Culturizar a los físicos
Allá por 1972 ó 1973, la encargada de organizar el coloquio de física fue Nina Byers, que es profesora en la UCLA (Universidad de California en Los Ángeles). Normalmente, las sesiones de los coloquios consisten en reuniones de físicos de otras universidades, que se dedican a hablar de cuestiones puramente técnicas. Pero quizá debido en parte al especial ambiente de la época, a Nina se le ocurrió la idea de que los físicos necesitábamos más cultura y pensó en organizar algo en esta línea: dado que Los Ángeles se encuentra cerca de México, celebrar un coloquio sobre las matemáticas y la astronomía de los mayas, la antigua civilización de México.
(Recuerden mi actitud hacia las cosas «culturales». ¡Si llega a ocurrir una cosa así en mi universidad, creo que me hubiera puesto furioso!).
Nina se puso a buscar un profesor que disertara sobre el asunto, pero no pudo encontrar en UCLA ningún verdadero especialista. Telefoneó a diversos lugares, pero siguió sin encontrar a nadie.
Entonces se acordó del profesor Otto Neugebauer[3], de la Universidad Brown, gran especialista en matemática babilónica: Nina le telefoneó a Rhode Island y le preguntó si sabía de algún especialista en la Costa Oeste capaz de disertar sobre las matemáticas y la astronomía de los mayas.
«Sí respondió Neugebauer. Sé de uno. No es historiador ni antropólogo profesional, sino aficionado. Pero ciertamente sabe mucho sobre la cuestión. Se llama Richard Feynman».
¡Casi se muere al oírlo! ¡Ella tratando de llevar un poco de cultura a los físicos y la única forma de hacerlo es recurrir a un físico!
La razón de que yo supiera algo sobre las matemáticas de los mayas no fue sino que mi luna de miel en México con Mary Lou, mi segunda esposa, me estaba agotando. Mary Lou estaba interesada por la historia del arte, y especialmente por la de México. Así que fuimos a México a pasar nuestra luna de miel y escalamos pirámides y descendimos de pirámides; me hizo ir tras ella por todo aquello. Me enseñó muchísimas cosas apasionantes, como ciertas relaciones en el diseño de diversas figuras; pero después de algunos días (y noches) de subir y bajar por junglas ardientes y saturadas de humedad yo me encontraba exhausto.
En una pequeña ciudad guatemalteca, perdida en mitad de la nada, entramos en un museo donde había una vitrina que exhibía un manuscrito lleno de extraños símbolos, figuras, barras y puntos. Era una copia (realizada por un tal Villacorta) del Códice de Dresde, un libro original de los mayas que se encuentra en Dresde. Yo sabía que las barras y los puntos denotaban números. Mi padre me había llevado de pequeño a la Feria Mundial de Nueva York, donde mostraban una reconstrucción de un templo maya. Recuerdo que mi padre me explicó que los mayas habían inventado el cero y habían hecho muchas cosas interesantes.
El museo tenía a la venta copias del códice, y yo compré una. En la parte izquierda de cada página estaba una copia del códice, y a la derecha, una descripción y una traducción parcial al español.
A mí me encantan los rompecabezas y los textos en clave, y así, en cuanto vi las barras y los puntos, pensé: «¡Me voy a divertir un poco!». Cubrí con una hoja de papel amarillo el texto en español y comencé a jugar al juego aquel de descifrar el sistema de barras y puntos de los mayas, sentado en la habitación del hotel, mientras mi esposa se pasaba el día subiendo y bajando pirámides.
Descubrí enseguida que una barra equivalía a cinco puntos, cuál era el símbolo del cero y cosas por el estilo. Me llevó un poco más descubrir que la primera vez que había que llevar se hacía al llegar a 20, pero que la segunda vez no se llevaba a los 20 sino a los 18 (formando ciclos de 360). También fui esclareciendo una serie de cosas sobre diversas caras que aparecían allí: sin duda significaban ciertos días y semanas.
Después de volver a casa seguí trabajando en la cuestión. En conjunto, resulta muy divertido descifrar una cosa así, porque cuando se empieza no se sabe nada, no se tiene ninguna pista para empezar a andar. Pero después uno se va fijando en números que aparecen con frecuencia, y cuyas sumas son otros números, y así sucesivamente.
Había un cierto lugar del códice donde el número 584 destacaba mucho. Este 584 estaba dividido en períodos de 236, 90, 250 Y 8. Otro número destacado era 2,920, o sea 584 X 5 (y también 365 X 8). Había después una tabla de múltiplos de 2,920, que llegaba hasta 13 X 2,920; después durante un rato estaban los múltiplos de 13 X 2,920. Y después, ¡números curiosos! Hasta donde se me alcanzaba, debían ser errores. No logré averiguar lo que eran hasta muchos años después.
Dado que las cifras denotativas de fechas estaban asociadas con este 584 que estaba dividido de forma tan curiosa, me imaginé que si no se trataba de algún tipo de período mítico, debería corresponder a algún fenómeno astronómico. Finalmente me dirigí a la biblioteca del departamento de astronomía y estuve consultando libros. Averigüé allí que 583,92 días es el período aparente de Venus (es decir, visto desde la Tierra). Entonces los 236, 90, 250 Y 8 saltan a la vista: tienen que ser las fases por las que Venus va pasando. Es una estrella matutina, después deja de ser visible (cuando Venus está diametralmente opuesto a nosotros respecto del Sol), después aparece como estrella vespertina, y finalmente vuelve a desaparecer (cuando se encuentra entre nosotros y el Sol). Las cifras de 90 y 8 son distintas porque el movimiento aparente de Venus cuando se encuentra en oposición al Sol es lento en comparación con el movimiento aparente cuando se encuentra en conjugación. La diferencia entre 236 y 250 podría indicar una diferencia de los horizontes oriental y occidental de la tierra de los mayas.
Descubrí cerca de la anterior una segunda tabla que tenía períodos de 11.959 días. Esta tabla resultó ser una tabla para la predicción de eclipses lunares. Había otra tabla más que tenía múltiplos de 91 en orden descendente. No he logrado averiguar nunca qué denota esa tabla (y que yo sepa, tampoco lo ha logrado nadie).
Finalmente, una vez hube descifrado todo lo que estuvo a mi alcance, decidí consultar el comentario en español, para ver hasta qué punto había acertado. Aquello era totalmente absurdo. Este símbolo era Saturno, aquel otro era un dios… no tenía el más mínimo sentido. Así que no me habría sido necesario cubrir el comentario: de todos modos no habría aprendido nada de él.
Después empecé a leer mucho sobre los mayas, y descubrí que la gran autoridad en ese campo era Eric Thompson, algunos de cuyos libros tengo actualmente.
Cuando Nina Byers me llamó me di cuenta de que había perdido mi ejemplar del Códice de Dresde. (Se lo había prestado a la Sra. H. P. Robertson, quien había encontrado un códice maya en un viejo baúl de un anticuario de París. Esta señora trajo a Pasadena su códice para que yo le echase un vistazo —recuerdo todavía que al ir conduciendo mi coche de camino a casa iba pensando: «Tengo que conducir con cuidado; tengo aquí el códice que acaban de encontrar»—, pero en cuanto pude mirarlo cuidadosamente, pude comprobar que se trataba de una falsificación. Después de trabajar un poco pude hallar de qué lugar del Códice de Dresde procedía cada una de las figuras del nuevo códice. Le presté mi libro para que comprobara por sí misma que así era, y al final me olvidé de que ella lo tenía). Por ese motivo, los bibliotecarios de UCLA tuvieron que trabajar muy duro para encontrar otro ejemplar de la edición de Villacorta del Códice de Dresde, y me lo prestaron.
Volví a repetir todos los cálculos de cabo a rabo, y esta vez llegué incluso un poco más allá que la vez anterior: logré averiguar que aquellos «números raros» denotaban en realidad múltiplos enteros de un valor más cercano al período correcto (583.923). ¡Los mayas habían reconocido ya que 584 no era un período totalmente correcto de Venus![4]
Después del coloquio del UCLA, la profesora Byers me obsequió con unas preciosas reproducciones en color del Códice de Dresde. Algunos meses después, Caltech tuvo interés en que yo pronunciase la misma conferencia para el público de Pasadena. Robert Rowan, un empresario inmobiliario, me prestó para mi conferencia del Caltech unos bajorrelieves muy valiosos de dioses mayas esculpidos en piedra, así como figuras de cerámica maya. Estoy casi seguro que era ilegal sacar de México cosas como ésas, y tan valiosas eran que contratamos guardias de seguridad para que las protegieran.
Pocos días antes de la conferencia del Caltech hubo un gran revuelo en el New York Times, que daba la noticia de que había sido encontrado un nuevo códice. Solamente se conocía por entonces la existencia de tres códices (de dos de los cuales era difícil sacar nada en limpio); los clérigos españoles habían quemado centenares de miles de ellos, por considerarlos «obras del Diablo». Una prima mía que trabajaba para Associated Press me envió una fotografía en brillo de lo que el New York Times había publicado y yo preparé una diapositiva para incluirla en mi charla.
Este nuevo códice era igualmente una falsificación. En mi charla hice notar que los números eran del estilo de los del Códice de Madrid, pero eran 236, 90, 250, 8 ¡vaya coincidencia! De entre los cientos de miles originalmente producidos nos llega otro fragmento que contiene precisamente lo mismo que los otros fragmentos. Evidentemente, se trataba una vez más de esos «montajes» que no contenían nada original.
Esta gente que se dedica a copiar cosas nunca tiene el valor de hacer algo realmente nuevo. Si uno pretende haber descubierto algo verdaderamente nuevo, tendrá que contener algo que sea realmente diferente. Una falsificación como es debido hubiera consistido en tomar algo así como el período de Marte, inventar una mitología a juego, y después trazar dibujos asociados a esa mitología y añadir números correspondientes a Marte, pero no de manera obvia, sino más bien, dando tablas de múltiplos del período con algunos «errores» misteriosos y demás. Los números tendrían que haber estado un poquito trucados. Entonces la gente diría: «¡Dios! ¡Esto tiene que ver con Marte!». Debería haber además cierto número de cosas incomprensibles, que no fueran exactamente· como las ya vistas anteriormente. De este modo se tendría una buena falsificación.
Dar mi conferencia, titulada «Descifrando los jeroglíficos mayas», me resultó apasionante. Allí estaba yo, haciendo otra vez de algo que no soy. La gente iba desfilando hacia el auditorio junto a aquellas vitrinas, admirando las reproducciones del Códice de Dresde y los artefactos mayas auténticos, guardados por un vigilante armado y de uniforme; oyeron dos horas de conferencia sobre matemáticas y astronomía mayas por un aficionado experto en ese campo (quien les dijo además cómo detectar un códice falsificado), y después se fueron, admirando nuevamente las vitrinas. Durante las semanas siguientes, Murray Gell-Mann contraatacó con un precioso ciclo de seis conferencias referentes a las relaciones lingüísticas de todos los idiomas del mundo.