29
Era difícil precisar la procedencia exacta del zumbido de las moscas, pero estaba seguro de que provenía de la casa. Las oscuras ventanas parecían escrutarme inexpresivas. Fui hacia la que tenía más cerca y miré dentro. Pude distinguir la cocina, pero poco más. Probé con la siguiente: un salón, la pantalla de un televisor apagado frente a dos viejos sillones.
Volví a la puerta, alcé la mano para llamar otra vez, pero la bajé antes de hacerlo. Si alguien hubiera podido abrirme, ya lo habría hecho. Me quedé de pie en el zaguán, sin saber qué hacer.
Sin embargo, sabía lo que había oído y era consciente de que no podía irme sin más. Posé la mano en el picaporte. Si estaba cerrado, la decisión ya no estaría en mis manos. Lo giré.
La puerta se abrió.
Vacilé. Sabía que ni siquiera tenía que haberme pasado por la cabeza hacer una cosa así. Entonces sentí el olor que procedía del interior de la casa. Fétido y dulzón, un olor que me resultaba extremadamente familiar.
Abrí del todo la puerta y me encontré con un vestíbulo oscuro. El olor era inconfundible. Con la boca seca, saqué el teléfono con la intención de llamar a la policía. Aquello no era perseguir fantasmas: allí había algo —alguien— muerto. Ya había empezado a marcar cuando me di cuenta de que no había cobertura. La casa de los Mason estaba en una zona muerta. Solté una imprecación y me pregunté cuánto tiempo debía de llevar ilocalizable en caso de que Mackenzie hubiera intentado ponerse en contacto conmigo.
Razón de más para entrar. De todos modos, aunque no hubiera necesitado un teléfono fijo, no tenía elección. No me apetecía lo más mínimo entrar en la casa, pero ya no podía echarme atrás.
El olor se hacía más intenso. Yo seguía inmóvil en el vestíbulo, intentando hacerme una idea de la casa. A primera vista, todo parecía en su sitio, pero por todas partes se veía una fina capa de polvo.
—¿Hola? —grité.
Nada. A mi derecha había una puerta. La abrí y me encontré con la cocina que había visto a través de la ventana. Platos sucios acumulados en la pila, comida solidificada y podrida. Unas cuantas moscas de tamaño considerable salieron volando, pero no eran suficientes para producir el rumor que había oído antes.
El salón estaba igual de descuidado. Las mismas butacas que había visto por la ventana encaradas hacia el televisor. Ningún teléfono a la vista. Salí del salón y me encaminé a las escaleras. Los peldaños estaban cubiertos con una moqueta vieja y raída, y el piso de arriba estaba envuelto en penumbra. Me quedé quieto al pie de la escalera con la mano apoyada en la barandilla.
No quería subir, pero había llegado demasiado lejos para irme. Vi un interruptor. Lo encendí y me llevé un susto al ver que la bombilla parpadeaba y finalmente se apagaba. Empecé a subir despacio. A cada paso, el olor se hacía más penetrante. Noté también otro olor, empalagoso, alquitranado, que se me quedó clavado en el subconsciente. No tenía tiempo para pensar qué podía ser. Las escaleras desembocaban en un distribuidor. A través de la oscuridad alcancé a distinguir un cuarto de baño sucio y vacío y otras dos puertas. Me acerqué a la primera y la abrí. En el interior había una pequeña cama deshecha; el suelo era de tablones de madera sin pintar. Salí y me dirigí a la segunda puerta. Allí el olor se sentía con más fuerza. Puse la mano en el picaporte y lo giré; la puerta no se abrió y, por un momento, pensé que estaba cerrada con llave. Probé imprimiendo más fuerza, vencí la resistencia y la abrí.
Una nube de moscas salió volando hacia mi cara. Intenté espantarlas, ahogándome casi bajo el hedor que desprendía el cuarto. Creía estar acostumbrado a esa clase de olores, pero aquello era insoportable. Las moscas se calmaron y volvieron a posarse sobre una figura tendida en una cama. Me tapé la boca con una mano y, respirando lo menos posible, decidí acercarme.
Lo primero que sentí fue alivio. El cuerpo estaba en estado de descomposición avanzado y, aunque a primera vista resultaba imposible determinar su sexo, fuera quien fuese llevaba muerto hacía bastante tiempo. En cualquier caso, bastante más de dos días. «Gracias a Dios», pensé.
Las moscas que cubrían el cuerpo se movieron irritadas cuando intenté acercarme más. Empezaba a estar demasiado oscuro para que se mantuvieran activas. De haber llegado a la casa un poco más tarde o de no haberlas asustado el rayo, tal vez nunca hubiera oído el zumbido delator. Me fijé en que la ventana no estaba del todo cerrada. La rendija era demasiado pequeña para renovar el aire de la habitación, pero lo bastante grande para que las moscas se sintieran atraídas por el olor a putrefacción y pudieran poner sus huevos.
El cuerpo estaba apoyado sobre unas almohadas y los brazos descansaban sobre las sábanas. Junto a la cama había una vieja mesita de noche de madera con un vaso vacío y un despertador parado. Al lado, un reloj de pulsera masculino y un frasco con pastillas. Estaba demasiado oscuro para leer la marca, pero de repente cayó otro rayo, iluminando los detalles de la estancia como una instantánea silenciosa: papel de pared con flores deslucidas, una fotografía enmarcada sobre el cabezal de la cama. Llegué incluso a ver la etiqueta del frasco. Analgésicos Coproxamol, los de George Mason.
Tal vez el viejo jardinero tuviera problemas de espalda, pero sin duda no era ése el motivo por el que no se lo había visto por el pueblo últimamente. Recordé las palabras de Tom Mason cuando en el cementerio le había preguntado dónde estaba su abuelo: «En la cama todavía». Me pregunté cuánto tiempo debía de llevar muerto el viejo George. Y lo que pudiera significar el hecho de que nadie en Manham hubiera notado su ausencia.
Decidí salir, con cuidado de no tocar nada. La estampa apuntaba más a una tragedia familiar que al escenario de un crimen, pero no quería complicar las cosas todavía más. Alguien tendría que determinar la causa de la muerte y averiguar por qué el nieto no la había notificado. Alguien en sus cabales no hubiera hecho una cosa como ésa, pero a veces el duelo es difícil de comprender. No sería el primero que se hubiera negado a aceptar la muerte de un ser querido.
Al volver al distribuidor sentí otra vez aquel olor empalagoso. Con la puerta abierta entraba un poco más de luz, lo que me permitió ver una serie de grandes manchas en el marco. En el umbral podían verse todavía unos periódicos doblados y con idénticas manchas. Por eso me había costado abrir la puerta. Al tocar con los dedos aquella sustancia negruzca noté que era pegajosa.
Betún.
De pronto supe qué era lo que mi subconsciente llevaba todo el día intentando decirme. Debajo del aroma de las flores y la hierba recién cortada del cementerio, había percibido otro olor más tenue. En ese momento tenía demasiadas cosas en la cabeza para prestarle atención, pero ahora sabía lo que era. Betún, que se habría pegado a la ropa de Mason o a sus herramientas tras sellar el dormitorio del abuelo.
La misma sustancia que había encontrado en la muesca de las vértebras de Sally Palmer.
Intenté tranquilizarme y pensar con calma. Me parecía inconcebible que Tom Mason fuera el asesino. Demasiado ingenuo, demasiado bonachón como para tramar tales atrocidades, no digamos ya para cometerlas.
Sin embargo, sabíamos que el asesino se había estado escondiendo a la vista de todos. Y eso mismo era lo que había hecho Mason, que en ningún momento había dejado de cuidar con esmero el cementerio y el prado del pueblo, camuflándose con tanta eficacia que a nadie le había llamado la atención. Siempre a la sombra del abuelo, un tipo dócil, de los que pasan por la vida sin pena ni gloria.
Hasta ese momento.
Me dije a mí mismo que anticipaba conclusiones. Pocos minutos antes estaba convencido de que Carl Brenner era el asesino. Claro que Mason también encajaba con el perfil y Brenner no guardaba el cadáver en descomposición de su abuelo en casa. Ni había intentado disfrazar el olor con la misma sustancia encontrada en el cuello de una mujer asesinada.
Las manos me temblaban cuando saqué el teléfono para llamar a Mackenzie, olvidándome de que no tenía cobertura. Me precipité escaleras abajo soltando improperios, y al llegar abajo pensé que, si bien el inspector debía conocer mi hallazgo, tampoco yo podía marcharme sin asegurarme de que Jenny no estaba ahí. Recorrí la casa a oscuras, abriendo todas y cada una de las puertas. En ninguna de las habitaciones había signo alguno de vida, ni tampoco un teléfono desde el que pudiera llamar.
Salí corriendo hacia el Land Rover, intentando llamar con el móvil por si por algún azar atmosférico lograba obtener señal. Mientras ponía en marcha el coche estalló un trueno. Ya había anochecido y las gotas de lluvia empezaban a caer sobre el parabrisas. El patio no me permitía maniobrar, así que salí dando marcha atrás. Al hacerlo, los faros del coche iluminaron los árboles que tenía enfrente y, en un momento dado, algo reflectó la luz.
Por suerte el coche era automático, si no, se me habría calado al pisar el freno con tanta fuerza. Observé la parte de bosque de donde había surgido el reflejo, pero fuera lo que fuese lo que lo había provocado permanecía oculto. Con la boca seca, deshice el camino y, cuando los faros iluminaron otra vez los árboles, vi de nuevo el reflejo.
Era un rectángulo luminoso de color amarillo: una matrícula de coche.
Por lo visto, el camino no terminaba en el patio, sino que continuaba en el interior del bosque. Aunque estaba invadido de vegetación, todavía resultaba practicable. El vehículo aparcado en el bosque quedaba demasiado lejos para ser visible. De no ser por el reflejo, nunca habría descubierto su existencia.
Necesitaba hablar con Mackenzie, pero el bosque me llamaba. Aquellos terrenos eran propiedad privada y distaban varios kilómetros de los lugares donde habían sido encontrados los cuerpos, por lo que seguramente no habían sido inspeccionados. Tenía que haber una razón para que ese vehículo estuviera ahí. Me debatía entre dos alternativas incompatibles. Finalmente, pisé el acelerador y seguí el camino.
Casi al instante tuve que aminorar, porque las ramas estrechaban el paso. Apagué los faros para no pregonar mi llegada, pero sin luces era imposible ver nada. Cuando volví a encenderlas, el camino pareció desaparecer bajo su brillo. Había empezado a llover bastante. Puse en marcha los limpiaparabrisas y pegué los ojos al cristal mientras el coche avanzaba por la superficie desigual. Los faros volvieron a iluminar la matrícula, que brilló como un farolillo en las tinieblas. Por fin pude ver el vehículo. No era un automóvil, sino una furgoneta.
Estaba aparcada junto a un edificio bajo oculto entre los troncos de los árboles.
Paré el coche. Cuando apagué los faros todo desapareció. Busqué la linterna en la guantera, rezando por que las pilas funcionaran aún. La encendí y proyectó un haz de luz amarilla. Abrí la puerta del automóvil con el pulso retumbándome en los oídos y barrí los alrededores con la linterna. Nadie a la vista, tan sólo árboles. A través de ellos podía adivinar la sólida negrura del lago. Estaba empapado y no oía más que la lluvia. Abrí el maletero y saqué la llave inglesa de la caja de herramientas. Al sopesarla me sentí algo más seguro y, con ella en la mano, me dirigí al edificio.
La furgoneta aparcada delante era vieja y estaba oxidada. Las puertas posteriores estaban cerradas con un pedazo de cordel. Cuando lo desaté se abrieron chirriando. Dentro había toda clase de útiles de jardinería: palas, bieldos, incluso una carretilla. Vi que había también un carrete de alambre y pensé que Carl Brenner le había dicho la verdad a su hermano. El cepo que había pisado Scott no era de los suyos.
Ni tampoco ninguno de los otros.
Cuando iba a darme la vuelta, la linterna iluminó algo más. Junto a una montaña de herramientas había una navaja. Estaba abierta y podía verse que el filo era dentado como el de una sierra en miniatura. Tenía unas manchas negras.
Supe que tenía ante mí el arma que había matado al perro de Sally Palmer.
Me sobresalté al ver el reflejo de un rayo. El trueno estalló casi de inmediato e hizo temblar el aire con su bramido. Comprobé el teléfono una vez más, aunque no esperaba encontrar señal. En efecto, no la había. Dejé atrás la furgoneta, caminé hacia el edificio y de pronto noté que la cadera se me había enganchado con algo. Bajé la vista y vi una alambrada oxidada que atravesaba la maleza. De ella colgaban una serie de objetos oscuros. Al principio no supe qué eran, pero al enfocarlos con la linterna distinguí un brillo óseo. Los animales pendían de la alambrada a la espera de que se pudrieran.
Los había por docenas.
La lluvia tamborileaba en las hojas de los árboles. Me dispuse a reseguir la alambrada. A los pocos metros, terminaba de forma brusca y sobre la hierba aún se veían restos de alambre retorcidos. Atravesé el cercado y rodeé el edificio. Era un bloque de poca altura, sin rasgos especiales y sin puertas ni ventanas. En algunas partes el hormigón de las paredes se había desconchado y dejaba a la vista el armazón de hierro. Cuando llegué al lado opuesto y vi la puerta hundida y el estrecho ventanuco, comprendí lo que era. Un viejo búnker antiaéreo. Sabía que algunas casas de campo disponían de ellos; la mayor parte habían sido construidos a comienzos de la Segunda Guerra Mundial y nunca se habían utilizado.
Sin embargo, alguien le había encontrado una utilidad a ése.
Me acerqué a la puerta con sigilo. Era de acero pero el óxido la había vuelto de un color rojizo. Supuse que estaría cerrada, pero al empujarla se abrió sola.
Sentí una bocanada de aire mohosa. Entré, el corazón casi se me salía del pecho. Con la linterna iluminé una pequeña habitación, vacía a excepción de unas cuantas hojas secas esparcidas por el suelo. Enfoqué las paredes desnudas hasta que di con una segunda puerta, escondida, casi invisible, en una esquina.
Oí un ruido detrás de mí que me hizo darme la vuelta de golpe, justo a tiempo para ver cerrarse la puerta de entrada. Intenté detenerla pero no llegué a tiempo. El portazo resonó con fuerza. Cuando el eco dejó de oírse, supe que quienquiera que estuviera ahí tenía que haber advertido mi presencia.
No quedaba más opción que seguir. Fui hacia la segunda puerta sin preocuparme por no hacer ruido. Al abrirla me encontré con un estrecho tramo de escaleras que llevaban a la parte inferior. En el techo, una bombilla de poca potencia irradiaba una luz mortecina.
Apagué la linterna y empecé a bajar.
El aire estaba cargado y hedía. Reconocí en él la pestilencia de la muerte, pero intenté no pensar en lo que eso podía significar. La escalera giraba sobre sí misma y desembocaba en un sótano alargado y de techo bajo. Parecía mucho mayor que la estructura de hormigón de la superficie, como si el refugio se hubiera construido sobre unos cimientos ya existentes. La oscuridad no permitía ver la pared del fondo. Había un banco de trabajo sobre el que colgaba una bombilla cuya luz revelaba toda suerte de formas y sombras.
Lo que vi ante mí me dejó petrificado.
El techo estaba cubierto de cadáveres de animales y aves: zorros, conejos, patos, todos ellos colgando como trofeos macabros. Muchos se habían podrido hasta convertirse en momias de piel y hueso, otros presentaban un estadio de descomposición más reciente, pero todos estaban mutilados y les faltaba la cabeza o las extremidades. Oscilaban con una lentitud hipnótica mecidos por alguna corriente de aire.
Me esforcé por apartar la vista y examiné el resto de la bodega. Vi más cosas que me llamaron la atención. Sobre el banco de trabajo había un flexo encarado hacia una esquina en la que no había nada. En el suelo, iluminada por su fuerte luz, había una cuerda, uno de cuyos extremos estaba anudado a una argolla metálica. Sobre el banco había un sinfín de viejas herramientas que, en un escenario como ése, adquirían un nuevo y espantoso significado. A continuación vi un objeto que se me antojó mucho más siniestro y fuera de lugar.
Doblado encima de una silla, había un traje de novia decorado con unos encajes con forma de flor de lis. Estaba manchado de sangre.
Al verlo, salí de mi asombro.
—¡Jenny! —grité.
Percibí un movimiento entre las sombras de la parte del fondo. Poco a poco emergió una figura; cuando la luz la enfocó, reconocí en ella al nieto de George Mason.
Tenía la misma expresión inofensiva que de costumbre, sólo que en ese momento no parecía inofensivo. Me di cuenta de que era bastante corpulento, y más alto y ancho de espaldas que yo. Vestía unos vaqueros y una cazadora militar manchados de sangre.
No me miraba a la cara, sino que movía la vista entre mi pecho y mis hombros. Tenía las manos vacías, pero pude ver que de debajo de la chaqueta asomaba la funda de un cuchillo.
—¿Dónde está? —pregunté con la voz quebrada al tiempo que levantaba la llave inglesa.
—No debería haber bajado, doctor Hunter —dijo en tono apologético.
Lentamente, acercó la mano a la funda del cuchillo. Su sorpresa no fue menor que la mía al encontrarse con que estaba vacía.
—¿Qué le has hecho? —dije dando un paso al frente.
Se puso a buscar por el suelo, como si esperara encontrar el arma.
—¿A quién?
Giré el flexo y lo enfoqué hacia él, que se protegió los ojos con una mano. Cuando la luz iluminó la parte del fondo, distinguí una figura desnuda medio escondida tras un tabique.
Me quedé sin aliento.
—No haga eso —dijo Mason mirándome con los ojos entrecerrados.
Corrí hacia él con la llave en alto dispuesto a golpear su dócil rostro con todas mis fuerzas, pero al hacerlo el brazo se me enganchó con los animales que colgaban del techo. Quedé envuelto en una avalancha mefítica de pieles y plumas que no me dejaban respirar. Las aparté justo a tiempo para ver a Mason arremetiendo contra mí. Procuré esquivarlo, pero consiguió poner las manos sobre la llave. En la otra mano todavía tenía la linterna, y descargué un golpe sobre su cabeza. Mason soltó un grito y comenzó a lanzar puñetazos, uno de ellos me hizo tambalear y la llave y la linterna fueron al suelo con gran estrépito. Terminé cayendo sobre el banco de trabajo y entonces sentí una terrible punzada: me había clavado una de las herramientas en la espalda.
Mason me dio un codazo en el estómago que me hizo perder la respiración. Me doblé hacia delante, con la herramienta aún clavada en la espalda. Lo miré a la cara y vi que sus plácidos ojos azules se mantenían imperturbables mientras apoyaba el antebrazo sobre mi garganta para estrangularme. Conseguí liberar una mano e intenté resistir la presión. Con un breve movimiento, cargó todo su peso en el brazo y con la otra mano intentó coger algo del banco. Oí el roce de un instrumento metálico: trataba de arrancar un formón de un bloque de madera. Intenté inmovilizarle el brazo, pero al hacerlo dejé desprotegida la garganta. La presión iba en aumento y él me miraba fijamente sin dejar de buscar el formón con la otra mano. Empecé a ver unas chispas de luz. Entonces él giró la vista hacia el formón y en ese instante vi que algo se movía a su espalda.
Era Jenny. Avanzó con una lentitud agónica hacia lo que parecía una montaña de plumas y se puso a buscar algo debajo. Yo dejé de mirarla y clavé los ojos en el imperturbable rostro de Mason. Intenté darle un rodillazo en la entrepierna pero estábamos demasiado cerca el uno del otro; sin embargo, logré clavarle un puntapié en la espinilla. Soltó un gruñido y sentí que la presión en mi garganta disminuía ligeramente. A nuestro lado, el bloque donde estaban los formones cayó haciendo un ruido sordo. Los dedos de Mason se abrían y se cerraban como las patas de una araña descomunal, acercándose cada vez más a una de las herramientas a pesar de que yo intentaba tirar de su brazo hacia mí. Un movimiento me distrajo. Con el rabillo del ojo vi a Jenny que intentaba levantarse. Estaba de rodillas apoyada contra la pared e intentaba recoger algo que había frente a ella.
Finalmente Mason logró hacerse con uno de los formones, y yo, en vez de tirar de su brazo hacia mí, empecé a hacer fuerza por apartarlo. El pánico se iba adueñando de mí a medida que comprobaba lo fuerte que era. Tenía el formón cada vez más cerca y el brazo empezaba a temblarme. El sudor resbalaba por su cara y caía sobre la mía, pero aparte de eso sus anodinas facciones no traslucían ningún otro signo de fatiga. Mantenía la misma expresión impávida y concentrada que cuando se ocupaba de las plantas.
De repente, dio un tirón con el brazo en dirección contraria y se liberó. Al ver que el formón se levantaba sobre mi cabeza, intenté agarrarlo, aun sabiendo que no podría detenerlo. En ese momento dejó escapar un grito y arqueó la espalda. El brazo que me apresaba la garganta había desaparecido. Al levantar la vista vi a Jenny, que, desnuda y bañada en sangre, se esforzaba por mantener el equilibrio detrás de Mason. En la mano tenía un cuchillo de grandes dimensiones, pero mientras la miraba se le escurrió entre los dedos. Cuando tocó el suelo, Mason rugió y le propinó un revés.
Jenny se desplomó y yo me arrojé sobre él. Rodamos por el suelo y Mason volvió a gritar. Me apartó de un empellón y empezó a arrastrarse. En la espalda tenía una mancha de sangre que se hacía cada vez mayor. Intentaba recuperar el cuchillo. Me lancé hacia él, y al hacerlo golpeé un objeto duro con el pie. Bajé la vista y vi que era la llave inglesa. Al mismo tiempo que Mason recogía el cuchillo, yo levanté la llave y descargué un golpe sobre la herida de puñal que tenía en la espalda. Soltó un alarido, y cuando volvió la cara hacia mí le di un segundo golpe en la cabeza.
El impacto fue tal que hasta me hice daño en la mano. Mason cayó al suelo sin hacer ruido. Levanté la llave para golpearlo nuevamente, pero no hubo necesidad. Jadeando, esperé para asegurarme de que no volvía a moverse y luego fui hacia Jenny. Seguía tendida en el mismo lugar donde se había desplomado. Le di la vuelta con cuidado y el corazón me dio un vuelco cuando vi toda aquella sangre. Tenía cortes por todo el cuerpo, algunos superficiales, otros más profundos. El de la mejilla llegaba casi hasta el hueso, y al ver lo que Mason le había hecho en el pie, quise soltarle otro mazazo. Al detectar que todavía tenía pulso, a punto estuve de exhalar un gemido de alivio. Era débil e irregular, pero estaba viva.
—Jenny, Jenny, soy yo, soy David.
—David… —dijo abriendo los ojos dificultosamente.
Su voz era poco más que un susurro, y mi alivio quedó congelado cuando olí el regusto dulzón de su aliento. «Cetoacidosis». Su cuerpo había empezado a descomponer grasas, elevando hasta cotas tóxicas la concentración sanguínea de cetona. Necesitaba insulina y la necesitaba enseguida.
Pero yo no tenía.
—No hables —dije como un imbécil al ver que se le cerraban los ojos.
Las fuerzas que había reunido para apuñalar a Mason se le habían extinguido. Incluso el pulso parecía perder intensidad. «Dios mío, ahora no, no me hagas esto ahora».
Sin hacer caso del dolor que me atenazaba la espalda y la garganta, la alcé en brazos. Me sorprendió su ligereza. Pesaba menos que una pluma. Mason seguía sin moverse, pero cuando llegué a la escalera pude oír su resuello quejumbroso. Una vez arriba, abrí la puerta de una patada y salí al bosque. Diluviaba, pero después de las aberraciones de aquel sótano me pareció una bendición. Senté a Jenny en el asiento del copiloto del Land Rover. La cabeza le colgaba sobre el pecho y tuve que ajustarle el cinturón de seguridad para que no se precipitara hacia delante. Abrí el maletero para coger la manta que llevaba como parte del botiquín de emergencias y se la eché por encima. Puse el motor en marcha y di la vuelta al coche, maniobra durante la que rayé el lateral de la furgoneta de Mason y partí algunas ramas. Ya enderezado, tomé por el camino a toda velocidad.
Conduje lo más rápido que pude. Jenny llevaba dos días sin inyectarse insulina y padeciendo sólo Dios sabe qué atrocidades. Además había perdido mucha sangre. Necesitaba tratamiento urgente, pero el hospital más cercano quedaba a varios kilómetros, demasiado lejos para arriesgarme a llevarla en esas condiciones. Torturándome con la idea de que en la consulta había llegado a tener la insulina en mis manos, consideré las alternativas. No eran muchas. Era posible que Jenny estuviera a punto de entrar en coma. Si no se estabilizaba pronto, moriría.
En ese momento me acordé de la ambulancia medicalizada que Mackenzie había dispuesto para el asalto al antiguo molino. Con un poco de suerte, seguirían allí. Busqué el teléfono, preparado para llamarlos pidiendo ayuda en cuanto diera señal. No estaba en el bolsillo. Lo busqué frenéticamente por el resto de los bolsillos, pero allí tampoco estaba. Intenté contener el pánico y pensé que tal vez se me hubiera caído al suelo durante el forcejeo en el refugio. La situación me superaba. «¿Doy media vuelta o sigo? ¡Vamos, decídete!». Al fin pisé bruscamente el acelerador. Si volvía a buscarlo, perdería un tiempo precioso.
Tiempo que Jenny no podía permitirse.
Llegué al final del camino y torcí hacia la carretera. En la consulta había insulina. Allí por lo menos podría empezar a tratarla mientras esperábamos a la ambulancia. Seguí acelerando, observando la noche a través del cristal mientras los limpiaparabrisas se esforzaban por apartar la cortina de agua que caía. Llovía con tal fuerza que, incluso con las luces largas, no podía ver más que unos pocos metros de carretera. Lancé una mirada a Jenny, y lo que vi me bastó para aferrar el volante con fuerza y acelerar todavía más.
Parecía que no habíamos de llegar nunca a Manham. De pronto, el pueblo surgió bajo la lluvia como salido de la nada. La carretera estaba desierta a causa de la tormenta y la prensa que antes abarrotaba las calles había desaparecido. Contemplé la posibilidad de detenerme en el furgón de policía, que seguía aparcado junto al prado, pero enseguida lo descarté. No había tiempo para explicaciones, la prioridad en esos momentos era conseguir insulina para Jenny.
Al embocar la entrada de la casa vi que todo estaba a oscuras. Todavía tuve el aplomo suficiente para aparcar en un lateral, dejando espacio para que la ambulancia pudiera llegar hasta la puerta. Salí y fui corriendo a la puerta del acompañante. Aunque respiraba de forma rápida y superficial, Jenny alcanzó a moverse cuando la levanté y notó la lluvia en la cara.
—¿David…? —susurró.
—No pasa nada, ya estamos en la consulta. Aguanta un poco más.
Pero no parecía oírme. Empezó a resistirse débilmente, con la mirada perdida y llena de temor.
—¡No! ¡No!
—Soy yo, Jenny, ya ha pasado.
—¡No dejes que me coja!
—No le dejaré, te lo prometo.
Estaba a punto de perder el sentido otra vez. Golpeé la puerta, incapaz de llevarla en brazos y abrir al mismo tiempo. Transcurrió una eternidad hasta que al fin se encendió la luz del vestíbulo. En cuanto Henry abrió la puerta, me precipité al interior.
—¡Llama a una ambulancia!
—David, pero ¿qué…? —empezó a decir al tiempo que apartaba la silla de ruedas con una expresión de asombro estampada en el rostro.
—Está entrando en coma diabético —contesté mientras entraba en el vestíbulo—, ¡necesitamos una ambulancia ahora mismo! Diles que tal vez haya una con la policía.
Abrí la puerta del despacho de Henry de una patada mientras él hacía la llamada desde el vestíbulo. Cuando la tendí sobre el sofá, Jenny ni se inmutó. Bajo la máscara de sangre, su rostro estaba pálido. El pulso del cuello era cada vez más débil. «Aguanta, por favor, aguanta». La situación era desesperada; los riñones y el hígado tal vez ya hubieran sufrido daños y, si no actuaba enseguida, el corazón podía fallarle en cualquier momento. Aparte de la insulina, también necesitaba suero y fluido intravenoso para expulsar las toxinas que la estaban envenenando, pero en la consulta no disponía del instrumental necesario. Lo único que podía hacer era esperar que la insulina la mantuviera con vida el tiempo suficiente para que la ambulancia la trasladara al hospital.
Abrí el frigorífico, pero con tantos nervios no podía encontrar nada.
—Ya lo hago yo, tú busca la jeringa —ordenó.
Los marcos con las fotografías que había en lo alto del armario metálico de los medicamentos temblaron al abrir las puertas y empecé a hurgar los estantes en busca de las jeringas.
—¿Qué pasa con la ambulancia?
—Ya viene de camino. Aparta, no estás en condiciones. Déjame a mí —dijo Henry en tono perentorio a la vez que me alargaba la mano para que le diera la jeringa. No discutí—. ¿Se puede saber qué demonios pasa? —preguntó atravesando el precinto con la aguja.
—Era Tom Mason. La tenía encerrada en un antiguo refugio antiaéreo cerca de su casa. —El corazón me dio un vuelco al ver que Jenny seguía inmóvil—. Fue él quien mató a Sally Palmer y a Lyn Metcalf.
—¿El nieto de George Mason? —repuso Henry con incredulidad—. ¿Bromeas?
—A mí también ha intentado matarme.
—¡Por Dios bendito! ¿Y dónde está ahora?
—Jenny lo ha apuñalado.
—¿Quieres decir que está muerto?
—Tal vez. No lo sé.
En ese momento tampoco me importaba. Consumido por la impaciencia, vi que Henry miraba detenidamente la jeringa y fruncía el ceño.
—¡Maldita sea! La aguja está taponada, no se llena. Coge otra, rápido.
Regresé al armario de los medicamentos intentando reprimir las ganas de gritar. Las puertas se habían cerrado y volví a abrirlas con tanta violencia que uno de los retratos se precipitó al suelo. No le di importancia, pero mientras buscaba las jeringas me pareció advertir algo extraño.
Miré otra vez, pero no el retrato que había caído, sino el que había junto a éste. Era una fotografía de Henry con su esposa el día de la boda. La había visto infinidad de veces y me había conmovido pensando en ese instante de felicidad inmortalizado. Sin embargo, lo que me llamaba la atención esta vez era otra cosa.
La esposa de Henry llevaba un vestido exactamente igual al que había visto en el sótano de Mason.
Me dije que no eran más que imaginaciones mías, pero el diseño, con la ornamentación de encajes en forma de flor de lis en la parte delantera del vestido de novia, no dejaba lugar a dudas. Eran idénticos. No, idénticos no, pensé. Era el mismo vestido.
—Henry… —empecé a decir, pero de repente sentí un dolor en la pierna que me dejó sin voz.
Bajé la mirada y vi que Henry se alejaba de mí sobre la silla de ruedas con una jeringa vacía en la mano.
—Lo siento, David, lo siento de veras —dijo mirándome con una mezcla de pesar y resignación.
—Pero qué… —empecé a protestar, pero las palabras no acudían a mi boca.
A mi alrededor todo comenzaba a desvanecerse, los contornos de la habitación empezaron a desdibujarse. Me desplomé en el suelo, de pronto sentía una gran ligereza. Estaba perdiendo la noción de la realidad, lo último que vi fue la imagen imposible de Henry levantándose de la silla de ruedas y caminando hacia mí.
Luego todo se difuminó en las tinieblas.