11

El jueves fue el día que Manham se quedó helado. No helado en el sentido físico, pues el tiempo seguía siendo tórrido y seco como hasta entonces. Fue el clima psicológico de la población el que, ya como inevitable reacción a los acontecimientos de los últimos días o por obra del sermón de Scarsdale, pareció sufrir un acusado cambio de un día para otro. Desterrada la posibilidad de culpar de las atrocidades a un forastero, a los vecinos de Manham no les quedaba más alternativa que vigilarse a sí mismos. Las suspicacias se filtraron como un virus transmitido por el aire, propagándose gracias a sus primeras e inconscientes víctimas.

Como cualquier contagio, hubo quien se reveló más vulnerable y quien menos.

Cuando volví del laboratorio a primera hora de la tarde todavía no me había apercibido de ello. Henry no había puesto ningún impedimento en sustituirme otra vez, rechazando mi sugerencia de llamar a un suplente. «Tómate el tiempo que necesites. Hazme el favor y déjame que me apañe yo solo por una vez», habían sido sus palabras.

Iba conduciendo con las ventanillas bajadas. Cuando hube dejado atrás las carreteras más transitadas, el aire se llenó de polen y de un aroma dulce que contrarrestaba el olor un tanto azufrado del barro reseco de los cañaverales. Para mí fue un alivio porque aún tenía el hedor a detergente pegado en las pituitarias y la garganta. Había sido un día largo, y la mayor parte me lo había pasado trabajando en los restos de Sally Palmer. A veces aún sentía un extraño desconcierto al intentar reconciliar mis recuerdos de la mujer extravertida y vital que había conocido con ese montón de huesos desprovistos de cualquier vestigio de carne. No era una sensación en la que quisiera detenerme.

Por suerte, tenía demasiado que hacer como para dejar volar mis pensamientos.

A diferencia de la piel y la carne, los huesos conservan las señales de los cortes. En el caso de Sally Palmer, algunos no eran más que rasguños, pero había tres en que el filo del cuchillo había penetrado lo suficiente para revelar su presencia en el registro óseo. Ambos omóplatos presentaban muescas idénticas allá donde le habían realizado los cortes para colocar las alas de cisne. Cada muesca medía unos quince centímetros y había sido realizada en una única incisión. Las heridas eran más profundas en los extremos que en la parte central; en ambos casos el cuchillo había recorrido la escápula describiendo un arco, lo que hacía pensar en cortes más que en puñaladas.

Con una pequeña sierra eléctrica había realizado un corte longitudinal en una de las muescas para verla en su parte central. Marina se había asomado a mi lado llena de curiosidad mientras yo examinaba la superficie hendida por el cuchillo. Con un gesto le indiqué que echara un vistazo.

—¿Ves lo finos que son los lados? —pregunté—. Esto indica que el cuchillo no era de sierra.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó ella frunciendo el ceño.

—Porque las hojas de sierra dejan un rastro. Como cuando se corta leña con una sierra circular.

—O sea que el arma no es un cuchillo de cortar pan o de carne.

—No, pero sea lo que sea estaba muy afilada. ¿Ves lo limpios y definidos que están los cortes? Además son bastante profundos, de cuatro o cinco milímetros en la parte central.

—¿Eso quiere decir que era de grandes dimensiones?

—Yo diría que sí. Podría tratarse de un cuchillo de cocina o de carnicero, pero me imagino que será más bien un cuchillo de caza. El filo suele ser más pesado y menos flexible, y el arma que hizo esto no se torció ni se onduló. Luego está la amplitud del corte, los cuchillos de carne suelen ser mucho más finos.

La hipótesis del cuchillo de caza explicaba también las evidentes dotes de supervivencia del asesino, pero eso no se lo dije. Saqué fotografías y realicé mediciones de ambos omóplatos y luego me centré en la tercera vértebra cervical. Era la parte del esqueleto que había sufrido daños más graves a consecuencia del corte en la garganta. La herida era de distinto tipo, de forma casi triangular, lo que sugería apuñalamiento y no corte. El asesino le había hundido el cuchillo en la garganta empezando por la punta y a continuación le había seccionando la tráquea y la arteria carótida.

—Es diestro —dije.

Marina me miró.

—La depresión de la vértebra es más profunda en el lado izquierdo y menos en el derecho. Eso indica el sentido del corte —dije señalándome la garganta y moviendo el dedo—. De izquierda a derecha, lo que nos hace pensar que es diestro.

—¿No puede ser que lo hiciera del revés?

—Entonces tendría forma de corte, como en los omóplatos.

—¿Y desde atrás? Para evitar la sangre…

—El resultado sería el mismo —dije negando con la cabeza—. Aunque se hubiera puesto detrás de ella, tendría que haberla rodeado con el brazo, colocar el cuchillo y rebanarle la garganta. Y un diestro lo hubiera hecho de izquierda a derecha. Lo contrario implicaría empujar el cuchillo en vez de tirar de él, sería complicado y la marca del hueso presentaría otro aspecto.

Marina reflexionó en silencio. Cuando al final aceptó mi versión, hizo un gesto de asentimiento.

—Parece increíble.

De increíble nada, pensé yo. Son el tipo de cosas que aprende uno cuando ha visto decenas de casos.

—¿Por qué está tan seguro de que es un varón? —preguntó de pronto Marina.

—¿Cómo?

—Cuando habla del asesino siempre habla de él en masculino. Pero no hay testigos y el cuerpo está demasiado descompuesto para hallar signos de violación. Por eso me preguntaba cómo lo sabe —dijo encogiéndose de hombros, como si hubiera preguntado lo que no debía—. ¿Es una forma de hablar o es que la policía ha averiguado algo?

No me había parado a pensarlo, pero tenía razón. Automáticamente había dado por hecho que el asesino era un hombre. Hasta el momento, todo apuntaba en esa dirección —fuerza física, mujeres como víctimas—, pero me sorprendía haber pasado por alto algo así.

—La fuerza de la costumbre —contesté sonriendo—. Suelen ser hombres. Pero no, no lo sé con seguridad.

—Yo también creo que es un hombre. Esperemos que cojan a ese hijo de puta —dijo Marina mirando el montón de huesos que habíamos estado observando con desapego clínico.

Empecé a dar tantas vueltas a sus palabras que por poco me pasa desapercibida la última prueba. Me había puesto a examinar la vértebra bajo un microscopio y, cuando estaba a punto de dar por finalizado el examen, la vi. Una minúscula partícula negra que parecía un punto de podredumbre en lo más hondo del agujero abierto por el cuchillo. Pero no, no era podredumbre. Raspé con cuidado.

—¿Qué es eso? —preguntó Marina.

—Ni idea.

Sentí aumentar mi emoción. Fuera lo que fuese sólo podía haber llegado allí procedente de la punta del cuchillo del asesino. Tal vez no fuera nada.

Tal vez.

Lo mandé al laboratorio forense para un análisis espectroscópico, una prueba para la que yo no disponía ni de experiencia ni de equipo, y empecé a sacar moldes de yeso de los cortes de los huesos. Si el arma que los había provocado llegaba a recuperarse, podría ser identificada simplemente observando si encajaba, una prueba tan concluyente como la del zapato de Cenicienta.

Casi había terminado. Ya sólo quedaba esperar los resultados del laboratorio, no únicamente los de la sustancia encontrada, sino también los de las pruebas encargadas el día anterior. En cuanto los tuviera sabría con más precisión la hora de la muerte, y con eso terminaría mi labor. Mi papel en la muerte de Sally Palmer, mucho más relevante de lo que habría cabido pensar cuando estaba viva, habría tocado a su fin y yo podría volver a mi nueva vida de retiro.

La perspectiva no me tranquilizó tanto como esperaba. O tal vez fuera que ya entonces era consciente de que las cosas no iban a ser tan sencillas.

Acababa de lavarme y secarme las manos cuando alguien llamó a la puerta. Marina fue a ver quién era y volvió con un joven agente de policía. Desalentado, vi que llevaba una caja de cartón.

—El inspector jefe Mackenzie le envía esto.

Buscó algún sitio donde depositarla y yo le señalé la mesa de acero inoxidable, ya vacía. Podía imaginarme lo que había dentro.

—Quiere que examine el contenido. Dice que usted ya sabe a qué se refiere —dijo el agente.

La caja no parecía muy pesada, pero el policía tenía la cara roja y todavía estaba recuperando el aliento debido al esfuerzo. O tal vez hubiera venido aguantando la respiración porque el olor empezaba a hacerse perceptible.

El agente se marchó en cuanto abrí la caja. Dentro estaba el perro de Sally Palmer envuelto en plástico. Supuse que Mackenzie querría que llevara a cabo los mismos análisis con el animal que con la dueña. Si, como parecía probable, lo habían matado al llevarse a Sally, averiguando la hora de su muerte deduciríamos también el momento de la desaparición. Y cuánto tiempo la habían mantenido con vida. Nada garantizaba que el asesino fuera a hacer lo mismo con Lyn Metcalf, pero al menos serviría para hacernos una idea de las posibilidades de hallarla con vida.

Una buena idea. Por desgracia, no daría resultado. La química corporal de un perro no es la misma que la de un humano, por lo que cualquier examen comparativo resulta irrelevante. Lo único que podía hacer era estudiar las muescas de las vértebras. Con un poco de suerte podría demostrar que el animal había sido degollado con el mismo cuchillo. El curso de la investigación no cambiaría lo más mínimo, pero había que hacerlo de todos modos.

—Parece que hoy saldremos tarde —le dije a Marina esbozando una sonrisa compungida.

Al final la cosa no duró tanto como era de esperar. El perro era más pequeño, y eso facilitaba el trabajo. Saqué unas placas de rayos X y luego puse el cuerpo a hervir con detergente. Cuando volviera al laboratorio al día siguiente no quedaría más que el esqueleto. La idea de dejar los restos de Sally y su perro descansando en la misma habitación me provocó una sensación ambigua, no sabría decir si positiva o negativa.

El sol bajo aguijaba con sus rayos la superficie de Manham Water, de tal forma que desde la carretera que conducía al pueblo las aguas del lago parecían estar en llamas. Entrecerré los ojos y me bajé las gafas de sol que llevaba sobre la frente. El filtro oscureció el paisaje y entonces vi una figura que caminaba en dirección contraria a la mía por el arcén de la carretera. Me sorprendió ver a alguien tan cerca, el sol la iluminaba desde detrás y ya casi había pasado de largo cuando pude reconocerla. Paré y di la vuelta hasta quedarme a su altura.

—¿Quiere que la lleve a casa?

Linda Yates miró a un lado y a otro de la carretera desierta como si pensara qué debía contestar.

—No vamos en la misma dirección.

—No importa, sólo serán unos minutos. Suba.

Me incliné hacia la puerta y la abrí. Como vi que vacilaba, agregué:

—No queda tan lejos. Además, también quería echarle un vistazo a Sam.

Al oír el nombre de su hijo pareció decidirse y subió. Recuerdo haberme fijado en que estaba sentada muy cerca de la puerta, pero en ese momento no le di mayor importancia.

—¿Cómo se encuentra? —pregunté.

—Mejor.

—¿Ha vuelto a la escuela?

—No vale la pena —dijo ella levantando un hombro—. Mañana terminan.

Tenía razón, había perdido la noción del tiempo y me había olvidado de que la escuela estaba a punto de empezar las largas vacaciones de verano.

—¿Y Neil?

Por primera vez se manifestó en ella algo parecido a una sonrisa. Una sonrisa amarga, no obstante.

—Oh, está bien. Es como su padre.

Por su tono, preferí evitar cualquier referencia a su vida doméstica.

—¿Viene del trabajo? —pregunté.

Sabía que trabajaba como mujer de la limpieza en un par de tiendas del pueblo.

—Necesitábamos un par de cosas del supermercado —dijo levantando una bolsa de plástico a modo de prueba.

—Un poco tarde para ir a comprar, ¿no?

Me lanzó una mirada. Estaba realmente inquieta.

—Alguien tiene que hacerlo.

—¿Y…? —Intenté acordarme del nombre de su marido—. ¿Y Gary no podía llevarla?

Se encogió de hombros. Evidentemente, no.

—Tal y como están las cosas, volver a casa a pie no me parece una buena idea.

Volvió a lanzarme la misma mirada tensa y fugaz. Me pareció que se pegaba aún más a la puerta.

—¿Va todo bien? —pregunté, aunque ya había visto que no.

—Sí.

—Parece un poco nerviosa.

—Es que… es que tengo ganas de llegar a casa, sólo eso.

Tenía la puerta agarrada con la mano como si fuera a tirarse por la ventanilla.

—Vamos, Linda, ¿qué es lo que pasa?

—Nada.

Había contestado con demasiada celeridad. Entonces empecé a advertir lo que estaba ocurriendo. Tenía miedo. De mí.

—Si prefiere que pare para seguir a pie, no tiene más que decírmelo —dije con cautela.

Por la forma en que me miró, deduje que era lo que quería. A posteriori, caí en la cuenta de las reticencias que había mostrado antes de subirse al coche. Ni que fuera un desconocido, por el amor de Dios. Había sido el médico de la familia desde mi llegada, había visto a Sam con paperas y varicela, y a Neil cuando se rompió el brazo. Apenas unos días atrás, cuando sus hijos hicieron el descubrimiento con el que empezó todo, había estado en la cocina de su casa. «¿Qué demonios está ocurriendo?».

Al cabo de un momento, sacudió la cabeza y dijo:

—No, no pasa nada.

Había conseguido eliminar parte de la tensión, pero no totalmente.

—No la culpo por estar alerta. Yo sólo quería hacerle un favor.

—Y me lo está haciendo, es sólo que…

—Diga.

—Nada. Habladurías.

Hasta el momento atribuía su reacción a un estado de ansiedad general, una desconfianza indiscriminada debida a todo lo que estaba ocurriendo en el pueblo. Pero mi malestar fue en aumento en cuanto comprendí que había algo más.

—¿Qué clase de habladurías?

—Corre el rumor… de que está usted arrestado.

No sé qué clase de respuesta esperaba oír, pero desde luego no ésa.

—Lo lamento —dijo como si fuera a echarle las culpas a ella—. Son chismes idiotas.

—¿Y puede saberse por qué alguien iba a pensar eso? —pregunté sin dar crédito.

Empezó a frotarse las manos; ya no me tenía miedo, lo único que le causaba temor era tener que contarme la verdad.

—No ha estado usted en la consulta. Dicen por ahí que la policía ha ido a verlo y que el inspector, el que lleva la investigación, se lo llevó en su coche.

Todo empezaba a encajar. A falta de auténticas noticias, habían empezado a circular rumores, y al acceder a ayudar a Mackenzie me había puesto, sin yo saberlo, en el punto de mira. La situación resultaba tan absurda que era para echarse a reír. Sólo que a mí no me hacía ninguna gracia.

Me di cuenta de que estaba a punto de pasar de largo de la casa de Linda. Cuando paré el coche estaba demasiado desconcertado para hablar.

—Lo lamento —repitió—. Yo pensaba…

Pero no terminó la frase.

Intenté pensar algo que no implicara poner al pueblo entero al corriente de mi vida pasada.

—He estado ayudando a la policía, les he prestado mi colaboración. Yo antes era… especialista, digamos. Antes de trasladarme aquí.

Aunque me escuchaba, yo no estaba muy seguro de hasta qué punto mis palabras tenían sentido para ella. Por lo menos ya no parecía querer escapar del coche saltando por la ventana.

—Me han pedido asesoramiento —continué—. Por eso no he estado en la consulta.

No se me ocurría qué más podía decirle. Tras un silencio, se puso a mirar por la ventanilla.

—Es este lugar, este pueblo —dijo con un dejo de hastío mientras abría la puerta.

—Me gustaría echarle un vistazo a Sam de todos modos —dije.

Ella asintió.

Todavía medio sumido en mi desconcierto, la seguí hasta la casa. Comparado con la luz de la tarde, el interior me pareció neblinoso y oscuro. Desde el salón llegaban el sonido cacofónico y los colores del televisor encendido. El marido y el hijo menor estaban viendo la tele, el uno derrumbado sobre un sillón y el otro tumbado boca abajo en el suelo, delante del aparato. Cuando entramos ambos desviaron la mirada hacia nosotros. Gary Yates miró a su mujer con ojos interrogantes.

—El doctor Hunter me ha acompañado con el coche —dijo ella dejando en el suelo las bolsas con la compra y moviéndose rápidamente por la estancia—. Quiere ver cómo está Sam.

Yates parecía indeciso. Era un hombre enjuto de treinta y pocos años y de aspecto dejado y rebelde. Se puso en pie despacio sin saber qué hacer con las manos. Terminó guardándoselas en los bolsillos para no tener que estrechar la mía.

—No sabía que tuviera intención de venir —dijo.

—No la tenía. Pero con lo que ha pasado no podía dejar que Linda volviera a casa sola.

Gary se ruborizó y apartó la mirada. Hice un esfuerzo por tranquilizarme. Todo lo que pudiera ganarle ahora no haría más que redundar en perjuicio de su mujer en cuanto me marchara de allí.

Le sonreí a Sam, que nos miraba desde el suelo. El hecho de que pasara una tarde de verano como aquélla dentro de casa indicaba de por sí que no estaba del todo recuperado, aunque parecía estar mejor que la última vez. Cuando le pregunté qué pensaba hacer durante las vacaciones sonrió, dejando adivinar su antigua energía.

—Creo que está mejor —le dije a Linda en la cocina—. Seguro que no tardará en recuperarse del todo ahora que ya ha superado el trauma inicial.

Ella asintió pero todavía parecía ausente e incómoda.

—Volviendo a lo de antes… —empezó a decir.

—Olvidémoslo. Me alegro de que me lo haya dicho.

En ningún momento había pensado que alguien pudiera llevarse una impresión equivocada, pero tal vez debería haberlo previsto. La noche anterior, Henry me había prevenido. En ese momento me había parecido una reacción exagerada por su parte, pero ahora quedaba claro que conocía a la gente del pueblo mejor que yo. Me dolía, pero no tanto por mi falta de previsión como porque una comunidad de la que yo me consideraba parte estuviera dispuesta a pensar lo peor.

Debería haber sabido que las expectativas siempre se quedan cortas.

Miré por encima del hombro para asegurarme de que la puerta que comunicaba con el salón estaba cerrada. Había algo que tenía ganas de preguntar desde que me había detenido para invitar a Linda a subir al coche.

—El domingo, después de que Neil y Sam encontraran el cadáver —dije—, usted sabía que era Sally Palmer porque había tenido un sueño.

Ella hizo ver que estaba ocupada aclarando las tazas del fregadero.

—Supongo que sólo fue una coincidencia.

—Eso no es lo que me dijo entonces.

—Estaba muy alterada. No debí decir nada.

—No pretendo reírme de sus sueños. Lo único que quiero… —¿Qué quería? Ni yo mismo sabía ya qué pretendía demostrar, pero de todos modos seguí adelante—. Me preguntaba si habría tenido más sueños. Sobre Lyn Metcalf.

—Creía que la gente como usted no tenía tiempo para cosas como ésas —dijo dejando lo que estaba haciendo.

—Mera curiosidad.

Me lanzó una mirada inquisitiva. Penetrante. Me estaba haciendo sentir incómodo.

—No —dijo negando con la cabeza, y luego añadió algo en voz tan queda que apenas pude oírla.

Habría querido seguir preguntándole, pero en ese momento se abrió la puerta y Gary Yates se quedó observándonos con aire desconfiado.

—Creía que se había marchado.

—Estaba a punto de hacerlo —respondí.

Se fue a la nevera y al abrirla se oyó un chirrido. En la puerta había pegado un imán en el que ponía «Empieza el día con una sonrisa» y en el que aparecía un alegre cocodrilo. Sacó una lata de cerveza y la abrió. Como si yo no estuviera allí, dio un largo trago y al bajar la lata eructó.

—Entonces, adiós —le dije a Linda, que me correspondió moviendo nerviosamente la cabeza.

Su marido se quedó mirándome a través de la ventana mientras subía al Land Rover. De camino al pueblo seguí pensando en las palabras de Linda Yates. Tras negar que hubiera soñado con Lyn Metcalf había añadido algo. Tan sólo dos palabras, casi inaudibles.

«Aún no».

Por ridículos que fueran los rumores que circulaban sobre mí, no podía desentenderme de ellos. Era preferible salirles al paso con la cabeza bien alta a dejar que se propagaran sin control; así y todo, de camino al Lamb no pude reprimir un raro recelo. Las guirnaldas de la Piedra de la Mártir estaban casi muertas y esperé que no fuera una profecía. El furgón policial seguía aparcado en la plaza del pueblo. Fuera, aprovechando el sol de la tarde, había sentados dos agentes con aspecto hastiado. Al pasar por delante de ellos, se quedaron mirándome sin mucho interés. Aparqué junto al pub, respiré hondo y entré.

Ya dentro, lo primero que pensé era que Linda Yates había exagerado. La gente me miraba, pero me saludaron con los gestos y palabras de siempre. Tal vez el ambiente estuviera algo apagado, pero era normal. La gente tardaría todavía un tiempo en volver a reír y contar chistes.

Fui a la barra y pedí una cerveza. Ben Anders estaba en un rincón hablando por el móvil. Me saludó levantando la mano y siguió con la conversación. Jack tiró mi cerveza pensativo como siempre, observando cómo el líquido dorado iba formando espuma en el vaso. Con un punto de alivio, pensé que las advertencias de Henry de la noche anterior eran infundadas. La gente me conocía mejor de lo que él pensaba.

En ese momento alguien que estaba en otra parte de la barra carraspeó y preguntó:

—¿Ha estado fuera?

Era Carl Brenner. Cuando levanté la mirada me di cuenta de que el local se había quedado en silencio.

Después de todo, quizás Henry tuviera razón.

—Dicen que no se ha dejado ver mucho por el pueblo en el último par de días —continuó Brenner.

Tenía la tez amarillenta y los párpados caídos, lo que me hizo pensar que llevaba ya unas copas de más.

—No mucho, es verdad.

—¿Y eso?

—Tenía cosas que hacer.

Quería atajar los rumores sobre mí, pero tampoco estaba dispuesto a dejarme intimidar ni darle más motivos de especulación a la gente del pueblo.

—No es eso lo que me han dicho. —Su mirada transmitía furia y ganas de descargarla sobre alguien—. Me han dicho que ha estado con la policía.

El silencio se había hecho más denso.

—Y es verdad.

—¿Qué querían?

—Asesoramiento.

—¿Asesoramiento? —repitió sin ocultar su incredulidad—. ¿Sobre qué?

—Eso tendrá que preguntárselo a ellos.

—Pues se lo pregunto a usted.

Su furia ya había encontrado catalizador. Recorrí el pub con la mirada. Algunos clientes miraban su cerveza, otros me miraban a mí, pero en sus ojos no había condena, sino expectación.

—Si alguien tiene algo que decir, que hable —dije con toda la calma que me fue posible.

Los miré a los ojos hasta que, uno a uno, fueron girando la cara.

—Muy bien, pues si nadie va a decir nada, lo diré yo.

Carl Brenner se puso en pie. Apuró el vaso con un gesto agresivo y lo dejó de un golpe sobre la barra.

—Usted ha…

—Yo en tu lugar tendría cuidado.

Ben Anders acababa de aparecer a mi lado. Eso me tranquilizó un poco, no sólo por su reconfortante presencia física, sino también por lo que su gesto tenía de simbólico.

—Tú no te metas —dijo Brenner.

—¿Que no me meta en qué? Lo único que quiero es evitar que digas algo de lo que mañana puedes arrepentirte.

—No me arrepentiré de nada.

—Perfecto. ¿Y qué tal Scott?

La pregunta cogió a Brenner desprevenido.

—¿Qué?

—Tu hermano. ¿Cómo tiene la pierna? La que el doctor Hunter le curó la otra noche.

Brenner seguía haciendo ademanes jactanciosos, pero se le habían bajado un poco los humos.

—Está bien.

—Es toda una suerte que nuestro amigo el médico no cobre por atender fuera de horas —dijo Ben con tono afable y mirando al resto de los presentes—. Yo diría que la mayoría de los que estamos aquí hemos tenido que agradecérselo en un momento u otro.

Hizo una pausa y a continuación dio una palmada y se giró hacia la barra.

—En fin, Jack, ¿me pones otra cuando puedas?

Fue como si de repente alguien hubiera abierto una ventana para que entrara aire fresco. El ambiente se distendió y la gente empezó a moverse en sus sillas y a retomar las conversaciones con gesto ligeramente avergonzado. Noté una gota de sudor resbalando por mi espalda. Y no era debida al aire caldeado y mal ventilado del bar.

—¿Quieres un whisky? —me preguntó Ben—. Por tu cara diría que te vendría bien.

—No, gracias, pero te invito a lo tuyo.

—No hace falta.

—Es lo menos que puedo hacer.

—Olvídalo. Estos capullos necesitaban que alguien les recordara un par de cosas —dijo mirando a Brenner, que contemplaba su vaso vacío con aspecto taciturno—. Además, ese mal nacido necesita que alguien le ponga las cosas claras. Estoy seguro de que ha estado saqueando los nidos de la reserva, los que están en peligro. Normalmente, una vez que los huevos se han abierto, pasa el peligro. Pero últimamente ha disminuido también el numero de aves adultas. Aguiluchos, incluso avetoros. No lo he pillado nunca, pero un día de estos…

Jack le sirvió la pinta que había pedido.

—Estupendo —dijo sonriendo. Tomó un trago largo y suspiró satisfecho—. Bueno, ¿y qué has estado haciendo? —Y, mirándome de reojo, agregó—: Tranquilo, pura curiosidad. Algún motivo habrás tenido para estar fuera.

Vacilé, pero se había ganado por lo menos una explicación. Se lo conté sin entrar en muchos detalles.

—Dios mío —dijo.

—Ahora ya sabes por qué no quiero decir nada. O por qué no quería —añadí.

—¿Seguro que no sería mejor que se supiera? ¿Que saliera a la luz?

—No creo.

—Puedo hacer que corra la voz si quieres. Que se comente por ahí.

Su propuesta tenía sentido, pero no acababa de convencerme. Nunca había tenido por costumbre hablar de mi trabajo y cuesta olvidar las viejas costumbres. Tal vez fuera obstinación mía, pero los muertos tienen tanto derecho a la intimidad como los vivos. En cuanto se supiera lo que había estado haciendo, me acecharía todo el mundo con una curiosidad malsana. Por lo demás, no tenía la menor idea de cómo podía caer en un pueblo como Manham la noticia de las ocupaciones poco ortodoxas del médico local. No se me ocultaba que a ojos de algunos mis dos vocaciones podían llegar a parecer incompatibles.

—No, gracias —respondí.

—Como quieras. Pero de todos modos habrá habladurías.

Aunque ya lo intuía, se me hizo un nudo en el estómago.

—Están asustados —dijo Ben encogiéndose de hombros—. Saben que el asesino tiene que ser de por aquí, pero preferirían que fuese un forastero.

—Yo no soy un forastero. Llevo tres años viviendo aquí.

Pero ni yo mismo me lo creía. Tal vez viviera y trabajara en Manham, pero no podía arrogarme el derecho de pertenencia. Me había quedado muy claro.

—Eso da igual. Podrías llevar treinta y seguirías siendo de ciudad. A la hora de la verdad, la gente te mira y piensa: «No es de los nuestros».

—Entonces no importa nada de lo que yo diga, ¿no? De todos modos, no me creo que todos sean así.

—No, todos no. Pero basta con que lo sean unos pocos —dijo en tono solemne—. Sólo cabe esperar que no tarden en atrapar a ese hijo de puta.

Después de esa charla no me quedé mucho más tiempo. La cerveza me parecía tibia y sabía mal, aunque suponía que era sólo una percepción mía. Me sentía aturdido, como quien se hace un corte y durante un instante no siente nada, hasta que el dolor aflora. Y prefería estar en casa cuando se manifestara.

Ya de camino a casa, vi a Scarsdale saliendo de la iglesia. Quizá fuera mi imaginación, pero me parecía más alto que de costumbre. Era el único entre todos nosotros al que parecían probarle los acontecimientos que se estaban viviendo en el pueblo. «Nada como una tragedia y el miedo para que un clérigo se erija en héroe», pensé, y al momento me avergoncé de ello. El hombre sólo cumplía con su trabajo, igual que yo. No podía dejar que mi poca simpatía hacia él interfiriera en mis pensamientos. Ya había visto demasiados prejuicios esa noche.

La mala conciencia me hizo saludarlo con la mano al pasar por su lado. Me miró y, por un momento, pensé que no iba a devolverme el saludo, pero al final hizo un ligero ademán con la cabeza.

Tuve la impresión, no obstante, de que sabía lo que estaba pensando.