17
La noticia de que el cuerpo de Lyn Metcalf había sido hallado cayó sobre Manham como una bomba silenciosa. Después de lo ocurrido con Sally Palmer, el acontecimiento cogió desprevenida a poca gente, aunque no por ello el impacto fue menor. Además, mientras que a Sally, pese a ser conocida en el pueblo, se la consideraba una forastera y una inmigrante, Lyn había nacido allí. Había ido a su escuela y se había casado en su iglesia. Formaba parte de Manham de una forma que nunca habría estado al alcance de Sally. Su muerte —su asesinato— tuvo un impacto más visceral sobre la población, que no pudo seguir pretendiendo que, de algún modo, la víctima podía haber traído la semilla del mal desde el exterior. El pueblo lloraba ahora a uno de los suyos.
Y temía a otro.
Ya nadie dudaba de que algo atroz estaba ocurriendo en Manham. Que algo así le sucediera a una mujer era terrible; que les sucediera a dos en tan breve espacio de tiempo, era algo inaudito. De repente, el pueblo volvía a ser noticia. Manham volvía a ser el centro de atención, una especie de accidente de tráfico colectivo que la gente se queda mirando embobada al pasar. Como cualquier víctima, al principio el pueblo reaccionó con perplejidad y escepticismo; luego con resentimiento.
Después con ira.
A falta de otra vía para liberarla, Manham centró sus frustraciones en los forasteros atraídos por la desgracia. No contra la policía, aunque el resentimiento ante su impotencia empezaba a ser palpable. La prensa, sin embargo, no gozaba de la misma inmunidad. A ojos de muchos, el entusiasmo de los medios no sólo se interpretó como una falta de respeto, sino incluso como desprecio. La respuesta fue una hostilidad que primero se manifestó en forma de semblantes fríos y silencio y más tarde por vías más explícitas. En los días siguientes, el equipo de los periodistas se extravió o sufrió misteriosos daños. Aparecieron cables cortados, neumáticos pinchados, depósitos de gasolina rellenos de azúcar. Una periodista, en cuyos maquillados labios estaba permanentemente estampada una sonrisa, al parecer inconveniente, llegó incluso a necesitar puntos de sutura al recibir una pedrada que le abrió una brecha en la cabeza. Nadie vio nada.
Con todo, aquello no era más que síntomas, la expresión externa de la verdadera enfermedad. Tras siglos de ostracismo y de confianza en sus propias posibilidades, Manham había perdido la fe en sí mismo. Si semanas atrás había habido un brote de suspicacia, el contagio amenazaba ahora con convertirse en epidemia. Los antiguos feudos y las viejas rivalidades adquirieron una dimensión más siniestra. Una noche se formó una batalla campal entre tres generaciones de dos familias distintas a causa del humo de una barbacoa. Otra mujer llamó a la policía en pleno ataque de histeria y más tarde se descubrió que su «acosador» era un vecino que había salido a pasear al perro. Dos casas sufrieron desperfectos por lanzamiento de ladrillos; en un caso por una supuesta afrenta, en el otro nadie fue capaz de determinar la causa, ni siquiera de admitirla.
Pese a todo, un hombre ganaba preeminencia de día en día. Scarsdale se había convertido en la voz de Manham. Todos los vecinos le giraban la espalda a la prensa, pero él no tenía empacho en comparecer ante cámaras y micrófonos. Se dedicó a enfrentar entre sí a las distintas partes: hablaba de la incapacidad de la policía para atrapar al asesino, de la complacencia moral que según él había conducido a esa situación y —por lo visto sin reparar en la ironía— de la explotación de la tragedia por parte de la prensa. En cualquier otro lugar lo habrían acusado de atraer aún más notoriedad, pero si bien hubo quien objetó la conveniencia de emitir por televisión las imprecaciones del preste, la mayor parte del pueblo cerró filas en torno al buen reverendo. Su voz tronaba con una indignación que hacía mella en todo el mundo, y cuanto menos le asistía la razón, más incrementaba su intensidad y volumen.
Pese a todo, y quizá no sin ingenuidad, yo suponía que se reservaría las diatribas más violentas para el púlpito, pero subestimé la capacidad de Scarsdale para sorprenderme, así como su determinación a la hora de capitalizar la relevancia recién recuperada. El anuncio de que el reverendo celebraría una asamblea en el ayuntamiento me cogió tan desprevenido como al que más.
La reunión tuvo lugar el lunes siguiente del hallazgo del cuerpo de Lyn Metcalf. El día anterior se había celebrado en la iglesia un servicio en su memoria. Me extrañó que esta vez Scarsdale no permitiera la entrada a la prensa. Con un punto de cinismo, me pregunté si lo habría hecho por consideración hacia la desconsolada familia o por contrariar a los periodistas. Al llegar al ayuntamiento me di cuenta de que mi sospecha estaba fundada.
El ayuntamiento era un edificio bajo y práctico algo apartado de la plaza del pueblo. Por la mañana, al pasar por delante de camino al laboratorio, había visto a Scarsdale en el jardín, dando órdenes a Tom Mason. El olor de la hierba recién cortada perfumaba el aire y los tejos habían sido podados con esmero. El viejo George y su nieto habían tenido trabajo. Incluso el ya de por sí impecable césped de la plaza del pueblo había sido cortado de nuevo para que la zona bajo el castaño y en torno a la Piedra de la Mártir estuviera perfecta.
A mí me extrañaba tanta molestia para beneficio del pueblo. Excluida del servicio fúnebre, la prensa había fijado su atención en la asamblea. Aunque más que una asamblea, aquello parecía una rueda de prensa, según pude comprobar al entrar en el ayuntamiento. Rupert Sutton estaba de pie justo en la entrada, como si custodiara la puerta, mientras sudaba y respiraba con dificultad. Me saludó con un sobrio movimiento de cabeza, claramente consciente de que yo no gozaba de la simpatía de Scarsdale.
Dentro estaba abarrotado de gente y hacía calor. En el extremo de la sala había una pequeña tarima con una mesa sostenida con caballetes y dos sillas. Frente a una de ellas se había colocado un micrófono. En el suelo, frente a la tarima, había varias hileras de sillas de madera plegables, con espacios libres a los lados y al fondo para las cámaras de televisión y los periodistas.
Los asientos estaban todos ocupados cuando llegué, pero vi a Ben de pie en una esquina donde quedaba algo de espacio, así que me abrí paso hasta él.
—No esperaba verte por aquí —dije escrutando a la gente de la sala.
—Me apetecía saber qué tiene que decir ese cabrón miserable. A ver con qué chorradas nos viene hoy.
Ben les sacaba una cabeza a la mayoría de los presentes. Me fijé en que varios de los cámaras lo miraban, pero ninguno se decidía a probar suerte para entrevistarlo. O tal vez no quisieran arriesgarse a perder su posición.
—Parece que no hay nadie de la policía —comentó Ben—. Pensaba que por lo menos harían acto de presencia.
—No los han invitado —contesté. Mackenzie me lo había dicho antes. No estaba de acuerdo, pero la decisión de no interferir venía de arriba—. Sólo vecinos de Manham.
—Tiene gracia, muchos de estos vecinos no me suenan de nada —dijo Ben dirigiendo la vista a las cámaras y los micrófonos. Suspiró y se abrió el cuello de la camisa—. Por Dios, qué calor hace aquí. ¿Tomamos una pinta después?
—Gracias, pero no puedo.
—¿Alguna visita de última hora?
—No, es que he quedado con Jenny. La chica del pub.
—Ya me acuerdo. La maestra —dijo él con una sonrisa—. Últimamente quedáis mucho, ¿no?
Noté que me sonrojaba como un adolescente.
—Sólo somos amigos.
—De acuerdo.
Me alegré de que él mismo cambiara de tema.
—Creo que quiere hacerse de rogar —dijo Ben consultando la hora—. ¿Qué crees que estará tramando?
—Pronto lo averiguaremos —contesté.
En ese momento se abrió una puerta que daba a la tarima, pero el que apareció no fue Scarsdale, sino Marcus Metcalf.
En la sala se hizo un silencio absoluto. El marido de Lyn Metcalf tenía un aspecto deplorable. Era corpulento, pero el dolor parecía haberlo consumido. Llevaba un traje arrugado y caminaba con paso cansino, como si algo le doliera por dentro. Al ir a visitarlo después de que la policía le diera la noticia, parecía no haber reparado siquiera en mi presencia. No había querido sedantes, algo de lo que no podía culparlo: hay heridas cuyo dolor no puede mitigarse, e intentarlo no hace más que empeorar las cosas. Sin embargo, al verlo entrar en la asamblea me pregunté si no se habría tomado algo. Parecía aturdido, fuera de sí, un hombre atrapado en una pesadilla.
Scarsdale apareció en escena detrás de Marcus. Todo seguía en silencio y sus pasos resonaban contra las tablas de madera. Al llegar junto a la mesa, el reverendo puso la mano sobre el hombro del joven en un gesto de consuelo —o de supremacía, como no pude evitar pensar—. Sentí un aguijonazo de disgusto al ver que la presencia del marido de la última víctima daría mayor credibilidad a cualquier cosa que el reverendo pudiera decir.
Scarsdale lo ayudó a sentarse en una de las sillas. Me fijé en que era la que no tenía micrófono. Antes de tomar su asiento, esperó a que Marcus estuviera sentado. Dio un golpecito al micrófono para asegurarse de que funcionaba y luego escrutó al auditorio.
—Gracias a todos por… —El micrófono se acopló y el reverendo se interrumpió haciendo una mueca de fastidio—. Gracias a todos por venir. Son momentos de luto, y en circunstancias normales lo habría respetado. Desgraciadamente, las circunstancias no tienen nada de normal.
Amplificada, su voz sonaba más grandilocuente de lo habitual. Mientras hablaba, el marido de Lyn Metcalf contemplaba la mesa como si no hubiera nadie más en la sala.
—Seré breve, aunque lo que tengo que decir nos concierne a todos. Concierne a todos los vecinos del pueblo. Sólo os pediré que me escuchéis antes de hacer preguntas.
Scarsdale no miraba a los periodistas al hablar, pero era evidente que el último comentario iba dirigido a ellos.
—Dos mujeres a las que todos conocemos han sido asesinadas —continuó—. Por mucho que nos cueste aceptarlo, no podemos seguir negando el hecho de que lo más probable es que el autor sea alguien del pueblo. Como hemos podido comprobar, la policía es incapaz de dar los pasos necesarios para su captura, o tal vez no le interese. El caso es que no podemos seguir de brazos cruzados mientras más mujeres son raptadas y asesinadas. —Con una preocupación premeditada, exagerada casi, Scarsdale hizo un gesto en dirección al hombre sentado junto a él—. Todos sabéis la pérdida que ha sufrido Marcus. Y la pérdida que han sufrido los familiares de su esposa al serles arrebatada su hija, su hermana. La próxima vez podría tratarse de vuestra esposa. O vuestra hija. O vuestra hermana. ¿Hasta cuándo seguiremos sin hacer nada mientras continúan estas atrocidades? ¿Cuántas más mujeres tienen que morir? ¿Una? ¿Dos? ¿Más?
Observó al auditorio como a la espera de una respuesta. Nadie dijo nada. Dándose la vuelta, Scarsdale le susurró algo al marido de Lyn Metcalf. El hombre pestañeó como si acabara de despertarse y lanzó una mirada inexpresiva a la sala llena de gente.
—Tú tienes algo que decir, ¿verdad, Marcus? —dijo el reverendo, acuciándolo y colocándole el micrófono delante.
Marcus volvió en sí. Parecía embrujado.
—Ha matado a Lyn. Ha matado a mi esposa. Ha… —La voz le falló y las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas—. Hay que pararlo. Tenemos que encontrarlo y… y…
Scarsdale le puso una mano en el brazo, no sé si para consolarlo o para contenerlo. Con una expresión de satisfacción beatífica en el rostro, el reverendo volvió a apoderarse del micrófono.
—Todo tiene un límite —dijo con tono razonable y mesurado—. ¡Todo… tiene… un límite! —repitió golpeando la mesa para añadir énfasis—. No podemos seguir esperando sentados. Dios nos está poniendo a prueba. Ha sido nuestra debilidad, nuestra complacencia, lo que ha permitido que esta criatura con aspecto humano se esconda entre nosotros y nos golpee con impunidad y desprecio. ¿Y por qué? Porque sabe que puede hacerlo. Porque cree que somos débiles y no le teme a la debilidad.
Descargó un puñetazo contra la mesa que hizo saltar el micrófono.
—Pues bien, ha llegado el momento de que nos tema. ¡Ha llegado el momento de demostrar nuestra fuerza! ¡Manham lleva demasiado tiempo siendo la víctima! ¡Si la policía no puede protegernos, nos protegeremos nosotros mismos! ¡Tenemos el deber de expulsarlo de entre nosotros!
Al alzar la voz el micrófono volvió a acoplarse. El auditorio estaba conmovido. Muchos de los asistentes se habían levantado de sus sillas aplaudiendo y voceando gritos de aprobación, los flashes de las cámaras iluminaban el estrado y los periodistas hacían preguntas. Scarsdale, sentado en el centro de la tarima, contemplaba su obra. Por un instante me miró fijamente. Había fuego en su mirada. Y, según percibí, también triunfalismo.
Salí de la sala sin llamar la atención.
—No me lo puedo creer —dije con enfado—. Parece que en vez de apaciguar los ánimos lo que quiere es sembrar cizaña. ¿Por qué lo hace?
Jenny le tiró un pedazo de pan a un pato que se había acercado hasta nuestra mesa. Estábamos en un pub a orillas del Bure, uno de los seis ríos que atraviesan los Broads. Ninguno de los dos había querido quedarse en Manham, y si bien no estábamos a más de unos pocos kilómetros, parecía otro mundo. Había barcos amarrados en el río, los niños jugaban y las mesas estaban llenas de gente que hablaba y se reía. El perfecto pub inglés para un día de verano perfecto. Nada más lejos de la opresiva atmósfera que habíamos dejado atrás.
—Ahora tiene gente que le escucha —dijo Jenny dándole al pato las últimas migajas—. Quizá sea eso lo que quiere.
—Pero ¿no se da cuenta de lo que está haciendo? Ya hay un hombre en el hospital por culpa de un atajo de idiotas, y ahora va él y los anima a formar patrullas vecinales. ¡Y además utilizando a Marcus Metcalf para ganar adeptos!
Recordé cómo Scarsdale había estado a su lado incluso durante la búsqueda de su esposa. No me habría extrañado que el reverendo ya hubiera empezado a condicionarlo entonces, preparándose para sacar partido de la tragedia del marido. Lamentaba no haber hablado con Marcus tras la desaparición de Lyn. No había querido interferir en su dolor, pero no puedo negar que también me había dejado llevar por cierto egoísmo. Verlo me habría recordado mi propia pérdida, pero al mantenerme al margen había dejado vía libre para que Scarsdale ejerciera su influjo. Y él no había desaprovechado la oportunidad.
—¿Crees que eso es lo que quiere? ¿Que haya crispación? —preguntó Jenny.
Ella no había asistido a la asamblea; decía que no le parecía que llevara viviendo en el pueblo el tiempo suficiente como para tomar parte. Aunque creo que también influyó el hecho de no querer encontrarse con toda la gente que la miraba por encima del hombro.
—Es la impresión que ha dado. No sé ni por qué me sorprendo. Los tormentos del infierno dejan más huella que lo de poner la otra mejilla. Además, lleva años celebrando misa en una iglesia vacía. Ahora no quiere perder la oportunidad de decirnos que ya nos lo había advertido.
—Me parece que no es el único que está un poco sobreexcitado.
No me había percatado del mal humor que me provocaba hablar de Scarsdale.
—Perdona. Es que me preocupa que alguien haga alguna estupidez.
—De todos modos, poco puedes hacer. No eres la conciencia del pueblo.
Hablaba como si algo la distrajera. Pensé que durante toda la tarde había estado bastante callada. Observé su perfil, la línea de pecas en las mejillas y la nariz; el fino vello de sus brazos, blanqueado por el sol sobre su piel morena. Miraba hacia la distancia, sumida en algún diálogo interior.
—¿Pasa algo? —pregunté.
—No. Sólo estaba pensando.
—¿En qué?
—Oh… cosas —contestó sonriendo, aunque se notaba cierta tensión en ella—. ¿Te importa si volvemos?
—No, si es lo que quieres —dije intentando disimular mi sorpresa.
—Por favor.
Hicimos el camino de vuelta en silencio. Sentía un vacío en el estómago. Me maldije por haberle soltado todo aquel discurso sobre Scarsdale, sin duda había sido eso lo que la había aburrido. «Genial, lo has estropeado todo. Felicidades».
La luz empezaba a declinar cuando llegamos a Manham. Puse el intermitente para embocar su calle.
—No, no vayas por aquí —dijo—. Pensaba… pensaba que quizá querrías enseñarme dónde vives.
Tardé un momento en comprender.
—De acuerdo.
No lo dije como habría querido. Cuando aparqué el coche noté como si me faltara el aliento. Abrí la puerta de casa y me hice a un lado para que entrara. Al pasar, el olor a almizcle de su perfume me hizo sentir mareado.
Entró en el pequeño salón. Estaba igual de nerviosa que yo.
—¿Te apetece tomar algo?
Sacudió la cabeza. Era una situación tensa. «Haz algo». Pero no podía. Había poca luz y no podía verla bien. Sólo sus ojos, que brillaban en la penumbra. Nos miramos el uno al otro, sin movernos. Cuando habló, lo hizo con voz temblorosa.
—¿Dónde está el dormitorio?
Cuando empezamos Jenny estaba insegura, tensa, y temblaba. Poco a poco empezó a relajarse, y yo también. Al principio, el recuerdo quiso imponer sus formas, texturas y olores. Al final el presente logró prevalecer y barrió todo lo demás. Al terminar, Jenny se quedó tendida junto a mí hecha un ovillo. Yo respiraba acompasadamente. Sentí sus manos acercándose a mi cara, explorando los húmedos surcos que corrían por ella.
—¿David?
—No es nada, es que…
—Ya lo sé. No pasa nada.
Y era verdad. Me reí, la abracé y la tomé por la barbilla. Nos besamos, un beso largo, lento, y sin darme cuenta mis lágrimas se secaron en cuanto volvimos a estrecharnos.
En algún momento de esa misma noche, mientras estábamos juntos en la cama, al otro lado del pueblo Tina creyó oír un ruido en el jardín de la parte trasera. Al igual que Jenny, no había asistido a la asamblea. En vez de ello, se había quedado en casa en compañía de una botella de vino blanco y una tableta de chocolate. La intención era esperar despierta a que Jenny volviera, estaba impaciente por saber qué tal había ido la velada, pero en cuanto acabó el DVD que había alquilado empezó a bostezar y decidió irse a la cama. Al apagar el televisor oyó algo fuera.
Tina no era estúpida. Corría suelto un asesino que ya se había cobrado la vida de dos mujeres, así que no abrió la puerta, sino que cogió el teléfono, encendió la luz y se acercó a la ventana. Teléfono en mano, a punto para llamar a la policía, echó un vistazo al jardín.
Nada. La noche era clara, la luna llena lo iluminaba todo. Ni en el jardín ni en el prado al otro lado del vallado se veían indicios de peligro. No obstante, siguió mirando hasta convencerse de que todo había sido fruto de su imaginación.
No fue hasta la mañana siguiente que vio lo que había fuera. En el centro del jardín había un zorro muerto. Por la posición en que estaba se diría que lo habían colocado a conciencia. De haber sabido lo de las alas de cisne, lo del pato o lo del resto de animales muertos con que el asesino solía decorar y elaborar sus creaciones, Tina no habría hecho lo que hizo a continuación.
Pero como no lo sabía, hizo lo que cualquier otra persona criada en el campo: recoger el zorro y tirarlo a la basura. A juzgar por las heridas, seguramente se había arrastrado hasta allí tras ser atacado por un perro, pensó ella. O tal vez lo hubieran atropellado. Quizá se lo hubiera comentado a Jenny, sin darle mayor importancia. Y entonces Jenny me lo habría dicho a mí.
Pero Jenny no había vuelto a casa esa noche. Estaba todavía en la mía, y cuando Tina volvió a verla, la conversación, naturalmente, giró en torno a temas que nada tenían que ver con animales muertos.
De modo que Tina no le mencionó a nadie lo del zorro. No fue hasta días después, cuando su significado se hizo obvio, que recordó el incidente.
Y para entonces ya era demasiado tarde.