23

Fue el ruido lo que despertó a Jenny. Al principio, la oscuridad la desorientó. No recordaba dónde estaba ni por qué no veía. Dormía siempre con las cortinas descorridas, para que, aun en lo más oscuro de la noche, entrara algo de luz en la habitación. Entonces percibió la dureza del suelo, y el olor, y recordó dónde se encontraba.

Tiró otra vez de la cuerda. Tenía las uñas casi rotas de tanto escarbar en ella; al llevárselas a la boca comprobó que sabían a sangre. Por más que se esforzara, el nudo no cedía. Se desplomó en el suelo. Empezaba a acusar también otras privaciones. El hambre y, sobre todo, la sed. Antes de dormirse, y en el límite de donde le permitía llegar la cuerda, había encontrado un charco con agua que se había ido filtrando por las paredes de la celda. Como no era bastante profundo para beber, había empapado en él la camiseta y la había chupado. Tenía un gusto rancio y salobre, pero aun así le sabía deliciosa.

Luego había descubierto otros dos puntos donde el agua se había filtrado y había hecho lo mismo con ellos, pero no había logrado aplacar la sed. Soñaba con agua y al despertar sentía la garganta reseca y una sensación de letargo de la que no era capaz de desprenderse. Sabía que ambos eran síntomas de la falta de insulina, pero no quería ponerse a pensar también en eso. A fin de mantenerse ocupada, se lanzó una vez más a explorar el suelo de la celda con la esperanza de que los charcos hubieran vuelto a llenarse.

Entonces volvió a oír el ruido. Provenía de la otra sala, del otro lado de los tablones de madera.

Alguien había bajado.

Esperó, sin atreverse casi a respirar. Quienquiera que fuera no había ido a salvarla. Durante un rato siguió oyéndose movimiento, pero no ocurrió nada más. Le dio la impresión de que por los resquicios de los tablones entraba mayor cantidad de luz. Se aproximó; el latido de la sangre en las sienes no le permitía apenas oír. Orientándose con las manos y lo más silenciosamente posible, acercó el ojo a la rendija.

En contraste con la negrura absoluta de su celda, la luminosidad del otro cuarto la cegó. Pestañeó y le cayeron unas lágrimas, hasta que por fin se le acostumbró la vista. Sobre el banco de trabajo brillaba una bombilla desnuda que colgaba de un largo trozo de cable. Quedaba tan baja que la luz iluminaba tan sólo una pequeña zona, proyectando sombras deformes sobre el resto de la estancia. Los animales muertos pendidos del techo quedaban ocultos en ellas.

Volvió a oírse el ruido y entonces Jenny vio a un hombre que emergía de la oscuridad. Desde su perspectiva, a ras de suelo, no podía ver mucho. Distinguió unos vaqueros y lo que parecía una cazadora militar. El hombre avanzó hasta situarse delante de la bombilla y su silueta se recortó imponente contra la luz. Luego cogió algo del banco y se dirigió hacia ella.

Jenny se apartó de los tablones. Los pasos del hombre se iban acercando. De pronto se detuvo. Paralizada, Jenny escrutaba la oscuridad. Tras un fuerte chirrido, penetró un haz de luz vertical. Poco a poco, los tablones se fueron abriendo y la luz fue inundando la celda. Jenny se tapó los ojos, deslumbrados por el resplandor, y la oscura silueta se acercó hasta ella.

—Levántate.

Su voz era un leve murmullo. Ella estaba demasiado asustada para fijarse en si le resultaba familiar. Se sentía incapaz de moverse.

Detectó un movimiento inesperado y de pronto sintió un dolor muy agudo. Soltó un grito y se cogió el brazo. Estaba húmedo. Sin dar crédito, se miró la mano llena de sangre.

—¡Que te levantes!

Presionando el corte del brazo, se apresuró a ponerse en pie. Temblaba y mantenía la espalda pegada al muro. Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la luz, pero procuraba desviar la mirada. «No lo mires. Si cree que lo has reconocido, no te dejará ir». Sin embargo, ya no era dueña de sus ojos. Éstos no se detuvieron en el rostro del hombre, sino en el cuchillo de caza que llevaba en la mano y cuyo filo apuntaba directamente hacia ella. «Oh, Dios mío, no, por favor…»

—Desnúdate.

Volvía a oír al taxista. Aunque esta vez era peor, porque no había esperanza de salvación.

—¿Por qué? —preguntó, detectando un deje histérico en su voz que la puso aún más frenética.

Sin tiempo siquiera para reaccionar, volvió a sentir el filo del cuchillo. Notó un ardor frío en la mejilla. Aturdida, se llevó la mano a la cara y comprobó que algo húmedo se le escurría entre los dedos. Se miró la mano, brillante de sangre, y empezó a sentir dolor, un dolor límpido que le arrebató el aliento.

—Quítate la ropa.

Reparó en que ya había oído antes aquella voz. Intentó identificarla, pero resonaba como el eco en un pozo. «No te desmayes. No te desmayes». El dolor de la mejilla la ayudaba a concentrarse. Se tambaleó pero logró mantener el equilibrio. Podía oír la respiración áspera del hombre y vio que le iba acercando el cuchillo despacio. Rozó la piel del brazo desnudo con el filo y luego lo volvió para que la parte lisa del cuchillo se posara suavemente sobre ella. Jenny cerró los ojos y sintió cómo se deslizaba como una pluma hasta su hombro y reseguía el perfil del esternón antes de detenerse junto a la garganta. La punta continuó hacia arriba muy lentamente hasta llegar a la parte inferior de la barbilla. La presión fue en aumento, obligándola a levantar la cabeza. Cuando no pudo levantarla más, la presión cesó, dejando la garganta completamente expuesta y a merced de la punta del filo, afilada como una aguja. Jenny respiraba entre jadeos y hacía lo posible por permanecer inmóvil.

—Quítatela.

Abrió los ojos, evitando en todo momento mirar al hombre que tenía delante. Le pareció que los brazos le pesaban como si fueran de plomo, y empezó a quitarse la camiseta, mojada y sucia después de haberla empapado en los charcos, hasta pasársela por encima de la cabeza. Por un momento, quedó envuelta en una benévola oscuridad. Luego la camiseta desapareció de su cara y Jenny regresó a la fétida celda.

Por primera vez empezó a fijarse en lo que la rodeaba. La celda era poco más que una prolongación del sótano, separada de éste por una serie de tablones. Más allá de la luz de la bombilla, el sótano era un espacio en tinieblas lleno de muebles viejos, herramientas y cachivaches por todas partes. Al fondo, quedaban los escalones que había visto antes, levemente iluminados por una fuente de luz que quedaba fuera del alcance de la vista.

Y presidiéndolo todo, los cuerpos mutilados de los animales.

Ahora podía ver que estaban por todas partes, convertidos en poco más que sacos de piel, huesos y plumas, mecidos por alguna extraña corriente. El hombre se acercó un poco más y bloqueó la luz. Jenny no podía apartar los ojos del cuchillo que sostenía en la mano. Se apresuró a desvestirse con la esperanza de evitar un nuevo cuchillazo. Cuando llegó el turno de los pantalones, se quedó inmóvil, pero luego se los bajó y los dejó caer sobre el pie aprisionado. Le quedaban únicamente las bragas. Agachó la cabeza, temerosa de encontrarse con sus ojos como si fueran los de un perro rabioso.

—Todo —dijo el hombre con voz más profunda.

—¿Qué me va a hacer? —murmuró Jenny, despreciándose por el débil tono de su voz.

—¡Hazlo!

Con torpeza a causa del miedo, Jenny hizo lo que le decía. El hombre se puso en cuclillas y cortó los pantalones y las bragas, apartándolos del pie atado a la cuerda y arrojándolos a un lado con impaciencia. Luego alargó una mano y, casi titubeando, empezó a palparle el pecho. Ella contuvo las ganas de gritar, se mordió el labio y apartó la cabeza luchando por reprimir las lágrimas. Al hacerlo vio los cuerpos de los animales colgados del techo.

Instintivamente, le apartó la mano.

Su piel registró un recuerdo táctil del contacto; la aspereza del vello, la consistencia del hueso. Durante un segundo, nada sucedió. Luego el brazo del hombre le propinó un revés en la cara. Jenny se golpeó contra la pared y resbaló al suelo.

Podía oírlo respirar encima de ella. Se encogió y esperó, pero no pasó nada más. Con alivio, oyó cómo se marchaba. La cara le dolía del puñetazo, pero por lo menos el corte estaba al otro lado. «Qué suerte —pensó medio atontada—. Qué suerte y qué estúpida».

Se oyó un chasquido y de repente volvió a quedar deslumbrada por una luz cegadora. Protegiéndose los ojos con la mano, vio que el hombre había encendido un flexo que estaba sobre el banco de trabajo y que lo había apuntado hacia ella. Distinguió el ruido de una silla arrastrada por el suelo y oyó su crujido bajo el peso del hombre, que se había sentado en la oscuridad.

—Levántate.

Le dolía pero obedeció. En cierta manera, su breve insurrección había introducido un sutil cambio en la situación. El miedo seguía ahí, pero a su lado se había instalado la rabia, una rabia que le hizo reunir la energía necesaria para levantarse de forma casi desafiante. Se dijo que ocurriera lo que ocurriese, no se dejaría arrebatar por completo la dignidad. De pronto, le pareció que aquello tenía una importancia vital.

«Muy bien pues. Haz lo que tengas que hacer. Acabemos de una vez».

Desnuda y tiritando, esperó a que diera el siguiente paso. No pasó nada. Se oyeron más ruidos entre las sombras. «¿Que está haciendo?». Se atrevió a lanzar una mirada fugaz, que no obstante le bastó para entrever a la indistinguible figura sentada con las piernas muy separadas. Los ruidos se convirtieron en un sonido apagado y rítmico, y por fin comprendió.

Estaba masturbándose.

Al otro lado de la luz, los sonidos ganaron en intensidad. El tipo dejó escapar un gemido medio ahogado, arrastró las botas por el suelo y finalmente se quedó quieto. Jenny tampoco se movía, apenas respiraba, escuchando la respiración agitada del hombre, que poco a poco fue apaciguándose.

Después se levantó. Se oyó una especie de crujido y echó a caminar hacia ella. Jenny bajó la mirada y cuando el hombre se detuvo, lo tenía tan cerca que podía olerlo. Dejó caer algo.

—Póntelo.

Alargó la mano para recogerlo, pero se encontró con el cuchillo frente a los ojos. «Suéltalo ni que sea por un segundo. Entonces veremos si eres tan valiente». No lo soltó. El cuchillo no se separó de su mano, y Jenny cogió el fardo que le ofrecía. Cuando vio que era un vestido, tuvo un atisbo de esperanza y pensó que la dejaría ir. Pero entonces cayó en la cuenta de qué era lo que tenía entre las manos.

Un traje de novia, de satén blanco y encajes, amarillento por los años. Estaba sucio y salpicado de manchas oscuras y resecas. A Jenny le entraron arcadas cuando alcanzó a comprender lo que eran.

Sangre seca.

El traje se le cayó de las manos. El cuchillo salió disparado y trazó en su brazo una línea de color escarlata que al instante empezó a crecer y a gotear.

—¡Recógelo!

Se agachó para recoger el vestido, pero sus miembros parecían pertenecer a otra persona. Se disponía a ponérselo, pero se dio cuenta de que no podría con la cuerda amarrada al tobillo. La esperanza volvió a brillar, pero algo la hizo detenerse antes de pedirle que la desatara. «Eso es lo que quiere». Lo intuía. «Quiere que le dé una excusa».

La habitación le daba vueltas, pero la intuición le había hecho cobrar fuerzas. Como pudo, se pasó el traje por encima de la cabeza. Desprendía un olor inmundo, mezcla de naftalina, sudor y un leve rastro de perfume. Cuando los pesados pliegues de ropa cayeron sobre su cara sintió un acceso de claustrofobia y temió que el cuchillo le hiciera otro corte aprovechando que estaba atrapada. Buscó la abertura y al sacar la cabeza abrió la boca en busca de oxígeno.

El hombre se había alejado, estaba en la oscuridad, detrás del flexo, ocupado buscando algo en el banco de trabajo. Jenny se miró. El traje estaba arrugado y rígido. La sangre de los cortes había añadido nuevas manchas a la tela. De todos modos, era de buena factura, el satén era pesado y grueso, y en la parte delantera lucía una flor de lis elaborada con encajes. «En algún momento, lo llevó una novia —pensó confusamente—. El día más feliz de su vida».

En alguna parte se oía un ruido mecánico, como si alguien le diera cuerda a un reloj. Oculto todavía entre las sombras, el hombre colocó una pequeña caja de madera junto al flexo. Cuando levantó la tapa, pudo ver lo que era.

Una caja de música, en cuyo centro había un pedestal con una pequeña bailarina. Jenny se quedó mirándola, la figurita empezó a dar vueltas y el pestilente aire se llenó de un delicado tintineo. El mecanismo estaba estropeado, pero aun así la melodía resultaba reconocible. Clair de Lune.

—Baila.

Jenny volvió a la realidad.

—¿Qué?

—Que bailes.

La orden era tan absurda que le pareció que se la habían dado en otra lengua. Hasta que no vio que levantaba el cuchillo, no reaccionó. Se puso a saltar sobre uno y otro pie como si anduviera borracha, una burda parodia de una danza. «No llores, que no te vea llorar», se dijo a sí misma. Pero las lágrimas corrían ya por sus mejillas.

Sabía que el hombre la observaba, oculto entre las sombras. En un momento dado, se dirigió a la escalera. Jenny, asombrada, dejó de bailar en cuando lo vio desaparecer. Por un momento pensó que iba a marcharse sin encerrarla tras los tablones de madera, pero a los pocos segundos volvieron a oírse pasos bajando los peldaños. Bajaban lentos, mesurados, con una parsimonia que no tenían al subir. Esa macabra escenificación no presagiaba nada bueno. «Pretende asustarte —se dijo a sí misma—. Es otro de sus juegos, como lo del vestido».

Jenny apartó la mirada en cuanto la figura se materializó al pie de la escalera y volvió a moverse al compás de la música con la cabeza gacha. Podía oírlo avanzar lentamente por el sótano. Hubo un ruido de madera arrastrándose y la silla volvió a crujir. Sabía que la estaba observando y la presión de su mirada hizo que sus movimientos perdieran gracia y coordinación. «¿Disfrutas con esto?», pensó, furiosa, en un intento de avivar la rabia que llevaba dentro. Era la única forma de no claudicar ante el miedo.

La música fue haciéndose más lenta y discordante a medida que al mecanismo se le fue acabando la cuerda. Cuando cesó, hubo un chasquido y se vio la luz de una cerilla. Por un instante, las sombras retrocedieron en torno a la llama amarilla, pero enseguida volvieron a recubrirla. No sin que Jenny viera parte del rostro del hombre.

En ese momento lo comprendió todo.

La música había terminado sin que se diera cuenta. Oyó cómo volvía a darle cuerda a la caja y al mismo tiempo le llegó un olor en el que se mezclaban azufre y tabaco.

Desesperada y trastornada por el descubrimiento, empezó de nuevo a arrastrar los pies mientras la música volvía a cobrar intensidad.