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La música seguía fluyendo por la sala en penumbra, sus notas desafinadas danzaban entre algunos objetos que colgaban del techo bajo. Las gotas de líquido oscuro se movían casi en contrapunto, alargándose y ganando impulso hasta que eran vencidas por la gravedad. Durante la caída, formaban una esfera perfecta cuya breve simetría no tardaba en estrellarse contra el suelo.
Lyn miraba absorta cómo la sangre corría por su brazo, llegaba hasta los dedos y allí goteaba formando un pequeño charco, aunque cada vez más extenso, cuyos extremos empezaban a espesarse y hasta a coagularse. El dolor del corte se mezclaba con el del resto, hasta hacerse indistinguibles los unos de los otros. La sangre que manaba de ellos embadurnaba su piel convirtiéndola en una pintura de abstracta crueldad.
Al oír que la música cesaba, intentó ponerse en pie tambaleándose, insegura, dando gracias por el silencio. Buscó apoyo en la áspera pared de piedra y entonces sintió una vez más el escozor provocado por la cuerda atada al tobillo. Tenía las yemas de los dedos quemadas de tantas horas intentando inútilmente desatarse mientras yacía en la oscuridad, pero el nudo seguía tan tenso como antes.
Al principio se había sentido aturdida y traicionada, pero había acabado por resignarse. No había lugar para la piedad en aquel oscuro agujero, de eso estaba segura. Ni el más leve asomo de misericordia. Pese a todo, debía intentarlo. Protegiéndose los ojos de la deslumbrante luz que la enfocaba, intentó mirar entre las sombras en dirección al lugar desde donde su captor la observaba sentado.
—Por favor… —Su voz era un gemido reseco apenas reconocible—. Por favor, ¿por qué me haces esto?
A su pregunta siguió un silencio, interrumpido tan sólo por el sonido de la respiración de su carcelero. El aire olía a tabaco quemado. Se oyó un leve crujido, provocado por un movimiento que Lyn no alcanzó a ver.
La música volvió a sonar.