia es algo que consume demasiado tiempo y que emocionalmente representa un despilfarro. Peor que la perfidia es el furioso hedor del taxi, una mezcla de emanaciones personales y de especias de Oriente. Abrimos las ventanas. En fin, estamos de vuelta, atravesamos el cinturón de casas bajas. Quién sabe cuántas humildes casas de ladrillo habrá en los alrededores de Chicago. Sin duda, una cifra galáctica. Deben de responder todas ellas a un mismo boceto: demasiado cemento, demasiados ladrillos con la consistencia de una galleta de jengibre, un cuarto de estar, un comedor, dos dormitorios, cocina, porche, patio trasero, garaje. Abajo, una guarida, un trastero. Y de una pared a otra va todo corrido: las cortinas y las persianas venecianas, el congelador, el televisor, la lavadora y la secadora, una chimenea que no se enciende; la llaneza, la regularidad, el apego familiar, las preocupaciones por el dólar, el miedo a la delincuencia, la aceptación de la rutina. Viajamos por espacio de veinte minutos en medio de esas casas idénticas a sí mismas, silenciosos, sin la menor necesidad de expresar lo que estamos pensando: el asunto se cierra por sí solo. A lo largo del lago se halla el otro Chicago, los gigantescos edificios de viviendas frente al agua. Ahora gris, el lago se tornará azul cuando salga el sol.

Y todo vuelve a estar en su sitio: las mismas condiciones, las mismas cuestiones y los mismos retos que antes, las mismas alfombras, libros, muebles. Por la mañana, mientras hierve el agua para la tetera, uno enciende la radio y oye los mismos programas, los noticiarios, los anuncios. Taiman, la Banca Federal de Ahorro y Crédito, para complacer a sus clientes checos y eslovacos parece estar a favor de emitir piezas de Smetana y Dvorak: uno escucha «El Moldava» y «Danzas eslavas» con más frecuencia de la que quisiera. También escucha lo que los locutores llaman «programación cultural», patrocinada por tiendas de vino y de quesos, por tiendas de equipos de alta fidelidad, por restaurantes étnicos que han traído las exquisiteces de «la cocina continental» a «Chicagolandia». Siempre «Chicagolandia», un lugar encantado, como el País de las Maravillas de Alicia o el País de Nunca Jamás de los cuentos de hadas. En cambio, a veces más bien parece la tierra de nadie de los soldados rasos. Fue el coronel McCormick quien dio a la ciudad un cierto rebozo de poesía. Se le ocurrieron no pocas ideas de lo más elegante. Si uno examina a fondo la fachada de la Tribune Tower, encontrará en ella fragmentos de la Acrópolis, las Pirámides, la Gran Muralla de China, el Coliseo Romano y de famosas catedrales y palacios: la magna torre del coronel las incorpora, las consuma y las trasciende.

Así pues, en la radio chisporrotean los anuncios de pato a la cantonesa y de fondues francesas, y los nombres de los mejores vinos, junto con todos los desastres y dislates del mundo. Aquí, tal como los dejamos, están los libros, los papeles, los discos y los atados de cartas, los paquetes, las revistas, los manuscritos. Imposible ponerse al día con la correspondencia atrasada. Oscar Wilde dijo que había conocido a un joven muy prometedor que se echó a perder por haber adquirido el vicio de contestar a su correspondencia. Imposible abrirse paso en medio de este barullo de papeles, más los dos o tres libros que llegan diariamente. En la universidad debo impartir un curso con David Grene sobre las novelas cortas o los cuentos largos de Tolstoi: Amo y hombre, Hadji Murád, Ivan Ilich, El padre Sergio. Gracias a Dios, estoy obligado a leer antes todas estas obras maestras. Y también la Odisea, pues Grene a menudo me ha invitado a que nos ocupemos de Homero, en griego. Asisto a dos sesiones de su curso, avanzo dando tumbos tras los hábiles estudiantes. Nos centramos en el Libro Quinto. Ulises abandona a Calypso, haciéndose al «sagrado mar» a bordo de la balsa que ha construido. Poseidón, al verlo, agita las aguas con su tridente hasta armar una terrible tormenta; Ino, la de los gráciles tobillos, acude en auxilio de Ulises, ya desesperado, y le presta su velo a la vez que le indica que salve a nado la tempestad. ¿Puede haber algo más bello, más conmovedor que esto? Ulises, agotado, reza a la divinidad del río, que ralentiza la corriente y le permite ganar la orilla. Así llega Ulises, con la piel de las manos desollada, el agua del mar saliéndole de la boca y la nariz. Vuelve a respirar, aún queda algo de calor en su corazón.

Sin embargo, no consigo hacer sitio a Homero junto a mi preocupación por Israel. Vuelvo a leer la Odisea en la versión de Samuel Butler, que es la que mejor conozco, y luego leo la hermosa traducción de T. E. Lawrence, y Lawrence me devuelve a Oriente Medio, pues he estado leyendo de un tiempo a esta parte el ensayo de Kedourie sobre la conquista de Damasco en 1918, y sobre el papel que desempeñó Lawrence en tal acontecimiento. El libro que siempre me ha gustado más, entre los de Lawrence, es The Mint («El troquel»). Nunca he dudado de su veracidad. Es la obra de un hombre que se ha despojado de todo. El hombre que escribió Los siete pilares de la sabiduría, en cambio, siempre me ha parecido sospechoso de estar disfrazado, revestido, y de mezclar romance con política, sin olvidar su tendencia a adoptar poses. Según Kedourie, la relación que hace Lawrence de la toma de Damasco es lisa y llanamente falsa. Habla de Los siete pilares diciendo que es «una obra en la que bulle el rencor y el resentimiento… firmemente aprisionada en el mundo del pragmatismo, del cual el autor proclamó incesantemente su deseo de huir». Aquí, la palabra «pragmatismo» ha de traducirse por conspiración, trama, urdimbre. Kedourie cree que el libro «está impregnado por esa cualidad demoníaca que resulta manifiesta en toda la trayectoria militar y política de Lawrence». Los siete pilares ha tenido una influencia hipnótica en muchos lectores, sobre los cuales ha ejercido «una poderosa fascinación». Seguramente esto se nota en la ilustración que ha dibujado Eric Kennington para el libro, «imágenes de héroes y paladines, ejemplos de lealtad y ánimo caballeresco… Aunque cuando comparamos lo que fueron en realidad, la mediocridad de unos, la doblez de otros, la elemental ordinariez de casi todos, con los seres superiores que pintó Kennington, nos repulsan por ser un mero engaño que el artista no buscó a propósito, sino que, como un médium, en la medida de su sensibilidad, pintó obedeciendo a los deseos de un espíritu poderoso pero impuro». ¿En qué se basa Kedourie para llamar a Lawrence espíritu impuro? Cita al propio Lawrence, quien dijo, en sus comentarios a la descripción de sus aventuras árabes hecha por Robert Graves, que él mismo, Lawrence, «pisaba una delgada capa de hielo» cuando escribió el capítulo sobre Damasco, «y todo el que me copie la romperá y se hundirá si no tiene mucho cuidado. Los siete pilares están repletos de medias verdades: he aquí la muestra». Los sharifíes no capturaron Damasco. Los anales bélicos de las tropas australianas y los propios diarios de los oficiales contienen pruebas suficientes de que «las tropas de la División Australiana Montada entraron en Damasco en la noche del 30 de septiembre». El autor de un despacho enviado desde El Cairo el 8 de octubre de 1918 e impreso en el Times londinense el 17 del mismo mes afirma que las tropas árabes fueron las primeras en entrar en Damasco. Es un despacho «muy probablemente escrito por Lawrence», escribe Kedourie, «que contiene el deje habitual de su vistosidad meretricia cuando describe al incompetente oficial, ex-otomano, que durante unos cuantos días fue cabeza visible de la administración sharifí en Damasco tildándolo de “descendiente de Saladino”». Lawrence da la impresión «de que Damasco fue conquista de los árabes, es decir, del propio Lawrence». La verdad del caso parece ser que el general E. H. H. Allenby, por razones políticas, permitió que los sharifíes apareciesen como conquistadores de Damasco. El «descendiente de Saladino» abrió las cárceles y puso en libertad a unos cuatro mil prisioneros, entre los que figuraban asesinos, ladrones, adictos al opio y falsificadores, que se dieron a la matanza y al saqueo. El general australiano, H. G. Chauvel, tuvo que guiar a sus tropas a Damasco para sofocar la revuelta y poner fin a la rapiña. El propósito de enviar a los árabes no fue otro que anticiparse a las exigencias de los franceses en Siria. La «toma» de Damasco por parte de Lawrence y Faisal es, así pues, una invención, una facecia hollywoodense cuyo guión escribió el propio Lawrence. Es uno de esos románticos hacedores de leyendas con un verdadero don para inventar la realidad, uno de los que crearon la imagen de los árabes que hoy tenemos. Es uno de los primeros estilistas del nacionalismo árabe.

Kedourie no se muestra más benévolo con otras formas que adopta el nacionalismo. Dice cosas muy poco halagüeñas del sionismo. Acusa a los sionistas de haber inyectado «el folclore nacional» en las venas del judaismo.