8
El pueblo entero parecía dispuesto a ayudar en la búsqueda. En cualquier otro momento, o en circunstancias distintas, alguien podría haber pensado que Lyn Metcalf podía haber desaparecido por voluntad propia. Por supuesto todo el mundo era de la opinión que ella y Marcus parecían felices, pero con esas cosas nunca se sabe. En ese momento, no obstante, y a pocos días de la muerte de otra mujer, su desaparición tomaba un cariz mucho más siniestro, por lo que cuando la policía concentró su atención en el bosque y la ruta por la que corría todas las mañanas, todo aquel que estuviera en condiciones se presentó voluntario para ayudar a encontrarla.
Era una hermosa tarde de verano. El sol había bajado, las golondrinas revoloteaban y descendían en picado, y en el ambiente flotaba tal sentimiento de comunión y unidad que casi parecía una celebración. Sin embargo, nadie olvidaba la razón por la que estaba allí ni lo más inquietante de todo: que fuera quien fuese que hubiera hecho aquello, era un habitante de Manham.
No podía pensarse en un forastero. Ya no. Difícilmente podía tratarse de un accidente, y sin duda no era casual que ambas mujeres fueran del mismo pueblo. Nadie podía creer que un extraño hubiera permanecido en la zona después de matar a Sally Palmer ni que hubiera vuelto para cobrarse una segunda víctima, lo que significaba que quien hubiera asesinado a cuchilladas a la primera y hubiera tendido un alambre en el sendero para capturar a la otra tenía que ser del lugar. Cabía la posibilidad de que fuera alguien de un pueblo vecino, pero entonces surgía la pregunta de por qué ambos sucesos habían tenido lugar en Manham. La otra posibilidad era la más probable y más aterradora: no sólo conocíamos a las dos mujeres, sino que conocíamos también a la mala bestia que había ido a por ellas.
Pero esa idea no había arraigado aún del todo cuando la gente se puso a buscar a Lyn Metcalf. Si bien había retoñado, no había tenido tiempo a florecer. Se revelaba como una posibilidad en el trato entre los vecinos, ya que todo el mundo había oído hablar de casos en los que el asesino colabora en la investigación. Casos en los que el culpable había expresado en público su repulsa y su pesar e incluso había llorado lágrimas de cocodrilo, mientras que en realidad la sangre de la víctima apenas había tenido tiempo de secarse en sus manos y sus gritos y súplicas seguían buscando un resquicio por el que llegar al corazón del verdugo. Los vecinos de Manham respondieron con solidaridad, revolvieron hierbajos y buscaron bajo los matorrales, pero poco a poco la comunidad iba debilitándose por culpa de la desconfianza.
Yo mismo me incorporé a las batidas en cuanto cerré la consulta por la tarde. La actividad se desarrollaba en torno al furgón policial que había aparcado lo más cerca posible del bosque en el que Marcus había encontrado el reloj de su mujer, en las afueras del pueblo. A lo largo de casi medio kilómetro, los coches se acumulaban en los arcenes de ambos lados. Algunos habían emprendido la búsqueda por su cuenta, pero la mayoría habían acudido al lugar atraídos por la vorágine de actividad. Había unos cuantos periodistas, pero sólo de prensa local. Los medios de ámbito nacional no se habían interesado todavía por la noticia, o acaso consideraran que una mujer asesinada y otra secuestrada no revestía suficiente interés. Pronto iban a cambiar las cosas, pero por el momento Manham todavía permanecía en un relativo anonimato.
La policía había organizado un protocolo para coordinar la batida. Consistía sobre todo en un ejercicio de relaciones públicas: había que conseguir que la comunidad tuviera la impresión de estar haciendo algo útil y, a la vez, procurar que los voluntarios no interfirieran con los equipos profesionales. Los alrededores de Manham eran tan agrestes que de todos modos habría resultado imposible peinarlos en su totalidad. Las cuadrillas recorrían los campos, pero éstos no estaban dispuestos a destapar sus secretos.
Vi a Marcus Metcalf junto a un grupo de hombres, aunque a cierta distancia. Tenía la corpulencia típica de los trabajadores manuales y un rostro que, en circunstancias normales, resultaba agradable y alegre bajo su mata de pelo rubio. En ese momento lo vi demacrado, de un color amarillento que hacía palidecer sus bronceadas facciones. A su lado estaba Scarsdale, el reverendo, que por fin se encontraba con una situación acorde con la gravedad de su semblante. Consideré la opción de acercarme a Marcus, pero… ¿para qué? ¿Para manifestarle mi solidaridad? ¿Para transmitirle mis condolencias? Finalmente, la vacuidad de cualquier cosa que pudiera decirle y el recuerdo de lo poco agradables que a mí me habían resultado las torpes palabras de los extraños me convencieron de que era mejor no hacerlo. En vez de eso, lo dejé en compañía del reverendo y me dirigí al furgón para que me dijeran qué hacer.
Más tarde lamentaría haber tomado esa decisión.
Desperdicié varias horas peinando un campo cenagoso con una cuadrilla en la que también estaba Rupert Sutton, que parecía contento de tener una excusa para alejarse de su posesiva madre. Su corpulencia le dificultaba mantener el ritmo de los demás; aunque no dejaba de resollar, perseveró, y entre todos inspeccionamos el accidentado terreno, intentando bordear las zonas más húmedas. En un momento dado, patinó y cayó de rodillas. Cuando me acerqué para ayudarlo a ponerse en pie, noté que su cuerpo desprendía un olor animal.
«Cabrón», dijo entre jadeos, rojo de vergüenza y con los ojos clavados en el barro que le cubría las manos. Tenía una voz inesperadamente suave, casi femenina. «Cabrón», repitió, pestañeando furioso.
Aparte de él, casi nadie articulaba palabra. Cuando la oscuridad imposibilitó seguir con la búsqueda, desistimos y dimos media vuelta. El sentir general era tan sombrío como el paisaje. Sabía que muchos de los presentes pararían después en el Black Lamb, más por buscar compañía que por el alcohol. Yo estuve a punto de irme directamente a casa, pero esa noche, al igual que los demás, no me apetecía quedarme solo. Aparqué junto al pub y entré.
Sin contar la iglesia, el Lamb era el edificio más antiguo del pueblo y de los pocos de Manham con el tradicional techado de juncos. En cualquier otra parte de los Broads lo habrían reconvertido para darle un aspecto más actual, pero como los únicos que lo frecuentaban eran la gente del pueblo, nadie se había molestado en poner freno a su lenta decadencia. Los juncos del tejado estaban medio podridos y el yeso sin pintar de las paredes tenía manchas y empezaba a desconcharse.
Con todo, esa noche estaba lleno, aunque el ambiente distaba de ser festivo. Al entrar fui recibido con solemnes movimientos de cabeza. La gente conversaba en voz baja y apagada. A llegar a la barra el dueño me preguntó qué quería levantando el mentón en silencio. Estaba ciego de un ojo, cuya órbita casi blanca le confería cierto aspecto de viejo perro labrador.
—Una pinta, Jack, por favor.
—¿Has participado en la búsqueda? —me preguntó al colocar el vaso ante mí. Rechazó mi dinero con un movimiento de mano y añadió—: Invita la casa.
Apenas tuve tiempo de dar un trago cuando noté una mano en el hombro.
—Me imaginaba que te dejarías caer por aquí.
Levanté la mirada para ver al gigante que acababa de colocarse a mi lado.
—Hola, Ben.
Ben Anders medía metro noventa de alto y casi la mitad de ancho. Trabajaba como guardián en la reserva natural de Hickling Broad y había vivido toda la vida en el pueblo. No nos veíamos muy a menudo pero me caía bien. Su compañía era agradable, con él me sentía igual de cómodo charlando que guardando silencio. Tenía una sonrisa agradable, casi soñadora, y su rostro robusto daba la impresión de que se lo hubieran arrugado y alisado sólo a medias. Hundidos en esa piel morena, sus ojos parecían asombrosamente brillantes. Por lo común traslucían una chispa de buen humor, pero no esa noche.
—Menudo día —dijo acodándose en la barra.
—Espantoso.
—Vi a Lyn hace un par de días. Feliz como unas pascuas. Y luego lo de Sally Palmer. Es como si nos hubieran caído dos rayos encima.
—Sí, así es.
—Espero por Dios que todo esto sea sólo un mal sueño. Aunque no pinta bien, ¿no?
—No mucho.
—Dios mío, pobre Marcus. No puedo ni imaginarme lo que ese pobre desgraciado debe de estar pasando. —Hablaba tan bajo que apenas lo oía—. Dicen por ahí que Sally tenía cortes por todas partes. Como sea el mismo que ha cogido a Lyn… Dios, le entran a uno ganas de romperle el cuello a ese hijo de puta, ¿a ti no?
Yo tenía la vista fija en el fondo del vaso. Por lo visto no había corrido el rumor de que yo había estado ayudando a la policía. Eso me alegraba, pero también me hacía sentir incómodo, como si el hecho de callar mi papel en el caso me convirtiera en un embustero.
—¿Crees que se salvará? —preguntó Ben sacudiendo su enorme cabeza.
—No lo sé.
Era la respuesta más sincera que podía darle. Me acordé de lo que Mackenzie había dicho horas antes: si yo estaba en lo cierto, Sally Palmer no fue asesinada hasta unos tres días después de su desaparición. A pesar de que los perfiles psicológicos no fueran mi especialidad, sabía que los asesinos en serie siguen patrones. Lo cual implicaba que, de tratarse del mismo hombre, cabía la posibilidad de que Lyn siguiera con vida.
«Con vida». Dios mío, ¿era posible? Y en tal caso, ¿por cuánto tiempo seguiría viva? Me dije que había hecho cuanto podía y que le había dado a la policía todo lo que razonablemente podían esperar de mí, pero me supo a racionalización barata.
Me percaté de que Ben me estaba mirando.
—¿Perdona?
—Decía que si te encuentras bien. Te veo un poco cansado.
—Es que he tenido un día muy largo.
—Pues todavía no se ha acabado —dijo torciendo el gesto y volviendo la vista hacia la puerta—. Por si fuera poco…
Me giré y vi la oscura silueta del reverendo Scarsdale tapando la luz al entrar. Las conversaciones se interrumpieron de golpe mientras el reverendo avanzaba hacia la barra con su expresión severa.
—No creo que haya venido a levantarnos la moral precisamente —murmuró Ben.
Scarsdale se aclaró la garganta y empezó a hablar.
—Caballeros —dijo mirando con desaprobación a las pocas mujeres que había en el pub, pero sin dignarse dirigirse también a ellas—. He considerado oportuno hacerles saber que mañana por la tarde celebraré un servicio especial por Lyn Metcalf y Sally Palmer. —Tenía voz seca de barítono y una buena dicción—. Estoy seguro de que todos —añadió barriendo la estancia con la mirada—, y digo todos, vendrán a presentar su respeto por las fallecidas y su consideración hacia los vivos. —Hizo una pausa antes de hacer una rígida reverencia con la cabeza—. Gracias.
De camino a la puerta se detuvo delante de mí. Hasta en verano despedía olor a moho. Sobre la sotana de lana negra podía verse el polvillo blanco de la caspa y su aliento emanaba cierto tufo a naftalina.
—Espero verlo a usted también, doctor Hunter.
—Si la consulta me lo permite.
—Estoy seguro de que nadie será tan egoísta de apartarlo de su deber —dijo, aunque no supe muy bien a qué se refería, y con una sonrisa muy poco amable añadió—: Además, la mayoría de sus pacientes estarán en la iglesia. Las comunidades como ésta cierran filas cuando ocurre una tragedia. Como usted es de ciudad puede que le parezca extraño, pero aquí tenemos claro cuáles son nuestras prioridades.
Y, tras hacer una última media reverencia, se marchó.
—He ahí un buen cristiano —dijo Ben, levantando su pinta medio vacía—. ¿Qué, listo para otra?
Le dije que no. La aparición de Scarsdale no me había ayudado a ponerme de mejor humor. Estaba a punto de terminar mi cerveza e irme a casa cuando oí una voz detrás de mí.
—¿Doctor Hunter?
Era la joven maestra a la que había conocido en la escuela el día anterior. Su sonrisa se desdibujó al verme la cara.
—Perdón, no quería interrumpir.
—No pasa nada. Quiero decir que no interrumpe nada.
—Soy la maestra de Sam, nos conocimos ayer —dijo con tono inseguro.
Generalmente me cuesta acordarme de los nombres, pero el suyo me vino a la cabeza enseguida. Jenny.
Jenny Hammond.
—Claro. ¿Cómo está el chico?
—Creo que bien. Es decir, hoy no ha ido a la escuela, pero cuando su madre fue a recogerlo ayer por la tarde parecía estar mejor.
Le había dicho que pasaría a visitarlo, pero la tarde se me había complicado.
—Seguro que no es nada. No pasa nada porque pierda unas clases, ¿no?
—Oh, no, en absoluto. Sólo quería… nada, venir a saludar, nada más.
Parecía un poco avergonzada. Yo había dado por hecho que se había acercado para comentarme algo sobre Sam; tardé un poco en percatarme de que quizá lo que pretendía era charlar un rato.
—¿Ha venido con más profesores? —pregunté.
—No, he venido sola. He estado en la batida y luego… en fin, mi compañera de casa no está y no me parecía una buena noche para quedarme sola, no sé si me explico.
Se explicaba. Hubo un breve silencio.
—¿Le apetece algo?
Pronuncié la pregunta al mismo tiempo que ella decía:
—Bueno, ya nos veremos.
Nos reímos con timidez.
—¿Qué le apetece? —pregunté.
—Nada, de verdad.
—Yo estaba a punto de pedir otra —dije, dándome cuenta de que mi vaso estaba todavía a medias. Deseé que no se fijara.
—Una Becks. Gracias.
Ben acababa de recoger su cerveza cuando me apoyé sobre la barra.
—¿Lo has pensado mejor? Anda, déjame —dijo llevándose la mano al bolsillo.
—No, de verdad. Voy a pedir también para otra persona.
Ben miró detrás de mí y en sus labios brotó una sonrisa.
—Muy bien. Nos vemos.
Hice un gesto con la cabeza, tenía la cara ardiendo. Cuando me sirvieron, ya me había acabado la cerveza, así que pedí otra y me fui con ambas hacia donde estaba Jenny.
—Salud —dijo levantando ligeramente la botella, y dio un sorbo—. Sé que el dueño preferiría que no lo hiciera, pero en vaso no sabe igual.
—De esta manera no tiene que lavar, en realidad le está haciendo un favor.
—Se lo soltaré la próxima vez que me lo diga —dijo, y, un poco más seria, agregó—: No me puedo creer lo que ha ocurrido. Es terrible, ¿no cree? Dos mujeres, y las dos de aquí. Yo pensaba que en lugares como éste nadie corría peligro.
—¿Por eso vino?
Mi intención no era que sonara tan brusco como de hecho sonó. Ella se quedó mirando la botella.
—Digamos que estaba harta de vivir en la ciudad.
—¿Dónde vivía?
—En Norwich.
Se puso a arrancar la etiqueta de la botella, pero al poco dejó de hacerlo, como si de pronto hubiera reparado en lo que estaba haciendo. Su expresión recuperó la serenidad y, sonriendo, me preguntó:
—Bueno, ¿y usted? Ya sabemos que tampoco es de por aquí.
—No. Soy de Londres.
—¿Y qué lo trajo por Manham? ¿Las luces y la vibrante vida nocturna?
—Algo así —contesté, pero me di cuenta de que esperaba algo más—. Lo mismo que a usted, supongo. Quería un cambio.
—Sí, la verdad es que es un gran cambio —dijo sonriendo—. Pero a mí me gusta. Me estoy acostumbrando a vivir en medio de la nada, con el silencio, sin multitudes, sin coches.
—Ni cine.
—Ni bares.
—Ni tiendas.
Nos miramos sonriendo.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó.
—Tres años.
—¿Y cuánto tardaron en aceptarlo?
—En eso estamos. Una década más y puede que me declaren visitante permanente. Los sectores más progresistas, desde luego.
—No me diga eso. Yo sólo llevo aquí seis meses.
—Entonces no pasa de turista.
Se echó a reír, pero antes de que pudiera decir nada se oyó un alboroto en la puerta.
—¿Dónde está el médico? —preguntó una voz—. ¿Está aquí?
Me acerqué y vi que quien lo preguntaba era un hombre que apenas podía tenerse en pie. Reconocí en él a Scott Brenner, miembro de una numerosa familia que vivía en un destartalado caserón justo en las afueras de Manham. Tenía una bota y la parte baja de una de las perneras manchadas de sangre.
—Siéntenlo con cuidado —dije mientras entre unos cuantos hombres lo ayudaban—. ¿Qué ha pasado?
—Ha pisado un cepo. Íbamos de camino a la consulta, pero al pasar hemos visto su Land Rover en la puerta —explicó su hermano Carl.
Los Brenner eran una especie de clan, granjeros en su mayoría, aunque tampoco le hacían ascos a la caza furtiva. Carl era el mayor, un tipo nervudo y de aspecto pendenciero. Mientras arremangaba la pernera de los vaqueros de Scott no pude evitar pensar que habría preferido que le pasara a su hermano. Muy poco propio de un médico.
—¿Tenéis coche? —pregunté al ver la herida.
—¿Le parece que hemos venido andando, o qué?
—Mejor, porque hay que llevarlo al hospital.
Carl soltó una blasfemia y preguntó:
—¿No basta con vendarlo?
—Yo sólo puedo hacerle una cura temporal, pero necesita una atención mejor que la que yo puedo brindarle.
—¿Voy a perder el pie? —preguntó Scott.
—No, pero no podrás echar carreras por una temporada —contesté con más confianza de la que en realidad tenía. Consideré la posibilidad de llevármelo a la consulta, pero por su aspecto vi que ya lo habían trajinado bastante—. Hay un botiquín de primeros auxilios bajo una manta en el maletero de mi Land Rover, ¿puede ir alguien a buscarlo?
—Yo —dijo Ben.
Le di las llaves del coche. Mientras salía, pedí agua y toallas limpias y empecé a lavarle la sangre en torno a la herida.
—¿Qué clase de cepo era?
—Uno de alambre —dijo Carl—. Se tensa cuando el animal mete la pata dentro. Puede llegar a penetrar hasta el hueso.
Eso era exactamente lo que había ocurrido.
—¿Dónde estabais?
—Al otro lado del marjal —respondió Scott, procurando no mirar—, cerca del antiguo molino…
—Estábamos buscando a Lyn —cortó Carl lanzándole una mirada elocuente.
Ya me extrañaba. Conocía el lugar al que se refería. Como la mayoría de molinos de los Broads, el de las afueras de Manham consistía en una bomba alimentada por el viento construida para drenar los marjales. Llevaba décadas abandonado y sin actividad, y de él no quedaban ni las aspas. La zona en la que se encontraba estaba desolada incluso para los cánones de Manham, pero resultaba ideal para cazar o atrapar animales a salvo de miradas indiscretas. Conociendo la reputación de los Brenner, pensé que ése, y no su sentido de la responsabilidad pública, debía de ser el motivo más plausible de su presencia allí a esas horas de la noche.
Mientras seguía enjugando la sangre de la herida, me pregunté si acaso no habrían pisado uno de sus propios cepos.
—No era nuestro —dijo Scott como si me hubiera leído el pensamiento.
—¡Scott! —exclamó el hermano.
—¡No lo era! Estaba escondido bajo la hierba del sendero, y era demasiado grande para atrapar conejos o ciervos.
Sus palabras fueron acogidas con silencio. Aunque la policía no lo había confirmado aún, todo el mundo había oído hablar del alambre encontrado en el bosque donde Lyn había desaparecido.
Ben volvió con el botiquín. Limpié y envolví la herida lo mejor que supe.
—Que no apoye el pie en el suelo, y llévatelo a urgencias lo antes posible —le dije a Carl.
Éste puso en pie a su hermano con un tirón brusco y se lo llevó afuera. Yo fui a lavarme las manos y volví con Jenny, que seguía de pie junto a mi bebida.
—¿Se curará? —preguntó.
—Depende de lo dañado que tenga el tendón. Con un poco de suerte, sólo renqueará un poco.
—¡Por Dios, vaya día!
Ben se acercó para devolverme las llaves del coche.
—Creo que esto es tuyo.
—Gracias.
—¿Tú qué crees? ¿Puede tener algo que ver con lo de Lyn?
—No lo sé. Pero he tenido un mal presentimiento, como todos.
—¿Por qué iba a estar relacionado? —preguntó Jenny.
Ben no estaba muy seguro de cómo contestar y yo caí en la cuenta de que no se conocían.
—Ben, te presento a Jenny. Es maestra de la escuela —le expliqué.
Él lo interpretó como si le hubiera dado permiso para continuar.
—Porque parece demasiada casualidad. No es que los Brenner sean santos de mi devoción, son una panda de furtivos hijos de… —Se interrumpió y miró a Jenny—. En fin, que espero por Dios que no sea más que eso. Una coincidencia.
—Me he perdido.
Ben me miró, pero no iba a ser yo quien lo dijera.
—Porque si no es una coincidencia, significa que es alguien de por aquí. Alguien del pueblo.
—Pero eso no es seguro —objetó Jenny.
La cara de Ben no engañaba, pero era demasiado educado para ponerse a discutir.
—Bueno, ya se verá. Pero después de esto creo que me voy a casa.
Apuró el vaso y se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir se dio la vuelta y le preguntó a Jenny:
—Ya sé que no es asunto mío, pero ¿ha venido en coche?
—No, ¿por qué?
—Porque no creo que sea una buena idea volver a casa caminando, por eso.
Me lanzó una última mirada para cerciorarse de que yo había captado el mensaje y se marchó. Jenny sonreía con incredulidad.
—¿Cree que es para tanto?
—Espero que no, pero supongo que tiene razón.
—No me lo puedo creer. ¡Hace dos días, éste era el sitio más tranquilo de la tierra! —dijo ella sacudiendo la cabeza con incredulidad.
Dos días atrás Sally Palmer ya estaba muerta, y la mala bestia que la había matado seguramente tenía ya las miras puestas en Lyn Metcalf, pero eso no se lo dije.
—¿Hay alguien que pueda acompañarla? —pregunté.
—No, pero no pasa nada. Sé cuidar de mí misma.
No es que lo dudara. Pero por debajo de su tono desafiante, detecté cierto nerviosismo.
—Yo la acompaño —dije.
Cuando llegué a casa me senté frente a la mesa del jardín trasero. Era una noche cálida, sin un soplo de viento. Recosté la cabeza y miré las estrellas. La luna, casi llena, parecía un disco asimétrico recubierto por un halo blanco. Intenté fijarme en sus contornos, pero poco a poco fui bajando la mirada hasta fijarla en el oscuro bosque del otro lado de los campos. Solía parecerme una vista agradable, incluso de noche, pero en ese momento, al mirar la impenetrable masa de árboles, noté una sensación de malestar en mi interior.
Entré en casa, me serví un vasito de whisky y volví afuera. Era pasada medianoche y sabía que debía levantarme temprano, pero cualquier motivo era válido para no ir a la cama. Además, por una vez tenía demasiadas cosas en que pensar como para sentirme cansado. Había acompañado a Jenny a la pequeña casa que tenía alquilada junto con otra mujer joven. Al final no habíamos cogido el coche. Hacía una noche clara, la temperatura era buena y ella vivía a unos pocos cientos de metros. Mientras caminábamos me había estado hablando de su trabajo y de los niños de la escuela. Hizo una única alusión a su vida pasada, al mencionar que había trabajado en una escuela en Norwich, pero era un comentario de pasada y quedó soterrado bajo un aluvión de palabras. Fingí no darme cuenta. Fuera lo que fuese lo que ocultaba no era de mi incumbencia.
Mientras subíamos por la estrecha calle que conducía a su casa, se oyó el cercano aullido de un zorro y Jenny se agarró de mi brazo.
—Perdona —dijo, soltándolo al momento como si quemara y dejando escapar una risa tímida—. Ya tendría que haberme acostumbrado a vivir aquí.
Después de eso la situación se había vuelto tensa. Cuando llegamos a la casa, ella se detuvo en la verja.
—Bueno, gracias.
—No hay de qué.
Sonrió una última vez y entró en casa. Esperé a oír el ruido de la cerradura antes de marcharme. Durante todo el camino de vuelta por el pueblo a oscuras no dejé de sentir el tacto de su mano en mi brazo desnudo.
De hecho, seguía sintiéndolo.
Di un sorbo al vaso y puse una mueca al pensar en lo nervioso que me había puesto por el simple hecho de que una mujer joven me hubiera tocado accidentalmente. Con razón después se había quedado callada.
Me terminé el whisky y fui adentro. Había algo que me revolvía el subconsciente, como si hubiera alguna cosa que debiera hacer. Tuve que pensar un rato antes de caer en ello. Scott Brenner. No estaba seguro de que su hermano le permitiera explicar a la policía lo del alambre. Tal vez no fuera nada, pero Mackenzie debía saberlo. Busqué su tarjeta y marqué el número del móvil. Era casi la una en punto, pero podía dejarle un mensaje de voz para que lo oyera por la mañana.
No obstante, lo cogió enseguida.
—¿Diga?
—Soy David Hunter —dije; me había pillado con la guardia baja—. Disculpe, sé que es tarde. Sólo quería asegurarme de que Scott Brenner se ha puesto en contacto con usted.
Hubo una pausa durante la que pude percibir su irritación y su cansancio.
—¿Scott qué?
Le expliqué lo sucedido. Cuando volvió a hablar, el cansancio había desaparecido.
—¿Dónde ha sido eso?
—Cerca de un viejo molino que hay kilómetro y medio al sur del pueblo. ¿Cree que puede tener relación?
Se oyó un sonido que tardé un momento en identificar: el roce de los bigotes al frotarse la cara.
—En fin, qué demonios. De todos modos teníamos que hacerlo público mañana —dijo—. Dos de mis agentes han sufrido heridas esta noche. Uno se ha quedado atrapado en un cepo de alambre y el otro ha metido el pie en un agujero en el que alguien había colocado una estaca afilada. —Su voz no podía disimular el enfado—. Creo que el tipo que se ha llevado a Lyn Metcalf esperaba que fuéramos a buscarlo.
Esa noche me desperté sin transiciones traumáticas. Me encontré despierto sin más, con los ojos abiertos mirando el rayo de luz de luna que penetraba por la ventana. Por una vez no me había movido de la cama, mis vagabundeos nocturnos habían quedado restringidos al sueño. Sin embargo, el recuerdo seguía conmigo, tan vívido como si no hubiera despertado.
El escenario era siempre el mismo. Una casa que nunca había visto en vigilia, una casa que sabía que no existía pero que, aun así, sentía como propia. Kara y Alice estaban en ella, radiantes, reales. Hablábamos de cómo me había ido la jornada, de nada en especial, como cuando estaban vivas.
Entonces me despertaba y debía enfrentarme a la cruda verdad de su muerte.
Recordé otra vez las palabras de Linda Yates: «Si soñamos, es por algo». Me pregunté cómo habría interpretado ella mi sueño. Podía imaginarme lo que habría dicho un psiquiatra como Henry, pero mis sueños rehuían cualquier intento de racionalizarlos. Había en ellos una lógica y una realidad que tenía bien poco de ensoñación. Y, si bien apenas lo reconocía ante mí mismo, una parte de mí se negaba a aceptar que no fueran nada más que eso.
Sin embargo, si abrazaba esa idea, daría el primer paso por un camino que me asustaba tomar. Porque sólo había una forma de poder estar de nuevo con mi familia, y sabía que optar por ella no habría sido un acto de amor, sino de desesperación.
Lo que me asustaba todavía más era que a veces me daba lo mismo.