En un kibbutz.
Lucky es el perro de Nola. El perro de John es Misisipí, aunque John también tiene cariño por Lucky, y a Nola le chifla Misisipí. Además están sus hijos: una hija en el ejército, un hijo aún pequeño, que pernocta con los chiquillos de su edad en el dormitorio común del kibbutz. Lucky es un perro de lanas grande y marrón, viejo, nervioso. Su dueño murió en los Altos del Golán. Cuando se produce un estallido sónico sobre el kibbutz, el perro se precipita a salir y se desgañita gruñendo. Parece recordar los bombardeos. Está demasiado débil para ladrar, es demasiado viejo para correr, tiene destrozada la dentadura, los ojos apagados bajo la pelambre castaña, se le nota la suciedad bajo el rabo. Misisipí es un animal grande, de largas patas, pelo corto, entre blanco y canela, animado, afectuoso, codicioso. Es un perro «para niños». Se sienta en el regazo de quien sea, sabe poner la pata sobre el brazo cuando le apetece un bocado. Como pesa tal vez más de veinticinco kilos, no me hace gracia que quiera subirse a mi regazo, pero no deja de sentarse en el de John y Nola y en el de los invitados que se lo permitan. Posee verdadero encanto, aunque no deja de tener sus flatulencias. Devora demasiados dulces, pero es una compañía perfecta; sabe escuchar de maravilla y sabe conversar. Gruñe y resopla cuando uno le habla directamente. Y «canta» cuando le ponen el tocadiscos. Los Auerbach están orgullosos de esos aullidos musicales.
Por la mañana oímos las noticias en hebreo y luego las oímos en la BBC. Desayunamos al modo israelí: huevos fritos, queso en lonchas, pepinos, aceitunas, cebolletas verdes, tomates y un poco de pescado en salazón. El pan se tuesta en el mismo calefactor de carbón. Los perros han aprendido el truco de abrir la puerta, de modo que entran y salen dando portazos a su antojo. Entre las hileras de pequeñas viviendas del kibbutz, los trechos de césped se encuentran en mal estado, aunque sigan muy verdes. La luz y la calidez provienen del mar cercano. Bajo el kibbutz yacen las ruinas de la Cesarea de Herodes. Hay fragmentos romanos por todas partes, columnas de mármol entre la hierba. Algún capitel caído puede servir de asiento en un jardín. Basta con husmear un poco para encontrar trozos de cerámica, de estatuas, un par de piernas de sátiro en plena danza. Las apiñadas estanterías en que guarda John sus libros están adornadas de punta a cabo con esa clase de reliquias. Sobre la mesa, también atestada, destaca una fotografía enmarcada del hijo muerto, con una barbita como la de John, sonriente con la misma calidez de John.
Caminamos entre los frutales, cítricos en su inmensa mayoría, tras el desayuno. Se trata de que Misisipí dé un paseo; rara vez se le ve a John sin su perro. La tierra está suelta entre los árboles; las hojas, relucientes; del suelo mismo se desprende su fragancia. En muchos de los árboles, las frutas siguen sin recoger. Las ramas se inclinan por el peso, las mandarinas y los limones tienen la densidad de las estrellas. «¡Ay, si fuera un naranjo, / ese árbol tan ajetreado!», escribió George Herbert. Sacar adelante semejantes hojas, soportar el peso de las naranjas, ser tal bendición… uno siente una tentación pareja en una mañana como ésta, e incluso noto cierta fibrosa condición de madera que me inunda los brazos según la considero. Uno desea echar raíces y permanecer por siempre en el más templado y azul de los lugares azules y templados. John lamenta la pérdida de su hijo, siempre llora a su hijo, pero también sonríe al sol.
En la exportación de naranjas existe una recia competencia por parte de los países del norte de África y de España. «Aquí somos muy idealistas —dice John—, pero cuando nos enteramos de que ha habido heladas en España nos alegramos una barbaridad».
Toda esta región fue en otro tiempo un arenal lleno de dunas. Hubo que traer en carros la tierra apta para el cultivo y mezclarla con la arena. Fueron muchos años de darle a la azada con tesón, de cuidados intensivos, para que estos vergeles hayan sido posibles. Cuando uno respira relajado, al aire libre, se siente qué maravilla de lugar fue creado aquí, una auténtica patria para el cuerpo y el alma; enseguida uno recuerda que en las playas hay patrullas armadas. Siempre cabe la posibilidad de que los terroristas lleguen a bordo de lanchas neumáticas que no detectarían los radares. De ese modo desembarcaron en Tel Aviv en marzo de 1975 para hacerse fuertes en un hotel. Hubo varios muertos. John guarda un uzi en el armario de su dormitorio. Nola se suele burlar de eso. «Los dos estaríamos muertos antes de que pudieras empuñar el arma», dice. Nola ríe siempre con buen humor. Es una mujer muy expresiva; mueve los brazos para descartar las protestas de John. «A veces aún hace el ejercicio y yo le cronometro el tiempo que tarda en saltar de la cama, abrir el armario, empuñar el arma, introducir el cargador y darse la vuelta. Nos iban a cepillar antes de que tuviera tiempo de ponerse en pie».
Misisipí forma parte del sistema de alarma.
—Ladraría —dice John.
Ahora mismo, Misisipí corretea entre los árboles husmeando el suelo. El aire huele a dulce, el sol sienta en el cuerpo como un alcohol suave, que a uno lo lleva a anhelar las cosas buenas de la vida. Me sentaría a la sombra de un árbol a comer mandarinas, con una mínima congoja en el corazón.
De los naranjos vamos a la plantación de los bananos. Los racimos de plátanos verdes están envueltos en plásticos bien sujetos. La gran flor del banano pende lacia como el órgano sexual de un semental; sus largas hojas recuerdan las crines. Cada dos años es preciso arar el terreno que lo circunda y dejarlo en barbecho. Se inician plantaciones en otros parajes: más trabajo duro.
—Antes te habrás dado cuenta —dice John— de que había algunos naranjos marchitos. Las raíces se les introducen en las ruinas romanas y se echan a perder. Hace ya unos años, cuando arábamos un campo, desenterramos una calle romana entera.
Me lleva al Hipódromo de Herodes. Los arqueólogos norteamericanos han excavado parte de las murallas antiguas. Contemplamos las excavaciones, donde las etiquetas aletean prendidas a cada uno de los estratos sucesivos. En los desmontes y barrancos dejados por la excavación hay más trozos de cerámica que tierra propiamente dicha: son los restos de los jarrones con que bebían agua los esclavos que levantaron las murallas hace dos mil años. En el centro del Hipódromo, una elipse alargada, de líneas elegantes, se encuentra un monolito largo, derrumbado, que pesa muchas toneladas. Nos sentamos bajo las higueras, en una ladera contigua, mientras Misisipí corretea entre la hierba alta y suave. Sopla una brisa suave, que mece con gracilidad la hierba. El perro traza rumbos blancos en medio del verdor.
Siempre que emprende una navegación, John se lleva al perro para que lo acompañe. Se hartó de tanta soledad mientras navegaba en barcos de bandera alemana con documentación falsificada. No le gusta nada estar solo. De vez en cuando fue el blanco de no pocas sospechas. Un oficial alemán, al tener la sensación de que era judío, lo amenazó con entregarlo a las autoridades portuarias, pero una noche en que estaba el barco a pocas horas de Danzig explotó una mina y se hundió con el oficial a bordo. A John lo sacaron del mar sus compañeros. Una vez tuvo que hacer cola junto con una treintena de hombres desnudos, a los cuales iba a examinar una doctora por si padecieran enfermedades venéreas. De toda la cola de hombres desnudos, sólo él estaba circunciso. Cuando le tocó su turno, se plantó ante la mujer para que lo examinara. La doctora lo miró a los ojos y le dejó seguir con vida.
John y yo regresamos entre los naranjos. Hay comadrejas de tamaño considerable en la espesa maleza que crece a lo largo del oleoducto. Desde lejos, en el camino, vimos un par. Con facilidad podrían haberse lanzado a por Misisipí. Por suerte, el perro está bastante lejos. Nos sentamos bajo un pino, en lo alto del cerro, y contemplamos el mar, por donde discurre despacio un carguero rumbo a Ashkelon. Más próximo a la orilla petardea el motor de un arrastrero. En el kibbutz son muy pocos los que se dedican ya a la pesca. Frente a las costas de Egipto, una vez John fue víctima de varios disparos que no llegaron a alcanzarle; aún no hace mucho tiempo desde que varios integrantes del kibbutz fueron ilegalmente encarcelados por los turcos, bajo la acusación de faenar en aguas territoriales de Turquía. Un total de veinte personas prestaron falso testimonio. Pudieran haber testificado hasta más de mil. Hicieron falta tres meses para poner en libertad a aquellos hombres. Por fin se localizó a un abogado que por lo visto conocía bien al juez del caso. Su minuta, hecha a medida, ascendió a diez mil dólares. Cinco eran para el juez, los otros cinco mil para él.
Pero basta al fin de este sol tan dulce, de la transparencia del verde y el azul. Les damos la espalda para tomar algo antes de almorzar. Los kibbutzniks pasan de largo montados en bicicletas prehistóricas. Gastan gorras de tela, pedalean despacio. Han empezado a trabajar a las seis. Son gente de sencillo aspecto obrero, que vienen de la fábrica de azulejos y del granero y van camino del comedor. Los kibbutzniks forman un grupo mixto. Hay un solo judío ortodoxo, un hombre solitario, que no dispone de congregación con la cual dedicarse a la oración. Hay varios gentiles de cierta edad, uno español, otro escandinavo, que se casaron con sendas judías y se asentaron aquí. El español, un anarquista, tiene planeado regresar a España ahora que Franco ha muerto. Uno de los miembros del kibbutz es un mago de las finanzas. Otro era un oficial del ejército, de muy elevado rango, que por razones oscuras cayó en desgracia. El camino asfaltado y polvoriento por el que avanzamos zigzaguea por todo el asentamiento. Junto a las casas indiferenciadas destacan las rojas flores de Pascua. También aquí hay ruinas romanas. Llegamos a una cancha de baloncesto, a las vías herrumbrosas de un trenecito para los niños, a las zonas segregadas para las mujeres de dieciocho años, a un museo de antigüedades y a una sala de recreo. De los establos proviene un fuerte olor a ganado. A John le cuento que Gurdjiaev hizo descansar a Katherine Mansfield en los establos de Fontainebleau, pues estaba convencido de que el aliento de las vacas la sanaría de su tuberculosis. A John le encantan esas anécdotas entresacadas de la historia de la literatura. Entramos en su casa y Misisipí se le sube de un brinco al regazo mientras tomamos un vodka ruso. «Bien conviviríamos con esos cabronazos si se limitasen a la producción de esta exquisita Stolichnaya».
Éstas son las palabras que ponen fin a una mañana tan apacible. Por el norte aumentan las dimensiones de la amenaza rusa. Pertrechados con las armas de Rusia y de algunos países europeos, la OLP y otros integrantes de la milicia árabe, así como los cristianos de derechas, destruyen ahora mismo el Líbano. Los sirios ya han tomado parte en el deterioro; a ojos de los sirios, Israel es territorio sirio. De pronto, este templado día mediterráneo, los naranjales, los obreros que conducen sus bicicletas, el terreno donde juegan los niños, se los lleva la brisa como si fuesen papel ilustrado. ¿Qué es lo que tienen a mano para defenderse de la posibilidad de que un vendaval se los lleve por delante?
Moshe, el masajista, es una persona delicada. En sus manos, en cambio, anida esa fuerza que sólo otorga la pureza de una dedicación total. Llega de la calle con frío a pesar del abrigo, que se le ha raído en algunas partes. Resulta de un aire al mismo tiempo sacerdotal y juvenil, un idealista canadiense de mediana edad. Parece que la vida no lo hubiera rozado apenas. Cuando se dice de alguien que apenas lo ha rozado la vida, a menudo se quiere decir más bien —y no siempre por razones dignas de alabanza— que se trata de una persona que ha vivido al margen del cinismo. Es una persona de frescura notable, una especie de adolescente a sus cincuenta años. Cree en su trabajo. Tiene una vocación. Nació para aliviar a sus semejantes de las tensiones musculares. Suele hablar de ejercicios, de respiraciones, de posturas, de dormir con o sin almohada, con la ventana abierta o bien cerrada. No son las suyas conversaciones baladíes, pues él tiene el cuerpo por lo más sagrado. Su cara es rubicunda, su nariz tiene una leve curva, su expresión denota una gran ternura. En él encuentro la inocencia y la limpieza vital y el honor y la integridad de los Scouts, propias de los muchachos a los que conocí mientras trabajaba en el YMCA, muchachos que, sin terminar de secarse tras la ducha, salían corriendo a la calle cuando el termómetro no había subido de los diez bajo cero. Moshe proviene de Montreal, donde estudió las técnicas de masaje con un maestro francés. Habla algo de francés, con acento y al estilo canadiense. Su maestro le explicó que es preciso tratar el cuerpo con el máximo respeto. «No se toma un brazo como si fuese un trozo separado de algo. ¿Has visto Tiburón? ¿Viste la pierna de aquel tío, cuando se hunde por sí sola tras el mordisco del escualo? Bien, pues ninguna extremidad debiera jamás tratarse como si estuviera desgajada del resto. Ningún masajista de verdad te dará nunca una paliza. Para mí, el masaje es una relación personal y, en cierto modo, un acto de amor», explica Moshe. Es un hombre frágil que sin embargo camina muy erguido, y es de una intensa sinceridad en todo cuanto dice. Incapaz de contenerse, o bien sin haberlo pensado dos veces, comenta que, teniendo en cuenta la edad que tengo, estoy en bastante buena forma. Me enseña a hacer flexiones apoyando todo el peso del cuerpo sólo en las yemas de los dedos. También me enseña a aliviarme el dolor de cervicales formando mentalmente los números que van del uno al nueve. Prepara sus propias fórmulas magistrales de aceite de almendra, de oliva, de gualteria. Se quita los zapatos y se sienta detrás de mí para hacerme chasquear una vértebra tras otra y recolocarlas todas en su lugar correspondiente. Es respetuoso, profesionalmente impersonal, a la vez que personalmente desborda preocupación por los músculos y los huesos de su cliente. Su conversación resulta sumamente informativa. Es mucho lo que sabe sobre Jerusalén. Y también conoce la vida en el ejército, pues prestó servicio en condición de personal sanitario en 1967 y de nuevo en 1973, en el Desierto del Sinaí. Me cuenta lo que vio allá, me describe algunas de las heridas que tuvo que vendar. También me cuenta, tartamudeando un poco, que para los soldados enemigos, heridos también, no hubo medios de transporte. Me pide que emita un juicio moral. Vuelvo a probar el peculiar sabor de esa moralidad verde e inmadura, de las personas ingenuas, de los adolescentes norteamericanos de clase media, para la cual no se ha encontrado el sustituto adulto más idóneo. ¿Saben también los integrantes de esa clase, de edad ya madura, cuáles son de veras las respuestas a estas difíciles preguntas?
En una publicación periódica poco menos que desconocida, un artículo del profesor Tzvi Lamm, de la Universidad Hebrea, profiere la acusación de que Israel ha perdido el contacto con la realidad[7]. La postura de Lamm consiste en que si bien la idea sionista en sus compases iniciales parecía más de ensueño que realmente pragmática, era en el fondo de una gran sobriedad realista. Los líderes eran sabedores del poder que tenían —o del poder que no tenían— y nunca perdieron de vista sus objetivos. Nunca estuvieron hipnotizados ni paralizados por sus propios eslóganes. El liderazgo judío, y con él Israel en cuanto totalidad, posteriormente pasó a ser «autista». El autismo es algo que Lamm define como «el rechazo de la auténtica realidad, para reemplazarla por una realidad que es mero producto del cumplimiento de los deseos». La victoria de 1967 fue la causa primordial de ese autismo. Los israelíes comenzaron a hablar de la Margen Occidental del Jordán como si fuera un territorio «liberado». «La captura de las tierras suscitó… una honda respuesta, sincera y emotiva, ante los territorios mismos… y ante los acontecimientos históricos que en ellos tuvieron lugar: las tumbas de nuestros patriarcas y matriarcas, los senderos por los que en otros tiempos transitaron los profetas, las colinas por las que libraron batallas los reyes. Sin embargo, los sentimientos desgajados de la realidad del presente no sirven como guía fidedigna para una política harto confusa. Esta ruptura con la realidad no cegó forzosamente a los hombres ante el hecho de que tales territorios estaban poblados por árabes, pero sí les impidió comprender que nuestro asentamiento y apropiación de los territorios terminaría por convertir nuestra existencia en tanto estado en una muy poderosa presión que terminaría por aunar a la totalidad del mundo árabe y por agravar nuestra muy insegura situación de un modo anteriormente desconocido, a lo largo de toda nuestra historia».
Según defiende el profesor Lamm, el sionismo es distinto de cualquier otra clase de nacionalismo decimonónico, al menos en el sentido de que no tuvo su origen en la intención de lograr que el pueblo regresara a la patria, al territorio de la nación. «Surgió a fin de establecer la soberanía, y por tanto una patria y un territorio nacional, para los judíos desposeídos de una tierra propia… Fue un movimiento de rescate, destinado a salvar a las personas que se hallaban en situación crítica concentrándolas en un solo territorio, y permitiendo que dicho pueblo se apropiase de su propio destino político». Lamm reconoce la importancia del Arca de la Alianza, de la Tierra Prometida, de la Tierra Santa, del Eretz Yisrael, por haber inspirado a los judíos en su afán de autoemancipación. Sin embargo, con el éxito logrado hubo un desplazamiento del enfoque y de las intenciones iniciales: la necesidad de salvar a los judíos se tradujo en algo diferente, en el proyecto de «redimir la tierra». Los primeros líderes del sionismo sólo trataban de redimir al pueblo. El liderazgo sionista de veras realista estuvo dispuesto, deseoso incluso de aceptar la partición «a fin de absorber y salvar a los judíos, en vez de seguir siendo fieles a los eslóganes que el mismo movimiento había acuñado». El salvamento es el verdadero objetivo del sionismo: no se trata de la «liberación» de la Tierra Prometida, sino de la salvación de los judíos, repetidas veces amenazados con la aniquilación total. Lamm, sin embargo, cree que Ben-Gurion tenía cierto carácter mesiánico. Apareció en Israel el «etnocentrismo», o al menos un «narcisismo» nacional. Hacia 1956 se había convertido en algo agresivamente oportunista. Se adscribió de modo imprudente a las potencias expulsadas, a las potencias en manifiesta decadencia, a Francia e Inglaterra, «sin la menor consideración por el futuro». Lo fió todo a las fuerzas militares y siguió la política de «alquilar nuestra espada», en vez de buscar un acuerdo de paz con Egipto. Dejó de considerarse la salvaguardia del pueblo rescatado y empezó a pensar en un estado, en un ejército. Los efectos que tuvo la campaña del Sinaí fueron los siguientes: primero, unificar al mundo árabe en contra de Israel; segundo, situar el conflicto árabe-israelí en el marco de la política internacional. En 1956, la Guerra de Suez consolidó el poder de Nasser y de la conspiración de los coroneles egipcios; de un modo aún más definitivo, volvió al pueblo egipcio, que relacionaba a los judíos con los imperialistas de antaño, decididamente en contra de Israel.
Según sostiene Lamm, después de la Guerra de los Seis Días el autismo comenzó a prevalecer sobre el realismo. De buenas a primeras, los israelíes comenzaron a discutir sobre demografía, sobre el modo de lograr que los árabes emigrasen, «sobre el mantenimiento de la ciudadanía israelí al margen de los árabes que quisieran quedarse en el territorio nacional», sobre la reconstrucción del Templo. Ahora bien: ¿qué se dijo entonces sobre la paz? Algunos, escribe el profesor Lamm, dijeron que «a cambio de la paz garantizaremos a los árabes… la paz». El movimiento sionista había rechazado toda política que se basara en las «posiciones de fuerza». Gobernaba el país una coalición nacional sin una política demasiado definida. Se renunció al liderazgo basado en la ideología; prevaleció un «liderazgo de mentalidad empresarial». Los estadistas, los pensadores, los escritores, los periodistas hicieron gala de su orgullo, perdieron de vista la verdadera razón de la fundación del estado —la razón del «salvamento»—, y se convirtieron en un estado intoxicado por el poder, engañado, iluso. Según sostiene el profesor Lamm, la nación comenzó a vivir en un mundo de ensueños; los debates políticos virtualmente concluyeron del todo. El ataque del Yom Kippur fue «un golpe contra la mentalidad de un público drogado a fuerza de eslóganes vacuos, que vivía envuelto en la neblina, que rehuía la realidad».
Las palabras que siguen son aún más duras. En la Guerra de los Seis Días, Israel conquistó y ocupó territorios egipcios, sirios y jordanos. ¿Se propuso conservarlos a toda costa? En 1939, Francia e Inglaterra entraron en guerra contra la Alemania nazi esencialmente porque no quisieron aceptar su expansionismo, su política de conquistas territoriales, de anexiones. Lo que resultó un craso error en el caso de Alemania no pudo nunca ser un acierto por parte de Israel. La comparación puede parecer áspera, y Lamm no llega al extremo de equiparar a Israel con la Alemania nazi. Lo que sí afirma es que Israel, durante muchos años, ha exigido que el mundo árabe reconociera el legítimo derecho de los judíos al Eretz Yisrael, aun cuando tras la Guerra de los Seis Días Israel no declaró que reconociera el derecho a la existencia de una entidad palestina. El gobierno de Rabin recientemente ha empezado a conceder —o, al menos, a insinuar la futura concesión de— ciertos derechos a los palestinos.
Me reconviene, aunque de buenas maneras, Israel Galili, ministro sin cartera del gobierno actual, por mi ignorancia en lo que se refiere a la política árabe del gobierno. Afirmo en mi descargo que he tratado de averiguar en qué consiste dicha política. Cuando llegué a Jerusalén me procuré una abundante bibliografía gubernamental sobre el asunto, pero de todo ello no he sacado en claro una imagen demasiado nítida. Sé que el gobierno jamás negociará con la OLP También sé que se negó a tolerar la idea misma de un estado palestino en la Margen Occidental, entre Ammán y Jerusalén. Pero eso no es todo, me dice el señor Galili. Es un hombre menudo, enjuto, aplicado y entusiasta, que gasta patillas pobladas y canosas, al estilo de Ben-Gurion, y tiene los ojos azul claro, no desvaído. Me ubica, con bastante buen tino, como el clásico observador con interés, pero carente de pericia y experiencia. Mira de reojo a Shimon Peres, el ministro de Defensa, presente en nuestra entrevista, como si le dijera: «¿Lo ves? Si es que ni siquiera saben de qué están hablando». Y acto seguido me explica que el señor Rabin ha reconocido explícitamente la existencia de las quejas legítimas de los palestinos. (Tal vez deba aclarar que estamos almorzando en el Mishkenot Sha’ananim, y que el alcalde Teddy Kollek está presente en nuestro encuentro). Repito que he leído todo lo que el servicio de información del gobierno dice al respecto, pero que no he visto muestra alguna de que las quejas de los palestinos hayan sido oficialmente reconocidas. «Entonces es que somos malísimos como relaciones públicas», dice el señor Galili. Lo cual es muy cierto.
Llegados a este punto, Teddy Kollek señala que los líderes de mayor edad nunca han estado deseosos de reconocer un problema árabe. Golda Meir rechazó de plano su mera existencia. El señor Galili, viejo sionista y kibbutznik, pone en tela de juicio la observación de Kollek. El señor Peres es un político que está demasiado por encima de estas cosas, de modo que no se rebajará a comentarlas durante un almuerzo. En realidad ha venido a hablar conmigo de literatura, no en vano es un colega en la profesión de escritor. Y existe una distancia sideral entre los idealistas sionistas de los que habla el profesor Lamm y la sutileza política del señor Peres. El señor Peres tiene un aura inconfundible. Toda su persona despide el resplandor del poder. Esto es algo que he observado con anterioridad. Era visible en los difuntos hermanos Kennedy, Jack y Bobby. Eran como animales que subsistieran a base de una dieta de vísceras: hígado, riñones, glándulas potentes. Les brillaba el pelo, tenían una rica coloración de piel, los dientes relucientes y fuertes. Deduzco que se trata de un efecto de la riqueza y del poder, no del consumo de menudillos ni de huevas de bacalao, ya que Leopold Bloom, que se los zampaba con deleite, ni una sola vez deslumbró a Dublín con su vitalidad.
Pero voy a proseguir con los argumentos del profesor Lamm. Se pregunta qué ha sido de los antiguos ideales del sionismo. Los líderes del sionismo consideraban la colonización de la tierra no como un acto de contenido político, sino «como la osada creación de una nueva vida social, cultural y nacional». La autodefensa fue algo necesario debido a los ataques de los ladrones, bandidos y «aficionados a los pogromos». Pero aquello era muy distinto a lo que sucede hoy en día. Hoy, los colonos se asientan en los «territorios liberados» con el espíritu de los ejércitos coloniales, y arrebatan las tierras a los «nativos». Lamm señala Pitchat Rafiach, el Valle del Jordán, los Altos del Golán y Kiryat Arba como lugares en los que se ha producido esta situación. En su período realista, el sionismo se consideraba el movimiento generado por un mero vestigio. Hitler estuvo muy cerca de destruir por completo las juderías de toda Europa. Para los supervivientes, Israel era el equivalente de la vida. Nunca significó el poder político. «Ha llegado la hora de renunciar a la engañosa idea de que somos una “potencia” en la región, de renunciar a las pretensiones de superioridad moral, a las posturas dominantes de nuestros “derechos históricos” sobre la tierra», escribe Lamm.
No se hace apenas ilusiones. Ni siquiera las medidas políticas de corte más realista serían una garantía de supervivencia. Los enemigos de Israel son terribles. «Las fuerzas que se oponen a nosotros aspiran a nuestra completa destrucción: los moderados en términos políticos, los extremistas incluso físicamente. Todo el que no desee reconocerlo… no es más que un soñador». Israel ha de llegar a un acuerdo con esos enemigos. Si tal no fuera posible, entonces «no nos quedarán apenas opciones para proseguir nuestra existencia en esta tierra. Por comparación con las fuerzas de que podemos hacer acopio, el potencial militar, político y económico de nuestros adversarios… excede toda medida». La idea de que Israel pueda prevalecer, salir adelante mediante la fuerza, se torna una pesadilla. El profesor Lamm invoca un inmediato regreso al realismo político. El apego que históricamente tienen los judíos por Israel es intenso, pero no lo es menos el sentimiento de los nacionalistas árabes; también es intensa la competencia entre Rusia y Occidente que se dirime en la región; además, hay que tener en cuenta la cuestión de los petrodólares, las oscilaciones en el precio del crudo. «Si tenemos suerte —concluye—, aún no habremos echado a perder las posibilidades de retornar a la situación de una sociedad que vivía en contacto con lo real, que pugnaba por su existencia, que estaba dirigida por líderes que eran capaces de seguir al frente de la misma con una determinada posición política».
Una de las peculiaridades más raras de la vida en este país: cuando alguien habla de «la pugna por la existencia», se refiere a eso exactamente. Entre nosotros, en cambio, esa clase de expresiones suele ser metafórica. Y tampoco es del todo apropiada la palabra «pesadilla». La otra noche, por televisión, vi ante mis propios ojos asesinar a varias personas en Beirut. Los palestinos sitiados acribillaron a dos de sus propios camaradas, prisioneros enviados por sus captores cristianos para pedir una tregua. No, ésta no es una ficción que emiten por televisión, sino una aterradora realidad: «acontecimientos históricos», historia instantánea. Los supervivientes de los campos de concentración nazis nos cuentan que preferían de largo sus peores pesadillas, antes que las realidades que se encontraban con el amanecer. Se arrojaban en brazos de sus sueños más pavorosos, se aferraban a ellos.
El profesor Harold Fisch, sumamente ortodoxo, con su kipá en el cogote, me dice que es preciso colonizar «los territorios liberados», que los judíos los reclamen cuanto antes, que los ocupen. La Margen Occidental es la Tierra Prometida. A ese respecto, la Margen Oriental también lo es. El profesor Fisch, nacido en Inglaterra, decano de no sé bien qué facultad en la nueva Universidad de Beersheba, no tiene paciencia ante las objeciones que pueda yo interponer. Con toda la ferocidad de su acento, a caballo entre Oxford y Cambridge, me espeta que nosotros, los judíos norteamericanos, en modo alguno somos judíos. Es una experiencia extraña el oír semejante sentencia proferida con un acento semejante. «Dirá usted —añade— que tal vez seamos aniquilados por los árabes al exigir nuestra tierra de acuerdo con la promesa de Dios, pero es que a veces la historia no nos da opción de elegir. Es muy superficial discutir con el propio destino. Si ése fuera nuestro destino como pueblo, hemos de prepararnos para asumirlo».
El famoso Instituto de Rehovoth, uno de los grandes centros mundiales dedicados a la investigación científica, ostenta el nombre de Chaim Weizmann, el primer presidente de Israel, pero es en realidad obra de Meyer Weisgal. Dice Weisgal que él no es un erudito, aunque durante muchos años fue el director de una revista sionista. Sin embargo, fue él quien planificó, construyó, recaudó los fondos, organizó y dirigió la institución desde antes que existiera. Los primeros visitantes, que aquí no vieron más que un arenal, ni oyeron otra cosa que los aullidos de los chacales, fueron conducidos por el propio Weisgal a lo alto de una duna. «Aquí estará el edificio de física —les decía—, y allá el de biología, y el de química a la vuelta de la esquina». Hoy, los invitados de Weisgal son conducidos por un chófer a través de los jardines que él mismo ha trazado. «Al final —dice—, pusimos a los químicos en ese grupo de edificios, a los físicos en ese otro, etcétera. Y ahora permítanme mostrarles el bello monumento en memoria del propio Weizmann». La amistad íntima que tuvo con Weizmann parece que no la haya quebrado ni siquiera la muerte. Habla continuamente de él.
Veo al vejete en Jerusalén. Cuando ascendemos un trecho interminable de escalones de piedra, a pleno sol, Weisgal hace un alto. «Ya tengo ochenta y un años —dice—, que no es lo mismo que tener dieciocho, ya se sabe». Enarca las cejas astutas de un modo llamativo. Los blancos cabellos se le despliegan desde la frente a pesar de las entradas, ampliándose en abanico a la altura de la nuca. Sin resuello, aunque tampoco extenuado, prosigue el ascenso con su vistosa chaqueta de cuadros, de cuello de terciopelo. Sube a las mil maravillas. Su traje es de gran elegancia. La corbata debe de ser de Hermes. Ha envejecido muchísimo desde la última vez que nos vimos, hace ya diez años. Me asombró entonces el modo en que me estrechó la mano. ¿Me había percatado de que tenía la mano mutilada? Le faltan dos dedos. En su rostro destella la misma inteligencia, la misma energía de siempre. Se le hincha un poco la nariz, carnosa y recorrida de venillas intrincadas. Es una especie de nariz topográfica. Sin lugar a dudas, Weisgal es aquello que en los años veinte se llamaba «un buen mozo viejo», «un tipo de espíritu deportivo»: uno de aquellos hombres que gastaban sombrero de ala ancha y que alquilaban habitaciones en el Twentieth Century Limited en tiempos de John Barrymore, personajes que conocían bien a los camareros, que sabían apreciar a las mujeres de buena presencia. Fueron muchos los judíos que respondían a ese tipo, prósperos hombretones de campo que aparecían en la ciudad dándoselas de play-boys, y que lo mismo amasaban grandes fortunas que las dilapidaban en dos días. Mi difunto amigo Pascal Covici, el editor, era uno de ellos. Pat, como era conocido, sabía cómo encargar una cena espléndida, cuánto tiempo dejar que respirase una botella de buen vino, cómo acariciar a una bella mujer, cómo salir deprisa a la calle y parar un taxi silbando con los dedos, cómo negociar un contrato difícil, o quizás no tanto, no en vano pagó demasiados adelantos, hasta el extremo de perder incluso la camisa. Los hombres como Weisgal y Covici llegaron muy a principios de siglo desde Polonia o Rumania, y encontraron su inspiración en Norteamérica hasta el punto de enamorarse de ella. A los trece años, Weisgal vendía fósforos y periódicos en las calles. En 1917 estaba alistado en el ejército de Estados Unidos. Covici cultivaba pomelos en Florida en 1919. Tras fracasar sus actividades en el comercio de la fruta, abrió una librería cerca del City Hall, en Chicago. Norteamérica parecía haber instilado cierta adolescencia perpetua en esos viejos, una suerte de candor y alegría adolescentes, un inequívoco amor por hablar a las claras. Aquella generación no tenía paciencia para andarse por las ramas. Weisgal se convirtió en un gran recaudador de fondos para las empresas privadas. Sabía cómo engatusar a los millonarios hablando sencillamente con ellos.
Un millonario algo mezquino y estirado, de cuyo peculio contaba Weisgal con una generosa aportación para el Instituto, a regañadientes sacó la chequera del bolsillo después de haber almorzado con él, y le extendió un talón por veinticinco mil dólares. «Muchas gracias, es usted muy amable —le dijo Weisgal—, pero el almuerzo ya está pagado». Rompió el cheque en pedacitos delante de sus narices. En los años veinte se habría encendido un puro con el cheque. Weisgal sabe que tiende a funcionar a la antigua usanza. Sabe cómo burlarse de sí mismo cuando rememora los viejos tiempos con Max Reinhardt, frugales espectáculos para recaudar fondos en la Ópera de Manhattan. El periodista judío, el hombre que anda suelto por la ciudad, era uno de sus personajes más logrados. El hombre diligente según el proverbio de Salomón tal vez pueda erguirse orgulloso ante los reyes; Weisgal, que es de una diligencia proverbial, ha hecho mucho más que erguirse ante ellos. Sabe cómo encandilar a los ricos, cómo sonsacarles sumas exorbitantes; sabe cómo suscitar el interés de los grandes. Muchos hombres de veras grandes se lo han tomado muy en serio. En las paredes de su casa de Rehovoth abundan las fotografías en las que junto con su esposa, Shirley, aparece en compañía de invitados y conocidos: científicos, banqueros, presidentes de Estados Unidos. Shirley Weisgal habla de todos ellos como si tal cosa, hasta el punto de que a Einstein le resultaba incómodo calzar zapatos en su presencia. Oppenheimer llegó a llorar sin disimulo en una cena; profetizó que un número cada vez mayor de jóvenes científicos norteamericanos huirían de la vacuidad espiritual de Estados Unidos para trabajar aquí.
Ahora bien, el Weisgal que fue pionero sionista echa de menos Estados Unidos. Ahora mismo, en las escaleras de piedra jerusalemita de nuevo hace un alto, contra sus deseos, para recobrar el aliento. «La semana que viene —dice— regreso a Estados Unidos. Tengo muchísimas ganas». Se quita entonces el abrigo de vicuña con cuello de terciopelo y se lo echa sobre sus frágiles hombros. «De todos modos —añade—, de poco sirve andarse con chiquitas. Ya no puedo andar a mis anchas, como hacía en los buenos tiempos». Le brilla el sol en la nariz fuerte y en el cabello blanco y ondulado que se abre poco a poco, rígido, blanco, más allá de su inteligente occipucio. «Stern me está esperando allá arriba. Esto está mal planeado, tantísimas escaleras. En fin, allá vamos». Subimos hacia el nuevo estudio en cuya construcción ha tomado parte Teddy Kollek; se halla encima del Mishkenot Sha’ananim. El violinista Isaac Stern, junto con Alexander Schneider, está celebrando audiciones. Docenas de niños, muchos de ellos recién inmigrados de Rusia, acuden a diario para tocar ante ellos. La cultura del violín, propia de los Heifetz y los Elman, sigue teniendo gran predicamento entre los judíos rusos (una actuación para desafiar a la muerte, sobre cuatro cuerdas tensas, por medio de la cual uno salvaba la vida). Las visitas de Stern a Israel de ninguna manera son vacacionales; en Jerusalén trabaja con gran ahínco. Está organizando algo con Weisgal. Stern me ha dicho que ha hecho una apelación a las autoridades en beneficio de los soldados que son músicos en la vida civil. Las manos de un violinista que pasa meses sin tocar seguramente pierden parte de su destreza. Y ese daño puede ser irreparable. «Siempre anda metido en algo —dice Weisgal. Yo tampoco llevo una vida muy descansada».
Weisgal viaja pronto a Nueva York. De allí viajará a California y luego a Florida. Hablará ante centenares de personas. El Instituto necesita millones de dólares. No es preciso decirle que se excede en su celo al hacer las cosas, pues lo sabe a la perfección. No es un tipo de los que pasan el tiempo en zapatillas. «Puedo estirar la pata en cualquier momento», me dice. Sin embargo, a medida que ascendemos por las escaleras se me ocurre que no es morirse lo que tiene en mente. Tiene ganas de llegar una vez más a Nueva York como entra un caballo en una cacharrería, para hablar ante médicos y filántropos, para ver a sus hijos y nietos, para disfrutar de cenas deliciosas y oír magníficos chistes, y para hacer allí seguramente lo que nadie más podría hacer, por el Instituto Weizmann y por Israel, en ninguna otra parte. En cuanto a que estire la pata, es algo en lo que le conviene pensar, qué duda cabe. Sin embargo, recuerdo lo que me dijo Harold Rosenberg en cierta ocasión, cuando le pregunté cómo se sentía ante la proximidad de su septuagésimo cumpleaños. «Hombre, pues claro que he oído hablar de la vejez y de la muerte y de todo eso, pero en lo que a mí respecta no pasan de ser más que meros rumores».
Los niños que asisten a la clase magistral avanzan con sus violines y ocupan sus posiciones ante Stern y Schneider. El primero en adelantarse es un chiquillo de doce años. Es menudo, moreno, musculoso; se le nota concentrado. Se encaja el violín bajo el mentón, se pone de puntillas, cierra los ojos, dilata las ventanas nasales y comienza a tocar el Concierto para violín en Mi mayor, de Mendelssohn. Es una pieza que desde hace mucho tiempo no me gusta nada. Me desagrada tanto acorde relamido, plateado. Ese concierto de Mendelssohn lo relaciono con una mala tarde de domingo, con una cena en familia, con los anhelos reprimidos, con el cautiverio doméstico, con aburridas sinfonías por radiodifusión. En cambio, en cuanto el chaval se pone a tocar me asoman las lágrimas a los ojos. Esto es una idiotez. Ese chiquillo ruso me está tomando el pelo. Todo eso del embeleso del alma, etc., es mero engaño. Trato de sonreír ante sus afectaciones de violinista, pero la cara no me obedece. Lo único que se me ocurre pensar es: ¿cómo demonios aprendí a fingir una sonrisa tan poco convincente como la que pongo cuando finjo? Bueno, al demonio. Y sigo sentado, escuchando. Por espacio de cinco minutos, ese chiquillo me reconcilia incluso con mi aborrecido Mendelssohn.
De paseo por la Ciudad Vieja con dos poetas, Harold Schimmel y Dennis Silk. No es que hayamos salido a ver monumentos. Al contrario que un buen turista, no me gusta llevar una cámara fotográfica. Nunca me han gustado las cámaras. Desde 1940, ni siquiera soy dueño de una cámara fotográfica. En aquel año fotografié a unos cerdos de patas especialmente largas en México, en la isla de Janitzio, en el Lago Pátzcuaro. Nunca había visto cerdos semejantes, que bien valió la pena fotografiar. La cámara la había comprado en una casa de empeños en South State Street. Tenía agujeritos en el fuelle, de modo que mis cerdos salieron con manchitas blancas.
Schimmel, que fue estudiante en Cornell en los tiempos en que Vladimir Nabokov daba clases, se licenció en Brandeis con Philip Rahv. Ha aprendido el hebreo hasta el extremo de escribir en su lengua de adopción. Tengo la sensación de que con esta pareja sí estoy de vacaciones, transitoriamente aliviado del peso que tiene la política. Silk, grandullón, tiene un perfil aquilino, una nariz de espléndida curvatura, y la delicadeza de sus modales me hace gracia. Se queda absorto ante un despliegue de botellas de origen persa; se le ponen los ojos como platos, le sobresale el labio inferior, se queda pensando en las musarañas, tenemos que llevárnoslo poco menos que a rastras. Schimmel nos lleva a una tienda especializada en postales antiguas: la llegada de Allenby a Jerusalén en el transcurso de la Gran Guerra queda conmemorada en todos los matices del sepia. Hay además toneladas de postales de felicitación un tanto cursis, con bordes como de encaje; muchas de ellas están garabateadas al dorso; hay ediciones en griego de Zane Grey, pues el propietario es un viejo caballero de honda raigambre griega. Tiene una inmensa provisión de fílminas para estereoscopios, mapas, fotografías que se remontan al siglo pasado, retratos de patriarcas y peregrinos, rostros de los tiempos del Imperio Otomano. Los bigotes de Gran Turco o de balcánico curtido que gastan esos soldados y estadistas aún eran comunes en el Chicago de los años veinte. Se veían a menudo por South Halsted Street, cerca de Hull House, en las tabernas y en las tiendas de dulces. Los hombres que conducían aquellas carretas pintadas de amarillo y blanco y rojo chillón en las que vendían los gofres, los que se anunciaban entre los chiquillos del barrio al toque de un cornetín, gastaban bigotazos que nada tenían que envidiar a éstos. (Qué gofres, a medio cocer, pegajosos, cubiertos de azúcar en polvo, por un centavo la pieza). Repasamos las tarjetas postales en busca de algo excepcional. Elias Canetti, un novelista excelente y un psicólogo un tanto excéntrico, en algún pasaje de su obra sostiene que la pasión por las antigüedades demuestra que somos caníbales, si es que no somos necrófagos. Las postales son de esa tonalidad amarilla oscura de las uvas moscatel, aunque por lo demás nada tienen de comestibles. Tomo una postal alemana, prehitleriana, de unos judíos que oran ante el Muro de las Lamentaciones. Silk, que es coleccionista, rebusca bajo montones de basura, mientras el propietario griego de la tienda nos endilga lo que obviamente es un discurso ya pronunciado mil veces acerca de la gran tradición helena de las libertades. Resuenan sus palabras sobre Miltíades y Pericles como si fueran dos vecinos que vivieran en la misma calle.
Schimmel y Silk buscan el callejón de los tejedores. En cambio, lo que encuentran es un gran establo de piedra, que en otros tiempos fue parte de un establecimiento principesco. Los ornamentos labrados en piedra, todos ellos renegridos, se remontan al siglo XIV, al menos según nos dicen dos jóvenes árabes muy acogedores, que trajinaban engrasando unas máquinas de metal. Desde luego, el establo sigue en uso, pero los asnos y las mulas han salido a faenar. Con sensatez, Dennis Silk interroga a los dos jóvenes. Hablan hebreo con la soltura suficiente para darnos cierta información. La información, cómo no, es para mí. Silk cree que mi interés por todo esto es tan normal como el de un turista. A mí me da igual que el establo se remonte al siglo XIV o al siglo XVI. Lo que me interesa es que uno de los jóvenes llegue de pronto a la peregrina conclusión de que tiene que lavarse los pies. Se remanga los pantalones y se acuclilla sonriendo para sí —a los dos árabes les resultamos muy graciosos—, y vierte agua de una botella verde sobre los dedos de los pies, manteniendo el equilibrio a la pata coja con gran facilidad. Tiene lo que yo llamaría piernas de caballería: cortas, fuertes. También una mujer puede tener piernas de caballería; es una cualidad que no impide que sean piernas bien torneadas.
Nunca llegamos a encontrar los telares. Es posible que los tejedores se hayan tomado el día festivo. Compramos unos panecillos redondos, de sésamo y, en un puesto árabe repleto de lujosas delicias, unas latas de sardinas portuguesas, sin espina, con una salsa especiada, así como unos pepinillos, y nos vamos a almorzar a casa de Silk. Silk vive en tierra de nadie, en medio de varios solares sin construir. La casa que había tras la suya fue antes de 1967 un puesto de vigilancia jordano; volver a casa de noche era bastante peligroso antes de la guerra, sobre todo si uno había bebido algo más de la cuenta, pues no estaba nada claro dónde se encontraban delimitadas las fronteras. Ahora, en esos solares no hay peligro. Hay cabras, gatos y perros; hay edificios semiderruidos, que sin duda fueron espléndidos en la época del Mandato; hay abundantes hierbajos, latas y botellas; hay una hermosa panorámica de los montes del Moab, de su leonada desnudez. Una perrilla se pone a trotar a nuestro lado. Debe de estar recién parida y tener una camada cerca, pues va tan repleta de leche que las ubres le rozan el suelo. Cuando Dennis abre la puerta, la perra se cuela dentro. «¿Es que es tuya, Dennis?», le pregunto. Responde con gran seriedad y un punto de tristeza: «No, no lo es. Pero fue amiga de mi perro, que murió el mes pasado, y todavía viene a buscarlo».
No abundan las consolaciones en casa de Dennis. No consigo decidirme: puede que sea una choza, puede que sea una cabaña. Es propiedad de la Iglesia Ortodoxa Griega, y Dennis acude en persona a pagar el alquiler tres veces al año. Para ello ha de tratar con un extraño funcionario —en parte, un abogado; en parte, un mero contable—, que siempre procura sacar mayor partido de su arrendatario el poeta. «Todo resulta de lo más oriental —dice Dennis—. No basta con llegar, depositar el dinero y pedir el recibo. No, hay que tomarse un café y batallar verbalmente un buen rato, repasar todo el prontuario de los trucos retóricos de los levantinos».
Las dos estancias están llenas de libros y de cuadros. Dennis no es un solterón limpio ni ordenado; no le importa que una fina película de polvo se haya posado sobre buena parte de las superficies. Entre la suciedad vil y la suciedad del poeta media una diferencia estratosférica. Entiendo por qué no están limpias las ventanas de su casa; limpiarlas a fondo causaría un indudable resplandor que estropearía por completo la tonalidad de la estancia. El interior resulta perfecto tal cual está: un batik extendido sobre el colchón, infinidad de manuscritos con cercos de tazas de café. No nos iría nada mal algo de calefacción, pero tampoco es esencial, ya nos caldeará el vodka. El vodka israelí es francamente bueno, igual que lo son el slivovitz, el raki, el tzuica; aquí, incluso el acquavit no es sólo digestivo, sino también digestible. Dennis abre las latas de sardinas, saca el queso y los panecillos y las botellas. De la mesa no retira los libros y papeles, tan sólo los aparta a un lado, y nos ponemos a comer y beber. Hablamos de escritores. En un periódico tirado en el suelo aparece una de las entrevistas de Gore Vidal. Siempre las leo con verdadero placer. Es curioso, dice Vidal en ésta, hasta qué punto está repleto de conceptos acuñados el habla de los norteamericanos: «Los norteamericanos caen en constantes eufemismos; en contadísimas ocasiones llaman a las cosas por su nombre… Nadie dice lo que en realidad pretende decir, cosa nada buena para el carácter». Nos hemos convertido en el pueblo más pleonástico, más grandilocuente del mundo; para colmo, somos una nación de mentirosos. A esto añado que nadie ha mostrado jamás semejante pasión por la autocrítica. Nos echamos en cara prácticamente de todo, nos hallamos siempre bajo imputaciones terribles, en el banquillo de los acusados, dispuestos a soltar a todo trapo las confesiones más desmesuradas. Y todo ello listo para su consumo en el mundo entero. Es verdad que mentimos mucho —Vidal lleva en eso toda la razón—, mentimos como posesos. No hay Tartufos en nuestra literatura, no hay monstruosos hipócritas, no hay cínicos redomados. Lo que sí tenemos, en cambio, es abundantes mitos del virtuosismo que aplicamos a nuestras propias vidas con la sinceridad del más imbécil. Todo lo malo es algo que se hace por la mejor de las razones posibles. ¿Cómo va a tenerse en mal concepto a un hombre como Richard Nixon? Toda su vida fue un perfecto despliegue de primeras planas del Saturday Evening Post. Fue honrado, albergó siempre ideas saludables, acudió a reuniones de trabajo tres veces cada domingo, estudió con ahínco, sirvió a su patria, puso al descubierto los contubernios comunistas. Es imposible que fuese impuro. La contabilidad moral es en Estados Unidos un tema fascinante. La gente parece tornarse más norteamericana cuando comparte la culpabilidad por delitos y ofensas que de ningún modo pueden haber cometido. Los descendientes de los inmigrantes llegados de la Europa del Este no tuvieron nada que ver en el crimen de la esclavitud, a pesar de lo cual insisten en que fuimos «nosotros» los responsables. En todo esto me parece ver cierta forma de aspiración al ascenso social. Mi amigo Herbert McClosky, experto en ciencias políticas, prefiere interpretarlo como ambición moral: un pueblo que lo espera todo de sí mismo se culpa a sí mismo por todo. Yo creo que estas confesiones de fracasos y de culpa a nivel nacional también son una forma de comunión. «Somos aquello que más nos coloca», dijo Jerry Rubin en Do It! («¡Hazlo!»). En cualquier caso, nada nos hace tan felices como hablar de nosotros mismos. Nuestra propia experiencia en tanto pueblo ha pasado a ser una fuente de éxtasis. Y aquí estoy, haciendo lo mismo yo también.
Schimmel y Silk llevan la conversación de vuelta al terreno de la poesía y los poetas. ¿Cómo era Ted Roethke? Bueno, pues era un gigante rubio, de cara redonda… bastante parecido a Silk, ahora que me paro a pensarlo. Le gustaba quitarse los zapatos y la chaqueta, y doblar la cinturilla del pantalón para soltarse la barriga. Cuando jugaba al tenis en Yaddo, en Saratoga Spring, era capaz de desgarrar la red de una volea. Me he convertido en un compendio de informaciones de este jaez. Y eso que nunca me propuse recordar nada semejante. Pero es algo que a Silk y a Schimmel les divierte, y hay una botella en la mesa, y el desorden de las habitaciones en que vive Silk me recuerda al Greenwich Village de hace treinta o cuarenta años. Silk, que es un gran admirador de John Berryman y que escribió un artículo excelente sobre sus Dream Songs («Cantos del sueño»), pregunta si podría leer los poemas tal como los leía el propio Berryman. Puedo intentarlo, le digo; muy a menudo se los oí leer a él, no sólo en Minneapolis. A veces, John llamaba por teléfono a las tres de la madrugada para decirme que «acabo de escribir algo maravilloso, ¡escucha!». Sé al dedillo cómo recitaba sus cantos. Les leo algunos de mis preferidos a Silk y a Schimmel. La bebida y la poesía y el sentimiento que causa un amigo muerto, y la breve tarde de diciembre que se ahonda por momentos y pasa de un azul exacto a un azul más oscuro, más trémulo… cuando termino tengo la impresión de haberme resfriado. A Silk le importa el frío tanto como le puede importar el hielo a una morsa.
Los poetas me acompañan de regreso al molino de viento de Sir Moses Montefiore. «Ha sido soberbio», les digo, y de veras que lo ha sido. «Cuando vine a Jerusalén pensé tomarme las cosas con calma, pero aquí nadie se toma nada con ninguna calma. Ha sido el primer día de calma de que he disfrutado en todo el mes».
El molino es uno de los hitos que destacan en la Ciudad Nueva. Teddy Kollek ha hecho traer tierra de cultivo, ha ordenado plantar antiguos olivos y cipreses, ha creado un parque de dimensiones considerables a lo largo del Camino del Rey David. Cerca del molino está expuesto el coche de caballos de Sir Moses Montefiore, que van a visitar los turistas y los alumnos de los colegios, donde se les imparten lecciones sobre la historia del barrio. Sir Moses, tan infatigable como el propio Kollek (aunque en sus retratos aparezca el viejo filántropo como un individuo más ensoñador que el alcalde), convenció a no pocos judíos de que abandonasen sus sórdidas callejas para asentarse fuera de las murallas de la ciudad. No fue una empresa nada fácil. A mediados del siglo XIX, Palestina no era precisamente la región más disciplinada del Imperio Otomano. Los colonos y los viajeros eran víctimas de los ataques de los bandoleros y los asesinos, aunque el viejo Sir Moses a la larga coronó con éxito su empeño -y los judíos formaron un asentamiento en la ladera opuesta del Gai-Hinnom, frente a las murallas de la ciudad y el Monte Sión. Dennis ha escrito una curiosa crónica, a medias imaginaria, sobre Montefiore, sus peregrinaciones y proyectos. Hoy en día, el molino y los edificios remodelados ostentan ese esplendor que otorga la pátina de la historia, y los autobuses llevan al parque a los alumnos y a los turistas extranjeros durante todo el día, y las paredes muestran placas de bronce que identifican tal o cual suceso. El molino tiene algo en común con la Torre del Agua de Chicago. Cuando la vaca de la señora O’Leary derribó de una coz el farol y Chicago fue arrasado, prácticamente nada sobrevivió a las llamas, con la excepción de esa torre de piedra de estilo entre gótico y Victoriano, de aspecto presbiteriano, que se alza en Michigan Avenue como si fuera el animal de compañía de los rascacielos que la rodean, un fragmento de historia o, más bien, de historia, comercio y medro.
Y en Jerusalén es políticamente de gran importancia que Sir Moses y su coche de caballos y su molino se engasten a fondo en el tejido de la historia. Teddy Kollek no deja pasar por alto ninguna oportunidad que se presente para subrayar la legitimidad de los derechos judíos en Jerusalén. En esta aspiración no hay triquiñuelas ni engaños. Son derechos absolutamente legítimos. Sin embargo, a veces tengo la impresión de que Kollek tiene demasiada conciencia de que dispone de un tiempo limitado para defender su litigio ante los tribunales de la opinión pública mundial. A veces cuesta trabajo distinguir su energía personal de la propia urgencia de su necesidad. Sin embargo, ahí está el molino, un monumento al terco soñador que fue Sir Moses, con su barba, sus botas, el sombrero de copa, tan británico, sobre su perfil judío; ahí están los chiquillos y los turistas y los profesores y los guías profesionales. A menudo les sermonean en voz muy alta justo a la entrada de nuestro alojamiento, en el Mishkenot Sha’ananim.
Por el camino de vuelta, con la sensación producida por el vodka trasegado con Silk y Schimmel, paso entre las filas de turistas. Pero acabo de gozar de un día festivo con dos poetas. Me han liberado de varias semanas de preocupaciones continuas por los problemas inmisericordes, los problemas acuciantes que representa la política. Mi ánimo tomó hoy una ruta bien distinta. No es que uno huya del sufrimiento al embocar esa ruta. No pude evitar el dolor que me causó el evocar el suicidio de Berryman cuando recité algunos de sus Dream Songs, pero no fue ése un pesar sin sentido. Con esa pesadumbre vino a mezclarse algo más. Cuando uno ha tomado unas cuantas copas se cree poseído por la verdad. Empiezo a pensar que algunos de los políticos a los que he ido conociendo son hombres admirables, inteligentes, de gran carácter. Pero en ellos brilla por su ausencia ese maravilloso aditivo. Tal vez sea asombroso que no hayan terminado por enloquecer ante los problemas acuciantes, ante la insensata presión de la crisis.
Me fascina la profusión con que se dan y el ingenio que destilan las ideas de los judíos sobre el futuro de Israel. Cuando pienso en ellas, me imagino las papeleras de los arquitectos, una tras otra, repletas de esbozos y borradores y detalles proyectados. Recibo carta de Mijail Agurski, un escritor ruso que recientemente visitó Jerusalén. Lo que me dice es que «los judíos pueden ser productivos y eficaces si se cumple una muy extraña condición, a saber, que sus objetivos sean completamente irreales al menos desde el punto de vista actual». Personalmente, yo abogo por uno de tales objetivos: convertir Israel en el centro de la nueva civilización (¡nada menos!), tomando en consideración el evidente declive de la civilización occidental (y asimismo oriental)… En el plano del pragmatismo, sólo ideas como éstas pueden tener éxito entre los judíos.
Hallo el resumen en un artículo de Agurski sobre los inmigrantes rusos llegados a Israel; está publicado en un número reciente de Insight, pequeña revista que dirige Emanuel Litvinoff y que se edita en Londres[8]. La propuesta que se asume en el ensayo —que en breve permitirá Rusia la emigración masiva de sus judíos— dista mucho de ser algo seguro. El gobierno soviético, manifiestamente antisemita, en dos ocasiones ha roto relaciones diplomáticas con Israel, y no hay otro país al cual denuncie de manera tan recalcitrante: ni siquiera parece dispuesto a proporcionar a Israel lo que más necesita. El problema de la población, en esto todo el mundo está de acuerdo (en un país en el que la unanimidad es infrecuente), es uno de los más graves que padece Israel. Son miles los que se marchan. ¿Tienen sustitutos? Es difícil disponer de cifras fidedignas. Cuando el impresionante ministro de Defensa, Shimon Peres, manifestó la esperanza de que pronto pudieran llegar grandes contingentes de judíos rusos, su capacidad de impresionar disminuyó bastante. Un líder militar bajo ningún concepto debe parecer tan melancólico. Las bajas que sufrió Israel en 1973 han sido terriblemente perjudiciales; alguien ha insinuado que las pérdidas fueron comparables a las que desangraron a los británicos durante la Primera Guerra Mundial, con lo cual se da a entender que en el Somme y en las otras batallas dirimidas a gran escala se resquebrajó el poder británico e Inglaterra resultó malherida, hasta el punto de no recuperarse ya nunca. Es probable que los rusos no quieran entender lo graves que fueron las bajas sufridas por Israel en 1973, pero ¿es probable que permitan la recuperación del país mediante la inmigración en masa de los judíos rusos?
En cambio, Agurski da por sentado que los judíos rusos pronto llegarán en masa, y cree que pueden cambiar el carácter de la sociedad israelí e incluso alterar el destino del mundo. Según Agurski, tal como se parafrasea su afirmación en Insight, los judíos soviéticos que se sumaron al movimiento sionista «ya tenían una imagen idealista de Israel en tanto sociedad unida por sentimientos de hermandad y solidaridad». Creían que las tradiciones morales de los judíos habían adquirido aquí formas laicas, y que una población judía no religiosa manifestaría una conciencia judía o un elemento moral judío y aglutinante. En este aspecto cometieron un craso error. Aquí, lo que de veras cuenta es la herencia racional y religiosa. La historia de los judíos carece de sentido, afirma Agurski, si no cuenta con la fuente real de la integridad y la persistencia de los judíos. Un estado judío que de la noche a la mañana cobra existencia no puede sustituir ese peculiar complejo, y la opinión corriente de que Israel sólo puede existir bajo el sistema de la democracia occidental «es un profundo error de cálculo que podría costar la vida a nuestro pueblo». La democracia occidental se encuentra ahora «al borde de la catástrofe». La democracia sólo da muestras de resistencia cuando un pueblo libre es capaz de autodisciplinarse y se abstiene voluntariamente de debilitar el orden político. En Occidente sigue viva la antigua moralidad religiosa en grado suficiente para preservar el sistema parlamentario. «Precisamente por esta razón, el totalitarismo en todas sus formas, cuando se esfuerza por socavar los valores del mundo occidental, se propone en primerísimo lugar la destrucción de aquellas formas institucionales que vienen dictadas por los valores de la religión. El principal propósito del totalitarismo es minar la educación religiosa, los modos de vida tradicional, la familia, así como la completa liquidación de la censura moral». Con tales medios, el totalitarismo agrava las enfermedades que padecen las democracias occidentales. Claro que si el mundo occidental está próximo a su derrumbamiento, no lo está menos el mundo totalitario.
Agurski cree que Israel debería depositar su confianza plena en los valores tradicionales y religiosos. Tal como hoy están las cosas, lo que aglutina a la sociedad israelí no es un sentimiento religioso de hermandad, sino la sensación del peligro común que afronta.
Los judíos rusos, según concluye, pueden hacer una aportación decisiva al necesario renacer del sentimiento religioso. La experiencia del totalitarismo que han sufrido en sus propias carnes ha madurado sus almas y les ha endurecido los ánimos. Tan amarga experiencia les ha proporcionado una sabiduría tan escasa que no se puede malgastar. Tal vez Agurski también se refiera a que aquello que ciertos segmentos del mundo occidental parecen anhelar —la paz y la justicia en una sociedad comunista— es algo que estos judíos del Este ya conocen bien.
El argumento de Agurski me lleva a pensar en el libro de Henry Fairlie, The Spoiled Child of the Western World: The Miscarriage of the American Idea in Our Time («El niño mimado del mundo occidental: la pérdida del ideal norteamericano en nuestro tiempo»). Estados Unidos, en opinión de Fairlie, ha dejado de ocuparse de la pugna por la existencia. A su juicio, existe una nueva clase de permisividad que recomienda el existencialismo de moda. Como la pugna por la existencia «dejó de ser un problema, es la existencia propiamente dicha lo que adquiere las dimensiones de un problema. El existencialismo no es una filosofía apta para quien no tiene pan que llevarse a la boca».
Si la pugna por la existencia ha amainado en Estados Unidos y ha terminado de ese modo una de las grandes fases de la historia, no tenemos por qué extrañarnos ante las miradas de extrañeza que recibimos por parte de un mundo asombrado ante los privilegios de que disfrutamos y abrumado por nuestra ligereza de mentalidad y de sentimiento. Agurski se pregunta si la Norteamérica democrática dispone de suficiente autodisciplina para ir tirando. Son muchos los escritores que han reseñado que a lo largo de la historia universal la libertad es una condición excepcional. Los gobernantes no sienten la menor inclinación a compartir sus poderes con los gobernados, sea cual fuere la forma de gobierno. Los períodos de libertad han sido muy breves. Nuestra especie sabe muy poca cosa acerca del hecho de ser libre. Ruskin, al comentar la Historia de Tucídides, dice que el asunto del que trata no era otro que «la tragedia vertebral del mundo entero, el suicidio de Grecia». Es posible que nos hallemos de nuevo ante un punto de suicidio, que es exactamente en lo que piensan los disidentes rusos, personas que han logrado mantener intacto el ánimo y la capacidad de juicio por medio de una resistencia heroica, cuando reparan en nuestro comportamiento.
Sin embargo, y por terminar con Agurski: él habla de una generación revolucionaria anterior, que no ha caído en el olvido, y del universalismo mesiánico de dicha generación, de su deseo por implantar la justicia social. Piensa que sería preciso poner a los profetas hebreos traducidos al ruso en manos de los nuevos inmigrantes llegados de la Unión Soviética, «a fin de que se enriquezca su conciencia nacional», según la paráfrasis publicada en Insight. «Ninguna inversión de capital sería tan eficaz como esta inversión espiritual —escribe el propio Agurski. Israel ha de convertirse en el centro de una nueva civilización tal como la soñaron los profetas, los más destacados representantes del pueblo judío». El director de Insight comenta que los intelectuales judíos rusos del tipo de Agurski han comenzado a formularse preguntas «a las que los judíos de Occidente creían haber hallado respuesta tiempo atrás», y que «han alcanzado resultados distintos. Unas veces suenan ingenuos, pero las más parecen poderosas y deslumbrantes».
Un conocimiento del mal tal como el adquirido por estos rusos no puede carecer de efectos colaterales. La concepción que tienen del capitalismo occidental la adquirieron en Rusia. Por eso nos tienen por frívolos, por eso les resulta caótica nuestra situación. Sostienen la visión prevaleciente en Europa y en Rusia sobre nuestra caprichosa rebeldía. Para ellos, nosotros representamos un peligro de cara a la libertad. Sin embargo, se muestran enormemente esperanzados. ¿Israel, el centro de una nueva civilización? Entiendo a qué se refiere Agurski cuando nos aconseja que no seamos demasiado realistas. Aboga por… Pero no, no, no es mi intención esgrimir argumentos serios contra Agurski. Resulta demasiado cautivador. Lo que me atrae de estos disidentes rusos, de los Solzhenitsin y los Siniavski, así como los Agurski, es su capacidad de estar en vigilia permanente. En contraste con ellos, nosotros parecemos muy adormecidos.
En Occidente, entre nosotros, el estado de vigilia viene y va por alguna extraña razón. Nuestra capacidad de comprensión se inflama brevemente, pero es inevitable que de nuevo se apague. A veces tengo la sospecha de que yo mismo me encuentro bajo una pavorosa influencia hipnótica: conozco y desconozco cuáles son los males de nuestro tiempo. Experimento o, mejor dicho, padezco esta alternancia entre la iluminación y el desvanecimiento del saber en mi propia persona, y veo que también otras personas están sujetas a ella. Estoy familiarizado con la historia de la Primera Guerra Mundial y de la Revolución Rusa. Conozco lo ocurrido en Auschwitz y el Gulag, Biafra y Bangladesh, Buenos Aires y Beirut, pero cuando vuelvo de nuevo a los hechos descubro que pierdo la perspectiva. Contra los dictados de la razón, comienzo a sospechar que estoy bajo la influencia de un poder que se difunde, una voluntad demoníaca que se opone a todo intento de comprensión por nuestra parte. Me veo obligado a sopesar si Europa Occidental y Estados Unidos no estarán quizás bajo la influencia de un gran mal, si no vamos en realidad por la vida muy a la ligera, o cloroformizados.
En los periódicos se informa de que la Embajada norteamericana en Moscú sospecha que está expuesta a radiación por microondas. Según informa la agencia UPI, los expertos han dado en especular que los rusos se proponen que dicha radiación active micrófonos ocultos en el edificio de la embajada, a fin de que interfiera en los dispositivos de obstrucción norteamericanos, o incluso, «de acuerdo con un informe de tintes más siniestros, que la radiación esté destinada a inducir un letargo en los diplomáticos estadounidenses». Tal vez se trate de una ilusión sin fundamento, que la opinión pública sin embargo parece dispuestísima a compartir con los expertos.
Los rusos, si de veras lo supieran, tampoco tendrían por qué emplear ningún aparato que indujera al letargo. Los países libres se muestran curiosamente aletargados respecto a sus libertades. El crédito de que goza la revolución sigue siendo fuerte en Europa Occidental, mientras que el capitalismo, especialmente en su aborrecida forma norteamericana, al parecer se halla moribundo. Son muchos los que se muestran exultantes sobre la inminencia de su muerte. Cansados de los ya conocidos males de antaño, anhelan «lo novedoso», y no se darán por satisfechos mientras no lo tengan. En uno de sus diarios, Baudelaire escribe que la vida es un hospital en el que cada paciente cree que se repondrá de sus males si lo cambian de cama. Cuando yo vivía en París a finales de los años cuarenta me convertí de un modo involuntario en un estudioso de esta cuestión. De los tenderos, los garagistes, los barberos, los camareros o los conserjes aprendí que las ideas «revolucionarias» (ideas en torno al cambio de cama), ya completamente banales, habían impregnado a la sociedad francesa a todos los niveles. Anticipándose a la próxima victoria del comunismo, la cama que habría de curarnos de todos los males conocidos, muchos intelectuales franceses se disponían de un modo oportunista a emprender una nueva carrera en el nuevo régimen. Los líderes del pensamiento francés tuvieron tres décadas durante las cuales enseñar a sus conciudadanos la verdad sobre Rusia y el Este de Europa, que se pueden resumir en pocas palabras: no hay sociedad libre en el Este de Europa; el comunismo hasta la fecha sólo ha generado estados policiales. Se podría responder diciendo que la libertad es menos importante que la igualdad, la seguridad, el bienestar de la clase obrera. He oído respuestas de ese jaez. Hoy en día las aportan a menudo los intelectuales de la India, que justifican las medidas represivas adoptadas por Indira Gandhi. En su contribución para interpretar todo esto, los teóricos de la política son de menos utilidad que los mitólogos y los demonólogos.
En nuestro apartamento del Mishkenot Sha’ananim, la encimera, los alféizares de mármol, la mesa del café, la mesa misma están repletas de periódicos, revistas, panfletos y libros acerca de Oriente Medio. El personal del turno de noche, en el vestíbulo, mira la televisión. El jefe de seguridad, un hombre de cabeza redonda y cabello muy corto, con los ojos grandes, es un judío oriental, moreno, esbelto. Lleva una pistola al cinto de sus pantalones de combate. Cuando uno vuelve a casa por la noche, a reunirse con sus libros y papeles, se encuentra con patrullas armadas. Se les ve por la carretera, allá arriba, y por los jardines, abajo.