14

Los reflectores proyectaban una luz fantasmal sobre el terreno. Los árboles se habían transformado en un paisaje surrealista de luces y sombras en cuyo centro un equipo de peritos realizaba su trabajo. Habían marcado una sección rectangular del suelo con una cuadrícula de hilos de nailon, y con el ruido de fondo de un generador se dedicaban a escarbar la tierra, dejando poco a poco al descubierto lo que se ocultaba debajo.

Mackenzie los observaba a poca distancia mientras masticaba una gragea. Parecía cansado y ojeroso. Los reflectores le daban un aspecto todavía más pálido y le acentuaban las sombras bajo los ojos.

—Hemos encontrado la fosa esta tarde. No es muy honda, tendrá cuarenta o cincuenta centímetros. Al principio creíamos que era una falsa alarma, algún animal o la guarida de un tejón. Hasta que hemos encontrado una mano.

Estábamos en un bosque a unos tres kilómetros de donde había sido hallado el cadáver de Sally Palmer. Cuando llegué, apenas pasada la medianoche, el equipo de forenses ya había retirado la mayor parte de la capa superficial. Una de las agentes cernía la tierra con un cedazo. Paró para examinar algo, lo desechó y continuó.

—¿Cómo lo han encontrado? —pregunté a Mackenzie.

—Con un perro rastreador.

Asentí. La policía no sólo usaba los perros adiestrados para encontrar drogas y explosivos. Rara vez resulta fácil localizar una fosa, y mucho menos cuando la zona que hay que cubrir es tan extensa. Si el cuerpo lleva cierto tiempo enterrado, la tierra removida, al asentarse, forma una depresión reveladora y mediante sondas puede comprobarse si en alguna parte cede con más facilidad que la tierra de alrededor. En Estados Unidos había un forense que incluso había logrado resultados interesantes buscando fosas con un alambre de los usados en rabdomancia.

Sin embargo, los perros seguían siendo el mejor medio de dar con un cuerpo enterrado. Su agudo olfato es capaz de detectar los gases liberados durante la descomposición aún a través de varios metros de tierra. Los mejores habían llegado incluso a localizar cuerpos enterrados más de un siglo antes.

El equipo de peritos escarbaba la tierra en torno a los restos parcialmente expuestos con la ayuda de paletas y cepillos, con una precisión digna de un arqueólogo. Las técnicas son las mismas tanto si la fosa tiene pocas semanas como si data de varios cientos de años. El objetivo en ambos casos es exhumar el cuerpo alterándolo lo menos posible con el fin de descifrar cualquier prueba que haya podido ser enterrada con él.

En nuestro caso, lo más relevante ya era visible. No tomé parte en las labores de recuperación del cuerpo, pero estaba lo bastante cerca para ver cómo avanzaban.

—¿Algo que comentar? —preguntó Mackenzie lanzándome una mirada.

—Sólo una cosa de la que supongo ya se ha percatado.

—Dígamelo de todos modos.

—Que no es Lyn Metcalf —dije.

Mackenzie resopló con indiferencia.

—Siga.

—No es una fosa nueva. Sea quien sea, fue enterrado mucho antes de que Lyn desapareciese. No queda tejido blando, ni huele. Ya es mucho que el perro lo haya encontrado.

—Le transmitiré su enhorabuena —manifestó con laconismo—. ¿Cuánto tiempo diría que lleva ahí dentro?

Eché un vistazo a la excavación. El esqueleto ya estaba casi totalmente desenterrado. Los huesos habían cogido el color de la tierra. Eran de un adulto, yacía de lado y parecía conservar los restos de una camiseta y unos vaqueros.

—No puedo precisar mucho sin hacer pruebas. Enterrado a esa profundidad la descomposición es más lenta que en la superficie. Para alcanzar ese estado debe pasar al menos un año o quince meses. Aunque yo diría que lleva ahí bastante más tiempo. Quizás unos cinco años.

—¿Y cómo lo sabe?

—Por los vaqueros y la camiseta. El algodón tarda cuatro o cinco años en pudrirse. Todavía no se han disuelto del todo, pero casi.

—¿Algo más?

—¿Puedo acercarme?

—Sírvase usted mismo.

Los miembros del equipo no eran los que yo había conocido la otra vez, en el lugar donde se halló el cadáver de Sally Palmer. Al ponerme en cuclillas al borde de la excavación se quedaron mirándome, pero siguieron con su tarea sin hacer ningún comentario. Ya era tarde y les quedaba una larga noche por delante.

—¿Indicios de traumatismos? —pregunté a uno de ellos.

—Presenta lesiones craneales graves pero apenas acabamos de desenterrarlo —dijo señalando la parte superior derecha del cuerpo, aún cubierta parcialmente de tierra, aunque ya podían verse unas fracturas que partían de una sección donde el cráneo estaba hundido.

—Parece el golpe de un objeto contundente, más que de un objeto cortante o balístico —dije examinándolo—. ¿Usted qué opina?

Asintió. A diferencia de su colega de la vez anterior, a éste no parecía molestarle mi injerencia.

—Eso parece. Pero prefiero no dar mi veredicto hasta asegurarme de que no tiene ninguna bala en el interior del cráneo.

Las lesiones craneales provocadas por impacto de bala o por objetos cortantes, como un cuchillo, producen un tipo de traumatismo distinto al que ocasiona un objeto contundente. En general no cuesta distinguirlas y, hasta ese momento, todos los indicios apuntaban a que las de ese cráneo, hundido como una cáscara de huevo, pertenecían al último tipo. Con todo, las reservas del perito me parecieron prudentes.

—¿Cree que las lesiones del cráneo fueron la causa de la muerte? —preguntó Mackenzie.

—Podría ser —contesté—. Por el aspecto que presentan, debieron de ser fatales, siempre y cuando no fueran post mórtem. Pero todavía es pronto para decir algo al respecto.

—¿Qué más puede decirme, entonces? —preguntó algo contrariado.

—Pues que es un varón, seguramente blanco, de unos veinte años más o menos.

—¿Lo dice en serio? —preguntó asomándose a la fosa.

—Fíjese en el cráneo. La mandíbula es distinta en hombres y mujeres, la de los hombres es más prominente. ¿Y ve la zona del oído? ¿Ve el hueso que sobresale? Es el arco cigomático, y es mayor en los hombres que en las mujeres. En cuanto a la raza, los huesos nasales sugieren linaje europeo más que africano. Supongo que también podría ser asiático, pero la forma del cráneo es demasiado romboidal, así que yo diría que no. Y la edad… —dije encogiéndome de espaldas—. En fin, por el momento no son más que conjeturas, pero por lo que puedo ver las vértebras no están gastadas. Además, ¿ve las costillas? —pregunté señalando la parte de hueso que despuntaba de la camiseta—. Con la edad, los extremos se vuelven irregulares y nudosos, y los de éste están más bien afilados, de modo que es un adulto joven.

Mackenzie cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz.

—Estupendo, es justo lo que necesitábamos, un asesinato sin relación con los otros —y abriendo los ojos de repente, preguntó—: Éste no presenta signos de degollamiento, ¿no?

—No que yo vea. —Yo ya había buscado marcas de cuchillo en las vértebras cervicales—. Con el tiempo que lleva enterrado es difícil determinarlo sin realizar un examen a fondo, pero a simple vista no se ve nada.

—Gracias a Dios, algo es algo —musitó Mackenzie.

Comprendía su posición. Costaba decidir qué era peor: si abrir una segunda investigación por homicidio o encontrar pruebas de que el mismo asesino llevaba años actuando.

Pero eso, gracias al cielo, no me concernía. Me puse en pie y me sacudí la suciedad de las manos.

—Si no me necesita para nada más, me marcho.

—¿Podría pasarse mañana por el laboratorio? O sea, hoy —preguntó Mackenzie conteniendo su inquietud.

—¿Para qué?

La pregunta pareció sorprenderle.

—Para echarle un vistazo al cuerpo. Supongo que a media mañana habremos terminado de desenterrarlo. Estaría a su disposición a la hora del almuerzo.

—Creo que da usted por hecho que voy a involucrarme en el caso.

—¿Y no es así?

Esta vez fui yo el sorprendido. No tanto por la pregunta en sí como por el hecho de que parecía conocerme mejor que yo mismo.

—Sí, supongo que sí —contesté aceptando la evidencia—. Estaré allí a las doce.

Me desperté en la cocina, hacía frío y estaba desorientado. Delante de mí tenía abierta la puerta del jardín, desde la que se veían los primeros rayos de sol. El recuerdo del sueño seguía fresco en mi mente, las voces y la presencia de Kara y Alice tan vívidas como si acabara de hablar con ellas. Esa noche había sido más perturbador que de costumbre. Había presentido que Kara quería advertirme acerca de algo, pero yo no había querido escucharla. Tenía demasiado miedo de lo que pudiera decirme.

Me recorrió un escalofrío. No recordaba haber bajado las escaleras ni qué inconsciente motivo me había llevado a abrir la puerta. Me disponía a cerrarla, pero me frené. Alzándose como un acantilado en medio del pálido mar de niebla que recubría los campos, divisé la impenetrable oscuridad del bosque y mientras lo contemplaba tuve una premonición.

«Los árboles no me dejan ver el bosque». La frase se introdujo en mi cabeza como salida de la nada. Por un momento parecía esconder un significado más profundo que se diluyó en cuanto intenté aprehenderlo. Todavía estaba intentándolo cuando noté que algo me rozaba la nuca.

Di un respingo y me giré. En la cocina no había nadie. La brisa, me dije, a pesar de que era una mañana silenciosa y sin el más leve soplo de viento. Cerré la puerta intentando no hacer caso de la sensación de desasosiego que me invadía. La impresión de que unos dedos me habían acariciado la piel persistió hasta que volví a meterme en la cama a esperar a que amaneciera.

Tenía que matar casi toda la mañana antes de que se requiriera mi presencia en el laboratorio. A falta de algo mejor que hacer, fui paseando a casa de Henry para desayunar con él, como solía hacer los sábados. Lo encontré levantado, y parecía animado y contento. Mientras freía unos huevos y asaba un poco de beicon, me preguntó qué tal había ido la noche anterior. Tardé unos segundos en darme cuenta de que se refería a la barbacoa en casa de Jenny y no al hallazgo en el bosque. Esa última noticia todavía no se había difundido y no podía imaginarme cuál sería la reacción cuando se supiera. Ya bastante le estaba costando al pueblo afrontar una muerte y una desaparición. Por mi parte, estaba demasiado intranquilo por culpa del sueño como para sacar a colación el tema.

No hice comentario alguno acerca del segundo cuerpo. El buen humor de Henry era contagioso y logró que saliera de su casa con el ánimo bastante más levantado. Mi humor siguió mejorando mientras iba a buscar el coche. Era una mañana preciosa y todavía no se notaba el calor sofocante que haría más tarde. Las flores amarillas, violetas y rojas que bordeaban el prado del pueblo brillaban tanto que molestaban a la vista y llenaban el aire con el olor dulzón del polen. Lo único que arruinaba ese espejismo de armonía rural era el furgón de la policía.

Su presencia estuvo a punto de poner en peligro mi repentino optimismo, pero hacía tanto tiempo que no me sentía así que me dio igual. Por supuesto, no me pregunté a qué obedecía mi arrebato y me cuidé mucho de no atribuirlo a Jenny. Bastaba con disfrutar del momento mientras durase.

Como se vería después, no había de durar mucho.

Al pasar frente a la iglesia oí una voz.

—Doctor Hunter, por favor.

Scarsdale estaba en el cementerio con Tom Mason, el menor de los dos jardineros que cuidaban las flores y el césped de Manham. Me quedé mirándolo desde el otro lado del muro bajo que rodeaba la iglesia.

—Buenos días, reverendo. Tom.

Tom inclinó la cabeza sonriendo tímidamente sin apartar la vista del rosal en el que estaba trabajando. Al igual que su abuelo, prefería que lo dejaran en paz cuando se trataba de cuidar plantas, cosa que hacía con una mansedumbre bovina. Scarsdale, por el contrario, nada tenía ni de manso ni de bovino. Ni siquiera se molestó en devolverme el saludo.

—Siento curiosidad por saber qué opina usted sobre la situación actual —dijo sin preámbulos.

La sotana parecía absorber toda la luz que caía sobre las viejas y desiguales lápidas. Por lo demás, era una pregunta extraña.

—No acabo de entender qué quiere decir.

—El pueblo atraviesa un trance difícil. Todo el país estará pendiente de cómo nos desenvolvemos, ¿no le parece?

—¿Que es lo que quiere, reverendo? —pregunté con la esperanza de que no me repitiera el sermón.

—Demostrar que Manham no tolerará lo que ha ocurrido. Ésta puede ser la ocasión para que la comunidad se fortalezca. De que se una para afrontar esta prueba.

—Yo no llamaría una «prueba» a que un lunático vaya por ahí raptando y asesinando mujeres.

—No, puede que usted no. Pero hay gente que está francamente preocupada por el daño que está sufriendo la reputación del pueblo. Y con razón.

—Yo creía que lo que les preocupaba era encontrar a Lyn Metcalf y dar con el asesino de Sally Palmer. ¿No es eso más importante que la reputación de Manham?

—No juegue conmigo, doctor Hunter —espetó—. Si la gente hubiera prestado más atención a lo que estaba sucediendo en esta comunidad, tal vez no habríamos llegado a esto.

Decidí que no valía la pena seguir discutiendo con él.

—Sigo sin ver a dónde quiere llegar.

Me incomodaba un poco la presencia de fondo del jardinero, pero Scarsdale nunca se apocaba a la hora de actuar frente a un auditorio. Cambió de posición y se puso a mirarme por encima de la nariz.

—Varios feligreses han venido a hablar conmigo. Son partidarios de hacer un frente común. Sobre todo para tratar con la prensa.

—¿Y eso qué significa exactamente? —pregunté, aunque ya empezaba a adivinar sus propósitos.

—Creemos que el pueblo necesita un portavoz, alguien que represente a Manham ante el mundo exterior.

—Y han pensado en usted, me imagino.

—Si alguien desea aceptar la responsabilidad, tendré mucho gusto en cederle el puesto.

—¿Qué le hace pensar que se necesita un portavoz?

—Porque Dios todavía no ha terminado con este pueblo.

Lo dijo con una convicción tal que me ponía los nervios de punta.

—Entonces, ¿qué quiere de mí?

—Es usted un hombre de cierta relevancia. Me gustaría contar con su apoyo.

La idea de que Scarsdale aprovechara el cargo como plataforma pública me mortificaba, pero era consciente de que el miedo y la desconfianza que dominaban el pueblo jugaban a su favor. La perspectiva era descorazonadora.

—No tengo ninguna intención de hablar con la prensa, si es a lo que se refiere.

—Es también cuestión de actitud. No querría pensar que alguien se dedica a socavar los esfuerzos de quienes obran en beneficio del pueblo.

—Voy a decirle una cosa, reverendo: usted haga lo que crea que es mejor para el pueblo, que yo haré lo mismo.

—¿Debo interpretarlo como una crítica?

—Digamos que tenemos puntos de vista distintos acerca de lo que es beneficioso para el pueblo.

Me miró con frialdad.

—Quizá debo recordarle que aquí la gente tiene buena memoria. Nadie olvidaría un acto subversivo en un momento así. Ni lo perdonaría, por más que sea una reacción poco cristiana.

—En ese caso procuraré no transgredir ninguna norma.

—Puede usted seguir haciéndose el ingenioso, pero no soy el único que duda de su credibilidad. La gente habla, doctor Hunter. Y lo que he oído no es nada alentador.

—Entonces quizá no debería parar mientes a las habladurías. Cómo clérigo ¿no debería concederme el beneficio de la duda?

—No me diga usted cómo debo hacer mi trabajo.

—Entonces no me diga usted cómo debo hacer el mío.

Clavó en mí una mirada fulminante. Apuesto a que habría querido replicarme, pero en ese momento se oyó el ruido de las herramientas que Tom Mason estaba colocando sobre la carretilla. Scarsdale se irguió y me miró con unos ojos duros como las lápidas que nos rodeaban.

—No lo entretengo más, doctor Hunter. Que tenga buen día —dijo con fría formalidad y se dio la vuelta.

«Bueno, lo has hecho bastante bien», pensé con amargura mientras retomaba mi camino. Mi intención no era dar lugar a una confrontación, pero Scarsdale me hacía sacar lo peor de mí. Rumiando todavía lo que me había dicho, no me di cuenta de que un coche se paraba a mi lado.

—Parece que sales de un funeral.

Era Ben. Llevaba puestas las gafas de sol y tenía apoyado su musculoso brazo en la ventanilla abierta de su nuevo Land Rover de color negro. Estaba polvoriento, pero así y todo el mío parecía una antigualla a su lado.

—Perdona, tenía la cabeza en otra parte.

—Ya me he dado cuenta. Supongo que no tiene nada que ver con el señor Cazabrujas, ¿no? —dijo estirando la cabeza en dirección a la iglesia—. He visto que estabais hablando.

No pude reprimir una carcajada.

—La verdad es que sí —dije.

Le resumí brevemente la charla con Scarsdale y Ben sacudió la cabeza.

—No sé a qué Dios se supone que adora, pero si en algo se asemeja al bueno del reverendo, espero no encontrármelo nunca en un callejón oscuro. Tendrías que haberlo mandado a la mierda.

—Seguro que eso le habría hecho mucha gracia.

—Por la manera en que lo dices parece que la tiene tomada contigo. Eres una amenaza para él.

—¿Yo? —exclamé sorprendido.

—Piénsalo. Hasta ahora no era más que un rancio sacerdote con una congregación de cuatro gatos. Ésta es su gran oportunidad, y tú representas una amenaza a su autoridad. Eres médico, tienes formación, vienes de la gran ciudad. Y además eres laico, no lo olvidemos.

—No tengo ningún interés en competir con él —dije exasperado.

—No importa. Ese cabronazo miserable se ha erigido en la voz de Manham. O estás con él o estás contra él.

—Como si las cosas no estuvieran ya bastante mal.

—Ah, no dudes nunca de la habilidad de los justos para joderlo todo. Pero siempre en nombre del bien mayor, por supuesto.

Me quedé mirándolo fijamente. Su habitual buen humor parecía haberlo abandonado.

—¿Pasa algo?

—Es que tengo el día cínico, como habrás notado.

—¿Qué te ha pasado en la cabeza?

Cerca del ojo tenía un rasguño y una hinchazón, parcialmente oculta tras las gafas de sol.

—Me lo hice anoche en la reserva, persiguiendo a un furtivo de los cojones —dijo tocándose el bulto—. Intentaba hacerse con un nido de aguilucho que tengo bajo mi vigilancia. Salí tras él y terminé de bruces por el suelo.

—¿Lo cogiste?

Ben movió la cabeza en señal de negación.

—Pero lo cogeré. Estoy seguro de que es Brenner. El cabrón tenía el coche aparcado cerca. Estuve esperándolo, pero no apareció. Seguro que permaneció escondido hasta que me fui —y, tras esbozar una sonrisita, agregó—: Le pinché los neumáticos, así que espero que fuera él.

—Te has arriesgado demasiado, ¿no?

—¿Qué va a hacer? ¿Denunciarme? —dijo soltando un bufido desdeñoso—. ¿Te pasarás por el Lamb?

—Puede.

—Entonces quizá nos veamos allí.

Al arrancar, el tubo de escape de su potente Land Rover dejó tras de sí una nube de humo. De camino a casa, seguí pensando en sus palabras. El mercado negro de especies protegidas, aves sobre todo, siempre ha sido un negocio rentable. Sin embargo, dado el papel que habían tenido en la mutilación de Sally Palmer y la desaparición de Lyn Metcalf, pensé que sería conveniente dar parte a la policía. El problema era que ese detalle de los crímenes no había trascendido al público, por lo que no podía contar con que Ben se encargara de hacerlo. Lo cual significaba que debía ser yo quien se lo dijera a Mackenzie. No me hacía ninguna gracia la idea de actuar a espaldas de Ben, máxime cuando era posible que se tratara de una falsa alarma. Pero no podía correr riesgos. La experiencia me había demostrado que hasta los detalles más nimios pueden ser importantes.

Por entonces no podía saberlo, pero pronto se demostraría que así era, y de la forma más inesperada.